1.- La Chica que Muere en el Primer día de Clases ¿O es Mentira? (2/2)
Después de clases no tenía planes. Pensaba ir a mi casa a aburrirme, solo, cuando de repente me fijé en Érica. Ella parecía apurada, pero junto a ella iban caminando un montón de otros estudiantes y formaban un pelotón llegando a la salida del colegio, por lo que no podía avanzar muy rápido. Aprovechando, me acerqué y le metí conversa.
—Oye, Érica ¿Quieres ir a pasar el rato?— le pregunté.
Ella me miró, sorprendida. También miró al resto de las personas caminando en su dirección, todos esperando salir. A mí nunca me molestaron las multitudes, pero ella se veía como si estuviera rodeada de ratas o arañas, buscando desesperadamente una manera de salir de ese lío.
Sin ánimos de mantenerla en esas condiciones, la tomé de la mano y eché a caminar hacia la salida. A diferencia de ella, yo tenía la confianza para apartar a la gente, así nos abrí paso rápido y llegamos en un santiamén a la vereda junto a la entrada. Ahí también había mucha gente, pero la multitud se dispersaba en varias direcciones, liberando espacio para pararse y hablar con tranquilidad.
Érica pareció aliviada. Me pregunté si tenía lo mismo que Raquel.
—Ahora sí ¿Quieres ir a hacer algo, por ahí?— le pregunté.
Ella me miró confundida.
—¿De qué hablas? ¿Qué quieres hacer?
Me encogí de hombros, extrañado porque preguntara por algo tan específico.
—Echar la talla, ya sabes. Conversar y todo eso, quizás podamos ir a comer a algún lado, o a la plaza, lo que se dé.
Ella miró en todas direcciones, aún medio confundida.
—¿Te refieres a nosotros dos? ¿Solos?
Ya sabía que ninguno de mis amigos podía ir; Pekos estaba en el gimnasio, Troveto con su grupito de patinadores, Gálica tenía un pequeño concierto en el centro cultural de la comuna, y Raquel... Raquel a veces simplemente no quería, aunque Érica parecía haberle caído bien, pero de todas formas debía estar en clase de danza. Miré a la entrada, pero no había otros chicos de nuestro curso en ese momento...
Está bien, mentí, había unos cuantos chicos y chicas, incluso me despedí de algunos con la cabeza, solo que no me dieron ganas de invitarlos. Diría que fue por consideración a Érica para que no se sintiera a parte de la conversación, pero no es toda la verdad. En parte también quería estar a solas con ella.
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Terminamos yendo a la plaza, nos compramos unos helados, nos sentamos en un banquito y comenzamos a hablar. No es por nada, pero me enorgullezco de ser buen conversador. Contar algo de forma interesante, preocuparme de que todos tengan un momento para hablar, poner atención, cosas así.
Érica me contó algunas cosas sobre su vida, como que vivía sola con su papá, que le gustaba el anime y los videojuegos, y que no solía tener muchos amigos.
—Sí, me di cuenta de eso— admití.
Ella no se sorprendió mucho.
—¿Es muy obvio?— me preguntó.
—Bastante, pero no es nada malo. Eres muy introvertida, como Raquel.
—¿Ella también es introvertida?
—Sí, mucho. Creo que ustedes dos serán buenas amigas.
Érica apretó los labios, no muy segura de lo que yo decía. Vale, estaba algo desconfiada, pero yo estaba bastante seguro. Sin embargo, ese era un tema entre las dos. Me encogí de hombros y levanté las manos para librarme del tema.
—¿Y qué te gusta hacer a ti?— me preguntó ella.
—Lo típico— le dije— salir con amigos, ir a carretear, jugar fútbol.
—¿Eh? Así que eres un maldito chico normal.
Admito que me sorprendí al principio.
—¿Eso es malo?
—¡No, no, para nada!— se apresuró a explicar— lo siento, sonó peor de lo que pensé. Es que...— se llevó una mano al cuello, luchando consigo misma para sacar las palabras que quería— siento que mi falta de amigos me ha afectado, en cierto sentido. No es difícil hacerlos, pero nunca consigo mantenerlos por mucho tiempo. En cambio tú pareces tan integrado... no sé, es como hablar con un extraterrestre.
Me llevé una mano a la cabeza, algo confundido con lo que ella decía.
