16.- Lo Siento, Papá (2/2)
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAaaaaaaaaaaaaaaaahhh!— volvió a gritar Érica, furiosa.
Era definitivo, nadie ni nada podía enfrentarla. Continuamos corriendo, y Érica continuó arroyándonos como un tren. Cuerpos volaban, gritos atronaban, sangre llovía. Las personas que corrían a mi alrededor me bloqueaban el camino y al mismo tiempo me protegían del monstruo.
Nos dirigimos en manada hacia la salida, la cual consistía de otro largo y ancho pasillo, protegida por un techo de sólido concreto y gruesos pilares a los lados. Al final se encontraba el portón. Estaba cerrado, porque eran horas de clases, pero en ese momento era la menor de nuestras preocupaciones. Corrimos allá a toda velocidad, Érica no podía detenernos a todos, o eso pensamos.
Cuando nos aproximábamos a la salida, un estruendo sobre nuestras cabezas nos hizo mirar arriba. No hubo tiempo. De pronto el techo se rompió, y los escombros cayeron sobre los chicos más cerca del portón. Toneladas de roca y metal los aplastaron en un instante.
Los demás nos detuvimos enseguida. Pensé en rodear la montaña de escombros que había quedado, pero se veía difícil para una chica como yo. Entonces vi a Érica parada encima, con sus piernas separadas y los brazos extendidos, lista para saltar sobre cualquiera de nosotros.
En ese momento una chica pequeña y pelirroja pasó junto a mí, se adelantó y se interpuso entre Érica y nosotros.
—¡Espera, por favor!— le pidió Gálica— ¡Érica, detente! ¡Debe haber una manera de conversar todo esto! ¡Por favor! ¡No puedes...
Pero Érica se lanzó hacia ella antes que pudiera decir más. Gálica se protegió con los brazos del miedo, pero Érica los apartó de en medio sin problemas, le sujetó la cara con una mano y le metió la otra mano dentro de la boca. Gálica intentó defenderse, pero Érica no se detuvo por sus espasmos, solo continuó. Metió su mano entera. Dislocó la mandíbula de Gálica, pero se metió aun más. Metió todo el antebrazo y pasó el codo. La cara de Gálica estaba tan roja como un tomate, sus ojos desorbitados, su cuello del ancho de una pelota de fútbol, mientras Érica se metía más y más. De pronto se detuvo, y retiró el brazo con algo en la mano, algo elástico y brillante, conectado a dos tubos cartilaginosos: su estómago.
Gálica vomitó sangre a mares y cayó al suelo, muerta. Érica la miró con ira, luego alzó su estómago y se lo tiró en la cara a una chica que gritaba a un lado. Luego continuó con su caza.
No podía más, no quería que eso me pasara a mí. Pero no veía cómo escaparía de un terror como ese. Érica era una bestia hambrienta de muerte y destrucción. No intentaba jugar con nosotros ni se distraía con nuestro sufrimiento, solo se concentraba en matarnos uno a uno, rápido, eficiente, cruel. Comencé a llorar, pensando que iba a morir, que mis últimos momentos los pasaría aterrada, sufriendo torturas impensables y rogando por mi vida.
Corrimos a través del patio del frente del colegio. Vi a un chico intentando saltar la reja de casi tres metros que llevaba a la calle, pero al llegar al borde, Érica lo agarró de los pies, lo levantó y azotó su cuello contra la reja, decapitándolo. Luego nos tiró su cuerpo sobre nuestras cabezas.
Pasamos junto a las oficinas de los profesores. Vi a otros chicos metiéndose, pero no pensé que fuera una buena idea. Yo continué mi camino. No mucho después, me sobresaltaron estruendos provenientes de las oficinas; ventanas rompiéndose, paredes derrumbándose, brazos y piernas volando y gritos aterrados implorando por sus vidas.
—¡Esta es mi oportunidad, Érica está distraída!
Que se muriera el resto, ya no podía aguantar esa pesadilla, no me importaba la vida de nadie más que yo.
Aproveché esos segundos de descanso para pensar. El colegio solo tenía dos accesos: la entrada principal y la trasera. La principal había sido bloqueada por el derrumbe que causó Érica, solo nos quedaba la trasera. También podríamos intentar escalar las rejas, pero tan solo recordar cómo Érica había decapitado a ese chico me hacía doler el cuello. No, el portón trasero era mi única oportunidad. Para eso tenía que atravesar el patio de los niños más chicos de básica, girar por el pasillo de la derecha y dirigirme al patio de los chicos. Al final se encontraba la salida.
