13.- El Mundo Incómodo (1/2)
Desperté en la cama de la clínica. Era grande, tenía como seis almohadas, pero no era cómoda.
El mundo entero ya no era cómodo. Constantemente sentía la necesidad de quitarme el parche sobre mi ojo para ver, pero no serviría de nada, porque ya no tenía ojo.
Mi mamá estaba a un lado, durmiendo en un sillón. Recordaba sus gritos desesperados del día anterior. Recordaba los cientos de brazos tomándome, moviéndome, sujetándome la cara para que no se me escapara más sangre de la que podía perder. Recordaba las decenas de voces, unas sobre otras, dando órdenes, lanzando preguntas nerviosas.
Pero en ese momento no se escuchaba nada salvo la respiración de mi mamá, no se movía nada además de mis piernas en la cama.
Por un instante se me olvidó qué me había llevado ahí. Por un instante fui feliz, sumida en mi miseria. Por un instante pensé que lo peor que me había pasado era perder un ojo. Luego lo recordé a él.
Tenía la sensación de que en cualquier momento pasaría por la puerta y me soltaría una broma, quizás comenzara a hablarme como pirata o a cantar la canción de la bomba. Esa proyección me hizo reír, pero ya estaba llorando, y anhelar verlo solo lo hacía peor.
Me miré las manos. Recordé el momento en que lo sostuve con esas manos, su cuello torcido, su herida incurable. No se sentía real, no quería que lo fuera. Había algo mal en todo eso. Tenía la sensación de que aún podía hacer algo para verlo de nuevo, como si solo se estuviera escondiendo. Sabía que nunca más podría hablar con él, pero no me podía quitar esa idea.
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Los médicos me dijeron que había perdido el ojo por completo, pero que había tenido suerte de salvarme. Unos centímetros más, y el pedazo de vidrio habría hecho trizas mi cabeza.
Fui visitada por casi todos los familiares que conocía, incluso algunas tías de las que no me acordaba, pero que parecían muy amigas con mi mamá. Me gustó verlas, pero me habría gustado más que no hubiesen aparecido. No quería ver a nadie, no quería tener que pensar en qué cosas hablar ni contestar las mismas preguntas una y otra vez a todos los que aparecían. Era irritante, y en una semana ya se habrían olvidado del tema.
También me visitaron mis compañeros, varios de ellos, más de los que esperaba. Ellos fueron más breves que mis familiares, aparecieron en grupos grandes y no se quedaban más que unos minutos. Todos hablaban bajito y me dedicaban sonrisas esperanzadoras, pero en el fondo los noté tristes, y no necesité preguntar por qué. Nadie necesitaba decirlo, era obvio. El curso había perdido su corazón. No nos quedaba más que flotar a la deriva y esperar a disolvernos. Estábamos débiles, cansados, abatidos.
También me visitaron los mejores amigos de Ocko. Tenía muchos amigos en el curso, en el nivel, en todo el colegio, casi todos lo conocían. Era odioso incluso en muerte, pero fue reconfortante saber que había más gente pasando por algo similar. No era la única.
Gálica rompió a llorar apenas me vio. Pekos miró al suelo casi todo el momento, incapaz siquiera de terminar frases. Troveto podía hablar, pero parecía como hipnotizado. Me miraba a los ojos, pero se perdía en las paredes, los cojines, el cielo, lo que fuera. Continuaba hablando, pero no parecía que estaba ahí.
No hablamos mucho. Era raro, quería verlos, quería estar con ellos, pero al mismo tiempo no soportaba la idea de enfrentarlos. Creo que se debía a que nuestra conversación derivaría a Ocko inmediatamente, o al menos lo hacía en nuestras cabezas. Nos quedábamos en silencio largo rato para evitar mencionarlo, sin conseguir hablar entre nosotros.
Quizás simplemente no era un buen momento para conversar. Pero les agradecí que fueran.
Al final apareció la única persona que no quería ver.
Eran cerca de las cinco de la tarde. Yo leía un libro que mi mamá me había llevado. Ya lo había leído hacía dos años y recordaba casi todos los acontecimientos, pero al no tener nada mejor que hacer, lo leí de todas maneras. Era raro leer con un solo ojo. Constantemente intentaba enfocar las letras, solo para recordar que ya no podía.
Entonces llegó ella. Tocó la puerta como todos los demás, la invitamos a pasar, y entró asomándose nerviosa. Al verla, estallé.
Entró con cara de pena. Iba acompañada de un hombre, no lo miré bien, pero creo que era su papá. No me importaba.
—Ándate— le ordené a Érica, antes de que mi mamá pudiera terminar de saludar.
Todos se giraron hacia mí con cara de duda. Claro que no se esperaban ser rechazados de inmediato, pero no iba a tolerar su presencia tan fácil, no tan pronto.
—¿Qué?— preguntó ella, como si no hubiera oído.
—¡Ándate!— exclamé.
Salté de la cama. Me tiraron los cables de las bolsas de suero, pero me los arranqué de un tirón y me lancé contra ella. Nunca había estado tan enojada con alguien, nunca. Sabía que podía matarme, sabía sobre sus principios del ojo por ojo, pero no iba a quedarme sentada. Le lancé una cachetada a la cara. Ella cerró los ojos, pero no se quitó. Creo que lo hizo a propósito. Continué pegándole.
