P8C8. ¿Cómo puede haber gente así?
Los dos cámaras me guiaron hasta una pendiente con una escalera de piedra que subía. Y después el prado de césped, y al fondo la casa.
Era un prado enorme perfectamente segado, de un perfecto color verde y salpicado de unos árboles perfectos, incluso era agradable caminar descalza sobre él. Pero sobre todo, la casa. No una casa sino una mansión. Enorme y blanca, como las de las películas americanas. La entrada principal estaba un poco a la derecha y tenía cuatro enormes columnas, pero quedaba medio oculta tras una hilera de setos que hacía una curva, rodeando lo que parecía una plaza frente a la puerta. Y a la izquierda del todo una gran terraza en el primer piso, con una impresionante barandilla que parecía ocupar todo ese lado del edificio, formando debajo un porche.
Fuimos hacia allí.
Y frente al porche, un poco alejada, la piscina. Era pequeña para esa casa, pero el espacio alrededor estaba cubierto por un precioso suelo de madera, y era enorme. Y a la izquierda un inmenso árbol dejaba un gran espacio de sombra debajo. Y bajo ese árbol, junto a una mesa con bebidas, una silla antigua, de madera. Y sentado en esa silla, el viejo. Y al otro lado de la mesa dos personas más. Sólo dos. Pero cuando llegamos no dejaban de mirarme.
Un hombre y una mujer de mediana edad. No parecían ninguno de los que había visto en esa nave, pero iban igual de elegantes: Ella con un vestido verde claro y él con pantalones grises, una camisa beige de manga corta y una corbata a juego con los pantalones. Y me miraban igual que los de la nave: Esa mirada tan pervertida, tan sucia.
─¡Dios mío, Luis! ¡Es igualita a la niña! ─Dijo ella.
─Lo es... ─Murmuró él. Y su tono de voz me dio asco.
─¿Dónde están ______? ─Preguntó el viejo.
─Ahora los trae el Diego ─Dijo uno de los cámaras.
─¿Cómo que el Diego? ¿Ese inútil? ¿No os dije que no quería que él hiciera nada?
─Es que a nosotros no...
─Tranquilo. Podemos esperar ─Dijo el tal Luis.
─¿Les gustaría hacerle algo a ella mientras tanto? ─Preguntó el viejo. Y yo me estremecí otra vez.
─No. Queremos ver cómo la ____ ______...
Y por primera vez sentí ganas de salir corriendo de allí. Mierda... mierda...
─Señor ─Sonó una voz detrás de mí.
Enseguida reconocí la voz y no me atreví a girarme: El hombre de antes, el tal Diego. Fue una sola palabra, y sonó otra vez muy tranquila. Pero otra vez me dio miedo.
─A ver ¿Dónde coño están ___ ______? ─Preguntó el viejo, con cara de mala leche.
─En su sitio.
Y ahí sí que me di la vuelta para volver a mirarle. Había venido solo. Lo tenía a un par de metros, pero él no me miraba a mí. Ya no volvió a hacerlo.
─¿Es que siempre tiene que haber problemas si estás tú? ─Se quejó el viejo ─¿Qué coño ha pasado ahora?
─Esta vez no ha sido culpa mía. Han llamado por teléfono y han dejado un recado para él.
─¿Para mí? ─Oí que decía el tal Luis. Pero yo miraba a ese Diego. Hablaba muy tranquilo, mirando al tal Luis con una cara inexpresiva, pero que a mí aún me daba más miedo. No sé porqué, pensaba que en cualquier momento el tío saltaría sobre alguien y le mataría. Y que ese alguien sólo podía ser yo.
─¿No trae usted su teléfono? ─Preguntó el viejo. Y volví a darme la vuelta. Cada vez tenía más cara de cabreo.
─No, no ─Respondió el tal Luis ─. En estos casos prefiero que no me molesten.
─¿Y por qué les ha dado mi número?
─Si no se lo he dado a nadie. Yo no...
─Ha dicho que era su secretaria. Y que era importante ─Le interrumpió el Diego.
─¿Mi secretaria? ¿Y qué coño era tan importante?
─Me ha dicho que le dijera a usted que vaya a la escuela donde estudia su hija. Que era importante.
El tal Luis se quedó callado, con los ojos muy abiertos. Pero la señora que estaba a su lado puso cara de asustada.
─¡Dios mío, Luis! ¡La niña! ─Exclamó ella.
─Por favor, Marta...
─¡Luis, coño! ¡La niña! ¿No habrá vuelto a...?
Y yo lo escuchaba totalmente de piedra. La niña... ¿era su hija? ¿Esa gente tan elegante... querían ver cómo ____ ______ a una niña que era igualita a su hija? ¿Pero cómo puede haber gente así? ¿Dónde me había metido?
─¡Luís! ¡Por favor! ─Insistió la señora.
─Lo siento. Creo que hoy tendremos que dejarlo ─Dijo el tal Luis.
─Jodeeer ─ Susurró el viejo, bajando la cara y poniéndose una mano en la frente.
─Pero me interesa mucho que quedemos otro día ─Añadió el Luis.
─Si, si, claro... ─Dijo el viejo, levantando la mano y agitándola, a modo de despido.
─Y tendrá que ser con ella. Queremos ver cómo acaba mal.
─Por supuesto, por supuesto. Yo también quiero verlo...
Y yo seguía helada, sintiendo ese pánico clavado dentro. Y cuando sin saber porqué volví a girarme, una lágrima se deslizaba por mi mejilla. El tal Diego ya estaba alejándose, caminando sobre ese perfecto prado de césped.
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