De esa manera continuamos. Atravesamos el pequeño patio de los niños sin problemas, aún temiendo por nuestras vidas, pero en silencio. Solo se oían nuestros gemidos de cansancio y desesperanza. Cruzamos un corto túnel y llegamos al patio de los niños.
Ante nosotros se abrió un gran espacio liso, sin edificios donde ocultarnos. Apenas media cuadra más allá estaba el portón abierto.
—¡Vamos, tenemos que salir!— exclamó un chico.
También quería correr con ellos, debía arriesgarme, pero entonces noté a Troveto a mi lado, quien miraba un punto en lo alto, a nuestra izquierda. Mientras mis compañeros echaban a correr, seguí la línea de su mirada hacia el techo del edificio de los cursos de básica. Sobre el tercer piso, una silueta corría con soltura, ondeando su largo pelo rubio al viento y con las manos ensangrentadas extendidas como garras, listas para desgarrar a sus víctimas. Érica nos estaba vigilando, nos había seguido hasta ese punto en silencio porque sabía que íbamos a correr hacia la única otra salida.
Entonces saltó desde el techo a la calle, saliendo del colegio. Algo en todo eso no me gustaba. La había perdido de vista, pero estaba segura de a dónde se dirigía. Troveto tampoco avanzó.
—Es una emboscada— comprendió él.
Miré a los cincuenta y tantos chicos corriendo con todas sus fuerzas hacia el portón abierto. A esa distancia no podía gritar... o más bien, no quería disminuir mis propias probabilidades de sobrevivencia. Si gritaba, Érica podía localizarme. Tenía que usarlos, dejar que me sirvieran como distracción. Tenía que salvarme.
Justo en ese momento, cuando se acercaban a la salida, Érica apareció desde afuera. Los muchachos se detuvieron a tropezones, pero Érica no les dio un respiro; embistió a uno, golpeó a otro, partió por la mitad a un tercero, decapitó a un cuarto de una patada, le quitó el brazo a un quinto y con ese brazo bateó a una sexta, todo en cuestión de segundos, sin detenerse. Los demás intentaron huir, pero el vasto espacio del patio les impedía encontrar refugio y Érica arremetía como un tren. Podía dispararse de un lado a otro del patio en un parpadeo y masacrarlos a todos. A todos.
—Vamos, por aquí— me dijo Troveto.
Doblamos de nuevo y nos dirigimos por el camino que llevaba hacia el campo de fútbol de pasto, en la misma dirección que iríamos si quisiéramos volver al patio de la media. Pero en vez de eso, entramos en una sala vacía que parecía un anfiteatro. Era la sala de audiovisuales, donde se hacían obras teatrales y se daban discursos.
Luego de cerrar la puerta detrás de nosotros, miré alrededor. Las luces estaban apagadas, las sillas vacías, no había nadie. Tampoco había ventanas.
—Érica no sabrá que entramos aquí— comprendí— Troveto, eres un genio.
Él no reaccionó, supongo que no era momento para halagos. Se apoyó sobre el respaldo de una silla hasta que dejó de jadear. Luego miró hacia la puerta. Creo que nunca lo había visto tan preocupado. Era algo esperable en nuestra situación, pero su cara de preocupación se sentía como agua seca o fuego frío, algo que no debía ser.
Me sacudí la cabeza. Me pregunté si alguno de mis compañeros habría sobrevivido a la matanza en la carrera hacia la salida trasera. Quizás uno o dos habrían conseguido salir corriendo y estaban de camino a sus casas... pero la idea me iba pareciendo más tonta mientras más pensaba en ella. Claro que Érica no dejaría a nadie con vida. Nadie podía esconderse de ella. Troveto y yo habíamos tenido suerte, y nada nos garantizaba salir vivos de esa pieza.
Miré las paredes. No había ventanas. Érica no nos podía ver, pero nosotros tampoco podíamos verla a ella. Podía estar al otro lado del colegio, buscándonos, tanto como esperándonos justo al otro lado de esa puerta.
—Alguien tiene que salir a ver— indicó Troveto.
Me giré hacia él, temiéndome que me lo estuviera pidiendo a mí. Yo no podía, no soportaba la idea de arriesgarme así, de encontrarme frente a frente con Érica. Sin embargo, él mismo me rodeó y sujetó el pomo de la puerta con una mano. Se detuvo un momento para tomar aire.