—¿Pero quieres integrarte?— le pregunté— porque no es difícil, yo te puedo ayudar todo lo que quieras.
Ella me miró, esperanzada, sorprendida, luego meditabunda.
—Quisiera tener amigos— admitió— a veces me siento un poco sola.
Me crucé de brazos.
—Pues eres muy simpática, no veo cómo alguien como tú se puede quedar sin amigos.
Mientras decía esto último, me incliné hacia ella y la miré con una sonrisa radiante, previendo perfectamente el efecto que esto tendría en ella. Justo como esperaba, Érica esbozó un deje de sonrisa y miró a otro lado, sonrosada. Era lindo verla así, más lindo saberme la causa de su bochorno.
Noté que ella no supo cómo responder, quizás la había puesto demasiado nerviosa. Me relajé un momento para que se calmara, pero en eso me fijé en los edificios al otro lado de la calle. Ahí se encontraba la vieja iglesia, pero noté algo raro; había unos letreros naranjos y cinta blanca con un logo que no alcanzaba a ver. Me puse de pie y fui a ver qué era; resulta que se había agrietado por un temblor reciente, y el edificio completo se había vuelto inestable. Tenían que demolerlo y construirla de nuevo. Me acordaba de ir a esa iglesia de niño, de hacer mi primera comunión ahí. Había muchos recuerdos que desaparecerían.
Recordé que había salido en las noticias hacía unas semanas, después del temblor. A mí ni me despertó, nunca pensé que llegaría a sentir sus efectos de esa manera.
—¿Qué sucede?— me preguntó Érica por detrás.
Yo me giré hacia ella, pensé en explicarle lo que estaba ocurriendo y lo que me hacía sentir, pero se me ocurrió otra idea.
—¿Quisieras hacer una travesura conmigo?— le pregunté.
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En unos minutos llegamos frente a la iglesia. El viejo edificio llevaba ahí más de cien años. Había resistido temblores e incendios gracias a renovaciones, pero ya no daba más. Estaba cubierta de cinta amarilla. Junto a ella, unos letreros difíciles de evitar indicaban que sería demolida pronto, que la entrada a cualquier persona no autorizada estaba terminantemente prohibida y toda la lata ¡A nadie le importa!
—Entremos— le dije a Érica.
Esta no parecía muy convencida, pero no me importó. Quería ver la iglesia una última vez y lo iba a hacer antes que la demolieran. La rodeamos, pronto encontramos una puerta trasera que pudimos abrir sin llave y entramos.
Siempre es un poco chocante entrar a una iglesia y encontrarse con el eco y la necesidad de permanecer en silencio, pero esta vez era distinta. No había nadie más que nosotros, el suelo y los bancos estaban llenos de polvo y herramientas de construcción, y habían quitado todo lo de valor que pudieron quitar. No había estatuas ni símbolos religiosos de metal, solo vitrales y tablones rotos.
Recorrimos los espacios vacíos con Érica. Pensé que ella estaría más reacia, pero no pareció molestarse con la posibilidad de que nos pillaran. Mejor así.
Al principio no pensé que hubiera mucho que mirar, solo una iglesia vacía. Luego me encontré con las escaleras que llevaban hacia el segundo piso. Nos miramos con Érica, sorprendidos. Nunca habíamos subido al segundo piso de una iglesia.
Saltamos las escaleras de un paraguazo, nos encontramos en un largo pasillo que recorría la sala principal por un lado. Noté que al otro lado había otro pasillo igual. Recorrimos todo el piso, y al otro lado del pasillo encontramos más escaleras.
—¿Qué tan alta es esta cosa?— se preguntó Érica.
Intenté hacer memoria, me di cuenta que, aunque hubiese ido varias veces a ese templo, nunca me había molestado mucho en doblar el cuello y mirar hacia arriba. Pero desde mi recuerdo de verla desde la plaza, estimé unos seis pisos, contando la torre.
Seguimos subiendo. Pronto el área por la que pisábamos fue encogiéndose, a medida que ascendíamos al piso más alto. A medida que nos dirigíamos a la torre, ascendimos por estrechos e incómodos escalones de piedra y al final una escalera de mano. Comenzó a faltarme el aliento.
—¿Estás bien?— le pregunté a Érica.
Pero cuando la miré, ella estaba perfectamente, como si hubiéramos estado caminando a un paso tranquilo todo el tiempo.
