P8C17. Como si fuera una muñeca
Aún era de día cuando sonó el teléfono. Era Jesús.
─Señorita Alba, hay aquí un joven que pregunta por usted. Dice que le mandan del bufete de su padre.
─Ah, vale. Ahora bajo.
El sobre que me había dicho mi padre... Ostras, llevaba toda la tarde dándole vueltas a lo que me había pasado, pero al menos estaba un poco más tranquila que cuando llegué: Me había duchado y llevaba una camiseta, unos pantalones de chándal y para bajar me estaba poniendo unas Converse.
Era como volver a la normalidad: Mi padre en el trabajo, sin preocuparse de nada más por muy fuerte que fuera. Y yo con mi vida, recibiendo de él sólo encargos: Ir a comprar, ir a recoger documentos... lo de costumbre ¿Qué tenía que pasar para que aquel hombre se preocupara de algo que no fuera su bufete? ¿Que le mandaran mi cabeza en una caja?
Y aún así bajaba muy inquieta. Me daba miedo presentarme en la entrada por si hubiera alguien vigilando desde fuera. Suerte que estaba Jesús: Coger el sobre rápido y volver a subir corriendo.
Al salir del ascensor vi a un hombre de pie junto al mostrador de Jesús. No parecía el Antonio del bufete, tenía más pinta de turista que de otra cosa: Una camiseta oscura, unas bermudas de esas con tantos bolsillos y unas sandalias. Pero estaba de cara al mostrador, dándome un poco la espalda, y no le vi la cara. Y encima yo, con los nervios y las prisas de coger cuanto antes el sobre y volver a arriba ni lo pensé, y fui caminando rápido hasta él. Ni siquiera me fijé en que no llevaba ningún sobre. Ni siquiera en que Jesús no estaba.
Y no lo reconocí hasta que estuve a un par de metros de él, y se giró para mirarme. Me paré de golpe. Casi me muero del susto.
El de la casa del viejo. El tal Diego.
Y me volví a quedar clavada, como una estúpida mirando otra vez esos ojos negros, otra vez clavados en los míos, como si me taladraran. Y lo que me paralizaba era el miedo, porque su mirada ya no era de sorpresa, sino como de satisfacción, como diciendo: "Lo siento, chica, ya te hemos pillado". Pero tan fría como el día anterior. Ese tenía que ser el tipo de hombre al que un mafioso le encarga que mate a alguien.
Él estaba frente a mi, y a su lado el mostrador de la portería. Pero al fondo, en el cristal que daba a la calle, se veía reflejado lo que había detrás del mostrador. Y cuando desvié un poco la vista y lo vi, el pánico aumentó aún más ¡Era Jesús, tumbado en el suelo! ¿Inconsciente? El tío vio enseguida dónde miraba y se giró, viendo también el reflejo. Luego volvió a mirarme y me sonrió, encogiéndose de hombros. Y otra vez esa voz tan tranquila, y tan amenazadora:
─Acércate despacito y no me pongas pegas, que será mucho peor.
Y las palabras de Nuria resonaron otra vez: "Van a por ti ¿entiendes?" Pero seguía paralizada. El tío se acercó un poco más y quizá fue el miedo, o la rabia de sentirme tan impotente. Lo hice sin pensar: Di medio paso con la pierna izquierda, y con la derecha, tan fuerte como pude, le di un rodillazo en la entrepierna.
Le acerté. El tío apenas hizo un grito ahogado, inclinándose hacia delante con las manos en la entrepierna. Pero no se cayó ni se quedó quieto: Inclinado como estaba, se lanzó sobre mí arrastrándome. Caímos los dos al suelo.
Lo tenía encima, y sentí otra vez cómo la adrenalina me recorría todo el cuerpo. Pero le había dado bien, porque el tío no conseguía agarrarme. Y yo tenía el cinturón marrón, había entrenado para esa situación. Le agarré un brazo y se lo levanté hacia atrás, hasta conseguir que inclinara un poco su cuerpo. Enseguida apoyé la otra mano en el suelo y también me giré. Me escabullí de él y me levanté. Y saltando por encima suyo, eché a correr hacia la calle. No pensé dónde iba, sólo quería huir de allí. Correr sin parar, alejarme todo lo que pudiera de aquel cabrón.
No recorrí ni tres metros.
Una vez en la calle, alguien me agarró levantándome, como si fuera una muñeca.
─Pero dónde vaaas...
También lo reconocí enseguida. Era aquel armario, el negro de la nave. Y rompí a llorar. Ya estaba, con él sí que no podría. En volandas me llevó hasta un coche aparcado enfrente y sin ningún esfuerzo, sujetándome sólo con un brazo, abrió la puerta y me tiró dentro. Se sentó junto a mí y cerró. Y yo ya lloraba otra vez... ¡Ya estás, Alba...! ¡Joder! ¡Ya estás del todo!
En el asiento delantero había otro hombre al volante.
─¿Dónde está el Diego? ─Preguntó.
─¿Y yo qué coño sé? ─Respondió el negro.
─Míralo, ahí sale... ¡Joder! Ja, ja, ja... ¡Cómo viene!... ¡Niña! ¿Qué le has hecho? ─Se reía el conductor.
El tal Diego vino hasta la puerta y la abrió de golpe. Y al verle aún me asusté más. ¡Ostras, le acababa de dar un rodillazo en los huevos!. Por suerte yo estaba al otro lado, detrás del negro.
─¡Hija de puta! ¡Ven que te voy a dar yo rodillazos! ─Gritaba desde fuera. Yo me acurruqué, llorando.
─Pero mira que eres inútil. Anda, sube delante y cállate ─Le ordenó el negro.
El coche arrancó con suavidad, y yo estaba temblando. Lo tenía clarísimo ¡Alba! ¡Ya lo han intentado en esa terraza! ¡Te van a matar!
─¿Y el portero? ─Dijo el negro.
─Tranquilo, que le he rociado todo el careto con el spray. Cuando se despierte no se acordará de nada.
El pánico me paralizaba, sólo sollozaba y tiritaba... Hasta que el negro me puso una mano en el hombro. Pegué un brinco.
─Tranquila, niña. Mira, tardaremos un poco en llegar... Te irá mejor si te tranquilizas ¿Vale? ─Dijo con un tono amable. Mierda, ¿Ahora vuelve a ir de amable?
Bajamos por la avenida hasta tomar la autopista hacia el sur, y salimos de la ciudad. No íbamos muy deprisa, pero no tardamos demasiado en tomar una salida. Ostras, ya era de noche pero estaba viendo todo el recorrido... No me han cubierto la cabeza. Dios... ya no voy a volver...
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