Capítulo 1 - "Hogar, agridulce hogar"
I
Hogar, agridulce hogar
Mía llevaba más de dos horas al volante cuando sus piernas comenzaron a quejarse. Le llevó varios minutos más por la desolada carretera encontrar una gasolinera y cafetería donde tomar un descanso y ordenar una bebida helada. Era mediodía y el calor era sofocante.
El lugar era de una dudosa salubridad, pero la sonrisa de la mesera compensaba la falta de higiene. Después de todo, solo ordenaría una Pepsi y aprovecharía el receso para releer los últimos correos electrónicos en su ordenador portátil, pero su servicio de Internet móvil le dificultaba la tarea. Ella amaba la tecnología y la idea de regresar a Lichtport le aterraba, pues era uno de esos pueblos perdidos en el tiempo y en el mapa, y donde probablemente ni siquiera conocían el significado de la palabra Wi-Fi. Por fortuna, los últimos avances informáticos le permitían cargar con orgullo su tecnofilia a cualquier sitio que fuera. A veces el servicio fallaba y Mía no se mordía la lengua a la hora de soltar insultos al aire, aunque eso atrajera la sorpresiva mirada de quienes estuvieran cerca. Se preguntaba por qué demonios invertía tanto dinero en todo eso, si no podía darle uso cuando quería.
Después de unos intentos fallidos, logró la conexión y entró a su casilla de correo.
De: [email protected]
Para: [email protected]
Asunto: Hola
Fecha: Martes, 6 de abril de 2010 10:50:42
Querida Mía, sé que esto te sorprenderá, no solo por el hecho de que yo esté usando este medio que no termino de entender, sino además porque te escriba en lugar de telefonear. Han pasado meses desde la última vez que hablamos y no has respondido mis últimas llamadas. Quiero saber de ti, hija. Y considerando que tú amas los ordenadores e Internet, pensé que sería bueno de mi parte hacer el intento.
Jared, el hijo de Nancy y Elías, me ha prestado su computadora portátil y creo que se está riendo a mis espaldas de lo lento que soy escribiendo en esta cosa, pero creo que podré mejorar con un poco más de práctica.
En fin, escríbeme, ¿sí? Tengo mi propia dirección de correo electrónico. ¿Puedes creerlo? Jared la abrió para mí y se encargará de chequearla a menudo.
Este correo debería emocionarte, pero no olvides que existe el teléfono.
Te quiero.
Papá
De: [email protected]
Para: [email protected]
Asunto: RE: Hola
Fecha: Miércoles, 7 de abril de 2010 12:23:36
Papá, lamento no haberte llamado, he estado muy ocupada últimamente y con mucho trabajo atrasado.
Es cierto que me sorprendió recibir un correo electrónico de tu parte, pensé que jamás usarías algo así, pero es bueno que lo intentes. ¡Bienvenido al siglo XXI!
Espero que todo esté bien por allí. Aquí las cosas están iguales: aire contaminado, embotellamientos, delincuencia… y todo lo que una metrópolis debe tener hoy en día. Claro que tú odias todo eso, así que alégrate de seguir viviendo en Lichtport.
Hace unos días hablaba con Vivian acerca del pueblo. Recordé su extraño microclima, sus aguas oscuras y traicioneras, la lluvia que inunda las calles, ¡el insoportable viento que arrastra arena por doquier! Pero también recordé que el aire es puro y la brisa marina, relajante. Vivian cree que sería bueno para mí pasar unos días allí, visitarte y limpiar mis pulmones y mi mente. Tal vez ayude a calmar esas imágenes en mi cabeza que ni ella ni ningún otro psiquiatra ha logrado quitar por completo. Sabes que no me gusta depender de los medicamentos y por suerte el tratamiento ambulatorio que llevo con ella me ayuda mucho. ¡Ya van dos años sin tomar las pastillas!
Te volveré a escribir pronto.
Mía
De: [email protected]
Para: [email protected]
Asunto: RE: RE: Hola
Fecha: Sábado, 10 de abril de 2010 11:02:09
Es bueno saber que estás bien. Sé que te sientes mejor con el tratamiento ambulatorio y esa Vivian está haciendo un gran trabajo contigo. No la abandones, por favor. Suenas optimista y eso me alegra mucho.
Quizá volver a Lichtport no sea una muy buena idea. Desde que te fuiste, nunca has vuelto a visitar tu pueblo natal y sé que no te gusta estar alejada de la civilización. ¿Pero quién sabe? Tal vez tu psiquiatra tenga razón.
Si deseas venir, solo infórmamelo y prepararé tu habitación.
Papá
Mía no quiso leer más.
Nunca imaginó que viajaría a Lichtport diez días después de aquel correo para ver a su padre por última vez en su funeral.
Terminó su Pepsi, se recogió su largo cabello oscuro y regresó a su coche. Aún tenía que conducir por una hora más.
En la radio sonaba una vieja canción que su padre solía cantar y tocar en su guitarra las noches de calor, cuando se sentaban en el porche trasero de la casa que daba a la playa.
—Sixteen tons, and what do you get? Another day older and deeper in debt...[1]—cantaba ella, recordando la letra y el sonido de las olas que solía mezclarse con la voz de su padre, una voz que ahora se había apagado y que volvía una y otra vez a su memoria como un acto impetuoso e indeseado.
Desde que su madre se la llevó del pueblo siendo una niña, Mía nunca había regresado y, por lo tanto, desconocía el camino correcto. Tanto Lichtport como sus poblados vecinos eran lugares escondidos entre pantanos y bosques, y la única señalización que había en la carretera indicaba el camino a Ravensburg, el centro urbano más cercano, una ciudad chica pero completa.
Un camino de tierra que se abría a su izquierda le hizo pensar que estaba cerca de su destino, pero no se atrevió a tomarlo. Detuvo su coche a un lado de la carretera y consultó su GPS. Ni siquiera este tenía datos de Lichtport. De hecho, el aparato parecía no funcionar del todo bien.
A los pocos minutos, una vieja y polvorienta furgoneta que provenía del norte se detuvo en la entrada del camino y cerca de ella.
—¿Necesita ayuda, señorita? —le preguntó el hombre que la conducía, de unos cincuenta años, semicalvo y regordete.
—Estoy buscando el camino a Lichtport, pero no estoy segura de que este sea el correcto —dijo ella.
—Sí, lo es. Está a menos de dos kilómetros al este. Es un pueblo pequeño, ¿puedo preguntarle por qué lo visita?
—Mi padre acaba de fallecer y yo...
—¿Mía? ¿Eres tú, Mía Gentile? —interrumpió de pronto la mujer que iba de acompañante, asomándose desde la ventanilla por encima del hombre.
—Sí, soy yo. Y ustedes son…
Al verlos bajar de la furgoneta e ir hacia ella, Mía trató de encontrar en la mujer una imagen familiar.
—Soy Nancy, ¿nos recuerdas? Nancy y Elías Crousier, de la cafetería —le aclaró la robusta mujer mientras se acercaba con los brazos extendidos.
—Oh, Nancy... Vaya, no los reconocí. —Salió de su coche para recibir el abrazo de la mujer que estaba tan emocionada de verla como una tía lejana a la que solo se la ve en Nochebuena.
—¡Ni nosotros a ti! No te veíamos desde que eras una niña.
—Lamentamos mucho lo de tu padre —agregó Elías.
—Gracias. Debo ir a su casa ahora, pero la verdad es que no sé cómo llegar.
—Sube a tu coche y síguenos; te guiaremos hasta allí —le dijo Nancy—. Pero antes haremos una parada en la cafetería; tenemos productos congelados que se pueden echar a perder.
—Por supuesto. —Mía sonrió agradecida.
Mientras conducía detrás los Crousier, trató de recordar algo sobre ellos para no sentirse tan avergonzaba ante su falta de memoria. Sin embargo, sentía que había sido en otra vida. Los recuerdos eran tan lejanos que su mente corría una maratón para alcanzarlos. De repente, a su boca volvió el sabor de las deliciosas tartas de manzana de Elías, las cuales ella solía devorar hasta el empacho, dejándola sin más opción que la de reducir el recuerdo a un sabor.
El camino de tierra era irregular y la obligaba a conducir despacio y con cuidado, mientras los árboles y arbustos comenzaban a volverse más y más frondosos conforme avanzaba.
Cuando al fin ingresó a Lichtport, Mía no vio ningún cartel de bienvenida, no se leía en ningún lado el nombre del pueblo ni mucho menos la cantidad de habitantes. Daba la impresión de que allí todos eran marginados sociales, delincuentes buscados o simplemente reacios a la civilización, pero no por ello carecía de encanto.
Observó con detalle cada rincón, casa y esquina del pueblo. Lo percibió algo lúgubre por ser pequeño y reservado; sin embargo, los colores abundaban, los árboles se veían robustos y las flores decoraban los jardines delanteros como un espectáculo de natural multicolor. Por extraño que pareciera, sobraban las rosas casi negras que tanto le atraían. Ella sentía atracción por lo oscuro.
El cielo estaba cubierto por pesadas nubes que hacían que el calor se concentrara en todos lados. El silencio era aturdidor y la quietud, aterradora. Más que en un mundo aparte, se sentía en The Twilight Zone. Los pueblerinos eran bastante conservadores y, entre las doce y las quince horas, la siesta parecía una obligación más que una tradición. Mía recordaba que sus pocos habitantes vivían de la pesca, la agricultura y algunos animales de granja que ellos mismos criaban y vendían a pueblos vecinos. Sus frutas y verduras eran naturalmente exquisitos.
Cuando al fin aparcaron junto a la cafetería, Nancy fue a por ella de inmediato.
