Capítulo 1. La joven salvaje

Quidia 31 de Zefrok.

Un tenebroso y denso silencio rodeaba el espeso bosque de las temidas montañas Muerteroja, nombrada así por las antiguas tribus que habitaban en sus cercanías. En lo más profundo del bosque, un enorme jabalí buscaba hongos cerca de los árboles, sin sospechar que en ese extraño silencio que lo rodeaba se escondía una poderosa leona melena roja, una de las cuatro especies depredadoras más peligrosas; estaba esperando el momento justo para atacar.

La leona era joven e inexperta, y el jabalí notó el extraño olor que se hallaba oculto entre el viento, olfateo más e intentó correr, pero ya era tarde, la leona había saltado con una agilidad y fuerza sin igual, cayendo encima de su espalda, desgarrando profundamente la garganta y mordiendo con fuerza la nuca del jabalí, este logro moverse apenas, provocando que la leona fallara en su mordisco asesino, evitando así que lograra reventarle la columna, aunque su muerte ya era inevitable, la profunda herida en su garganta provocaba que saliera sangre a borbotones. Se tiró al suelo y se revolcó, aplastando a la leona al girar sobre su propio cuerpo, se alejaron un poco y se miraron, el enorme jabalí era tan solo un poco más pequeño que la joven leona melena roja, pero era más experimentado y sabía que bastaba un buen golpe con sus enormes colmillos para causar daños mortales en su oponente, sabía que iba a morir, pero no planeaba hacerlo solo, así que corrió hacia delante sin temor y sin apartar de su vista a la joven leona, vio la duda en los ojos de ella y supo que lograría su cometido, pero antes de llegar a la leona fue atravesado en uno de sus costados, el aire se escapó con rapidez de sus pulmones y su vista comenzó a oscurecerse mientras miraba hacia a un lado, buscando al responsable del daño; a su lado se encontraba otra melena roja, pero no... no era un león, era otro ser con cabello rojizo.

La joven mujer miraba con orgullo a su presa, había atravesado al jabalí con una de sus lanzas cortas, clavándolo por entre sus costillas hasta el pulmón y terminando en el corazón, había sido un colmillazo perfecto. Miró hacia un lado y vio como la joven leona melena roja se le acercaba con una pata ligeramente herida, inclinó su cabeza y ambas se tocaron, acto seguido, la leona melena roja se froto de cabeza a cola con la joven humana, dándose la vuelta y restregándose una vez más. Eran amigas desde que la leona era una cachorra.

—¿Estás herida? —gruñó Fera.

Era la forma con la que dialogaba con los leones melena roja, por medio de gruñidos.

La leona colocó su pata sobre la tierra y rugió suavemente, lamentándose del dolor, pero insinuando que no era nada grave. Caminaron juntas entre los altos árboles, turnándose para arrastrar al pesado jabalí, se internaron cada vez más y más en el bosque, que se volvía más denso con cada metro que avanzaban, hasta llegar a una gigantesca elevación rocosa llena de cavernas agrietadas e iluminadas por la luz de learis, ahí, postrados, yacían casi una docena de leones.

Estos leones melenas rojas eran distintos a sus primos de la sabana, ya que eran más grandes, fuertes y feroces, con melenas cortas y tupidas de oscuras entonaciones rojizas para ambos sexos, con la melena del macho llegando solo hasta el cuello mientras que la melena de la hembra era bastante más corta y llegaba hasta la mitad de su espalda. Eran animales de temer.

En la elevación rocosa, el macho alfa yacía al lado de su hembra, en medio de los demás leones, y al ver a sus dos cachorras venir, se levantó orgulloso para recibirlas, habían traído exitosamente el alimento a la manada. Se agruparon todos, dejando a las dos cazadoras escoger primero. Fera escogió una pierna completa, tomándose su tiempo para separarla del cuerpo con Colmillos, nombre que le había puesto a sus dos lanzas cortas. Una vez separada la observó, casi la mitad de su tamaño, podría llevárselo cargándolo en la espalda sin mucho esfuerzo.

