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El sol ya ha salido, y como todos y cada uno de los días, nada más levantarme tomo un recipiente vacío y me encamino entre las casitas de mi poblado para ir a buscar algo de agua. Lavarme la cara con agua fresca termina de quitarme el sueño de encima y me deja completamente listo para un nuevo día. Relleno con cuidado el recipiente, y lleno mis pulmones de aire para cargarlo con fuerza de vuelta hasta casa.
Cuando regreso la gente comienza a salir de sus casas y a hablar entre ellos, compartiendo comida y riendo todos juntos. Les saludo cuando ellos me miran, y siempre recibo el mismo gesto de vuelta. A medio camino de mi casa hay una cabaña un poco más extensa, que guarda en ella la inocencia más pura de este pueblo.
—¡Buenos días! —saludo con alegría a la anciana que cuida de los niños más pequeños del poblado.
—¡Tezcat! —se acerca corriendo Ikia, la hija de un gran amigo de mi padre.
—Hola Ikia —la recibo sonriente entre mis brazos.
—Se te ve contento hoy —anuncia la anciana mientras se acerca con su paso lento y prudente— Hace tiempo que no luces tanto tus blancos dientes, ¿puedo preguntar a qué se debe esa felicidad?
—No estoy seguro —reconozco, y miro luego a la niña que aún descansa en mis brazos— Pero, ¿sabes qué? Me parece que hoy va a ser un día perfecto, ¿a que sí?
Ikia ríe entre mis brazos, y en cuanto se cansa, desciende de ellos para seguir jugando con el resto de niños. Me despido de la anciana, y me dirijo con prisas a mi pequeña cabaña. Después de recoger agua, y si están de humor, mis padres me dan carta blanca para ir a mi aire por los alrededores. Tengo muchas ganas de salir a correr y trotar con los animales de la isla, mi piel me pide sentir la calidez del sol y mis orejas ansían escuchar el rugido del mar. Papá y mamá están en casa cumpliendo con las tareas de cada mañana, y nada más llegar les pregunto si puedo alejarme por un rato.
—Porfavor, mamá —le suplico tras la negativa a mi petición— Ya no soy un niño pequeño, y además, he salido ya muchas veces, no me pasará nada.
—Bueno... —piensa un poco cansada— No vayas muy lejos —termina diciendo sin apenas mirarme a los ojos. Se la ve ocupada con sus tareas.
—Ya lo sabe de memoria, cielo —sonríe tranquilamente mi padre entrando en casa con algo de madera recién cortada. Luego me mira algo más serio— Pero en serio no lo hagas. Podría haber gente voreando la isla. Note confíes nunca, Tezcat.
—Lo sé, estaré bien —doy media vuelta, y me dispongo a salir de la zona del poblado— En un rato vuelvo.
Corro alegre lejos de las cabañas hechas de madera oscura que se camuflan entre las rocas de la zona, creando un poblado con casitas situadas unas más altas que las otras. La luz del sol se filtra entre las miles de hojas que cubren la zona alta del terreno, y el ruido del oleaje marino se hace espacio en el ambiente cada vez que las olas rompen bruscamente contra la tierra. Escalo con rapidez las escarpadas rocas que conforman la pared del enorme agujero donde nos escondemos, subo hasta que llego a las ramas de los árboles de la superficie, y salgo de allí. El bosque esconde en él una enorme grieta, donde los primeros pobladores del lugar decidieron asentarse para no ser vistos por nadie más. Está bien, pero la superficie es demasiado hermosa como para simplemente esconderse de ella.
Si hay algo que hace especial a esa isla es la armonía de su ambiente, con árboles de corteza y hojas oscuras, el poblado que la guarda y su naturaleza frondosa, interrumpida por grietas y cascadas de agua cristalina que marcan el rumbo del río, sus prados de flores blancas y sus extensas zonas rocosas.
Quizá no el mejor sitio para vivir para algunos, pero para mí, la mayor obra que puede haber creado la madre Tierra. En parte porque nunca he pisado fuera de esta isla. Mi tío fue una vez al continente, y dijo que allí todo el mundo vive en grandes casas muy altas, que no cultivan o cazan su propia comida, ignoran al resto y viven arrasando con todo aquello que se cruza en su camino. Un poco triste, e incluso terrorífico, si te paras a pensarlo.
El balido de un alegre rebaño de cabras montesas, que se lanzan de roca en roca y suben paredes casi verticales me saca de mi nube de pensamientos, y me da los buenos días. Corro con ellas sin importar a dónde vamos, simplemente con una sonrisa en la cara y el viento azotándome el rostro. Vivir con eso me basta. Siempre lo ha hecho.