—¡Querida, ven! Te serviré algo de beber, has conducido por horas, ¿cierto?
—Sí, más de lo que debería. No acostumbro a viajar tanto —respondió y, al entrar en la cafetería detrás de Nancy, miró a su alrededor.
No habían hecho muchas reformas en las últimas dos décadas. El negocio mantenía su estilo rústico y de los años cincuenta, pero sin colores brillantes, luces de neón, rocolas, ni camareras de grandes pechos. De todas formas, se sentía acogedor y tranquilo.
—No hay mucha gente por aquí a estas horas, ¿verdad? —comentó ante el silencio y vacío que la rodeaba.
—El Diablo anda suelto, pero no por mucho tiempo más —dijo Elías mientras cargaba unas cajas hacia la despensa.
Allí ella recordó que en Lichtport la vida estaba regida por las horas canónicas, una división del tiempo utilizada en los monasterios de la Edad Media que en el pueblo ayudaba a organizar la vida premoderna. En el medioevo se creía que a la denominada “hora sexta” (las doce del mediodía) el demonio meridiano andaba suelto y por esa razón la gente permanecía en sus casas hasta la “hora novena” (las tres de la tarde). Por supuesto que a la humanidad le llevó mucho tiempo darse cuenta de que durante esas tres horas el sol alcanzaba su punto más alto y que el extenuante calor del verano podía generar malestares que se confundían con algún tipo de posesión demoníaca. Tal vez el pueblo de Lichtport no era una abadía medieval exactamente, pero tampoco parecía haber oído hablar de la Revolución Industrial.
—¿Necesita ayuda con esas cajas? —le preguntó Mía con su instinto de amabilidad, aunque rogó que este se negase.
—Gracias, linda, pero para eso tengo un hijo. ¡Nancy, despierta a Jared! —exclamó con voz ronca.
Enseguida un joven apareció desde el pequeño corredor trasero, acomodándose su camiseta y su rubio cabello con las manos. Se frotó los ojos y se tapó la boca al bostezar.
—Aquí estoy, papá. No tienes que gritar —dijo.
—Jared, ella es Mía, la hija de Daniel.
El joven, unos años menor que ella, tardó unos segundos en reaccionar. La miró sorprendido y después rodeó el delgado cuerpo de Mía con sus atléticos brazos.
—¡Mía, hola! Al fin te conozco —dijo, emocionado.
—Hola… Jared —respondió algo atónita ante a su amistoso saludo—. Vaya... La última vez que te vi apenas sabías caminar.
—Sí, el tiempo vuela —rio. El comentario de Mía lo apenó un poco—. Daniel solía hablarme siempre de ti.
—Y a mí de ti, te tenía mucho aprecio. Me dijo que le habías prestado tu notebook para que me escribiera.
—Así fue. No hay mucha tecnología en Lichtport y Daniel no se llevaba muy bien con las máquinas.
—Lo sé.
—Jared, ayuda a tu padre —le reclamó Nancy con tono mandón y el muchacho obedeció de inmediato; parecía carecer de voluntad propia—. Mía, toma asiento. ¿Qué quieres beber? Tengo naranjas frescas, ¿te apetece un zumo?
—Eso estaría bien, gracias. —Sonrió mientras tomaba asiento en uno de los taburetes frente a la barra.
Nancy le comentó que contaban con pequeños huertos y granjas, pero que los productos elaborados había que traerlos de Ravensburg. Una vez al mes, cargaban su furgoneta para abastecer la cafetería y ofrecer a sus clientes otras opciones fuera del reducido menú de pollo con ensalada y tarta de manzana.
En cuanto Nancy clavó su cuchillo sobre la primera naranja, el aroma dulzón se extendió en todo el lugar. Elías y Jared entraban y salían cargando cajas y más cajas, llenando el enorme refrigerador en el fondo de la cafetería, la despensa y los escaparates detrás de la barra.
—Solo tomará unos minutos y luego te guiaremos hasta tu casa —dijo Nancy—. Y recuerda que puedes contar con nosotros para lo que necesites.
“Tu casa” sonó extraño para Mía.
—Te lo agradezco mucho, pero antes debo pasar por la comisaría. El alguacil me dijo que tiene algunas pertenencias de mi padre, incluyendo las llaves.
—Descuida, la comisaría está a unos pocos metros de aquí. Te acompañaré.
No terminó de pronunciar la última palabra cuando dos hombres entraron a la cafetería. El mayor que vestía uniforme policial era el alguacil David Rourke, de expresión serena y pasos firmes, cabellos canos bajo el sombrero y una expresión apacible. Lo acompañaba uno más joven que llamó la atención de Mía al instante; lo envolvía una especie de aura extraña que hacía de su presencia algo inquietante, provocando en ella sentimientos contradictorios de atracción y repulsión a la vez.
—Buenas tardes, Nancy —dijo el alguacil.
—David, Seth, qué bueno que están aquí. Ella es Mía, la hija de Daniel. Acaba de llegar.
—Ah, sí. Hablamos por teléfono ayer. —Cuando David le estrechó su mano, ella notó que se veía más mayor de cerca. Debía rozar los sesenta años—. Bienvenida a Lichtport, Mía. No te esperaba tan pronto.
—Usted debe ser el alguacil Rourke. Le agradezco mucho las molestias que se ha tomado —dijo ella.
—Es lo mínimo que podía hacer, Daniel era un buen amigo —declaró quitándose el sombrero como un gesto de respeto (o por el fastidioso calor)—. Este es el detective Seth Bauwens, trabaja en el caso —agregó, presentándole a su compañero.
—Lamento que nos conozcamos en estas circunstancias —dijo Seth, quien también estrechó su mano y en el preciso instante en que se tocaron, una pequeña descarga electroestática recorrió sus cuerpos, alejando sus manos de manera instintiva.
—¡Ouch! Lo siento. Estoy algo nerviosa —confesó ella avergonzada. No era la primera vez que le sucedía algo así.
Seth la miró de modo curioso.
Así era Seth Bauwens: el detective, centinela y eterno vigilante. De oscuro cabello corto y ojos pequeños, cuerpo atlético, porte sobrio, rostro serio y autoexigencia desmedida, Seth era además un obsesivo que dedicaba su tiempo y habilidades al servicio de la comunidad.
Nancy le acercó a Mía un vaso de zumo fresco y después abrió unos refrescos para los oficiales.
—Te agradezco que hayas venido tan rápido, Mía. Lo de tu padre nos tomó a todos por sorpresa —continuó David—. El detective Bauwens ha venido desde Ravensburg con los resultados de la autopsia. Mañana trasladarán el cuerpo para el funeral.
—Ha sido de mucha ayuda, alguacil. Siendo honesta, no sé cómo actuar en esta situación. Cuando mi madre falleció, mi padre viajó y se encargó de todo. Yo no era de mucha ayuda en aquel entonces —comentó cabizbaja.
—Descuida, nosotros nos encargaremos de todo. —Colocó su mano en el hombro de Mía, un gesto amable y casi familiar que a ella le sorprendió. A veces olvidaba que muchos allí la conocían desde pequeña.
Sin embargo, comenzaba a sentirse ansiosa e incómoda. No podía creer que su padre estuviera muerto. Quizás eran los ansiolíticos los que la mantenían en un estado casi anestésico, pero ese día se había mantenido lúcida debido al viaje. Su salud mental había mejorado mucho en los últimos años y ya casi no necesitaba los medicamentos, pero desde que supo lo de su padre, se vio obligada a retomar al menos un mínimo consumo de bromazepam.
Seth notó el malestar que en ella crecía y le preguntó si necesitaba algo, procurando comportarse de un modo cortés pero distante, como un buen profesional de la ley.
—Si no les molesta, quisiera ir a la casa en cuanto antes —dijo—. Estoy algo mareada, conduje muchas horas y el calor es agobiante.
—Por supuesto.
Mía le agradeció la amabilidad a los Crousier y siguió a los oficiales hasta la comisaría, donde el alguacil le entregó las pertenencias que tenía su padre la noche que lo encontraron: las llaves de la casa, su reloj de pulsera, la escopeta de caza y las municiones. Estas dos últimas cosas prefirió dejarlas en la comisaría; no le agradaban las armas de fuego en absoluto.
Después de firmar algunos papeles, le pidió a David —con lo que no creyó una vergüenza tan evidente— que condujera frente a ella para indicarle el camino hasta la casa.
—Seth, será mejor que acompañes a Mía en su coche —le pidió el alguacil al detective—. No sería prudente que condujera si no se siente bien
—Descuiden, puedo hacerlo —aseguró ella.
—De todas formas, iré con usted por si acaso —dijo Seth.
David partió en el coche de policía y Mía condujo despacio tras él por las calles tranquilas, reconociendo algunas esquinas y otras no. El pueblo no había crecido mucho desde que ella se había ido, solo unas pocas casas nuevas y algunas reformadas, o quizá ella no las recordaba bien.
—¿Es cierto que nunca visitó Lichtport desde que se fue? —preguntó Seth para romper el silencio.
—Sí, fueron unos veinte largos años. Es por eso que apenas tengo escasos recuerdos. Mi mente está algo... fragmentada.
—¿Y cuándo vio a su padre por última vez?
—A finales del pasado año, antes de Navidad. Él me visitó a mí, como siempre. No solíamos vernos más que una o dos veces al año como mucho. He sido una hija bastante ausente.
—Tengo entendido que no tenían una buena relación.
—Podría haber sido peor… o mejor —suspiró—, pero era mi padre después de todo —agregó, encogiéndose de hombros.
—¿Por qué lo dice de ese modo?
