Capítulo 16: Fera III
Sedia 37 de Zefrok.
Fera despertó de golpe, sentándose en la cama y activando sus sentidos. Era la primera vez en mucho tiempo que se dormía profundamente, algo peligroso cuando no estabas protegida por la manada. Un dulce aroma lleno su nariz, inspirándolo profundamente, de repente, los recuerdos de anoche la llenaron de una extraña felicidad y nerviosismo, sus vellos se erizaron y la complacencia se instaló en su rostro.
A su lado, Gilia sonreía con picardía. En su mente solo pasaba una cosa... Fera sería suya para siempre, no la compartiría con nadie, por lo menos con nadie que pudiera ser competencia.
—¿Dormiste bien? —preguntó Gilia, pasando su mano suavemente por la espalda de Fera.
El vello corporal de Fera volvió a erizarse, con su corazón acelerándose y llenándola de emoción.
—Sí —susurró Fera—, dormir bien.
Gilia inclinó su rostro, y abrió sus negros ojos con sorpresa, entendiendo lo que había querido decir Fera.
—Dormí bien —corrigió Gilia—. Te ayudaré a expresarte mejor.
—No importa hablar mal —respondió Fera.
—No me importa hablar mal —volvió a corregir Gilia, abalanzándose sobre Fera y besándole el cuello.
En la montaña Muerteroja, los imponentes leones se encontraban incómodos, la naturaleza susurraba débilmente, y ellos escuchaban con atención. Una guerra se avecinaba, y tenían que escoger, proteger a Fera o proteger a la manada. Estaban cerca de la extinción y se habían aislado para sobrevivir, pero Fera pertenecía a la manada, era su deber cuidarla. La naturaleza susurraba débilmente, debían sobrevivir.
Gilia y Fera salieron de la habitación, ambas sonrientes, complacidas con la vida. Fera llevaba un largo vestido purpura que Gilia la había obligado a ponerse, mientras que esta llevaba un poncho de lana en tonos grises y unos pantalones cortos, con los ojos vendados con telas blancas.
Habían terminado su faena justo antes de que alguien les golpeara la puerta. Un guardia real les avisaba que la reina Skarled las buscaba. Y ahora se dirigían al salón real, caminando entre los largos pasillos de piedra.
Varios guardias vigilaban la puerta, y cuando vieron a Fera y Gilia, se hicieron a un lado, invitándolas a pasar mientras se inclinaban ligeramente. Ellas respondieron también con una ligera inclinación. Entraron.
Dentro, la reina charlaba con Nana y sus tres hijos. Los tres varones desviaron sus miradas hacia Fera y Gilia, y sonrieron con perversidad, sus mentes imaginaban cientos de escenarios.
El instinto de Fera le alertaba del peligro que podían presentar ellos tres, así que su mirada demostró su hostilidad instantánea. Al mismo instante, Nana golpeó la mesa con fuerza, tomando a todos desprevenidos.
—Los dejaré ciegos de por vida —amenazó Nana—, nunca más verán una mujer en sus vidas si no le quitan el ojo de encima a mi niña.
Skarled tragó saliva con dificultad, y dirigió una mirada severa hacia sus hijos. La noche anterior había charlado con ellos, les advirtió que debían comportarse frente a Nana, o podía terminar yéndoles mal, y que no podría protegerlos de su ira.
—Mil disculpas —respondió Exzal, el mayor entre los tres—. Fuimos cautivados por sus bellezas, pero no volverá a pasar —agregó, inclinando a sus dos hermanos a la fuerza—, yo me aseguraré de eso —mintió.
—Tomen asiento —dijo Nana a Fera y Gilia.
Estas obedecieron y tomaron asiento al lado de Nana, lejos de los tres hermanos.
—Gilia —dijo Skarled—, te mandé a llamar para hacerte unas cuantas preguntas.
—Claro, todas las que quieras.
—Perteneces a la tribu de las mujeres harpía, verdad.
La sonrisa en el rostro de Gilia desapareció.
—Digo, obviamente ya no perteneces a la tribu —agregó Skarled, en un tono ligeramente burlista—, pero naciste en la ciudad del cielo.
Ahora Gilia entendía por qué la llamaban Skarled lengua venenosa. Su rostro había borrado toda mezcla de amabilidad, tanto así, que hasta Fera, que era mala notando las emociones de los demás, lo notaba.
—En primera instancia —respondió Gilia—, ya no pertenezco a la Tribu Adelaary, y segundo, te recomiendo que no los llames mujeres harpía, no si quieres ganarte su odio y rechazo eterno.
—Ya me las arreglaré con ellas —respondió Skarled, restándole importancia—, te tengo otra pregunta, qué tan cierto es que las harpías doradas vuelan durante días sin necesidad de descansar.
—Son las aves rapaces más resistentes de todo Orien —respondió Gilia con orgullo—, también son rápidas, pero más que nada en picada.
La puerta se abrió, dando paso a Odam, el amante de la reina.
—Ya están aquí —comentó Odam.
—Hazlas pasar —respondió Skarled con una sonrisa—, ahora, una pregunta más... qué pasaría si las mujeres harpía te ven aquí —susurró Skarled, mirando fijamente a la muchacha de ojos vendados.