—Ya escogí, ahora debo irme —rugió Fera, restregando su cabeza contra el rostro lleno de cicatrices del león alfa, este devolvió el cariño a su cachorra y dio un poderoso rugido de despedida.

Era seguro que el bosque entero había escuchado el rugido de advertencia, cualquiera que tocara a su cachorra recibiría una muerte dolorosa. Fera se marchó, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver como devoraban al enorme jabalí. Corrió entre el bosque con la pierna del jabalí en su espalda, notando hasta la mínima brisa que se moviera a sus alrededores, oliéndolo todo, escuchándolo todo. Los músculos de sus piernas se tensaban con cada paso veloz que daba, debía apurarse, el curandero debía estar por llegar.

Descendió de la montaña y divisó la pequeña cabaña echa de piedras y troncos. Cerca de la puerta, sentada en una silla, yacía una anciana de cabellos canosos tejiendo algo con una sonrisa enorme. Fera también sonrió al verla y apresuró el paso.

—¡Nana! —gritó Fera, dando un salto de varios metros hasta la anciana.

—Fera, mi niña, llegaste temprano hoy —respondió ella, extendiendo la mano para palpar el rostro de Fera, que se había acercado a ella.

—Sí, hoy venir curandero, debía estar aquí.

Los ojos de la anciana Nana no la miraban, estaban perdidos en el horizonte, cegados recientemente por alguna extraña enfermedad que la afectaba desde hace años, esa era la razón por la cual el curandero venía cada tres o cuatro meses.

—No tienes por qué cuidarme, mi niña.

—¿Cómo no hacerlo? —respondió Fera, dejando la pierna del jabalí a un lado y sacando una de las lanzas cortas que tenía—. Si tu recogerme y cuidarme muchos años —susurró, mientras comenzaba a arrancarle la piel al jabalí y a separar grandes trozos de carne.

La anciana sonrió con dulzura y siguió tejiendo la bufanda, era un regalo para su preciada Fera, ya que el clima frío vendría pronto. Estuvieron así, en silencio durante un rato, oliendo la sangre y de vez en cuando el aroma que despedía cada una.

—Está muy caluroso hoy —comentó Nana—, como para que esté tan cerca la época fría.

—¿Calor? —preguntó Fera.

Estaba extrañada, ya que ella no lo sentía... debía ser por la enfermedad que afligía a Nana. Frunció su ceño e inmediatamente cerró los ojos, en su mente, un frío viento bajaba de las montañas y refrescaba sus alrededores, e instantes después sucedió, una fuerte brisa empujó las ramas de los árboles, como si fuera un gigante obedeciendo órdenes, trayendo consigo hojas y el frescor de la montaña. La anciana, al sentir la fría brisa que había llegado, sonrió con complicidad, orgullosa de su niña. Fera también sonrió, porque cada semana y mes que pasaba, el viento congeniaba más y más con ella, volviéndose amigos cercanos.

—Ahí viene el curandero.

Fera, impactada, alzó su mirada de golpe, estaba sorprendida porque ella no había notado nada aún, tuvo que esforzarse para detectar los rastros del olor del curandero, un olor que se mecía y escondía entre la brisa y, a pesar de eso, su abuela, cerca de sus años finales y ciega, había logrado detectar a alguien sin el mínimo esfuerzo y sin señales de su cercanía... ¿Cómo lo había hecho?

—¿Cerca? —preguntó Fera.

—Más o menos, aún falta un poco para que llegue hasta nosotras.

—¿Cómo lo sentiste?

La anciana sonrió con complicidad. Su tiempo en este planeta Maia se acababa, y lo único que podía dejarle a Fera era un fuerte vínculo con su autoridad sobre el viento, así que buscaba siempre diferentes formas para entrenarla y educarla, motivándola a usar su autoridad de todas las formas posibles que había.