—De pequeña yo enfermé y… las cosas se complicaron y necesité tratamientos especiales, así que mi madre y yo nos instalamos en la capital. Mi padre, claro, no quiso abandonar Lichtport; prefirió este pueblo a su hija.
—Suena como si le guardara rencor.
—Una parte de mí siempre lo hizo. Nunca pude comprender qué tenía este lugar para que se atara tanto a él, incluso para que lo antepusiera a su propia hija enferma.
—Pero él la visitaba a usted.
—Al principio viajaba a menudo para verme. Luego yo crecí, mejoré y las visitas disminuyeron. —Su voz sonó algo débil y notó que Seth tomaba nota de todo lo que ella decía—. No sabía que esto fuera un interrogatorio.
—Es mi trabajo, pero si en este momento le incomoda, podemos continuar después.
—No, está bien. De todos modos, creo que ya hemos llegado.
La casa estaba junto a la costa, a unos metros del mar y rodeada de frondosos arbustos. Mía bajó del coche despacio y dubitativa, y se tomó unos segundos para mirarla con detenimiento. Una vez más estaba frente a su casa natal, donde había vivido sus primeros años y sus primeras pesadillas. La rodeó lentamente para observarla con detalle. Su padre había repintado el exterior de un color beige suave, pues no se veía como la recordaba.
Tanto Seth como David entendieron que debían darle unos minutos para reencontrarse con su pasado. Las imágenes de una infancia perturbada invadían la mente de Mía junto al sonido del mar y eso le provocaba escalofríos. Después caminó hacia la costa para poder contemplar la playa. Estaba vacía, excepto por los pájaros. Estando junto al mar, uno esperaría encontrarse con gaviotas, pero en Lichtport abundaban los cuervos. Eso sí lo recordaba, pues le agradaban, los consideraba animales muy bellos, pero también peligrosos. Como especie, los cuervos prefieren las zonas costeras o los bosques y en Lichtport encontraban ambas cosas.
Mía recorrió todo el horizonte con su mirada y allí lo vio: el viejo faro, aún en pie y una vez más hechizándola. Cerca de este, el pequeño y rústico muelle y un bote de pesca amarrado a él. Incluso a la distancia se podía percibir cómo se mecía sobre el mar que comenzaba a violentarse y eso la puso más nerviosa de lo que estaba.
Seth se le acercó y miró hacia el horizonte también. Las negras nubes se acercaban.
—Me temo que se aproxima una tormenta —le comentó.
—¿Lo cree? Se ve muy distante.
—Aquí las cosas nunca son lo que parecen. Será mejor que entre a la casa.
Y eso hizo ella junto a los oficiales.
Al dar el primer paso dentro, sus piernas temblaron. La casa estaba muda y fría como una tumba, y todo estaba en su lugar, aunque no muy limpio. Su padre no era exactamente un pulcro detallista, pero era ordenado. Primero observó cada centímetro de la sala, después se atrevió a tocar algunas cosas y entonces la angustia la invadió. Todo su cuerpo comenzó a tiritar y tuvo que esforzarse por contener el llanto.
Seth se inquietó al percibir la ola de dolor que había arrebatado a Mía de repente y le hizo una seña a David.
—Sabemos lo difícil que debe ser esto para ti, Mía —le dijo con un tono casi paternal—. ¿Quieres un poco de agua?
Mía lo miró de frente con sus ojos inundados:
—Ni siquiera recuerdo dónde está el refrigerador —dijo y se echó a llorar.
David se dirigió a la cocina sin vacilar. Conocía la casa de Daniel como la de un amigo de toda la vida y enseguida regresó con el vaso con agua. Mientras tanto, Mía hurgó en su bolso y tomó medio calmante de su pastillero para aplacar su ataque de angustia.
—Es deprimente —añadió—, saber que usted ha pasado más tiempo en esta casa que yo.
—Tranquila, todo estará bien —le aseguró el alguacil y la hizo tomar asiento en el sofá—. Relájate y confía en nosotros. Ahora yo debo regresar a la comisaría, pero el detective Bauwens se quedará contigo hasta que te sientas mejor, ¿de acuerdo? Estaremos en contacto.
Ella se lo agradeció y David se marchó.
—¿Necesita algo más? —le preguntó Seth.
—Demasiadas cosas.
—Empiece por una.
—Podría tomar asiento y continuar con sus preguntas si lo desea.
Seth notó lo perturbada que estaba. Fue fácil para él percibir la confusión y el dolor que nublaban sus emociones y pensamientos, mientras ella batallaba por un poco de paz.
—No tenemos que hacerlo en este momento si no se siente bien.
—Estaré bien. El calmante hará efecto pronto.
—¿Eso fue lo que tomó? ¿Un calmante?
—En realidad solo fue medio. Mi psiquiatra me los indica —le aclaró.
—¿Para su... enfermedad?
—Esquizofrenia. Eso fue lo que me diagnosticaron cuando era pequeña.
—Pero ya está curada, ¿cierto?
—No existe cura permanente para eso, detective. La terapia ayuda y los medicamentos hacen el resto. Aunque hace años que no los necesito; solamente tomo algún calmante de vez en cuando.
—Bueno, es obvio que regresar a Lichtport es duro para usted, pero estoy seguro de que pronto podrá retomar su vida normal.
—Normal… ¡Huh! —murmuró—. Me temo que tenemos conceptos muy diferentes de lo que es normal.
—No esté tan segura —respondió el detective con frialdad y se puso de pie para observar con más detenimiento la casa—. ¿Le molesta si echo un vistazo?
—¿Le molesta si lo acompaño? Apenas recuerdo este lugar.
Primero se dirigieron a la cocina, donde se topó con los viejos y desgastados muebles. Aprovechó para revisar las alacenas, la despensa y el refrigerador y notar que no había mucho allí, además de apestosos pescados y algunas verduras ya pasadas. Más tarde tendría que limpiar todo aquello e ir de compras.
Después subieron las escaleras hacia la planta alta, donde estaban los dormitorios y el cuarto de baño. Daniel había convertido la antigua e infantil habitación de Mía en un sencillo despacho. Conservaba la cama, pero ahora había también una pequeña biblioteca y un escritorio. Sobre este reposaba un muñeco de felpa con forma de gato que ella le había obsequiado hacía muchos años. Lo había ganado en Ravensburg, en una máquina de juegos para sacar premios con un gancho mecánico, y se lo había regalado a su padre al dejar el pueblo para que se sintieran siempre unidos. Lo había olvidado por completo.
Prefirió volver a enterrar ese recuerdo y continuar su expedición limitándose a lo superficial. Al ver el dormitorio principal, lleno de objetos personales y ropas de su padre, comprendió lo vacío que se sentía todo.
—¿Qué voy a hacer con todo esto? —se preguntó en voz alta.
—No tiene que preocuparse por eso ahora. Debería descansar.
—¿Y cómo rayos se supone que voy a dormir en esta cama? —agregó, sentándose en ella y limpiándose las lágrimas con la mano.
—Todo estará bien.
—Eso dicen todos, pero cuando recibí la llamada del alguacil Rourke, supe que no sería así por mucho tiempo. Mi padre, atacado por... ¿un lobo o un oso? Fue usted quien lo encontró herido en el bosque, ¿verdad?
—Sí, fui yo. El doctor Renau y su esposa no pudieron hacer nada por él. Lamento mucho no haber llegado antes.
—¿Conocía usted a mi padre?
—No éramos grandes amigos, pero este es un pueblo chico y todos nos conocemos bastante bien.
—Me resulta difícil creer lo que sucedió.
Mía era muy incrédula. Aunque Lichtport era su pueblo natal, no recordaba demasiados detalles y en toda su vida tampoco se interesó mucho en conocerlos. Fue luego de saber lo de su padre que investigó en Internet acerca de la región y no leyó nada sobre animales salvajes. Los cuervos, las lechuzas, algunas liebres y demás criaturas inofensivas eran las únicas que habitaban los bosques. Los lobos más próximos estaban a cientos de kilómetros de distancia y el único registro de personas atacadas por ellos databa de 1962 en las afueras de Ravensburg.
Seth sintió la suspicacia de Mía y se mantuvo atento. Ella lo miró y vio en su rostro una expresión extraña, como si se esforzara por descubrir algo en ella. De pronto, sobre sus rasgos casi perfectos se dibujó una imagen fugaz y aterradora: sus ojos se tornaron negros y sus colmillos se desplegaron cual vampiro; su boca se abrió mientras sus otros dientes también se afilaban, dignos de una bestia hambrienta que parecían querer devorarla. La imagen era instantánea y veloz, aparecía y desaparecía como un televisor averiado que por momentos capta señales de otro mundo, refulgiendo como flashes e interponiéndose entre la realidad y la locura.
Las alucinaciones habían regresado.
Mía se cubrió su boca para evitar gritar y dejó la habitación. Bajó las escaleras lo más rápido que pudo y salió de la casa por la puerta trasera de la cocina, invadida por una fuerza invisible que la obligó a alejarse de allí.
—¡Señorita Gentile! —Seth exclamó, siguiéndola.
Ella se dirigió hacia el mar, corriendo despavorida mientras escapaba del terror, y se detuvo justo en la orilla, antes de que el agua tocara sus pies. Ella le temía al mar.
Dejó caer su cuerpo sobre la arena para llorar todo lo que había contenido y Seth se le acercó despacio, pero mantuvo una distancia prudente. Estaba más confundido que ella.
—Señorita Gentile, ¿se encuentra bien?
—No, otra vez no —murmuraba Mía, sujetándose la cabeza—. No puedo con esto, ¡no ahora!