Gilia se levantó de golpe, expandiendo su eco localización... nada, aún no estaban cerca.
—Me asesinarían —respondió Gilia, controlando el temblor de sus piernas.
—Nadie tocarte —interrumpió Fera levantándose, emanando una aterradora aura hostil.
La sonrisa de Skarled tembló por un instante, recordando su encuentro cercano con Fera.
—Entonces sal por esa puerta —dijo Skarled, apuntando detrás de ella—, quédate ahí hasta que se marchen... imagino que será fácil para ti darte cuenta que se fueron.
—Sí —tartamudeo Gilia, caminando hacia la puerta.
—Tu no —ordenó Skarled a Fera al verla como iba detrás de Gilia—, te quedaras aquí cuidándome a mí y a Nana, Gilia estará bien en ese cuarto, te prometo que no le sucederá nada.
Fera miró a Nana, y esta asintió con su cabeza. Si Nana estaba de acuerdo, Fera también.
—¿Pero las mujeres harpías no son una tribu pacífica? —preguntó Exzal.
—Tu no las llames así —regañó Skarled.
—No se meten en conflictos ajenos —Le respondió Nana—, pero con su propia tribu llegan a ser muy estrictos.
La puerta se abrió de nuevo, dando paso a Odam, quien era seguido por siete mujeres blancas de cabellos rubio. Tenían contexturas delgadas y músculos tonificados, con la esclerótica del ojo teñido de negro, y sus iris eran mieles con tonos verdosos. Vestían con prendas que solo tapaban los pechos y usaban pantalones que llegaban a la rodilla, con tatuajes de plumas en los brazos tintados de colores llamativos; algunas con más plumas, y otras con las alas completas tatuadas. Tenían de una a cinco plumas doradas enlazadas con sus cabellos, y no parecían ser mayores de treinta años. Llevaban una extraña tela colgante en sus espaldas, como capas de extraño material liviano.
Fera notó la similitud entre Gilia y las mujeres harpía, tal vez no eran familia, pero sí eran de una misma tribu. Se miró su cabello pelirrojo, y se preguntó si ella también tendría una tribu en algún lado, con sus mismos cabellos pelirrojos y piel morena.
—Bienvenidas Adelaarys —dijo Skarled de pie, inclinando su cuerpo hacia el frente.
Las adelaarys respondieron inclinándose ligeramente hacia el frente.
—Pueden tomar asiento —agregó Odam con una sonrisa dulce, haciendo un ademán con sus manos.
Tomaron asiento en silencio. El aire estaba tenso, y las adelaarys se veían claramente incomodas. De repente, el viento fluyó con frescor desde los orificios en las paredes que daban con la superficie de la montaña. Fera lo sintió, una de ellas había usado una autoridad sobre el viento, obligándolo a refrescar el salón. Este se enfrió ligeramente y el aire fluyo con tranquilidad. Ahora sí se notaban cómodas.
—¿Para qué nos ha mandado a llamar la gran reina de Entreont? —preguntó una de las adelaarys, la de alas tatuadas.
—Vienen tiempos de guerras, los demonios marcados se acercan desde las tierras de los traidores.
—Ya lo sabemos, nuestros vigilantes los han visto desde los cielos, vienen con bestias —La Adelaary de alas tatuadas miró a sus compañeras—, pero ninguna bestia vuela, no llegaran a nuestra ciudad en los cielos.
—Vienen con bestias que vuelan —mintió Skarled—, gigantescas aves escamadas que escupen fuego que arde con la fuerza de mil fraguas.
Fera abrió sus ojos de par en par, preguntándose qué tan grande era esa ave, y si podría vencerla en un duelo a muerte. Estaba segura que sí. De por sí, nunca había conocido un ser más poderoso que ella, por no lo menos no en un duelo a muerte.
—Mentiras —respondió la Adelaary.
Skarled alzó sus brazos y hombros.
—Solo digo lo que he escuchado.
—Aunque sea verdad, no le tememos a las bestias aéreas —respondió la Adelaary tatuada—, dominamos los aires, domamos los vientos, nuestro dios es el Enkeli de las ocho corrientes aéreas, Ehécaxk.
—Los marcados fueron los que traicionaron a nuestros dioses... —intervino Nana, entonando con voz dulce—, a tu dios Ehécaxk —Colocó su mano suavemente sobre el corazón—. ¿O sus creencias no mencionan la traición?
Las miradas de las adelaarys se llenaron de sombras, miradas hostiles. Obvio que sus creencias mencionaban la traición de los marcados, pero su tribu llevaba siglos en paz absoluta. Sus ancestros se habían marchado a la montaña más alta de Orien, el Techo del Mundo, para evitar más confrontaciones sangrientas como la del día de la caída.
—Hemos de hablarlo con las ancianas de la tribu —respondió.
—Gracias —respondió Nana, mirando de reojo a Skarled.