—Muy bien— dijo.
Troveto abrió la puerta. Al mismo tiempo, un estruendo a nuestras espaldas nos hizo voltearnos. De pronto ahí estaba ella, al fondo de la sala. Había roto la pared como si nada desde el lado contrario.
Érica se fijó en nosotros al instante. No sé por qué pensé que nos mostraría una sonrisa maniática, pero no fue así, solo nos miró como si fuéramos bichos raros que debía aplastar. No ayudaba que todo su cuerpo estuviera empapado en sangre.
—¡Mierda!— exclamó Troveto.
Cruzó la puerta. Érica se disparó hacia nosotros. Obviamente yo también eché a correr hacia afuera, pero entonces el muy maldito me cerró la puerta en la cara y me dejó sola con esa bestia. Érica rugió. Yo golpeé la puerta, desesperada.
—¡Troveto!— grité.
No me dio tiempo de decirle nada más. De repente sentí un impacto abrupto y me agaché, cubriéndome con los brazos. Por un instante no sentí dolor, y pensé que Érica se había equivocado, que había fallado su arremetida. Luego me atreví a abrir los ojos. Me di la vuelta, pero Érica ya no estaba en la sala de audiovisual. Noté que la iluminación había cambiado drásticamente y que había varios ladrillos alrededor. Miré de nuevo a la puerta, a su lado se había abierto un enorme hoyo, más que suficiente para que una persona pasara sin problemas.
Me asomé por ese hoyo. No podía creer que Érica no me había notado.
Pero luego escuché gritos de dolor, golpes, cuero desgarrándose, huesos cayendo y sangre salpicando. Me giré a la izquierda. No podía verlo bien desde ese ángulo, pues un pilar me cubría la vista, pero noté claramente que Érica había alcanzado a Troveto y que lo estaba haciendo trizas.
—Maldito traidor— pensé.
Más importante, Érica estaba distraída. Era mi oportunidad para escapar... ¿Pero a dónde? La entrada trasera había probado ser muy arriesgada; no había lugar donde esconderse mientras uno se dirigía allí, y Érica me podía alcanzar en un santiamén si intentaba correr. La otra salida estaba sellada por los escombros. Quizás podía tomar una mesa y escalar la reja. Pero acarrear una mesa hasta la reja era demasiado para mí y habría tomado mucho tiempo.
Luego me acordé de nuestra sala, con la ventana trasera mirando a la calle. La sala del IV°C se encontraba en el segundo piso, sobre la altura de la reja. Si podía llegar a esa ventana, podía intentar saltar hacia la vereda y pedir ayuda.
Eché a correr. Era mi última alternativa. Era arriesgara, pero no quedaba de otra, era la ventana o Érica.
Volví sobre mis pasos a través del pasillo, hacia el cruce donde ocurrió el asesinato de Solis. Un montón de cuerpos plagaba el piso. La sangre se había acumulado en pequeños ríos y descendía lentamente hacia las canaletas.
Miré hacia un lado, al campo de fútbol de pasto. Ahí también se veían algunos cadáveres. Torcidos, cortados, desgarrados, mutilados, aplastados.
El cielo estaba gris, el día estaba oscuro, mis posibilidades de sobrevivir negras. Estaba agotada, sudorosa, aterrada y salpicada de sangre. Quería que todo eso fuera una pesadilla, pero sabía muy bien que no iba a despertar.
Me abrí camino hacia las escaleras. Las subí a toda prisa, y cuando iba llegando al segundo piso, una explosión me sobresaltó de nuevo. Me tiré al piso por precaución, pero luego me di cuenta que el golpe no había sido cerca de mí. Me tomó un segundo darme cuenta que se había producido en la base de las escaleras. El ruido de escombros cayendo confirmó mis sospechas. Miré hacia atrás, no encontré a Érica, pero noté que las escaleras ya no estaban.
—Quiere atraparme arriba— comprendí.
No me gustaba la idea de que Érica me guiara, pero no podía hacer otra cosa. Continué corriendo por el pasillo. Abajo, en el patio de media, se podían ver más de los cuerpos que Érica había dejado en su destrucción. Se notaba claramente el lugar donde había tomado la decisión de matarnos a todos, pues tenía la pila de cadáveres más grande.