Esas imágenes aterradoras habían regresado después de años y no era el momento ni el lugar para dejarse dominar por sus miedos.
Seth podía sentir lo perturbada que estaba y experimentar el caos emocional que la cubría de arriba abajo. Sabía que debía hacer algo para ayudarla, pero que al mismo tiempo podía empeorar su estado si se acercaba demasiado.
—Mía, tranquilícese —le dijo—. Respire hondo y cuente hasta diez.
Ella lo intentó, pero no fue el consejo de Seth, sino el calmante que comenzaba a actuar lo que hizo que su cuerpo se relajara poco a poco.
El cielo tronó. La tormenta se acercaba. Seth la ayudó a ponerse de pie y la condujo hasta la casa, y en ese pequeño contacto entre sus manos, una oleada de imágenes pasó velozmente por la cabeza del detective hasta que todo se volvió negro.
Eso fue desconcertante para él.
En el porche trasero fue donde Mía se esforzó por recobrar sus fuerzas y volver a alzar la cabeza.
—Es evidente que no está bien y me preocupa dejarla sola. ¿No tiene a nadie que pueda acompañarla? —le preguntó.
—Ya le dije que llevo años lejos de Lichtport. Soy una desconocida para todos, excepto David y los Crousier, que parecen saber de mí más que yo misma.
—¿Qué me dice de su vecina, la señora Spiegel?
—¿Aún sigue viviendo aquí?
—Sí, y cada año se vuelve más gruñona —comentó de un modo informal, tratando de ganarle una sonrisa.
—Estaré mejor sola. Créame, estoy acostumbrada.
—¿Segura?
—Sí, no se preocupe.
Se miraron unos segundos en silencio. Por un lado, Mía todavía percibía aquella aura extraña que bañaba a Seth de un modo misterioso. Ya antes había sentido cosas semejantes en otras personas, pero no con tanta intensidad. Solía adjudicar esa sensación a su inestabilidad mental, por esa razón le restó importancia. Por otro lado, Seth continuaba sin éxito tratando de leer a Mía como un escáner y lo único que conseguía era confundirse más.
El cielo volvió a tronar y los distrajo.
—Tenía razón, detective; la tormenta ya llegó —murmuró ella.
—Sí, será mejor que me apresure. Si necesita algo, no dude en llamar a la comisaría o a mí. Tenga mi número. —Le dio una tarjeta y se despidió.
Ella lo anotó en la agenda de su teléfono móvil. Por alguna razón, presintió que en algún momento iba a serle útil.
En cuanto volvió a la casa, contempló el vacío a su alrededor y encendió el televisor. Le sorprendió el hecho de que su padre comprara uno nuevo, y más aún que existiera la televisión satelital en el pueblo. No quería ver nada en particular, solo acallar las voces del pasado y quebrar el sonido de la lluvia mezclado con los lejanos graznidos de los cuervos.
Lichtport parecía una colonia Amish en vías de paganización, con electricidad y automóviles, aunque sin bancos, ni centros comerciales, escuelas u hospitales. Todo eso se podía encontrar en Ravensburg.
Tampoco Lichtport era una isla, pues había una tienda de víveres, una pequeña iglesia y, claro, la cafetería de los Crousier y la comisaría. Algunas casas contaban con huertos pequeños y otras con criaderos de cerdos, gallos, gallinas y otras aves de corral, algo que a Mía le horrorizaba a pesar de no ser vegetariana. La casa del doctor Renau funcionaba como sala de emergencias y la de su vecina, la señora Mason, como salón de belleza.
Mía dejó su equipaje en la habitación principal y miró su cámara fotográfica, pero no tuvo deseos de inmortalizar nada. Por el contrario, deseó que el momento que estaba viviendo se desvaneciera. Se recostó en la cama y respiró el perfume de las sábanas. Al fin algo reconocible. Era como si su padre todavía estuviera allí.
Se quedó dormida, envuelta en el pasado. En su sueño, la memoria topó con pesadillas. El regreso al pueblo, a su casa natal, al olor del mar... Todo eso estaba despertando en su mente los recuerdos sepultados, los temores infantiles de extrañas criaturas y penumbras tormentosas. Como en una película, vio pasar ante los ojos de su mente a su madre, a su padre, a los cuervos e incluso a las personas que no lograba reconocer del todo.
Para cuando la lluvia hubo cesado, los golpes de alguien llamando a la puerta la despertaron. Medio calmante producía un efecto muy ligero en alguien que había pasado casi toda su vida drogada.
Se lavó la cara y bajó a recibir a la sorpresiva visita.
—Hola, Mía. ¿Me recuerdas? —dijo una muchacha. Era muy guapa y lucía de su misma edad; tenía ojos claros, cabello cobrizo y sonrisa grande, la cual Mía se quedó absorta, mirándola—. Soy la sobrina de Galatea, tu vecina. Solíamos jugar en la playa cuando éramos pequeñas —añadió para refrescarle la memoria.
—¡Lorna Spiegel, por supuesto! —Al fin alguien que podía recordar bien—. ¿Quieres pasar?
—Gracias. —La joven le dio un abrazo y entró al recibidor—. Solo quería darte la bienvenida y decirte que siento mucho lo de tu padre. Si hay algo que pueda hacer por ti, no dudes en decírmelo.
—Te lo agradezco. Por el momento, solo necesito adaptarme. Hace muchos años que no visitaba Lichtport.
—Y habrás notado que no ha cambiado en nada. ¡Pero vaya que los años si nos han afectado a nosotras! —rio relajada.
Lorna era la sobrina de Galatea, la cascarrabias del pueblo. La joven repartía su tiempo entre Ravensburg, su ciudad natal, y Lichtport, donde pasaba mucho tiempo cuidando a su tía que no estaba bien de salud (física y mental). Era una chica entusiasta y simpática, aunque algunas veces demasiado cotorra. Su sueño era ser periodista de investigación, pero el destino se interpuso, un destino llamado “hablar demasiado puede ser peligroso”, y Lorna sabía más de lo que quería saber. De todos en el pueblo, era la más divertida y cálida, pues había crecido en una ciudad más abierta a los cambios, al progreso y al contacto humano.
Mía la invitó a tomar asiento en la sala. Le venía bien un poco de compañía.
—Después de tantos años, no pensé que te volvería a ver por aquí —le comentó Lorna.
—También es una sorpresa para mí, créeme. Nunca regresé y me resulta difícil reconocer a muchos. Los Crousier, el alguacil Rourke y ahora tú me han recibido muy bien. He visto a demasiadas personas en muy poco tiempo y mi mente no puede recordarlo todo.
—Te vi con David y con el detective Bauwens hace unas horas. No pienses que soy una chismosa, pero no quería interrumpir. Seth tiene un temperamento algo delicado y aquí no acostumbran a recibir a extraños. ¡No quiero decir que tú lo seas! —enfatizó, alzando la voz—. Daniel era uno de nosotros y tú eres su hija, así que eres parte de Lichtport también, pero te fuiste durante muchos años y ahora tendrán que acostumbrarse a tu presencia.
—Sí, lo sé. No viven del turismo precisamente.
—¿Qué podría buscar un turista aquí? El clima es horrible, el mar es peligroso, no hay cines, ni teatros, ¡ni hoteles! Mi tía le da acogida a algunos viajeros que están de paso, pero no duran mucho. Los pocos visitantes que ha tenido este pueblo suelen escapar a los pocos días, quizá por el mal humor de mi tía —bromeó.
—Bueno, yo no estoy segura de cuánto tiempo me quedaré. Supongo que tendré que vender la casa. —En esos momentos, tenía deseos de regalarla—. Te invitaría algo de beber, pero solo hay agua. Mi padre no bebía café, ni té, ni refrescos. Tengo que ir de compras.
—¡Ah! Puedes ir a la tienda de los Ruskin, está frente a la iglesia. Pero no esperes mucho, ¿eh? Solo te sacan de apuros. En tu caso iría de compras a Ravensburg. Aunque si tienes hambre —la verborragia de Lorna era inmensurable—, pásate por la cafetería. Seguro recuerdas las deliciosas comidas de Elías, ¿verdad? Esas tartas de manzana son la perdición del pueblo.
De repente, la risa de la joven fue interrumpida por el graznido de los cuervos, un sonido agudo y molesto que sobresaltó a Mía, tanto que se dirigió al porche trasero que daba a la playa.
—Son los cuervos de Milo, debe estar entrando al faro —comentó Lorna sin cuidado.
Mía sintió curiosidad y, como atraída por una fuerza extraña, caminó hasta la orilla.
El atardecer se estaba despidiendo, las nubes quebraban el cielo y el sol intentaba escabullir sus débiles rayos sobre el mar. Ambas observaron el paisaje y la manera en que el tiempo parecía robarse la majestuosidad de aquel atardecer. Mas Mía sintió además que la brisa marina barría de su rostro todo vestigio de vida urbana, reviviendo su alma y cuerpo en medio de la cálida arena y el fresco del mar. Luego miró hacia un lado y vio el viejo faro, con su color gastado y su inquieta luz esperando despertar. Una vieja construcción, alta y marchita, pero aún en pie. El faro envejecía como si tuviese vida. Las grietas que dibujaban la pintura gastada parecían sus arrugas cansadas. Agotado por las noches de tormentas, pero siempre allí, dispuesto a encender su luz cada noche y guiar a las almas que navegaban por el reino marítimo.
El faro siempre había cautivado a Mía desde su más tierna infancia. Guardián de las noches de tormenta, testigo inquebrantable de sus sueños infantiles; el faro era dueño de un aprecio inocente. Sin embargo, nunca se había adentrado en él, pues el misterio era lo que mantenía viva la fascinación.
