P7C2. El hombre de negro
Al salir de la habitación le vi desde lejos. Estaba sentado en un banco, frente al mostrador de las enfermeras. Tenía que ser el tal Pedro porque no había nadie más en todo el pasillo; y fui hacia él, observándole mientras me acercaba.
Algo mayor, le ponía unos cuarenta, pero con una camisa clara y unos vaqueros gastados. Sentado con la espalda apoyada en la pared, las piernas estiradas y los pies cruzados. Y muy concentrado en un móvil que sujetaba con las dos manos. Parecía un chaval de instituto jugando a un videojuego en su smartphone.
Y cuando ya estaba muy cerca él seguía toqueteando su móvil, sin ni darse cuenta de que yo estaba allí. Un poco calvo y cara de simpático; sí, tenía que ser él. Y ahora que lo veía mejor no era muy alto ni muy guapo, pero tenía algo. No la pinta de un hombre con el que te meterías en la cama, sino la de uno con el que te irías de copas sin conocerle de nada, y tan tranquila.
Y seguí recta hasta que los vi aparecer detrás de él. Salían del espacio donde estaban los ascensores. Un hombre con pantalón y camisa negros, caminando deprisa con dos policías uniformados. Giraron en el pasillo hacia el otro lado, dándome la espalda. Por suerte parecían no haberme visto.
El tal Pedro siguió sentado igual, sin levantar la vista en ningún momento. Pero a mí me dió un vuelco el corazón, giré de golpe a mi izquierda y me dí de bruces contra una puerta que estaba a ese lado. Al chocar contra ella la puerta se abrió, golpeando violentamente la pared de dentro. Y miré atrás asustada, temiendo que el hombre de negro me hubiera visto al oír el golpe. Pero no. Yo ya estaba dentro de lo que parecía un consultorio médico. Vacío. Oscuro.
Y me quedé allí, con el corazón a tope y las piernas temblándome. Y otra maldita vez apareció nítidamente, dentro de mi cabeza, la película de lo que había pasado hacía apenas unas horas.
Olga y yo en un almacén industrial. Completamente desnudas. Con cinco hombres. Y el grito de Olga cuando uno de ellos la hirió. Y después, los disparos. Desde fuera, sin siquiera oírlos, sólo oí el desagradable ruido de los cristales de la enorme ventana del almacén, rompiéndose al ser atravesados por las balas. Un ruído que nunca iba a olvidar.
Seis disparos, cinco de ellos directamente a las cabezas de aquellos cinco desconocidos, que fueron cayendo delante de mí. Cinco cadáveres que tampoco iba a olvidar.
Y después salir de allí como pudimos, hasta escondernos en unas jodidas duchas. Y los ruidos de gente corriendo tras la puerta de aquel cuarto de baño. Pero sobre todo las frases de los dos hombres que se detuvieron junto a esa puerta, cuando les dijeron que alguien había disparado desde fuera. Las oí perfectamente.
«Desde tan lejos sólo puede haber sido uno» Dijo la primera voz.
Ése era. El primero. Y podría pensar que nos habíamos visto en medio de algún lío entre criminales, como sugería José. O incluso que algún desconocido, un misterioso héroe de la película, había disparado desde tan lejos para salvarnos a nosotras.
Pero también oí las otras frases.
«¿Por qué no las mató a ellas?» Preguntó otra voz. «Bueno, parece que sólo le interesaba cargarse a la más joven... » Respondió la primera.
Y la más joven era yo. Y esa voz, la primera, era de un hombre al que pude ver más tarde. Y era el mismo que acababa de aparecer en el pasillo del hospital, con los dos policías.
Volví rápidamente a la puerta y la cerré, pero no del todo. Miré afuera y pude verles. Se habían detenido en el pasillo, justo después del mostrador de las enfermeras. El hombre de negro les hablaba a los dos policías, y pronto se volteó para cruzar una puerta que había detrás de él. Uno de los polis le siguió y cerró la puerta, y el otro se quedó en el pasillo. El tal simpático Pedro había desaparecido.
Y volví a separarme de esa puerta, me sentía más segura en la oscuridad de aquel cuarto. No sabía qué hacía ese hombre de negro con dos policías, pero le había oído decir otras frases en esa nave industrial. Tenía clarísimo que él no era policía, ni agente secreto ni nada parecido. Ése era de los malos. Y si había venido al hospital no era para nada bueno. Ni para mí ni para... ¡Oh, mierda! ¡Olga estaba en su habitación con Eli y José!