Antes de avanzar mucho por el pasillo, otro estruendo me sobresaltó. Un proyectil voló desde el primer piso en un ángulo muy agudo, chocó contra el cielo y cayó a mis manos. Entonces lo miré: era la cabeza de Rifal.
La solté mientras lanzaba un grito de terror. No podía creer que mis manos tenían su sangre, quería limpiármelas, pero no había toallas ni papel, tuve que conformarme con el uniforme. Avancé rápido para dejarla atrás, pero entonces otra cabeza apareció desde el primer piso y casi me dio un cabezazo. Reconocí a otra compañera.
—¡Para, por favor!— le grité.
Desde donde estaba, no alcanzaba a ver a Érica, me tapaba de baranda, y además no estaba segura de si quería verla. Pero sabía que estaba ahí, abajo, haciendo todo lo posible por atormentarme, y eso me hacía sentir una impotencia inconmensurable.
Eché a correr para evitar las cabezas, pero Érica continuó tirándomelas una a una. Gálica me hizo tropezar y caer, Pekos me dio en el estómago, Troveto me golpeó en la espalda. Un chico rompió una puerta, otra muchacha se reventó en la baranda y me salpicó con su sangre en la cara, creo que unas gotas me llegaron a la lengua, qué horrible.
Corrí y lloré desesperada mientras me llovían las cabezas decapitadas de mis compañeros y no podía hacer nada para evitarlo. El camino hasta la última sala no era tan largo, pero me pareció una eternidad.
Después de una docena de cabezas, me metí por la última puerta y cerré detrás de mí. Las cabezas se acabaron, ya podía sentirme segura por unos segundos.
Inmediatamente miré hacia el fondo de la sala. Ahí estaba, intacta: la ventana que llevaba a la calle. Sería un gran salto, quizás me rompería una pierna o me torcería un tobillo, pero era mi única esperanza. Desesperada, atravesé la sala, eludiendo mesas y mochilas, hasta la ventana. Entonces la abrí y...
—No.
Una mano me atrapó la cara y me lanzó hacia atrás. El impulso me hizo empujar varias mesas, mi cuerpo giró hacia atrás y terminé cayendo al suelo.
Desconcertada, me puse de pie. Frente a mí se encontraba ella, Érica, con su cuerpo rojo y su cara de bestia furiosa. Había saltado desde el primer piso hacia la ventana para sorprenderme.
No había nada más que pudiera hacer. Nunca tuve tanto miedo como en ese instante.
Comencé a negar con la cabeza, no paraba de llorar.
—Déjame... no me mates... por favor— le rogué.
Eso solo la hizo enojar más. Noté que apretaba la mandíbula y su nariz se arrugaba en una mueca de desprecio.
—Yo solo quería hacer amigos— reveló— quería una vida normal ¡Quería graduarme del colegio como todo el mundo!
Sus ojos comenzaron a lagrimear. Comencé a enfadarme ¿Cómo me venía con ese discurso, después de matar a más de doscientos alumnos? Abrí la boca para alegar, pero ella se acercó a mí en un parpadeo, me agarró la cara de nuevo y me arrastró hasta el final de la sala, contra la pizarra. Ahí me levantó y me sujetó bien, con sus manos en mi cara. Intenté apoyarme, alejarme, intenté pegarle en los brazos para que me dejara ir, darle patadas en las costillas, pero nada le afectaba.
Comenzaba a prever lo que venía a continuación.
—¡Espera!— le rogué, mientras negaba con la cabeza— ¡Déjame vivir, por favor!
Pero ella me azotó contra la pizarra con tanta fuerza que me sacó el aire de los pulmones y los cerró por un buen rato. Sus dedos no se movían de mi cara, y comenzaban a apretar. Su cara reflejaba una tormenta de ira, años y años de frustración apilados, una bestia que continuaría aniquilando todo a su paso hasta que ya no quedara nada del mundo.
Comencé a patalear. La presión en mi cráneo se volvía insoportable. A pesar de mi llanto, de mis gritos sin aire y mis patadas, los dedos de Érica seguían apretando como una compresa automática. Le rogué que se detuviera. Le pedí que me perdonara. Le dije que podíamos ser amigas, que olvidaría todo si me dejaba vivir.
No, por favor. Érica, no.
Me duele.
No me hagas esto. Es horrible. No lo puedo soportar.
Mi mandíbula se rompió. Mi cráneo cruje. El ojo que me queda va a explotar.
El dolor es insoportable.
Quiero gritar.
Déjame.
Déjame, por favor.
Érica...
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