Los cuervos revoloteaban sobre este como si fuera un nido de concreto. La agonizante luz del ocaso se fusionaba con el cristalino horizonte, el contacto con el mar lo hacía derretirse en él, fundiéndose en el salado reflejo del océano. De un segundo a otro, una figura apareció cerca del faro y ella trató de vislumbrarlo, pero estaba demasiado lejos.
—Ese es Milo —dijo Lorna—, el hijo de Jonás, el guardián del faro.
—El viejo Jonás... Lo recuerdo.
—Solía regalarnos manzanas de su huerta. Siempre nos sorprendía jugando cerca del faro y tú… —titubeó—, bueno, tú le tenías un poco de miedo, pero es muy amable.
—Debe tener como cien años ya.
Recordaba a Jonás, pero no a Milo, y sabía que sería inútil hurgar en su memoria; su mente había reprimido muchos recuerdos de la infancia debido al terror que había experimentado.
—El viejo no está bien —continuó Lorna—. Pobre, ha dedicado décadas de su vida al faro y su cuerpo ya no se lo permite; ahora Milo lo hace por él.
—¿Milo? —repitió. Ese nombre sonaba agradable en su cabeza y también algo familiar, como quien recuerda una vieja canción que llevaba mucho tiempo sin escuchar.
—Tu padre no te hablaba mucho del pueblo, ¿verdad? —le preguntó la joven. Mía asintió con su silencio.
—Mañana trasladarán su cuerpo desde Ravensburg para el funeral —murmuró Mía cabizbaja—. No tengo idea de cómo organizar uno.
—No tienes que hacerlo. Supe que Caín Stärker ya se ha encargado de todo.
—¿Quién?
Lorna volvió a mirarla algo compadecida, pensando que la pobre chica realmente no sabía nada de Lichtport y que no duraría mucho tiempo allí.
—Descuida, ya lo conocerás —le dijo con una sonrisa algo inquieta—. Por cierto, te daré mi número de móvil por si me necesitas, ¿de acuerdo?
—Te lo agradezco.
Ambas le echaron una última mirada al horizonte y regresaron a la casa, mientras los cuervos todavía graznaban sobre el faro. Milo había notado la presencia de Lorna, pero no le sorprendió en absoluto. En cambio, la de Mía había llamado su atención como ninguna otra. Aunque solo había sido capaz de contemplarla a distancia, su extraña esencia se había hecho presente como una ola rompiendo contra las rocas, alterándolo a él y a sus aves.
Esa noche el alguacil Rourke telefoneó a Mía para notificarle que el funeral tendría lugar en el cementerio del pueblo a las diez de la mañana, a menos que ella dispusiera otro destino, lo cual no hizo, claro. Estaba allí solo para despedirse de su padre, como una visitante forzada, y no se atrevió a contradecir a David. Los lazos de sangre no importaban, los habitantes de Lichtport eran la verdadera familia de su padre y quienes merecían despedirlo a su manera.
Aprovechó para preguntarle acerca de Caín Stärker y David se limitó a explicarle que él quiso hacerse cargo de todo como un gesto de amistad. Mía se esforzó por escarbar en sus recuerdos y apenas consiguió rememorar la voz de su padre nombrando a Caín dos o tres veces. No tenía más detalles.
Después de ajustar la alarma de su teléfono móvil, se dispuso a ver un poco de televisión para despejar la mente. Sintió un poco de asco al ver un comercial de un costoso perfume, de esos que muestran una vida refinada, delicada y exquisita, digna de una diva de Hollywood, y pensó que deberían incluir un mensaje que dijera “El perfume no incluye la vida”.
Media hora después, se quedó dormida en el sofá con la televisión encendida mientras miraba Videos Divertidos de Animal Planet.
A la mañana siguiente, Mía recibió un mensaje de Lorna, ofreciéndole llevarla al cementerio. Después de todo, no tenía idea cómo llegar, así que cruzó hacia la casa Spiegel después de arreglarse. Allí saludó a Galatea, que apenas podía caminar, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en una silla de ruedas. Su osteoporosis había avanzado mucho y su cuerpo se resquebrajaba poco a poco. Su sobrina no dejaba de culpar a los cincuenta años de bibliotecaria que Galatea había padecido en Ravensburg; decía que su obsesión por los libros la había hecho esclava de una vida sedentaria que acabó arruinado su cuerpo.
Era toda una vieja gruñona. Luego de darle a duras penas sus condolencias a Mía, se limitó a quejarse de los dolores de huesos y se quedó en la casa.
El cementerio estaba en los límites del pueblo y cerca del bosque que unía a Lichtport con Ravensburg. Al llegar, Mía se sorprendió de ver tantas flores rodeando el ataúd de su padre. Parecía un espectáculo de todos los colores del arco iris. Incluso había muchas rosas negras, de esas que crecían por la región. Algunas personas habían llegado antes que ella y eso la avergonzó.
—Por favor, no te alejes de mí —le susurró a Lorna, tomándole la mano con fuerza. Ella era lo más cercano a una amiga en esos momentos y la única a quien aferrarse, lo cual le resultó bastante patético.
El reverendo Grant, religioso del pueblo, la saludó y le pidió que no vacilara en decir unas palabras si así lo deseaba. Después se le acercaron los Crousier para saludarla, le siguieron los Ruskin, los Renau, el alguacil Rourke y su hijo Eric, el detective Bauwens, la señora Mason, la señorita Martin y la lista continuó. Mía no tenía más opción que bajar la cabeza y agradecer el pésame de personas que habían conocido a Daniel mucho más que su propia hija.
Unos minutos más tarde, algunos tomaron asiento y otros se mantuvieron de pie, junto a los que llegaron retrasados. El pueblo entero y algunas personas de Ravensburg acudieron al funeral. En algunos se podía ver un dolor genuino, pero la mayoría estaba allí por puro compromiso o para aprovechar la comida gratis en la posterior recepción.
Un cuervo se sumó a la ceremonia, posándose sobre una alta rama como si quisiera obtener una vista panorámica. Mía alzó la vista para verlo y en ese momento descubrió que entre la gente se abría paso un hombre. Su andar era pausado y cauteloso, como si quisiera pasar inadvertido. Llevaba ropa informal, como la mayoría de los presentes, y su rebelde y oscuro cabello resaltaba cierta palidez. A pesar de su esfuerzo por peinarlo hacia atrás, la brisa empujaba delgados cabellos sobre su rostro, cubriéndole la mirada.
Su presencia inquietó a Mía más de lo que ya estaba. Con disimulo, se inclinó hacia Lorna y le susurró con sigilo:
—¿Ese es...?
—Es Milo.
—¿Dijiste que es el hijo de Jonás?
—Sí, es un tipo algo extraño.
—¿En qué sentido?
—Habla con los cuervos.
Mía no supo qué decir.
El reverendo Grant se acercó al pequeño estrado y comenzó la sencilla ceremonia. Todo sucedió en cámara lenta. Mía percibía sonidos lejanos de voces desconocidas e imágenes borrosas que no distinguía con claridad. No solo los calmantes la mantenían en un estado de permanente duermevela, sino que el vacío que la cubría tampoco la dejaba enfocar su atención en la realidad que la rodeaba. Se sentía ausente, como en una especie de trance al que ya estaba habituada, hasta que de repente Lorna le soltó la mano y le indicó el estrado. El reverendo Grant la invitaba a hablar, pero ella no tenía idea de qué transmitirle a un grupo de completos desconocidos. Respiró hondo y se paró junto al reverendo para mirar a todos los presentes, que la observaban como a un bicho raro, mientras otros fingían estar demasiado dolidos para levantar la mirada.
—Realmente no sé qué decir —confesó—. Es difícil regresar a mi pueblo natal después de tantos años, pero más difícil es perder a un padre de repente y saber que todos ustedes compartieron con él mucho más tiempo del que yo pude compartir —admitió sin miramientos, lo que hizo que los atentos se sorprendieran y que los indiferentes le prestaran atención—. Han pasado menos de veinticuatro horas desde que llegué y he recibido el afecto de personas que apenas recuerdo, como si ellos me conociesen de toda la vida. Me recibieron mejor que en cualquier otro lugar que haya estado y es ahora, al verlos a todos aquí, que creo comprender por qué mi padre amaba tanto este pueblo.
Un nudo en su garganta le impidió continuar y las lágrimas la invadieron. Trató de contenerlas, ocultando su rostro para tomar aire antes de volver a mirarlos. Todos respetaron su pausa, aunque no faltó el inevitable “cof, cof” de alguien que hace del silencio algo más incómodo. Cuando alzó la cabeza de nuevo, vislumbró a un hombre alto y elegante, de cabellos dorados y rostro perfecto. Estaba parado con sus manos juntas al frente y cerca de los presentes que estaban de pie, pero no con ellos. Más que un hombre, lucía como una figura pintada sobre el macabro paisaje del cementerio, una figura demasiado llamativa. Para ella, su silueta resplandecía, destacándose de entre todos los demás, y no solo por el hecho de permanecer firme como un soldado, sino porque su presencia era imponente e inquietante.
Después notó que Milo volteó para mirar a aquel elegante extraño y que este le respondió con un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, tras lo cual la miró a ella. En sus ojos destelló una luz que la paralizó de modo tal que no pudo volver a hablar. El reverendo Grant agregó unas últimas palabras y Mía, perdida por completo en su confusión y en su dolor, colocó sobre el ataúd aquel pequeño muñeco de felpa que había hallado en el escritorio del despacho para que una vez más la uniera a su padre, ahora desde el más allá.
