Era un largo camino. Veía los autobuses pasar junto a mí, adelantándome uno tras otro por la avenida, mientras yo andaba por su larguísima acera. Pero cuando llegué a la siguiente parada no me detuve y pasé de largo. No podía dejar de caminar. Y rápido.

Sentía la adrenalina con tanta fuerza que me daba vértigo. Nunca antes me había sentido así. Nunca antes, en toda mi vida, le había hecho daño ni a una mosca. Y menos aún me había venido nunca una inspiración tan alucinante. No me lo creía ¿Amenazar yo a alguien? ¿Soltar toda aquella parrafada de que ahora salía conmigo? ¡Como una justiciera en una película! Y así, en menos de una semana, lo había hecho dos veces.

Pero los dos, el violador en el puerto y el maltratador en la parada del bus, se merecían eso y más.

Me parecía clarísimo: Era algo que llevaba dentro y por fin no había liberado. Porque tampoco antes me había sentido como ese fin de semana, con Olga. Y... mierda... tampoco había tenido nunca unos orgasmos como en el piso de Nuria. Ni como sobre el vacío, agarrada a aquella barandilla.

No podía negarlo: me gustaba sentirme así. Me encantaba. Era como poder librarme de la mierda que viera a mi alrededor, y poder quedar muy por encima de esa mierda.

Desde luego que esa Nuria era una zorra aprovechada. Pero también, desde luego, yo tampoco era normal.