P8C27. La última vez
Empezaba a amanecer cuando crucé la puerta. Seguramente sería la última vez, pero no sentía ninguna nostalgia. Ni quería ningún recuerdo. Y nunca habría imaginado que me daría miedo estar allí, así que fui directa a lo que había venido y entré en mi habitación. Abrí el cajón del escritorio y metí la mano hasta el fondo. El lápiz de memoria que me había dado José... allí estaba, justo donde lo había escondido antes de ducharme esa misma tarde. Luego fui al armario y me cambié de ropa.
Menuda pinta tenía... Los rasguños ya se me habían secado, pero tenía el cuerpo lleno de marcas y restos de sangre seca. Me moría por darme una buena ducha, pero no había tiempo. Suerte que con la camiseta nueva no se me veía nada. Después de pensarlo un poco también cogí una pequeña mochila, metí dentro el sobre marrón y la ropa con la que había venido, y me la colgué en la espalda. Y por último el bote donde tenía dinero ahorrado. Cogí todo el que había y me lo metí en el bolsillo.
Y nada más. Ninguna otra ropa, ningún objeto, ni siquiera el móvil. La ropa que llevaba porque no podía andar desnuda por la ciudad, porque si pudiera abandonaría con gusto aquella casa como Dios me trajo al mundo. Ni pensaba volver ni quería nada, nada que hubiese pagado mi padre. Lo único que iba a quedarme de él eran unos recuerdos que desde luego intentaría olvidar.
Ya sólo quedaba una cosa. Fui a su despacho y entré. El ordenador estaba apagado, bien. Conecté el lápiz de memoria, lo encendí y activé la Bios. Arrancar desde el USB. No tardó demasiado: Iniciando... cargando... cargando... veeenga... Ya está: "Retira el lápiz y pulsa cualquier tecla para apagar el equipo". Lo hice y se apagó. Pero volví a encenderlo, ya lo había pensado: Mi padre no iba a estar hasta el lunes, y así José ya podría acceder a su ordenador.
Lo siento, padre, pero muchas gracias por nada y que tenga usted suerte. La va a necesitar.
Bajé otra vez por la escalera hasta la entrada del edificio. Al mirar vi que Jesús seguía durmiendo, sentado detrás de su mostrador. Me acerqué sigilosamente y me agaché para volver a colgarle el manojo de llaves en el cinturón. Je, je... A esa hora y conociendo a Jesús no es que aquello fuera demasiado difícil, pero me sentía como una espía en una película.
Me fui por donde había venido: El jardín de atrás, rodeando la piscina hasta donde sabía que se podía saltar al del edificio de al lado. Y desde éste, a la calle lateral. Antes de saltar miré y lo vi. Unos metros más arriba, justo en la esquina estaba el coche. Así que Habib me ha esperado... vaya... Salté y me dirigí hacia él. Ya era de día pero la calle aún estaba desierta. Estuve tentada de tirar allí mismo la ropa que llevaba en la mochila, pero no, por si acaso mejor que no la tire por aquí. Entré en el coche.
─Ahora sí que ya está ─Le dije.
─¿Tienes donde ir? ─Me preguntó.
─Bueno, había quedado con alguien en un bar del puerto, pero no es hasta las once...
─Mmmm... No es buena hora para hacer todo lo que tendré que hacer... ─Musitó como para sí.
─Sé que te he complicado la vida. Lo siento Habib, yo...
─Mira, me has hecho perder toda la noche ─Me interrumpió ─, así que ya no me viene de aquí. El puerto no es un mal lugar... Te acerco, dormimos un poco y luego me pagas un buen café. Me lo debes.
─Por supuesto...
Hubo que cruzar toda la ciudad, pero no había nada de tráfico y llegamos enseguida. Y allí, en el aparcamiento subterráneo del puerto, dentro de aquel lujoso Mercedes, sentí paz. Por primera vez desde ni sabía cuántos días. Sabía que no era como para sentirla, pero la sentía. Aun escuchando el suave ronquido de Habib, y pensando que yo no podría dormir. Aun preguntándome qué iba a ser de mi vida ahora. Sentía paz. Dieciséis años y... ¿ocho días? Y por primera vez en mi vida me sentía... uff... Libre. Viva. Sí, no podré dormir pero da igual, siento paz...
No tardé ni cinco minutos en quedarme frita.
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