La ceremonia concluyó y la gente comenzó a dispersarse. La recepción continuaría en la cafetería por cortesía de los Crousier. Mía se tomó unos minutos a solas mientras su padre descendía hacia su última morada. Un entierro cristiano era lo que hubiese querido él. Supo que, de todas formas, los habitantes de Lichtport no le hubiesen permitido otra cosa. Después de todo, para la mayoría de esas personas, ella era la hija ausente de Daniel Gentile y nada más.
De pronto, el cuervo de la rama voló y se posó sobre la lápida, pero Mía no se asustó, al contrario. Miró a la sombría criatura y le dedicó una leve sonrisa para agradecerle su presencia.
—No podría ser más cliché, ¿verdad? Solo falta la lluvia —se dijo a sí misma, pero, irónicamente, era un hermoso día soleado.
Luego observó al cuervo con mayor detenimiento y notó algo extraño en su ojo izquierdo: se veía apagado, sin brillo, como si estuviese ciego. El ave la miró moviendo su cabeza de un lado al otro, tal como un perro tratando de comprender a su amo cuando le habla. Ella sabía que los cuervos eran animales muy inteligentes, pero este en particular parecía estar examinándola de pies a cabeza, y en un intento por abstraerse del deprimente escenario que la rodeaba, se preguntó dónde estaba su cámara fotográfica cuando más la necesitaba.
—Lamento mucho lo de su padre. —Una profunda y sigilosa voz la desconcentró.
Mía volteó y descubrió a Milo. Al igual que con Seth, sintió esa extraña atracción y repulsión combinadas, pero aún más intensa, algo misterioso que la atraía y la alejaba de manera inexplicable. Sin embargo, esta vez se sumaba una nueva sensación, una que se asemejaba al amor a primera vista, solo que no era ni el momento ni el lugar indicado para identificarla como tal.
—Soy Milo Boucher —continuó él, presentándose con una seriedad que le heló la sangre.
—Mía Gentile. —Le estrechó su mano y sintió otra vez aquel incómodo cosquilleo, del cual se disculpó avergonzada.
El cuervo graznó y voló hacia el hombro de Milo como una mascota domesticada.
—Este es Bael —agregó, presentándole al ave que lucía más amigable que su dueño.
—Gusto en conocerlo —dijo—, y a Bael.
—De hecho, ya nos conocíamos.
Ella hizo una mueca; comenzaba a acostumbrarse a que la gente le evidenciara su falta de memoria.
—No la culpo, se fue cuando era muy pequeña —agregó—. Mi padre no ha podido asistir hoy debido a su frágil salud, pero le envía sus condolencias. En cuanto mejore, la visitará para dárselas en persona.
—Se lo agradezco. Recuerdo a Jonás, su padre, y espero que se recupere pronto.
Se miraron fijo uno al otro, tratando de comprender qué era esa misteriosa energía que los separaba, una suerte de delgado pero poderoso campo de fuerza invisible entre ellos que, paradójicamente, al mismo tiempo los atraía.
Milo Boucher guardián del faro, pescador, agricultor y comerciante de tiempo completo; un solitario amante de la naturaleza y enemigo declarado de la vertiginosa vida metropolitana que odiaba los teléfonos celulares, las cámaras digitales y los ordenadores. Sus pasatiempos eran hacer crucigramas, criar cuervos y maldecir a la humanidad.
Milo era además serio, frío y distante, de tal manera que se fusionaba con su alrededor como una escultura funeraria más. También era curioso y no pudo evitar el deseo de entrar en Mía y abrirse paso hacia sus emociones más profundas, donde el miedo y la desesperación se guardaban bajo una llave de remedios recetados. Y en ese preciso momento, Mía sintió que su cuerpo cosquilleó, avisándole que algo quería invadirla, y de alguna forma se lo impidió. No estaba de humor para dejarse llevar por los engaños de su dañada mente.
De repente, el cuervo remontó vuelo.
—Ya casi es la hora sexta —dijo Milo.
Mía miró su reloj para confirmarlo. Era mediodía y el sol comenzaba a apretar.
—Sí, debo ir a la recepción.
—Tendrá que disculparme, pero no podré ir; mi padre me necesita.
—Lo entiendo. Cuídelo bien, no cometa el mismo error que yo cometí —dijo y él hizo un leve movimiento de cabeza que Mía interpretó como afirmación.
Se despidió y ella lo contempló alejarse. El reverendo Grant se le acercó luego para unas últimas palabras de consuelo y Mía aprovechó para preguntarle por Caín Stärker, quien se presentó ante ella con su impecable porte y su intrigante mirada.
—Lamento mucho su pérdida —le dijo y la abrazó.
Mía se quedó pasmada.
Él era el hombre elegante que permanecía de pie como un soldado. De cerca era más inquietante todavía. Era alto y fornido, y su corto cabello de trigo brillaba a la luz del mediodía, dibujando una misteriosa melodía. Sus profundos y verdes ojos parecían dos esmeraldas esculpidas por habilidosas manos. En su imaginación, Mía lo percibió como una especie de antiguo rey germano, solo que aseado y con el corte de cabello de un General nazi. Su traje oscuro resaltaba su rosada piel, mientras que suaves arrugas delataban sus cuarenta y tantos años en la expresión encantadoramente siniestra de su exquisito rostro.
Para algunos, Caín Stärker era el nuevo Mesías; para otros, Satanás en traje de oficina.
—Quiero que sepa que estoy a su entera disposición —continuó él.
—Ya hizo demasiado, señor Stärker. Se ha tomado molestias que no debía.
—Estimaba mucho a Daniel y él mismo me pidió que ayudara a su hija si algo llegara a pasarle algún día. Hoy estoy cumpliendo mi promesa.
—Los gastos deben haber sido...
—El dinero no es problema —le interrumpió—. Daniel y yo éramos buenos amigos. Además, no podía hacer menos conociendo su situación personal —añadió y eso hizo que ella se tensara, pero el tono de Caín sonaba demasiado sutil y hasta seductor—. Cuente conmigo para lo que necesite.
—Es muy amable.
—Imagino que debe sentirse extraña en Lichtport; regresar después de tantos años debe ser difícil, pero si puedo hacer algo para que su estadía aquí sea mejor, no dude en hacérmelo saber.
Ella alzó una ceja, suponiendo que se trataba de palabras vacías. Cierta frivolidad en Caín la desalentaba, a pesar del evidente atractivo. Escarbó en su mente en busca de algún recuerdo de él, una mísera imagen mental al menos, pero fue inútil. Volvió a agradecerle todo lo que había hecho y vio a Lorna a la distancia haciéndole señas para que se apresurara. La gente la esperaba en la cafetería.
Se despidió de Caín y luego de su padre una última vez; esquivó algunas lápidas y se alejó. No quería estar más allí.
Caín se dispuso a retirarse también. Caminó unos pocos metros y se detuvo al pasar junto a un robusto y frondoso árbol, donde descubrió a su espía sin necesidad de mirarlo.
—¿Qué quieres, Milo? —dijo antes de voltear hacia él.
—Saber que estás haciendo —respondió este con tono suspicaz.
—Siendo amable.
—Ella no es de los nuestros. Déjala en paz.
—Tiene una doble naturaleza, ¿lo sabías?
—Pero no es como nosotros —precisó y se acercó a él.
—Quizás estás perdiendo tus habilidades. Tu alimentación no ha sido muy buena en las últimas... ¿cinco décadas? —dijo Caín con tono irónico—. Estás débil, puedo olerlo —agregó con cierta malicia mientras caminaba a su alrededor para examinarlo mejor, y siguió su camino—. Deberías volver a cazar, eso te haría más fuerte.
—Eso me haría un asesino —masculló Milo y, en menos de un segundo, Caín se apareció frente a él, congelándolo con su amenazante y oscura mirada, sin la menor señal de humanidad en sus ojos teñidos de negro.
—Matar cazadores no es asesinato —murmuró casi gruñendo—, es supervivencia.
—Qué curioso... Ellos piensan igual respecto de nosotros —respondió Milo y sus ojos también se volvieron infernales para demostrarle que aquella debilidad de la que lo acusaba no era real—. Deja a Mía en paz —añadió y se alejó en dirección al bosque.
En la cafetería de los Crousier, Mía continuaba recibiendo palabras de condolencia de personas que no conocía y que tampoco tenía la intención de conocer. ¿Quiénes eran? ¿Qué estaba haciendo ella allí? ¿Qué podía decirles a esas personas? Todo carecía de sentido. Y como si fuera poco, su aspecto no solo delataba su carácter foráneo, sino que además, ante los pueblerinos, la hacía sentirse una adoradora del Diablo. Su cabello oscuro, las uñas negras, la ropa de luto y su fotofobia patente en su palidez llamaban inevitablemente la atención.
—Oye, Mía, ¿conoces a Debbie? —le dijo Lorna, trayendo consigo a la joven Deborah Ruskin, que la saludó otra vez con una tímida sonrisa (ya lo había hecho durante el funeral, pero no la había registrado).
—Hola, Deborah. Gracias por venir.
—Debbie tiene un gran talento con las flores. Deberías ver su jardín —continuó Lorna.
—¡Qué bien! Yo no tengo suerte en la jardinería, cada planta que he tenido no ha sobrevivido más de tres meses.
—¿No te gustan las flores? —preguntó Debbie.
—Claro que sí. Algunas veces, mi padre me llevaba esas rosas negras que crecen por aquí. Me fascinan.
—Se llaman Black baccaras, pero no son negras en realidad, sino de un rojo muy oscuro que da esa impresión.
—Ah...
—¡Debbie tiene muchas de esas en su jardín! —agregó Lorna.