—¡Ándate, malnacida! ¡Bruta maldita! ¡Homicida!— le grité.
Mi voz se quebró, comencé a llorar al instante. Érica ni siquiera se defendió, solo retrocedió un paso con cada golpe que le daba. Continué gritándole insultos y lanzándole golpes. Esperaba que el hombre que la acompañaba nos detuviera, pero solo se quedó mirando. Mi mamá me dijo que parara, luego rodeó la cama para sujetarme, pero para ese momento Érica no aguantó más y se fue corriendo por la puerta.
Mi mamá me sujetó y me retó. Luego le pidió disculpas al señor.
A pesar de las lágrimas que nublaban mi vista, lo miré, extrañada. Por un instante pensé que se había paralizado por la sorpresa, pero al mirarlo me di cuenta que estaba totalmente relajado, incluso sonreía con calma.
—Por favor, perdónela— decía mi mamá con voz temblorosa— está traumada por su herida. Ha sufrido mucho últimamente.
—Descuide— dijo el hombre.
Entonces me miró. A pesar de lo que le había hecho a su hija, no se veía enojado. Es más, parecía satisfecho por alguna razón, pero yo no tenía idea de por qué.
—Tú eres Raquel, la bailarina ¿Verdad? Érica me ha contado mucho de ti— comentó, y su sonrisa se volvió amplia— se nota que te quiere.
—¿Qué? ¿De qué habla?— alegué.
—Bueno, sigues aquí— indicó él— creo que ambos sabemos de qué estoy hablando. Pero no será así por siempre. Hasta fin de año, intenta cuidarte un poco más ¿Sí?
Hizo una pausa. Creo que esperaba que contestara de alguna manera, pero no conseguí decir nada. Estaba paralizada por lo que acababa de decir. "sigues aquí", "Érica no te mató", como si no matarse fuera un signo de cariño.
Tan atónita estaba que no me di cuenta cuando me tomó una mano. De repente lo pillé examinando mi brazo. Yo también me lo miré; advertí sangre corriendo de una uña. Una herida pequeña que debió producirse al golpear a Érica. No me dolía mucho, seguramente por la adrenalina que sentía en ese momento. Intenté tirar mi mano, pero el señor no me soltó.
—¿Qué hace?— alegué.
Tiré con más fuerza, pero él ni se inmutó, no dejaba ir mi mano por mucho que tirara. En un gesto lento me cubrió los dedos, como si fuéramos muy amigos.
—¡Oiga!— exclamé.
Intenté agarrarle las manos con la que me quedaba libre y tiré, pero ni con eso conseguí moverlo ni un centímetro. Era como si estuviese hecho de roca. Sé que solo era una niña debilitada contra un hombre grande, pero de todas formas, usando todo mi peso debí haber movido sus dedos al menos un poco.
—Eres muy impetuosa— comentó él, con un tono suave— no te haría mal aprender a ser más paciente, como Érica.
Tras decir esto, me soltó. Recogí mi mano, enfadada. Estaba a punto de decirle que iba a llamar a seguridad, cuando me examiné la mano, y noté algo raro: ya no había sangre.
Me miré todos los dedos. No recordaba del todo en cuál me había hecho la herida, aunque sospechaba que había sido el centro de la izquierda. Sin embargo, estaba como nuevo. Todos mis dedos lo estaban.
—¿Qué...— alegué.
Levanté la mirada otra vez, quería explicaciones, pero él ya había recogido su abrigo y se dirigía a la puerta.
—¡Espere!— le pedí.
Él se giró hacia mí. Por alguna razón, su sonrisa calmada me irritaba. Creo que era porque lo hacía parecer que tenía las respuestas del universo escondidas. Me irrita la gente que se cree superior a los demás.
—¿Qué fue eso? Yo tenía una herida— alegué.
—¿Estás segura?— contestó él.
Le mostré mi mano.
—¡¿Qué acaba de hacer?!
Él suspiró, decepcionado.
—La vida es más entretenida si dejas algunas cosas como misterios sin resolver ¿Sabías?
—¡Dígame!— demandé.
Él se rascó el cuello con parsimonia.
—Magia— contestó— ¿Qué más podría ser?
Apreté los labios, frustrada. Comprendí que no me iba a responder eso. Pero no era la última pregunta que tenía para él.
—¿De dónde sacó Érica su fuerza?— salté.
—¿Mmm? Viene en sus genes.
—Pero entonces... ¡Entonces usted tiene el mismo problema que ella! ¿No?
—¿Problema?
—Que le hace daño a la gente ¿O no le pasa lo mismo?
Entonces el señor Sanz sonrió de oreja a oreja.
—Sí, todo el tiempo. La diferencia es que a ella le importa.
Su respuesta me dejó tan descolocada que no me di cuenta cuando se fue y cerró la puerta tras de sí. Al darme la vuelta, me encontré con mi mamá, quien me miraba curiosa.
—¿Cómo es eso de hacerle daño a la gente?— inquirió ella.
