16.- Lo Siento, Papá (1/2)
Después de entregarle mi mensaje a Érica, transcurrió una semana. Cada día realizamos otro asalto. Aunque se nos acabaran las ideas, aunque nos pillaran y nos dejaran en condicional por mala conducta, no pensábamos rendirnos. Estábamos todos determinados a echarla fuera como fuera.
Érica se veía cada día peor. Se notaba cansada, evitaba a la gente al pasarla en los pasillos y durante las clases miraba constantemente sobre el hombro. Se lo tenía bien merecido, pero no era suficiente, no lo sería hasta que se largara.
Dos semanas después de nuestra plática en el baño, ocurrió algo que no me esperaba. Estábamos todos en el patio, en un recreo cualquiera. Estábamos preparando nuestro asalto de ese día, cuando notamos a Érica caminando hacia su puesto en los árboles. Por el otro lado, caminando hacia su dirección general, se encontraba un grupo de chicos conversando y riendo. Tras mirarlos un rato, me di cuenta que se trataba de Rifal y sus muchachos. Me pareció que no la habían visto, y estuve a punto de gritarles que tuvieran cuidado y no se acercaran mucho a esa homicida, pero entonces me fijé en que Rifal miraba fijamente a Érica. El chico caminaba con el pecho inflado y los brazos fijos a cada lado. Me di cuenta que no era un accidente, esos muchachos iban a su encuentro.
Se me erizó la piel. Intenté bajar para controlar la situación rápidamente, pero fue inútil, Érica y los chicos chocaron antes que pudiera acercarme. Entonces me detuve y miré, alerta. Todos alrededor dejaron de hacer lo que estaban haciendo para fijarse también. Si saltaba una chispa, estallaría un conflicto horrible.
Tras chocar, Érica cayó de poto. Los muchachos se quedaron parados, mirándola.
—Fíjate, imbécil— le dijo Rifal.
Érica no dijo nada, ni siquiera lo miró hacia arriba, solo se quedó sentada donde estaba. Finalmente los muchachos la rodearon y continuaron con su camino.
Yo me quedé estupefacta, y también el resto de la media. Los amigos de Rifal le dieron palmaditas en la espalda, felicitándolo en silencio. Érica, detrás de ellos, se puso de pie y se marchó.
Recordé sus palabras "juro que no lastimaré a nadie". Era difícil de creer, pero estaba cumpliendo su promesa.
Miré alrededor. Nadie se lo creía, ese chico había botado a Érica al piso y había salido ileso. Tirarse a una jaula llena de leones hambrientos habría sido menos riesgoso, pero Rifal seguía con nosotros, en el mundo de los vivos.
—Ese Rifal está loco— comentó Gálica, a mi lado— ¿Será porque Érica mató a su polola?
No me interesaba comparar la pena de las personas, ni siquiera me importaba que Rifal se sintiera triste. Pero me aseguré de dejar una nota mental sobre lo arrojado que era ese sujeto.
Independiente de su historia personal, había probado algo increíble: Érica ya no se defendería. Me aseguré de indicárselo a los demás ese mismo día. Para ese entonces, nuestro equipo de asalto consistía en los tres cuartos medios completos, además de varios de los terceros y algunos de segundo y primero. Todos estaban asustados, todos contaban con que nos libráramos de nuestro pequeño demonio.
—Érica ya no se defenderá— indiqué— o al menos eso prometió. Aun así, procedan con precaución. No le peguen directamente, recuerden que puede explotar en cualquier momento.
No sé cuántos me escucharon, no parecían muy dispuestos a hacerlo. Realizar asaltos a través de bromas pesadas y elaboradas era cansador y requería planificación, jerarquía y logística. Ir a pegarle era simple, rápido y fácil, sobre todo si ella no iba a pegar de vuelta. La gente estaba eufórica, ansiosa, como si quisieran pararse de la reunión e ir a apalearla en ese mismo momento. No les faltaban razones.
--------------------------------------
Al día siguiente, martes, vi a Érica ser empujada, pasada a llevar por hombros y tropezar por zancadillas sorpresa. Pero no hizo nada para defenderse, ni siquiera miró a la gente que lo hacía, simplemente siguió con su camino cada vez que ocurría. Y eso fue apenas lo que yo vi.
El miércoles advertí que alguien le escupía. Otro chico le tiró una pelota a propósito. Una chica le arrojó agua de una botella, y luego la misma botella. Érica no hizo nada. Me pregunté por cuánto rato más aguantaría.