—Tal vez podrías enseñarme a plantar algunas —continuó Mía, solo para distraer su mente, y la joven asintió con la cabeza.
Durante la siguiente hora, Lorna se encargó de comentarle a Mía la vida y obra de la mayoría de los presentes, como si leyera expedientes escolares, historiales médicos y antecedentes policiales, excepto de las dos personas que habían llamado su atención: Milo Boucher y Caín Stärker, y no iba a preguntar acerca de dos hombres en medio del funeral de su padre como si fuera una solterona desesperada.
De Debbie, como la llamaban todos, Lorna enfatizó su timidez patológica, culpando a sus temerosos padres por criarla como dos campesinos del siglo XV. Al detective Seth Bauwens le dedicó apenas unos minutos, resaltando su personalidad cordial pero reservada, cosa que Mía ya había percibido desde el primer momento. Después fue el turno de Julia Martin, la madre soltera con inclinación hacia el detective; le siguió J.J. Lavazzo, el hipocondríaco del pueblo, que hacía menos de un año había comprado una casa junto a la del doctor Renau para no hacerlo caminar tanto todos los días. Finalmente se quedó hablando de Eric Rourke, el hijo del alguacil, con quien tenía un amorío algo complicado. El parloteo de Lorna comenzaba a agotarla.
“Activar acción evasiva”, oyó Mía en su cabeza, aunque era una buena distracción. Tenía la sensación de que todos allí la miraban de manera extraña (el delirio persecutorio era lo primero en su perfil psicológico). Comenzó a sentir el peso de todas las miradas hasta que de pronto, imágenes veloces de rostros diabólicos se cruzaron en su vista; sus demonios internos, acechándola una vez más. Supo que estaba al borde de un ataque de pánico y su perturbación fue tal que algunos lo notaron. Seth era el más perceptivo y el que mejor manejaba situaciones de ese tipo, no por nada se había ganado su puesto de centinela. La persuadió para salir del lugar unos minutos y respirar un poco de aire.
—No se preocupe —le dijo y la guió bajo la sombra de un árbol—. En unas horas, todo esto acabará.
—¿Tanto se nota?
—Tal vez pueda ayudarla.
—¿Cómo?
—Cierre sus ojos...
—Respire hondo y cuente hasta diez —interrumpió ella—. ¿Qué es eso? ¿Alguna técnica de yoga o meditación que utilizan por aquí?
Seth arqueó las cejas y la miró con una expresión reacia que trató de disimular.
—Lo siento, no tengo un buen día —se disculpó ella—. De todas formas, ¿qué clase de detective es usted?
—El mejor de todos —interrumpió la poderosa voz de Caín—. Puede confiar en el detective Bauwens, hace muy bien su trabajo —añadió y le dio unas palmadas en el hombro a Seth, un gesto demasiado familiar que este agradeció solo por formalidad—. Lamento tener que retirarme tan pronto, pero debo regresar a Ravensburg, no sin antes dejarle mi tarjeta.
Mía la tomó sin vacilar y se preguntó por qué Caín estaba siendo tan amable.
—Muchas gracias, señor Stärker. No sé cómo agradecerle todo lo que ha hecho por mi padre y por mí.
—Ya le dije que se lo debía —respondió—, y recuerde que estoy a su disposición —agregó con una sonrisa y se fue hacia su coche.
Mía no lo había notado antes, pero de todos los automóviles aparcados, relucía entre carrocerías oxidadas y vidrios polvorientos un flamante Audi S8 negro modelo 2009, una joya del diseño automotriz. Definitivamente, el dinero no era un problema para Caín Stärker. Ella no era aficionada a los automóviles, pero desde que había visto la película Ronin, los Audi se habían vuelto un objeto de fascinación. Después miró la tarjeta. Era austera y elegante, como su dueño. Tenía su nombre, su teléfono móvil y una dirección de correo electrónico, nada más.
—El señor Stärker es muy amable, se ha hecho cargo de todo —le comentó a Seth.
—Sí, es muy... atento —murmuró él sin deseos de emitir más comentarios.
—La mayoría de las personas aquí me miran raro. Tengo la sensación de que mi presencia les incomoda.
—Es un pueblo pequeño y aislado, y no suelen recibir gente nueva.
—Lo dice como si usted no formara parte de él.
—En realidad yo vivo en Ravensburg, pero Lichtport pertenece a la misma jurisdicción. Tengo buenos amigos aquí y me gusta venir a menudo —explicó el detective—. No malinterprete a estas personas, Mía; pueden resultarles algo pueblerinos, pero son buena gente.
—¿Y qué hay de Ravensburg? Apenas recuerdo la ciudad. Mis padres solían llevarme allí de paseo cuando era pequeña: cine, restaurantes, juegos de video... No era muy grande, pero si activa.
—Pues allí todo es más urbano, como usted acostumbra.
—No crea que no me agrada el pueblo, detective, es que aún no he tenido tiempo de disfrutarlo.
—¿Planea quedarse mucho tiempo?
—No estoy segura. Algo me dice que tengo unas cuantas cosas que hacer por aquí, en cuanto deje de ver todo negro a mí alrededor, claro.
De pronto, un cuervo se posó sobre una de las ramas del árbol bajo el cual Mía descansaba.
—Hola —le dijo ella con una sonrisa, pero el ave ni se movió.
Seth también observó al cuervo y después miró a Mía.
—¡Qué tonta! Como si fuese a responderme —añadió ella y se encogió de hombros.
—Algunos lo hacen.
—Sí, con chillidos. —El ave hizo un sonido agudo y remontó vuelo para alejarse—. Se lo dije.
—De hecho, los cuervos graznan, no chillan.
“Gracias por la lección de lenguaje”, pensó ella, pero no lo dijo. En su lugar, se limitó a un ligero “Ah”.
—Trate de relajarse, Mía, y tómese su tiempo necesario aquí. —Seth colocó su mano en el hombro de Mía de un modo que procuró ser tranquilizador y se tomó unos segundos para tratar de adentrarse en ella, mas las emociones encontradas y los pensamientos alborotados le brindaban un panorama demasiado confuso. Supuso que la situación no era la mejor para intentar leerla, por lo que no insistió.
—Lo intentaré —dijo ella, sintiéndose algo incómoda.
—Debo retirarme ya. Espero que termine bien el día, en la medida de lo posible.
—Gracias por su presencia, detective, y por su honestidad. —Forzó una sonrisa y regresó a la cafetería, donde le pidió a Nancy algo de beber mientras rogaba para que todo aquello acabase pronto.
Todo el pueblo continuó en la recepción, pero el detective Seth Bauwens condujo hacia el norte, cerca de los límites del pueblo. El cuervo volaba sobre su automóvil como un acompañante silencioso. Aparcó junto al Audi de Caín, frente a una casa aislada entre pinos, cipreses, nogales y manzanos; miró al cuervo que se había posado sobre la barandilla de madera del porche y entró sin golpear. Caín, Milo y Jonás lo estaban esperando en la austera sala.
—Creo que tendremos un nuevo habitante en Lichtport —les dijo.
—Mía Gentile, la hija de Daniel —anticipó Jonás, con su voz ronca y gastada—. Milo me ha dicho que parece agradable, pero que todos han percibido algo inusual en ella, ¿cierto?
—Pues sus emociones son demasiado confusas y solo percibo imágenes erráticas —confesó el detective—. Debemos ser cautelosos. El contacto con su padre ha sido escaso todos estos años y no sabemos cuánto sabe de nosotros.
—Para eso estás tú aquí, Seth. Si hay algo extraño en ella, lo sabrás antes que nadie.
—La chica no causará problemas. Solo está angustiada, eso es todo —interrumpió Caín con tono seguro y relajado—. En unos días volverá a su casa. Por lo tanto, no veo razón para alarmarnos.
—Es cuestión de precaución, lo sabes muy bien —le dijo Seth.
—Entonces, les rogaría que vayamos al grano. Tengo una reunión en media hora.
Milo giró su cabeza para lanzarle una de sus punzantes miradas a Caín y, con lo que resultó ser un evidente sarcasmo, le dijo:
—El mundo de los negocios te tiene muy ocupado.
—Así funciona esta Era, Milo. O te adaptas al progreso o te consumes en la nostalgia.
—¿Por qué estás aquí, de todos modos? Hace tiempo que ya no te ocupas de estas cosas.
—¿Y tú desde cuándo lo haces?
—Caín está aquí porque yo se lo pedí —interrumpió Jonás ante el predecible entrecruce de palabras—. Él es parte de Lichtport también y la muerte de Daniel nos ha afectado a todos.
Milo le lanzó otra mirada recelosa y continuó:
—Sabemos cómo actuar si un desconocido se presenta en el pueblo, pero...
—Mía no es un desconocido, es la hija de Daniel —precisó Seth.
—Pero es difícil de leer incluso para ti —interrumpió Caín con una risa tonta. Realmente disfrutaba de modo perverso los fracasos ajenos—. Repito que no creo que permanezca aquí mucho tiempo.
—Lo mismo dijiste de Napoleón en Italia —siseó Seth.
—Si permanecerá aquí o no, es decisión de ella, no nuestra —volvió a interrumpir Jonás—. Su padre acaba de morir y necesitará tomarse su tiempo. Debemos acompañarla y ayudarla en lo que necesite como a cualquier otro miembro de nuestra comunidad.
—Por supuesto, pero esa chica tiene un gran desequilibrio emocional y me temo que interferirá en la investigación —continuó Seth—. No cree que su padre haya sido atacado por un animal.
—Ni yo —agregó Milo—. Lichtport no ha tenido lobos salvajes en años, ¿por qué habría de tenerlos ahora?