Escalar y descender por rocas es muy divertido, y hasta que no las pierdo de vista no dejo de corretear por los mismos sitios que ellas. Termino en el límite del bosque, que se transforma en un prado verde chillón en cuestión de pocos metros. El mar se ve a lo lejos, y el olor a salado llega hasta allí. Me quedo embelesado observando la belleza natural a la que he llegado sin siquiera planearlo, sintíendome el hombre más libre del mundo entero.
Con el paso de los minutos, termino reconociendo el lugar. Hacía ya mucho que no pasaba por allí, no recuerdo por qué, y me alegro en cierta manera de haber redescubierto la belleza de aquel paisaje de la isla que creía haber olvidado.
Me dispongo a acercarme más a la masa azulada que rodea la isla, pero tropiezo en el acto con un objeto blando que se desplaza cuando ejerzo fuerza sobre él. Un esférico desgastado y roto por todos lados aparece ante mis ojos curiosos. De hecho, no es un esférico cualquiera. Es mi esférico. Ahora ya recuerdo por qué hacía tanto tiempo que no me acercaba por ese lado de la isla.
Lo tiré hacía un par de años atrás, cuando por su culpa perdí a alguien muy especial. Hubo una gran sequía que azotó la isla, y como nuestras costumbres dictaban, tuvimos que priorizar nuestra supervivencia ofreciendo un sacrificio al mar. Siempre fue así, por lo que disputamos quién iba a ser enviado en la inmensidad del océano con un duelo con ese mismo esférico. Quería proteger a mi hermana pequeña a toda costa, e hice trampas para lograrlo, pero me descubrieron y terminaron por echarla de la isla como ofrenda. Ese objeto solo era un recuerdo de mi cobardía frente a los problemas, y por eso mismo lo tiré.
Nuestro poblado es una gran familia unida, donde hay sitio para cada uno y todos tenemos los mismos derechos y libertades. Mi padre es el líder, pero no manda por encima del resto, solo es un guía. A pesar de ser unidos y felices, en temporadas difíciles tenemos que dejar de lado esas cualidades y tener en mente lo más importante, y eso implica que cualquiera puede convertirse en el elegido para salvarnos a todos. A todo el mundo le dolió la partida de mi hermana, era un hecho, e increíblemente nunca se me culpó por ello, y vivimos tranquilos pensando que es gracias a ella que la lluvia regresó y nos permite seguir subsistiendo en nuestro hogar.
Me siento entre les briznas de hierba que se remueven suavemente con la fuerza del viento, mientras con mis manos repaso cada detalle de ese esférico de cuero ya deshecho por el paso del tiempo. Recuerdo con ello las incontables horas que jugué con él entre mis pies, levantándolo y pateándolo con la fuerza de mis piernas que no se cansaban nunca. Recuerdo la alegría que su sensación me provocaba, y cómo todo el mundo en el pueblo me halagaba por mi curiosa habilidad de controlarlo a la perfección. Y sin embargo, toda esa ilusión infantil se esfumó cuando vi el pequeño cuerpo de mi hermana desaparecer entre la inmensidad del oleaje marino de forma ya irremediable. Desde entonces no volví a jugar con él, y me encargué de llevarlo lejos de los sitios por los que yo solía frecuentar.
Levanto la cabeza hacia el cielo y dejo que el aire acaricie mi rostro y remueva mi cabello azabache. Respiro para eliminar todo aquello que me daña, y lo suelto todo en un suspiro cargado de culpa y temor, que por mucho que intente olvidar, nunca se desprende del todo. Me levanto finalmente, y observo de nuevo aquel objeto entre mis manos. He intentado mil veces hacer las paces conmigo mismo después de lo ocurrido, pero ni siquiera dos años más tarde soy capaz de dejarlo atrás.
En un momento de pura rabia acumulada, le doy una patada al esférico, de aquellas de las que solía enorgullecerme, haciendo que impacte contra una roca de la llanura, llenando el aire con el eco del choque y haciendo que los pájaros que descansaban en la zona emprendan el vuelo asustados.
Doy media vuelta tras el acto, y me dispongo a regresar, algo menos animado de cómo había llegado al lugar, aunque sí un poco desahogado.
—Vaya, que potencia de tiro —oigo detrás de mí de forma inesperada, y se me acelera el corazón.
Me giro asustado, y mis ojos no me engañan. Ante mí aparece lo que parece ser otro chico cercano a mi edad, pero también muy distinto, de piel clara y cabellos blancos como el algodón. Se parece a uno de esos ángeles que cuentan las leyendas de la tribu, es como si fuera a extender sus alas en cualquier momento. De su aura mística destacan sus ojos carmesí, que sin previo aviso se quedan fijos en los míos, congelando de una pieza toda la sangre que corría por mis venas.
Esto no puede ser verdad.
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