Sobre la escalerilla había una tapa, una trampilla. La abrí con algo de dificultad, porque mi brazo no alcanzaba el radio necesario para pasarla para el otro lado, pero lo conseguí en mi tercer intento. Luego miré hacia arriba y me encontré con el cielo.
Subí y me aseguré que Érica subiera también, detrás de mí. Luego cerramos la trampilla para no caernos, y miramos alrededor.
Me faltaba el aliento, pero la vista a esa altura valió la pena mil veces. Nos encontrábamos sobre casi toda la ciudad de Katra, sobre los edificios y la plaza. La calle era flaca, los autos eran como pequeños escarabajos. Podíamos ver todo. Nos sentíamos imparables.
Luego examiné el lugar donde estábamos parados. Se trataba de una plataforma protegida con barandas. Apenas había espacio para un puñado de personas paradas una junto a la otra, las barandas estaban reforzadas por unos cuantos pilares de madera. Sobre nosotros estaba lo más llamativo: una pesada campana de bronce. Me extrañó que no la hubieran quitado, pero me imaginé que quizás pensaban hacerlo más tarde. No podía creer que estaba justo debajo de la famosa campana de la iglesia. Incluso le colgaba una cuerda para tocarla.
Me paré a examinarla, melancólico. Desde el suelo ni se veía, pero de cerca era bastante grande, ni siquiera podía abarcar su diámetro extendiendo mis brazos.
Sin pensarlo demasiado, alcé las manos para tomar la cuerda.
—¡Espera! ¿Qué haces?— alegó Érica.
—La voy a tocar un poco— le confié.
—La gente sabrá que somos nosotros.
—¿Qué importa? Lo peor que pueden hacer es retarnos— le resté importancia.
—¡No, Ocko!— alegó Érica.
—Descuida. Si nos pillan, les decimos que fui yo— le aseguré.
Sin esperar su respuesta, tiré con fuerza para que el péndulo se balanceara y diera la primera tonada. El sonido fue ensordecedor, pero la nostalgia y la emoción fueron aun más grandes. Seguí tocando con ánimo. Lo hice dos, tres, cuatro veces, y a la quinta, algo se rompió. Lo sentí en mis manos, un mecanismo grande y pesado cedió.
Lo siguiente ocurrió muy rápido.
Érica se abalanzó sobre mí, con su cuerpo me tiró al suelo. Casi al instante sentí un golpe desde el mismo piso. Miré hacia arriba, Érica intentaba sujetar uno de los bordes de la campana con sus manos. Miré hacia abajo, sus pies se habían hundido en el suelo de madera.
—¿Qué...— fue todo lo que conseguí decir, antes de que el suelo cediera y termináramos cayendo al espacio vacío.
Atravesamos el espacio entre las escaleras en espiral, pronto entramos a la sala principal. Mi cuerpo giró hacia el suelo, noté la sala común de la iglesia bajo nosotros. Nada frenaría nuestra caída, ambos moriríamos aplastados en la baldosa del primer piso de la iglesia donde me bautizaron.
Cerré los ojos, aterrado. Sin embargo, en ese momento dos manos me sujetaron con fuerza. Un momento antes de golpearme contra el frío suelo, los pies de Érica se antepusieron a mi cuerpo y nos detuvieron con un estruendoso golpe. La roca se rompió bajo sus talones, varios pedazos me rasgaron los brazos, pero no morí.
—¡Estoy vivo!—pensé
Un segundo después, ella me soltó y caí de bruces al suelo. Me di la vuelta para preguntarle por qué, pero justo en ese momento noté que el techo sobre nosotros se desmoronaba, y dejaba pasar a la pesada campana.
—¡Vamos a morir!— intenté decir, pero el miedo me impedía hablar.
Sin embargo, Érica pareció leerme la mente, porque miró hacia arriba también.
Di gracias a dios. Pensé que en ese momento me tomaría y me llevaría a un lugar seguro, al menos que echara a correr ella sola, pero no hizo nada de eso. No, Érica abrió los brazos y se fijó bien en la campana. Esta caía rodando, luego de golpearse con todo el resto del techo. Yo crucé los brazos sobre mi cara, aterrado otra vez. Cerré los ojos, escuché otro golpe, todos los escombros cayeron a nuestro alrededor, como una lluvia de clavos y rocas. Yo grité y grité sin parar, sin poder contenerme.