—Progreso, Milo, pro-gre-so —repitió Caín.
—No estamos seguros de que haya sido un lobo —declaró Seth—. Yo fui quien encontró a Daniel en el bosque, pero no percibí ninguna presencia, ni en ese sitio ni en los alrededores. No tengo idea de qué fue lo que lo atacó y Mía no se conformó con el informe oficial.
—En ese caso, podría persuadirla para que se limite a hacer lo que debe y luego se vaya —comentó Caín.
—La chica acaba de llegar, ¿y tú ya quieres hechizarla?
—¡¿Hechizarla?! ¡Ja! ¿Me comparas con un simple brujo?
—¡Nadie le hará nada a Mía! —exclamó Jonás, imponiendo su autoridad—. Por el momento, nos mantendremos alerta y la ayudaremos en lo que podamos. Y tú, Seth, ya sabes lo que debes hacer. —El detective y centinela asintió con la cabeza.
Milo, por su parte, miró a Caín con suspicacia. Aunque no era capaz de leerlo, conocía muy bien sus costumbres.
Una vez que Jonás dio por terminada la reunión, Caín subió a su coche y condujo velozmente hasta Ravensburg, donde manejaba una pequeña pero monopólica compañía de bienes raíces. Era una útil fachada que además dejaba buen dinero.
—Buenas tarde, señor. Alan y Gabriel lo esperan en su oficina —le dijo su secretaria al verlo entrar. Era una muchacha joven, más bien menuda, y que fingía muy bien la simpatía.
—Gracias, Ruth. ¿Algún mensaje?
—Solo algunas cartas que dejé sobre su escritorio. Y Karen Pacheco está aquí desde hace veinte minutos, la hice pasar a la sala de reuniones.
—Bien, ofrécele un café.
—Ya lo hice.
—Entonces ofrécele otro —le ordenó. Luego se aflojó un poco la corbata y entró a su oficina.
Al verlo entrar, los dos jóvenes se pusieron firmes como soldados ante su superior.
—Buenas tardes, señor —dijeron al unísono.
—¿Cómo estuvo el funeral? —preguntó Alan, el rubio de mirada maniática.
—Como todos los funerales: aburrido, hipócrita y patético —respondió Caín y se quitó la chaqueta.
—Esa estúpida costumbre milenaria de abonar la tierra con cuerpos humanos... Vaya desperdicio de comida.
—Sobre todo si gastas tanto dinero para el cadáver de un ebrio bueno para nada —agregó Gabriel, el moreno de piel, ojos y cabello.
Caín les lanzó una breve mirada mientras revisaba la correspondencia sobre el escritorio y rio por lo bajo.
—En primer lugar, la ceremonia fue para Mía y para la gente del pueblo —les dijo—. Y en segundo, tu interés materialista no hace más que delatar tu juventud y estupidez, mi impertinente muchacho. Una mínima inversión siempre es necesaria, de dinero, de tiempo y de energía. Mía estaba muy emocionada y agradecida por todo, y eso es lo que importa.
—Lo siento, señor —se disculpó Gabriel.
—No lo hagas. Estás aquí para aprender, no para disculparte. Ahora más que nunca cuento con ustedes para que se encarguen del negocio mientras yo me ocupo de Mía.
—¿Qué tan valiosa es esa chica? —preguntó Alan.
—No tienes idea —respondió con una sonrisa deliciosa. Incluso contuvo el deseo de frotarse las manos—. Ahora bien, ¿qué hay de la tal Karen Pacheco? ¿Tienen el informe?
—Aquí mismo. Es todo lo que hemos podido investigar en tan pocos días —dijo Gabriel, acercándole una carpeta—. Al parecer es una inversionista muy ambiciosa.
—Interesante... —murmuró Caín ojeando los papeles sin mucho interés y luego los echó al papelero—. ¿Y el verdadero informe? —añadió, pero los jóvenes se mantuvieron en silencio, con la mirada inquieta como dos niños que no habían hecho su tarea—. El informe psicométrico —insistió—. ¿Nada? ¿No la leyeron?
Los jóvenes balbucearon como tímidos alumnos de escuela, a lo que Caín bufó molesto y se frotó los ojos.
—A ver, ¿qué rayos es la psicometría? —preguntó.
—Es la habilidad que tenemos para percibir información residual, la memoria histórica o sensaciones relativas de un objeto o persona —dijo Alan como si lo leyera de una enciclopedia.
—¿Y cómo funciona?
—Por medio del contacto físico —respondió Gabriel.
—Bueno, han pasado el examen teórico muy bien, ¡pero no el práctico! —espetó—. ¿De verdad no leyeron a esa mujer cuando llegó?
—Pues yo apenas conseguí algunas imágenes —dijo Gabriel—. La vi en su coche rodeada de cosas, tomando notas... Nada relevante.
—¿Y tú Alan?
—Solo logré verla en diferentes oficinas, haciendo negocios o algo así.
Caín respiró profundo y soltó el aire muy despacio, manteniendo su expresión severa.
—¡Ruth! —exclamó y la chica entró enseguida.
—¿Sí, señor?
—Dime por favor que tú sí leíste a la tal Karen.
—Oh, bueno... —balbuceó la joven—. Obtuve solamente una imagen cuando le llevé el café. La vi pelear con un hombre, al parecer su esposo o novio...
—O padre, hermano, primo, vecino... —interrumpió Caín con tono sarcástico.
—Tal vez no haya más que lo que pudimos ver.
—O tal vez no se estén esforzando lo suficiente —siseó y hasta el aire se tensó—. Llevo años trabajando con ustedes, ¿y aún no pueden dominar su psicometría? ¡Son mis aprendices, maldición! A estas alturas ya deberían poder leer a un simple humano con solo rozarle el hombro. Scheisse![2] —gruñó y se acercó a ellos para examinarlos de cerca.
Caín era de esos tipos que no soportan ni la mera idea del fracaso, mucho menos perder el tiempo, y cuando se ponía de mal humor, se le escapaban insultos en su lengua nativa.
—No sé qué pretendo de su generación —se dijo a sí mismo. Continuó mirándolos con detenimiento e hizo una mueca—. ¡Uh! Todavía no almorzaron.
—Estábamos esperándolo a usted. Ruth quería ordenar comida china —dijo Gabriel.
—¿Comida china? —repitió, alzando las cejas—. Solo denme diez minutos. —Se ajustó el nudo de su corbata y fue directo a la sala de reuniones.
Allí lo esperaba Karen Pacheco, sentada con su carpeta de tapa azul junto a la enorme mesa. Lucía una camisa delicada y una falda algo sugerente que dejaban en claro su atractivo físico.
—¿Señorita Pacheco?
—Señor Stärker, al fin nos conocemos —dijo al verlo, estrechándole su mano.
—Lamento haberla hecho esperar.
—Estoy segura de que valdrá la pena.
—Bueno, por teléfono su oferta sonaba muy prometedora. Aunque debo admitir que me sorprende su impaciente interés.
—Tenía que hablarlo personalmente. Aquí he traído todo para explicarle con detalle —dijo y comenzó a desplegar sus papeles sobre la mesa.
Caín tomó asiento de un modo distendido y dejó que Karen dijera todo lo que tenía que decir. Se veía ansiosa, pero muy confiada en sí misma. Quería seducir a Caín con sus ideas, ofreciéndole una interesante propuesta de sociedad capitalista.
Mientras tanto, los tres jóvenes empleados continuaron con sus labores, aunque no por mucho tiempo, pues unos minutos después pudieron percibir sonidos extraños que provenían de la sala de reuniones.
—Parece que el jefe está cerrando el trato —bromeó Gabriel.
Ruth encendió la radio. No quería escuchar ni pensar en su seductor jefe y mentor teniendo sexo sobre la misma mesa en la que habían discutido el último aumento de salario.
De pronto, oyeron un gemido, esta vez más profundo y grave, y lo reconocieron enseguida. Se miraron sorprendidos y se acercaron despacio a la puerta doble de la sala de reuniones, pero no demasiado, no se atrevían. Intercambiaron miradas de extrañeza durante algunos segundos, preguntándose qué estaba sucediendo realmente allí dentro.
Alan, el más poderoso de los tres, fue el primero en sentir el último resabio de energía de Karen y el olor de la carne fresca. Miró a los demás con una amplia sonrisa contagiosa, tratando de decir lo que se hizo evidente cuando el espeso líquido rojo comenzó a escabullirse por debajo de la puerta doble. Dieron unos pasos hacia atrás y estas se abrieron de repente de par en par. Los ojos negros de Caín se clavaron en sus tres discípulos, mientras su lengua barría la sangre alrededor de su labio superior. Había restos de piel y carne en su barbilla y en su cuello.
Los miró en silencio, frunciendo el ceño, y se limpió el rostro con lo que quedaba de la camisa de la mujer.
—Comida china, ¡ja! Disfruten su almuerzo —les dijo y caminó hacia su oficina.
Los tres jóvenes, que miraban antes con extrañeza y confusión, sonrieron y se abalanzaron sobre el cuerpo mutilado que yacía sobre la mesa, devorando los restos como bestias carroñeras.
Mientras, Caín buscó un traje limpio que siempre guardaba en caso de emergencias como esa. Más tarde enviaría a Gabriel a comprar uno nuevo.
[1]Sixteen Tons (“Dieciséis toneladas”) es una canción registrada en 1946 por el cantante de música country estadounidense Merle Travis. A lo largo del tiempo, ha sido versionada por diversos músicos, entre ellos Johnny Cash.
[2] En alemán: “¡Mierda!”
Fin del Cap.1
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