P6C5. Y en la terraza
Y en la terraza del ático. Y aún no sé muy bien por qué.
Me acerqué a la barandilla y me asomé. Vi abajo el coche de mi padre, aparcado en la calle, como siempre frente a la puerta del edificio. Y me quedé observando cómo salían él y la abuela, y cómo ella, antes de subir a ese lujoso auto, levantaba la vista y me saludaba.
Y le devolví el saludo, como había hecho desde niña cuando se iba después de venir a visitarme. Y siempre me había apenado que se fuera, pero esa vez no.
Esa vez, viendo alejarse aquel auto calle arriba, me sentí libre. Y sonreí, recordando que de niña había salido a menudo a esa terraza, cuando me quedaba sola en la casa. Y que lo hacía desnuda. Y sí, me quedaba más atrás para mantenerme oculta, pero no por pensar que alguien pudiera verme ni por una clara sensación de riesgo. Era simplemente ese impulso inexplicable, esa deliciosa excitación que sentía al desnudarme, y que se hacía más intensa si salía así a fuera.
Pero dejé de hacerlo al llegar mi pubertad, y con ella mis complejos. Y quizá fue por eso. De pronto todo era distinto, como si esos complejos hubieran desaparecido. O quizá fue otra rebeldía por lo que me dijo mi padre en su despacho: "Debes mantener un mínimo de decencia". ¿Eso es lo que quiere el señor? ¡Pues toma decencia!
Y lo hice muy, muy despacio. Subirme la camiseta. Quitármela. Y deslizar los pantalones hacia abajo, y después las bragas. No, no tan rápido: aún más despacio. Y el calor del sol en mi piel. Y la brisa, provocándome escalofríos al rozar mi desnudez. Y los latidos del corazón, acelerándose otra vez. Porque estaba mostrando mi cuerpo, el mismo que tanto me había acomplejado, ante toda la ciudad. Esa ciudad que tan lejos veía de niña, y tan cerca ahora.
Y me apoyé aún más en la barandilla. Y me asomé aún más.
Y no sé lo que me pasó.
"Ándate con cuidado, Alba", "puedes dejar de hacer lo que vas a hacer cuando quieras", "no sería buena idea que intentaras evitarlo" Dios... ¡Dios!
No sé porqué lo hice. Por muy excitada que estuviera, por mucha vena exhibicionista que me diera en ese momento. Ni siquiera recuerdo dónde me apoyé para subir a allí, sólo esa sensación tan nueva, cuando miraba la calle y sólo veía la altura. Era algo con lo que nunca antes había fantaseado, algo que ni siquiera se me había ocurrido.
Yo nunca había tenido vértigo. Pero cuando me subí y levanté la primera pierna, para pasarla por encima de aquella barandilla, el corazón se me salía por la boca. El vértigo tenía que ser algo parecido a aquello. Y cuando hube pasado la otra, y me vi sentada sobre aquella barra, de cara al vacío...
Y cuando me incliné hacia delante y solté una mano para deslizarla entre mis piernas, y miré la altura, el vacío, de aquella forma...
Eso no podía ser vértigo, ni calentura. Era mucho más. Era algo que se me llevaba.
Era el miedo.
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