Hasta que, de pronto, los escombros dejaron de caer. Me atreví a abrir los ojos.
Sobre mí, cubierta por una fina nube de polvo, se hallaba Érica. Sobre ella estaba la campana de bronce de una tonelada, de lado. La campana estaba en sus manos. Érica sujetaba la campana de una tonelada con sus manos ¡¿Cómo?! ¡¿Cuándo?! ¡¿Qué?!
Érica arrojó la campana a un lado como si fuera una caja vacía, la campana produjo un pequeño temblor al caer, rompió baldosas y restos de escombro con su peso, sonó tan fuerte como antes. Yo me la quedé mirando. No lo podía creer, y sin embargo todo estaba frente a mí. Sentía que estaba soñando.
Pero esa campana era real.
Luego me giré hacia Érica. Esa chica también era real.
—¿Estás bien?— me preguntó.
Yo me revisé el cuerpo con las manos, luego me puse de pie, noté sus pies aún hundidos en el suelo, como si se tratara de barro seco. La miré, ella se limpiaba el polvo de los hombros, luego se destensó el cuello, como si nada. Finalmente sacó los pies del suelo. Yo di un paso hacia ella.
—¿Cómo... hiciste eso?— quise saber.
Ella me miró, esbozó una sonrisa culpable.
—No quería que lo supieras— admitió— la gente se pone rara cuando sabe que... soy fuerte.
Fuerte. Eso era. Érica había aguantado esa campana como si nada.
—¿Entonces lo del camión...— me aventuré.
—Sí, era yo— admitió también— no pensé que me atropellaría un camión en mi primer día de clases.
Yo estaba anonadado, aún intentando tragarme lo que había visto, pero noté que ella se me quedó mirando, como esperando una respuesta. Decidí tragarme mi sorpresa un momento para prestarle atención.
—¡Érica, eso fue fenomenal! ¡Me salvaste! ¡Y eres súper híper fuerte! ¡Eres como una súper heroína!
Mas ella negó con la cabeza.
—No, solo soy fuerte, no voy salvando gente por ahí— me comentó.
—¡¿Pero cómo te volviste tan fuerte?!— quise saber.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y cómo tú te volviste tan débil?— me devolvió la pregunta— Siempre he sido así, desde que nací, aunque ahora soy más fuerte que cuando tenía cinco años, como todo el mundo.
—Pero... pero...— alegué, intentando dar con una respuesta.
Tal fenómeno era demasiado espectacular para ser un misterio.
—No lo sé, Ocko, y por favor no intentes investigar. Solo sé que mi papá es más fuerte, que nací así y que al parecer no hay nadie más en toda Madre que sea como nosotros.
Noté que el tema la ponía un poco tensa, así que la corté.
—Está bien, gracias por salvarme, de todas maneras.
Ella sonrió.
—De nada, pero por favor, no le cuentes a nadie.
—¿Quieres mantenerlo como un secreto? ¡Serías la mejor atleta olímpica! ¡Ganarías todas las competencias tú sola!
Pero ella me detuvo con una mano. De repente se había vuelto muy asertiva, como si hubiera tenido que lidiar con esa misma discusión varias veces. Me pregunté si eso era.
—Pero no quiero competir, no quiero que la gente sepa, solo quiero...— apretó los labios— ser una chica normal y tener amigos ¿Bien?
Me callé. Respiré hondo. Mis niveles de adrenalina comenzaban a bajar.
—Eh... está bien. No le diré a nadie— prometí.
No sabía por qué quería mantenerlo en secreto, pero comprendí que era importante para ella, eso era suficiente.
Salimos de la iglesia, escabulléndonos como pudimos. La demolición temprana había causado un estruendo, y ya había una multitud apostada alrededor, mientras bomberos y policías intentaban averiguar qué había ocurrido sin tener que recurrir a entrar al edificio tan peligroso.
Yo solo no habría podido huir sin que alguien me viera salir de la iglesia y me acusara, pero Érica me llevó hacia la pared contraria, me sujetó con fuerza y saltó cinco metros en el aire, sobre la pared, hacia un pasaje al otro lado de la manzana. Desde ahí nos fuimos.
Así conocí a Érica Sanz, una chica fuerte y envuelta en misterio.
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