─¿Señorita?
Pegué un salto hacia atrás del susto y me quedé mirando cómo la puerta volvía a abrirse del todo. Era el policía que se había quedado en el pasillo.
─¿Se encuentra bien señorita? ─Preguntó. Yo estaba muda, no podía ni hablar.
─Es la señorita Alba ¿no? ─Volvió a preguntar. Y yo intenté negar con la cabeza, pero ni sé si me salió. Lo que sí me salió fue otro bote cuando apareció el otro policía por el pasillo. Los dos jodidos polis que iban con el hombre de negro allí, frente a mí.
─¿Es ésta? ─Preguntó el otro.
─Sí. Creo que sí...
─¿Qué pasa? ¿No quiere venir?
─¡Joder! ¡Si aún no le dije nada!
─Apresúrate, que la está esperando y se va a encabronar...
El primer policía me miró. Era muy joven y se le veía tímido. El otro, bastante mayor, parecía mucho más veterano.
─Eee... Señorita ¿Puede acompañarme? Quieren hablar con usted. Sólo serán unas preguntas...
Ay, ay, ay ¿acompañarle?
─¿Quién quiere hablar conmigo? ─Pregunté, aunque ya lo sabía ¡Mierda! ¡El jodido hombre de negro!
─Bien, pueees... ─Empezó el poli joven. Parecía muy agobiado y miró a su compañero «Que se va a encabronaaar...» le susurró éste muy bajito.
─Pues nuestros superiores, y... tenemos algo de prisa─Siguió.
─Antes quiero hablar con mi abogado ─Dije. Fue lo único que se me ocurrió. Y el poli joven me miró aún más agobiado. Estaba claro que no sabía qué decir.
─¡Pinche p...! ─Exclamó el otro poli, apartando al joven de un empujón y encarándose a mí. ─¡Niña, te vienes ahora o nos encargamos de tí aquí mismo! ¡Y te aviso que nosotros no seremos tan delicados!
Y lo decía con una sonrisa amenazadora. Y a mí se me salían las lágrimas, pero lo hice. Giré un poco mi cuerpo, separé las piernas y levanté los brazos. Posición de defensa. Y él amplió su sonrisa, mostrándome unos asquerosos dientes amarillos.
─¿Agentes? ─Sonó otra voz detrás de ellos.
Y yo pegué otro bote, y los dos polis se voltearon de golpe. Y detrás de ellos había un hombre. Y detrás de él tres hombres más. Tres. Y los tres con uniforme, chaleco antibalas, unas preciosas armas en la mano y una pinta de gorilas que asustaba.
Pero el que estaba con esos tres no asustaba. Un poco calvo, no muy alto, con una camisa clara, unos vaqueros gastados y una cara de simpático que no se aguantaba. De esos que te irías de copas con él sin conocerle.
─Soy el agente Pedro Costa, del Centro Nacional de Inteligencia español. Vengo a hacerme cargo de esta joven y sus acompañantes ─Dijo el tío, con mucha solemnidad.
─¿Qué cómo? ─Dijo el poli veterano.
─Me han encargado velar por su seguridad ─Contestó el tal Pedro Campo. Y a mí ya no irme de copas con él. Me daban ganas de saltarle encima y abrazarlo bien fuerte.
─Luego se la traemos si quiere. Ahora debemos interrogarla ─Dijo el poli. Y su compañero, el joven, no dejaba de mirar a los tres gorilas. Y tragando saliva. Ay, ay.
─Me temo que no será posible ─Replicó el tal Pedro. Y él y el poli veterano se miraron el uno al otro durante un rato. El poli con cara de mala leche. Ay, ay, ay.
─Tendré que avisar a mis superiores. Seguro que querrán venir a... "hablar" con ustedes ─Dijo el poli veterano. Ay, ay, ay, ay.
─Los míos ya han hablado al respecto con el señor Pablo Mendoza. Le sugiero que informe de eso al señor que quería... "hablar" con ella ─. Volvió a replicar el tal Pedro.
Y al poli veterano le cambió la cara de golpe. Y al joven. Y a mí también. Porque había visto al hombre de negro en aquella nave industrial, hablando con el que parecía ser el jefe de los malos. Y recordaba cómo le había llamado. Pablo.
Pero mientras aquellos dos policías se alejaban, el tal Pedro Costa me guiñó un ojo, sonriendo con cara de niño travieso. Y ya no eran ganas de abrazarlo. Es que me lo comería vivo.
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