Ese mismo día la escuché llorar en su escritorio, en clase, luego de que un chico la asustara explotando un globo detrás de su cabeza.
—Solo ándate, estúpida— pensé.
Estaba irritada por su comportamiento, estaba irritada que simplemente se quedara y lo hiciera todo más difícil.
El jueves los golpes se volvieron un poco más serios. Un chico agarró un palo y le dio con fuerza en la espalda. Érica se cayó al piso, pero no hizo nada. Otro chico le tiró todo un balde de aceite y luego prendió un encendedor cerca de ella. Érica huyó, temerosa, mientras el chico la persiguió por medio campo de fútbol.
Comencé a temer que alguien la matara y fuese procesado por la policía, o peor, que me culparan a mí y yo terminara en prisión.
--------------------------------------
Finalmente llegó el viernes. Al comenzar ese día, me pregunté si alguien la mataría de verdad. No sabía si era posible, Érica ya había sobrevivido a ser atropellada por un camión, además que el disparo que le dio Solis había sanado de un día para otro. A esas alturas, no me importaba. Que se muriera, que se fuera, me daba lo mismo con tal de no verla más.
Cuando llegué al colegio, me fijé que la mañana estaba gris, el cielo lleno de nubes. No había lluvia pronosticada para ese día, pero iba a hacer frío.
Durante las clases comencé a pensar que no pasaría nada, que ese sería un día como cualquier otro; clases, recreos, colaciones, pláticas, un asalto a Érica, sus lloriqueos silenciosos en su puesto, más clases, fin del día. Ya me había acostumbrado a esa rutina. Pero durante el primer recreo se me acercó Rifal, el pololo viudo de Solis, con una mirada macabra.
—Oye, Raquel, tengo esta idea para hoy— me indicó, y me mostró un alicate.
Me explicó su idea en un rincón donde los profesores no podrían oírnos. Yo ya tenía un asalto planeado para ese día, pero su idea me gustó, era bastante atrevida, y mejor, yo no tendría que levantar un dedo. Podría disfrutar en primera fila cómo Érica sufría y lloraba.
—Muy bien, puedes intentarlo— le concedí.
Rifal preparó a sus amigotes, y al segundo recreo nos dirigimos al rincón bajo los árboles, donde Érica leía. Tarde reparé en que ese bien era el asalto más brutal que habríamos efectuado contra ella. Ya no se trataba de pájaros muertos o dejarla sin ropa, pero no había marcha atrás. Además, quería verla, quería que gritara y sangrara, por los gritos de dolor que Ocko no pudo dar.
En un abrir y cerrar de ojos la rodeamos. Ella de inmediato cerró el libro y se levantó, pero los chicos se lanzaron sobre ella y la sujetaron antes que pudiera pararse del todo. La tomaron por los brazos y las piernas.
—¡Oigan! ¡¿Qué están haciendo?!— exclamó.
Miré hacia un lado, al patio. Noté que la mayoría de nuestros compañeros nos había visto y echaban vistazos curiosos. Luego me volví hacia Rifal, él había sacado su alicate del bolsillo y lo alzó para que Érica lo viera. Ella no podía librarse de los chicos que la sujetaban sin lanzarlos por los aires. Bajo sus propias reglas, estaba atrapada.
—Esto es por mi polola— afirmó Rifal.
Acercó el alicate a la boca de Érica, pero ella la mantuvo cerrada. Le abrieron los labios, pero no consiguieron forzar su mandíbula. Entonces uno le sujetó la nariz para cortarle la respiración. Érica intentó respirar por los dientes, pero los dedos de los chicos que intentaban abrir su boca le tapaban las comisuras y le impedían inhalar. Al final no tuvo de otra que abrir para tomar una bocanada de aire, momento en que Rifal le introdujo el alicate.
—¡Hoooo!— exclamó ella.
—¡No te muevas!— le gritó Rifal— ¡Solo será una muela! ¡No es nada comparado a lo que le hiciste a Solis!
No se veía mucho, porque los brazos de Rifal tapaban la boca de Érica. Ella se retorcía, pero no podía escapar. De pronto Rifal apretó el alicate. Érica comenzó a llorar.
—¡La tengo!— exclamó Rifal.
Pero justo en ese momento, un brazo lo sujetó por la muñeca y se la comprimió. El alicate se soltó y se cayó, mientras que Rifal comenzaba a gritar. Érica se llevó una mano a la mejilla. Me di cuenta muy tarde que se había zafado a la fuerza en el último momento.
—¡Lo atacaste!— exclamé.