—Estoy ciega pero no muerta —contestó Nana— solo tuve que pedírselo de forma específica a mi autoridad.

—¿Qué pediste?

—Ver la luz de las cosas —susurró Nana, mirando al horizonte, a los dos hombres que se acercaban.

Fera los olió antes de que se asomaran por el sendero de tierra entre el bosque, un sendero que descendía hasta la ciudad más cercana. Los vio caminar hacia ellos, charlando seriamente, el curandero venía con ropas rojas y las típicas canas en su cabello, acompañado por un joven a su lado vestido del mismo color, debía ser su discípulo. Fera los esperó de pie, mientras la anciana seguía tejiendo.

—Nana —llamó el curandero— no deberías estar fuera de la cama.

—Sabía que vendrías, así que me tomé la libertad de salir de la cama hoy.

—¿Y si no hubiera venido? —regañó el curandero—. Te hubieras enfermado mucho más.

—No sirve de nada preocuparse por cosas del pasado, no hay manera de cambiarlo.

El curandero se le quedó viendo mientras ella se levantaba y caminaba hasta la sala, seguida por Fera y el aprendiz. La anciana se sentó en uno de los pocos banquitos que tenía y destapó su espalda llena de finas arrugas. El curandero pegó su oreja a la espalda de Nana, que respiró profundamente varias veces, ella lo sentía y lo escuchaba, el silbido y los ligeros burbujeos, la dificultad casi asfixiante para respirar en los peores meses. El curandero golpeó ligeramente su espalda varias veces, y asintió para sí mismo, luego llamó a su aprendiz y lo hizo hacer exactamente lo mismo que él.

—¿Qué escuchaste? —preguntó.

El aprendiz se le quedó viendo, y luego miró a la anciana, inseguro de charlar esas cosas frente a ella.

—Ya he tenido estas conversaciones con ella —agregó el curandero al notar la duda de su aprendiz—. Es una anciana fuerte que no se derrumba por cosas como esta.

—Me sentiré ofendida si me tienes compasión niño —interrumpió la Nana.

—Pido disculpas —respondió el aprendiz inclinándose un poco, aclaró su garganta y continuó—. Su respiración es inconsistente, hay algo que está estorbando en el flujo del aire, ¿líquido tal vez?

—Sí, faltan más observaciones, pero te las diré de camino, ahora —continuó, alzando un poco el rostro de Nana— estas manchas blancas que tiene ella en el iris, son lo que llamamos Velos de ojo, son causados por la edad y otras enfermedades extrañas, pueden quitarse, pero vuelven a aparecer.

—¿Y las dolencias de los pulmones?

—Pueden aliviarse, pero por alguna extraña razón, en el caso de ella y otros pocos, las dolencias vuelven a aparecer tiempo después, como si algo lo produjera y nosotros solo arregláramos los daños, sin resolver la raíz del problema.

—Ahora entiendo —respondió el aprendiz—, por eso estás tan interesado en este tipo de casos donde las dolencias vuelven a aparecer, quieres averiguar la raíz del problema.

—Ya sé cuál es la razón, son microorganismos dañinos.

—Maestro, todos los demás curanderos dicen que eso no son más que ideas tontas.

—Ten más respeto, niño —regañó la anciana—, este hombre sabe muchísimo más que cualquier otro curandero que hay por ahí.

—Discúlpalo Nana, aun es un poco inmaduro... ahora comencemos con la sanación... —El curandero se volteó a ver a Fera, mirándola fijamente hasta que ella entendió.

Fera salió de la cabaña, nerviosa por su Nana, pensando en maneras de sobrevivir al crudo invierno de las montañas, su mente divagaba mientras continuaba cortando la carne en trozos grandes. Learis, la gran lumbrera del día, se movía lento por el cielo, alumbrando y centelleando con fuerza. 



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