—Lamento presionarlas de más —agregó Skarled, inclinándose ligeramente—, pero necesitamos otro favor por parte de ustedes, necesitamos que lleven un mensaje al resto de reinos, ya mandamos caballos, pero son lentos, y no tenemos tiempo ni las fuerzas para resistir meses hasta que la ayuda llegue.
Las adelaarys se miraron brevemente entre todas, y asintieron.
—Mandaremos a nuestras águilas harpías doradas con los mensajes, tres días para Quistador, cuatro para Hetraea y siete para Arkipelag.
—Odam, redacta las cartas y ponles el sello real.
—Sí, mi reina —respondió Odam, levantándose y marchándose.
La Adelaary de alas tatuadas volteó a ver a tres de las mujeres adelaarys, las que tenían tatuajes de alas y plumas más completas en comparación a las otras. Estas asintieron, se levantaron y se marcharon. Iban directo a enviar a las águilas harpías doradas con los mensajes.
—Te lo agradezco —susurró la reina Skarled.
—Trataré de hablar con las ancianas de la tribu —agregó la Adelaary—, si ellas aceptan, ayudaremos en la guerra contra los demonios traidores.
—Eso lo agradeceríamos aún más —respondió Nana, inclinándose hacia el frente.
Fera, al ver que su Nana se inclinaba, imitó el gesto.
—Gracias —susurró Fera.
La Adelaary de alas tatuadas la observó de arriba abajo. Fera había captado su atención desde el inicio. Nunca había visto a alguien de cabello pelirrojo, pero había escuchado sobre ellos. Aparte, notaba que tenían la misma autoridad sobre el viento, claramente inferior a todas las adelaarys ahí presentes, pero sentía un buen vinculo por parte de ella. El Enkeli Ehécaxk se llevaba bien con ella, pero podía sentir que algo limitaba su crecimiento.
—Entonces nos marchamos.
—¿Tan rápido? —preguntó Nana—. ¿No se quedarán a beber té y comer de nuestros alimentos?
—No debemos acostumbrarnos a las bajas altitudes, ni comer alimentos pesados antes de volar.
—Entonces permítannos acompañarlas a la salida —agregó Nana.
Fera y Skarled observaron de reojo a Nana, la sonrisa amable de una anciana era algo difícil de ignorar.
—Gracias —respondió la Adelaary, inclinándose hacia el frente.
Había caído ante la amabilidad de Nana.
Fera miró de reojo la puerta donde permanecía Gilia. Podía sentir su olor emanando del cuarto. Skarled y Nana se levantaron, seguidas por las Adelaarys. Fera planeaba quedarse ahí sentada, pero Nana la pellizco suavemente, sin que nadie lo notara.
Salieron todas juntas del salón, caminando por los iluminados pasillos del castillo. Un apacible silencio las rodeaba, cortado solo por el sonido de los pasos. Fera le sacaba una cabeza de altura a la más alta de las Adelaarys, eran pequeñas, igual que Gilia... igual que la mayoría de mujeres, pensó Fera. Nunca había conocido una mujer más alta que ella. Se preguntó si seguiría siendo la más alta si hubiera un clan como ella allá afuera.
Una extraña sensación comenzó a crecer en el pecho de Fera. Las imágenes que había visto en su mente mientras estuvo desmayada, la llenaban de un extraño pesar. Ver a otros con sus mismos cabellos y tonos de piel, la hacían sentir... vacía. Y mientras más trataba de no hacerle mente, más le pesaba. Pertenecía a la manada, sin ser uno de ellos.
Llegaron a una saliente del castillo que daba al vacío, igual que la saliente donde había conocido a las hermanas de Gilia. Pero este estaba a mayor altura, se notaba por el fuerte y frío viento que chocaba contra la montaña. Fera respiró profundo, el aire era fresco y delicioso de respirar.
Decenas de silbidos agudos pero poderosos llenaron los aires. Enormes águilas harpías de plumas casi doradas surcaban los cielos sin temor a nada. Volaban alrededor de la saliente, esperando con afán a sus amigas adelaarys. Eran majestuosas, surcando los cielos como reinas absolutas.
Las adelaarys tomaron las capas que colgaban de sus espaldas, las engancharon a sus muñecas y tobillos, y caminaron hacia el borde de la saliente. Se dieron la vuelta e inclinaron sus cuerpos en señal de respeto, y saltaron al vació. Todos sostuvieron la respiración. Las adelaarys se alzaron por los aires como ardillas voladoras planeando las corrientes aéreas... pero no las planeaban, le ordenaban al viento a alzarlas por los cielos. Fera lo había sentido, una orden poderosa que superaba todo lo que había logrado ella alguna vez en su vida... el vínculo de las adelaarys con el viento era cientos de veces superior al suyo.
—Ser fuertes —susurró Fera.
—Son fuertes —corrigió Gilia desde la distancia.
Fera se volteó, buscando a Gilia, pero esta no estaba a la vista.
—Viste —respondió Nana con dulzura—, son fuertes, tienen la misma autoridad que tú, lo que significa que te falta mucho camino por recorrer —Se sujetó al brazo de Fera, ya que el viento la empujaba sin piedad—. Ahora a prepararnos para lo que viene, que la guerra se posa sobre nuestras cabezas.
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