Rifal gritaba de dolor con tanta fuerza que creo que se oyó por la mitad del colegio. Noté que los demás alrededor comenzaban a acercarse.
—¡¿Por qué tienen que hacer eso?! ¡Yo solo quiero terminar el curso!— protestó Érica, aún con la mano en la mejilla.
—¡¿Qué le hiciste a Rifal?!— exclamó uno de los chicos.
Miré al pololo viudo. Su muñeca estaba destrozada, arrugada como si fuera de aluminio. Se le asomaba un pedazo de cúbito desde un hueco, uno de los huesos del brazo. La sangre chorreaba y manchaba la tierra, y Rifal gritaba como un bebé recién nacido. Verlo así, deformado, me llevó por momentos de vuelta a cuando sostuve a Ocko en mis brazos con el cuello torcido y me paralizó.
Noté que uno de los chicos agarró a Érica del cuello antes que esta pudiera escapar, la sostuvo contra el tronco del árbol para golpearla en la cara. Luego le dio otro golpe, y otro. No parecía que quisiera detenerse por un buen rato. Érica comenzó a bloquear sus arremetidas con las palmas. La escuché intentando explicarse, pero no procesé sus palabras, estaba fija en la muñeca de Rifal.
El resto de los chicos atendía al herido, pero pronto se fueron uniendo a su compañero para pegarle a Érica en venganza. Noté que, mientras Rifal gritaba, nuestros compañeros en el patio comenzaban a acercarse. En unos segundos aparecieron diez, y luego veinte, y de repente todo el bosque estaba lleno de chicos y chicas de media, todos listos para pegarle a Érica.
Ella intentó abrirse paso entre los golpes. La gente se le tiró encima y le sujetó las piernas para que no se marchara, pero ella consiguió arrastrarlos de todas maneras. Intentaba huir. A pesar de que todos la atacaban, no quería hacer más daño.
Entonces miré a Rifal, con su muñeca aplastada. Su mano apenas colgaba de unas venas y un pedazo de piel. Me di cuenta que Érica podía ser muy paciente, pero como todas las personas, tenía un límite. Luego me fijé en la multitud intentando molerla a golpes, y de repente se me ocurrió que quizás presionarla tanto no era tan buena idea.
Me apresuré hacia el tumulto. Intenté hablarles y separarlos a la fuerza, pero nadie me escuchaba, y mis brazos flacos no conseguían separar un cuerpo de otro. Casi un cuarto del colegio estaba ahí, cerca de 250 personas, todas gritando furiosas, enfocadas en Érica, no en mí. No podía hacer nada.
De pronto Érica se detuvo. La gente le pegaba patadas y puñetaroz, azotaban su cabeza, aplastaban su abdomen, saltaban sobre ella. Estaban furiosos, hartos de tenerle miedo, pero por su propio bien tenía que detenerlos. Tomé vuelo y me lancé hacia la multitud. Me abrí paso a empujones hacia el centro. Si me paraba frente a Érica, todos me verían. Aún había una oportunidad.
Fue un trabajo duro, pero poco a poco fui abriéndome paso. Empujón tras empujón, paso a paso. De esa manera conseguí llegar al centro, donde varios chicos y chicas aplastaban a Érica dándole patadas por todo el cuerpo. Ella se cubría con brazos y piernas, y sangraba.
—¡Esperen!— exclamé, pero nadie me escuchó.
Me fijé en ella: su cara estaba roja por la presión. Lloraba a mares. Por un momento me pareció que nos dejaría ir tranquilos, que solo necesitaba huir y todo estaría bien por el día. Quizás hasta se hartaría de nosotros y finalmente se iría del colegio para siempre. Sin embargo, de repente su cara cambió. De la angustia y los sollozos, frunció el ceño, apretó los dientes y abrió bien los ojos, buscando a sus enemigos. Finalmente dejó escapar un grito de ira.
Érica era una bomba, y en ese momento estalló.
Agarró a un chico de la pierna, lo arrastró hacia abajo y luego lo tiró con ambas manos. El cuerpo del chico salió disparado a tanta velocidad que nos golpeó a los que estábamos frente a ella y nos mandó hacia atrás. Yo aterricé en primera fila, por lo que pude ver todo lo que ella hizo a continuación.
Sin detenerse, se puso de pie de un salto. Le arrancó la garganta a un chico. Le enterró la mano a una chica en el abdomen. Le quitó la cabeza a un muchacho de una patada. Todo en parpadeos. Saltó sobre sus víctimas, agarró el cuello de uno y la aplastó contra el suelo. Asió a una tipa por la rodilla y la usó como maza para batear a un chico, que voló por los aires varios metros antes de caer a su muerte.
