44. Enloquecedora avalancha

Lacey se sintió expuesto por un segundo. Sin embargo, evitaba acercarse a Heros y no había comentado en ningún momento que fueran conocidos, por lo que no habría manera de que los relacionaran. Además, solo debía mantener su mentira hasta el día que se casaran. Luego de eso, se irían de viaje y seguirían con su relación secreta en la empresa, pero ya siendo marido y mujer, porque la ley que prohíbe a las parejas en un mismo lugar de trabajo, era la excusa perfecta para mantener su engaño. A la única persona que debía mantener alejada de la verdad, era a uno sola. Sonrió en sus adentros de manera malvada, mientras observaba a la abuela que tanto odiada y detestaba. No le tomaría ni un parpadeo, inventar una excusa, para dar soporte a su farsa.

—Solo quería verificar si ya se había ido Paula, o había decidido descansar en la empresa antes de irse —dijo Lacey, con destreza, ante la interrogante de su repugnante jefa.

Hestia se mantuvo inexpresiva ante el comentario de Lacey. Si no hubiera sido por ella, no habría tenido la necesidad de encantar a su dulce Heros. Ahora las cosas se iban aclarando; su infame secretaria era una artista de la mentira. Las dos eran como víbora, que no les importaba escupir veneno. Sin embargo, Lacey vendría siendo una dócil serpiente jarretera, que podría ser una inofensiva mascota, mientras que ella, era una mamba negra que era temida y respetada por todos. Ya se vería quién era la más tóxica, porque no le importaba destruir lo que se le atravesara, para obtener lo que quisiera. Además, con cada segundo que pasaba, estaba llegando a su límite

—Bien, eso era todo —dijo Hestia, luego de haber propiciado el encuentro entre los tres—. Puedes retirarte.

—Entonces, me retiro, señora Haller —dijo Lacey, con reverencia hacia su jefa—. Con su permiso.

El reflejo de Lacey abandonando la oficina se reflejaba en las oscuras pupilas de Hestia, mientras una macabra sonrisa se pintaba en sus labios. Una sombra roja la cubría, como si fuera un ente maligno. Al instante en que pasó la puerta, Hestia le colocó seguro al sistema de entrada, para que más nadie pudiera acceder al despacho. Soltó un sonoro gemido y se soltó la blusa, como si le estuviera quemando la piel. Se apretaba los pechos de manera impúdica. Los pegaba el uno con el otro. Apoyaba sus manos en la parte trasera de Heros, mientras él degustaba su exquisito manjar. Era tan bueno y diestro con la lengua, que parecía breves corrientes eléctricas.

Heros empujó la silla hacia atrás, para poder salir del escondite improvisado que había utilizado, para cubrirse de la vista de Lacey. Había compartido con su prometida desde que eran niños, y se había imaginado una vida con ella. Todo lo que estaban viviendo, era tan irreal, que su mundo daba vueltas. En todos sus encuentros con Hestia, no había tenido tantas ganas de hacerla suya, como lo deseaba en estos momentos. En algún momento de su vida había querido a Lacey, o eso había creído, ¿por qué si la había amado tanto, no sentía ningún remordimiento de engañarla y de estar con otra mujer? Incluso, cuando había estado a pocos metros de ellos. ¿Tanto había cambiado? No, si tanto lo había transformado Hestia. Su inmoralidad ya había traspasado todos los límites. Sintió como le brotaban unas alas en la espalda, que poco a poco iba rompiendo las cadenas que lo ataban; una era de color blanco, que significaba la pureza y la bondad que siempre había tenido, mientras que la otra era de color oscuro, que era la maldad que había estado escondido en los lugares más profundos de su alma. Al fin era libre, y todo gracias a su bella diosa.