Me llevé una mano a la cabeza, estresada. No quería creer que el papá de Érica había dicho la verdad, pero su expresión de petulancia, su manera de contestar, todo en él me indicaba que lo que decía era exactamente la verdad.
Así que la fuerza de Érica venía de genes. Eso se oía fantástico, pero supongo que su fuerza ya era algo sobrenatural, de todas maneras. Peor, su papá no parecía tener intensiones de frenarla.
También me di cuenta de cómo Érica sanaba sus heridas de la noche a la mañana. Recordé cuando nos contó sobre una herida que se hizo en un campamento. Los campamentos se hacen entre varios niños, lejos de sus padres. Era su papá. Fuera como fuera, él lo hacía.
Fuerza incomparable y "magia" médica más avanzada que cualquier procedimiento contemporáneo. Érica los tenía ambos. Comprendí que para proteger a mi colegio, a mis compañeros y a mí misma, tendría que tomar la iniciativa.
Por supuesto, mis padres ya sabían que una chica había sido la culpable de matar a Solis y a Ocko, mi mamá se sorprendió de que fuese la "dulce muchachita" a la que yo le había pegado, pero luego de saberlo, me elogió y me dijo que había sido muy valiente. Gracias, mamá.
Ambos concordaron en que debía cambiarme de colegio, pero no se los acepté. No quería huir, no de la asesina de Ocko. De alguna manera encontraría justicia, la haría huir a ella, la obligaría a enfrentar sus crímenes.
Érica podía ser fuerte, pero solo era una mujer.
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Al día siguiente fue el funeral de Ocko. El día estaba frío, gris, seco y lleno de hojas caídas.
Su familia lloraba desconsoladamente. Su mamá ni siquiera podía hablar, su papá consiguió decir unas palabras, pero lloró también todo el rato. Supongo que era normal.
Me pidieron pararme a hablar si me sentía como para hacerlo, les dije que sí, me dirigí al estrado.
Había mucha gente en el funeral, más de las que me esperaba. Ocko era un chico sociable, tenía amigos por todos lados, pero siempre pensé que esos amigos serían superficiales o falsos, o que no se preocuparían por él. Pero ahí estaban: chicos del equipo de fútbol, de básquetbol, de voleibol, del taller de teatro, casi todos nuestros compañeros de los cuartos medios, y de los terceros medios, y varios de los segundos y primeros. Incluso gente que no conocía para nada, y yo pensé que era cercana a Ocko.
—Ocko y yo nos conocimos en tercero básico— comencé mi discurso— siempre fue un chico desordenado. Nos odiamos por meses, pero cierto día que se me olvidó la colación, él me dio de la suya. Le pregunté por qué ayudaba a alguien que no le caía bien, dijo que era obvio ayudar a un compañero, aunque no se llevara bien conmigo. Me dio tanta vergüenza depender de ese chico desordenado y molestoso, que nunca más se me olvidó llevar mi colación. Dejamos de odiarnos y comenzamos a cooperar. Yo lo ayudaba en las tareas, él me llevaba a jugar con los demás.
Hice una pausa para tomar aire. Al recordarlo de esa manera, mi garganta comenzaba a apretarse.
—No diré que fui su mejor amiga, o la más cercana a él, o menos alguien a quien él admirara. Sí puedo decir que él y yo éramos enteramente incompatibles, y lo seguimos siendo a través de todas nuestras vidas...— tuve que reprimir un sollozo— pero él encontró la manera de ser mi amigo de todas formas. Él tenía ese poder. Estoy segura que más de alguno aquí nunca habría pensado acercársele, pero él fue y les habló, y de repente eran amigos del revoltoso de Ocko.
Escuché una risa general. Claro que era el caso, había visto lo mismo tantas veces.
Me fijé en los amigos de Ocko; los tres llorando a mares. Troveto incluso se había quitado el gorro, todo un evento.
Mi mirada divagó un segundo por la multitud. Había mucha gente, mucha, mucha gente. De repente me detuve en una cabecita rubia que me miraba a lo lejos, oculta bajo la sombra de un árbol.
Érica no estaba a una distancia que pudiera escuchar lo que yo decía, incluso con los parlantes amplificando mi voz. Quise gritarle ahí mismo, quise señalarle con el dedo y decirle a todos que la hicieran sentir mal por lo que había hecho, pero no me sentí capaz de manchar el funeral de Ocko con un enfrentamiento.
No, tendría que esperar.
—Siempre te recordaremos, chico revoltoso— dije para terminar.
La familia de Ocko me felicitó y me dio palmaditas apenas me bajé del estrado. Lloraban y me agradecían. Se veían contentos. Su mamá me abrazó.
—Tú eras su mejor amiga, que no te quepa duda— me dijo entre sollozos.
Admito que me sorprendió. Ocko tenía tantos amigos que se sintió como ganar la lotería. Tampoco nos veíamos tan a menudo como él con otra gente, como con "sus chicos", pero de alguna manera, me pareció que tenía razón. Ocko había confiado en mí, habíamos crecido juntos, me apreciaba a pesar de todo, y yo lo quería devuelta. Era un buen chico.
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