No pude ver más. Érica tenía intención de matarnos a todos. Tenía que escapar, ponerme a salvo. Me di cuenta de lo tonta que había sido. Había arriesgado mucho, y en ese momento me tocaba pagar.
Eché a correr, entre la multitud aterrada. Escuché un grito fuerte detrás de mí, pero no me atreví a mirar. Aun así no lo necesité, puesto que el cuerpo de mi compañero salió volando por los aires, sobre nuestras cabezas, y cayó a pocos metros frente a mí. Tuve que mirarlo para evitar tropezarme con él, y al hacerlo advertí que su cuerpo estaba completamente retorcido y algunos huesos se le asomaban grotescamente de la piel. Quise vomitar, pero el miedo y la adrenalina me lo impidieron.
Nos dirigimos a las escaleras a toda prisa. Quería correr a más no poder, pero la gente frente a mí me bloqueaba el camino. Mientras tanto, Érica saltaba de uno en otro, se disparaba y rebotaba en las paredes. Era como una pelota de pinball, como si tuviera un pase que la eximiera de las leyes de la física. Se movía tan rápido que resultaba difícil seguirla con la mirada, pegaba tan fuerte que un solo golpe mandaba a volar a varios chicos a la vez, tan potente que rompía el concreto y doblaba las barras de fierro de las barandas. Sangre y huesos volaban por doquier.
Subí las escaleras lo más rápido que pude. En eso Érica mandó a volar a un chico por detrás de mí y nos impulsó a todos hacia adelante. Caí de bruces, bajo un par de chicas más. Me paré apurada. Mientras lo hacía, Érica agarró a un chico del brazo, se lo arrancó y luego usó el mismo brazo para batearlo y mandarlo a volar. Sin detenerse, le dobló la espalda a una muchacha como si fuera un libro. Luego saltó sobre otra para matarla de un rodillazo en la cara. Un chico al lado se cayó de la impresión, Érica lo tomó por ambas piernas y lo abrió hasta el cuello.
El pasillo tenía unos veinte metros de ancho, pero no se sentía lo suficiente para alejarse de ella. Aun así tuve que rodearla para dirigirme a la salida, como el resto de los que quedaban vivos. Pero Érica no paraba ni para respirar, solo mataba gente sobre la marcha. Saltaba, corría y se impulsaba a nuestro alrededor, sin dejarnos escapar. Era una pesadilla interminable.
Entonces, algo que no me esperaba ocurrió: desde detrás de mí echó a correr una figura grandota, blandiendo algo voluminoso en sus manos. Pero no intentaba huir como los demás, sino que se dirigía directamente hacia Érica. Me tomó un segundo darme cuenta que se trataba de Pekos, y otro para darme cuenta que lo que llevaba en la mano se trataba de una mesa.
—¡Pekos, espera!— exclamé.
Pero no me escuchó. En vez de eso, alcanzó a Érica justo después de que esta le partiera el torso en dos a una chica, desde la clavícula a las caderas. Pekos no tenía oportunidad contra Érica, pero ella no lo estaba mirando ni parecía que lo había notado. Entonces Pekos bateó con todas sus fuerzas, y le dio un fuerte golpe a Érica, tanto que la botó al suelo y la impulsó un par de metros por el piso.
Pekos se paró entre el cadáver más reciente y Érica, listo para darle con otro golpe. Sin embargo, había roto la mesa con eso. Érica, por su parte, se notó confundida. Me fijé en que algunos de nuestros compañeros se habían detenido y contemplaban el acto heroico de Pekos. Creo que pensaron en unírsele.
Mas Érica volvió a ponerse de pie como si nada, miró a Pekos, levantó las manos, tomó impulso y le mandó el golpe más potente que le había visto dar. Vi el cuerpo de Pekos deformándose por la magnitud del golpe, primero fue su espalda, luego su cabeza y extremidades. El impacto en sí causó un estruendo que me hizo daño en los oídos. Pekos voló a toda velocidad, se estrelló contra un pilar, lo atravesó y siguió volando por el patio de pasto. Por la mitad cayó al piso y comenzó a rodar incontrolablemente hasta deshacerse en dos pedazos, y luego en cinco, y más, hasta que sus restos fueron regados en un amplio radio sobre el pasto.
—¡AAAAAAAAAAAAAAAAaaaaaaaaaaaaaaaahhh!— volvió a gritar Érica, furiosa.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top