Hestia estaba en el clímax de su excitación. Los parpados le pesaban, y por un corto periodo de tiempo, su alma abandonó su cuerpo, para ascender al cielo, donde todo era perfecto. Se hallaba desnuda en una enorme pradera de flores de diversos colores: azules, rojas, blancas, moradas, amarillas y muchas más. El viento la acariciaba y le movía los mechones de su ondulado cabello carmesí. Allí era tranquilo y sereno. Caminaba por un el sendero, y sonrió de manera genuina, cuando divisó a la persona que se acercaba a ella. Ambos estaban sin ropa, en esa maravillosa pradera. Era Heros, quien se había convertido en el hombre que la llevaba al paraíso. Rodeó la nuca de su atractivo muchacho, en tanto se mantenía hechizada viéndolo a los ojos. Entonces, en su deliro, producto del frenético placer que invadía cada rincón de su ser, besó a Heros, con calma y cariño, como si de verdad lo amara. Salió de su alucinación, con su torso jadeante, en tanto convulsionaba por su orgasmo. La enloquecedora avalancha la había hecho entrar un estado de trance. El sudor se notaba en sus poros. Las mejillas, el cuello y el pecho se había tornado de un color rojizo. Observó a Heros, de rodillas, frente a su humanidad. Se bebía su eyaculación, como si estuviera tomando un vaso de agua. Además, que la cara y el traje la tenía mojada de gran manera. Los vellos de su piel se erizaron de nuevo. ¿Por qué la vida era tan injusta? ¿Por qué tenía que herir y quebrar al único hombre que le daba tanta felicidad? ¿Qué ocurría? Deseaba que jamás terminara, y si era posible, quería estar por toda la eternidad así con él, dándose cariño, ósculos y abrazos, haciendo el amor en cualquier sitio y en cualquier hora; en la mañana, tarde, noche o madrugada. Así que, aprovecharía los pocos días que quedaba de su relación con encantador joven.

Heros se hallaba con su rostro empapado del dulce roció de Hestia. Se saboreaba la boca, mientras tenía sus parpados cerrados. Y, en su oscuridad, percibió el peso de los labios de Hestia contra los suyos. Se fue colocando de pie, y la atrajo hacia él, levantándola de la silla. Se habían dado muchos besos. Pero, este, se experimentaba de forma diferente, ya no eran solo producto de la atracción y el deseo, ni siquiera era porque sabía que se había enamorado de Hestia. No, era como si el amor que había nacido en su ser, estuviera siendo correspondido por ella. ¿Sería posible que Hestia también sintiera algo por él, y no lo viera solo como su amante? Los seres humanos eran los seres más impredecibles que se hallaban sobre la faz de la tierra. No quería ilusionarse, ni crear falsas esperanzas con Hestia. Sin embargo, los hombres eran tontos cuando estaban enamorados de alguien, y aunque fuera improbable, guardad la diminuta esperanza de que su diosa también pudiera llegarlo a amar.

—Te extrañé... Hestia —dijo Heros, y el nombre de su hermosa amante, se le hizo difícil de pronunciar, porque todas las cosas habían cambiado. Ahora la amaba a ella.

—Y yo a ti... Heros —respondió Hestia, con similar impedimento al decir el nombre de su chico.

Hestia estaba feliz y emocionada de poder escuchar esas palabras. Siempre había aborrecido lo romántico. Pero, aunque fueran cursis, le gustaban. ¿Qué era lo que había sucedió en ella? No se había podido ablandar por culpa de Heros. ¿O sí? En su abdomen parecían estar revoloteando varias mariposas que, con las alas, le toqueteaban el estómago. El mundo, que antes tenía tono de blanco y negro, ahora se tornaba de colores, al estar con Heros. La soledad y el silencio en que había vivido, se transformaban una grata compañía y en una magnífica canción. No creía en el amor, ni en las almas gemelas, ni las medias naranjas, ni en las historias románticas de las novelas. Pero, no había llegado a imaginar, que una sola persona fuera capaz de cambiar tan drásticamente su mundo, y mucho menos, un muchacho, que era diez años menor. Sin embargo, ya no podía suprimir sus sentimientos. Se había enamorado de Heros. Su malvado, lascivo y seco corazón ahora latía por él. Y, lo peor era que, esta primera vez, cuando al fin había podido lograr amar, todo acabaría en diciembre, en la noche buena. Así, los dos estaban destinados a sufrir. Y, lo más probable, sería que, el hombre al que amaba, la terminara odiando por el resto de la vida, y que, no quisiera estar con ella nunca más. Su historia estaba escrita con engaños, traiciones, destrucción, lujuria y deseo, y lo que había empezado mal, tendría un desenlace todavía peor. Era seguro que, los cuentos de hadas tenían un fin. Aunque, este no acabaría con un: y vivieron felices para siempre.

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