Capítulo 2
El final llegó demasiado rápido. Es imposible prepararse para algo así, pero hubiese deseado poder despedirme por lo menos de mis abuelos. Es inútil querer cambiar el pasado, pero ese día salí con prisa de casa y no me había sentado a desayunar con ellos como solía hacerlo. ¡Lamento tanto eso!
Me gusta imaginar que mis abuelos pudieron pasar un agradable tiempo conversando felices antes de partir. Espero que no hayan desperdiciado aquellos instantes antes del final preocupados por las nimiedades de la vida. Ojalá que se hubieran tomado de la mano y que pudiesen irse en compañía del amor que se tenían, juntos como estuvieron más de la mitad de sus vidas.
Aquella mañana en la que no me despedí de mis abuelos, iba camino a la universidad, cuando todo comenzó. Reinaba el silencio como si todas las personas del mundo contuviesen la respiración y agudizaran el oído al mismo tiempo para estar atentos al preludio de lo que sería el final de la vida tal y como la conocíamos.
Me quedé paralizado, incapaz de apartar la vista del cielo que había pasado de un celeste pálido al color del miedo. Miles de estrellas fugaces parecían herir el firmamento y dibujaban en él líneas de sangre. Una lluvia de meteoritos en plena Ciudad de Buenos Aires ya de por sí no era buen augurio, pero por desgracia se trataba de algo mucho peor. Claro que en ese momento no lo sabía y aun así el terror nubló mi mente y se apoderó de mis sentidos.
Solté un grito de desesperación cuando escuché un estruendo ensordecedor que hizo vibrar el pavimento. Miré a mi alrededor y distinguí una nube de polvo que se alzaba a unas cuadras de donde me encontraba. Ese primer impacto fue como el disparo de un cañón que marcó el comienzo de la carrera por sobrevivir.
El terror comenzó a propagarse por doquier como si se tratase de una película que hasta ese momento había estado en silencio. La gente pasaba corriendo a mi lado como si hubiera un lugar a donde escapar, como si no todo estuviese perdido. Las personas tropezaban y se empujaban intentando salir de allí lo más rápido posible.
La avenida entera se había convertido en un auténtico caos. Varios vehículos perdían el control y dejaban a su paso heridos y cristales rotos, los conductores que conservaban la conciencia abandonaban sus autos y se unían a quienes intentábamos sobrevivir.
Quizás no era mi destino morir ese día o puede que justo me encontrara en el lugar indicado con las personas correctas, pero de alguna u otra forma, evité sufrir la misma suerte que los millones de personas que perecieron. El aire levantaba el polvo y formaba remolinos. Respirar se hacía más difícil después de cada estruendo. Con los ojos entornados y cubriéndome el rostro con la tela de la camisa para filtrar el aire, me dirigí hacia el lugar de donde provenían los gritos de auxilio.
Así conocí a Fernando, tratando de salvar a Marina que pronto se convertiría en el amor de su corta, pero significativa vida.
El auto de la joven se estaba prendiendo fuego, pero aun así me sumé a los intentos de destruir la ventanilla. Jadeando por el esfuerzo y el dolor que sentía en los nudillos miré a mi alrededor y distinguí la tapa metálica de una rueda. Me apresuré a tomarla y la utilicé para golpear el cristal hasta hacer que se resquebrajara y finalmente cediese.
—¡Ayúdenme a salir porque esto puede explotar en cualquier momento! —exigió.
Nunca me dio las gracias por haber roto la ventanilla, ni tampoco a Fernando, quien se había hecho unos profundos cortes en los brazos con los vidrios rotos para que ella pudiese escapar ilesa.
No sin cierta dificultad, conseguimos alejarnos los tres antes de que las llamas consumieran el vehículo por completo. Teníamos suerte de haber escapado sin más daño que el de algunos cortes y quemaduras superficiales.
—No sé si son las personas más valientes que conocí en mi vida o si están completamente locos. ¿Saben lo cerca que estuvieron de morir tratando de salvarme? —nos reprendió.
—¿Están bien? —preguntó Fernando y ambos asentimos con la cabeza.
—¿Alguno sabe qué está pasando? —dije con la voz áspera por el polvo que inundaba el aire.
—No tengo idea. No entiendo por qué nos atacan con misiles... y también vi algunos drones —respondió Fernando frotando sus ojos verdes que estaban enrojecidos por el humo y las partículas de polvo.
Caminamos juntos durante minutos enteros, tal vez durante horas. Estábamos igual de desorientados que todos en la calle. Fernando y Marina no eran más que dos extraños para mí, pero aquel momento que acabábamos de compartir en el auto hacía que me sintiera más cercano a ellos que al resto de las personas a mi alrededor.
Nuestros pasos nos guiaron hasta una escalera que llevaba hacia una estación de subte. Bajamos por ella sin saber que se convertiría en nuestro refugio durante toda la noche ni que al hacerlo salvaríamos nuestras vidas.
Las luces titilaban por momentos en la estación. Había gente por todas partes, algunos estaban heridos y otros lloraban. Pude ver familias, personas solitarias y grupos pequeños de conocidos o a los que las circunstancias los había unido como en nuestro caso.
Distinguí a una hermosa mujer rubia con el rostro cubierto por las lágrimas. Un hilo de sangre bajaba por su sien. No era la única herida, pero una niña pequeña la acompañaba y verlas hizo que se me encogiera el corazón.
—No tengo señal en el celular —comentó Marina.
Aparté la vista de la mujer y su hija y revisé mi teléfono. Quería hablar con mis abuelos. Necesitaba saber si estaban bien, pero tampoco tenía señal.
—Yo dejé el mío en casa —dijo Fernando.
—¡No creo que podamos sobrevivir mucho tiempo sin nada que comer ni beber! ¿Estará muerto el presidente? —preguntó Marina y ninguno supo qué responder.
Me dieron sus nombres y yo les di el mío. Ellos tampoco tenían información, por lo que decidimos preguntarles a las personas que estaban resguardadas con nosotros en la estación.
Nadie entendía qué estaba sucediendo, pero comenzaban a gestarse unas cuantas teorías. Algunos decían que la Tierra estaba sufriendo una invasión extraterrestre. Otros aseguraban que se trataba de un ataque terrorista aunque no se ponían de acuerdo sobre qué potencia tenía la culpa y los más creyentes decían que el Día del Juicio Final había llegado.
Yo no sabía en qué creer, pero estaba claro que se trataba de algo terrible. Los temblores indicaban que los misiles seguían impactando sobre la ciudad. En ese momento solo esperaba que esa estación no se convirtiese en mi tumba.
Pensé en mis abuelos y me pregunté si los volvería a ver. Mis padres habían muerto en un accidente de auto al que yo logré sobrevivir, cuando no era más que un niño, por lo que había crecido con mis abuelos. Me aferré a la esperanza de que ellos estuvieran bien, aunque muy en el fondo sabía que no era verdad. Estoy seguro de que si el destino no me hubiera arrebatado a Lara tan pronto, hubiésemos envejecido juntos, amándonos hasta el final como lo habían hecho mis abuelos.
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