Zángano (patrice_om) Capítulos 6 y 7
6.
El roce le indicó que se encontraba, otra vez, entre los malditos cortinados, pero ¡estaba libre! Es decir, ya no había esposas que le sujetaran las muñecas ni pendía boca abajo de ningún gancho; de todos modos, estaba atrapado entre los paños. Esta vez no se sintió caer, simplemente estaba allí. Se deshizo de las telas e intentó levantarse. Los músculos agarrotados le impidieron moverse rápido, tuvo que respirar profundo y comenzar despacio para lograrlo.
Las paredes de piedra, un camastro de oscura madera rústica y el suelo cubierto de paja, le dieron la idea de que se hallaba en algún sitio medieval. Hacia arriba, una ventana terminada en arco dejaba entrar la luz de afuera. Luz blanca. De luna brillante. Hacia la derecha, una puerta de tablas con cerradura negra y su llave, lo tentó. Pero no pudo abrirla.
Algo aleteó cerca, casi rozándole la cabeza.
—¡Y ahora ¿qué?! —masculló con rabia, harto de los misterios, los viajes temporales y los escenarios desconocidos.
—Bienvenido —pronunció una voz profunda. Dio un giro rápido, a la defensiva del aleteo, que no hacía más que molestarlo.
Un joven de aspecto agraciado sonreía maliciosamente frente a él. Llevaba un traje antiguo de terciopelo morado; desde el cuello caía una cascada de seda, como blondas nacaradas. El cabello, brillante y oscuro, se recogía en una coleta. «Tiene el porte de un lord», pensó. Sin embargo, eran extraños los ojos de mirada intensa. Oscuros como el temor, con tintes rojizos, como hilos de sangre.
—¿Quién eres? —gruñó.
El joven amplió la sonrisa dejando ver una dentadura perlada, similar en color, a la luz de la luna.
—¿No me reconoces? Me has llamado cosa todos estos años —repuso con suavidad.
—¿Tú?
—¿Te extraña?
—¡Claro que me extraña! Siempre te he visto metido en una... capa o sotana, o como quiera que la llames. Parecía que no tenías rostro, ni cuerpo... ¡Una cosa!
El joven soltó una carcajada discreta y se sentó en una silla que sacó de las sombras; con un ademán, lo invitó a hacer lo mismo. Como no vio dónde, se sentó en el camastro.
—¡Ay, mi querido don nadie! —Suspiró el ahora lord—. No aprendes, no te das cuenta... ¿Qué voy a hacer contigo?
—¿Explicarme de qué va todo esto?
En la mazmorra sonó de nuevo la risa de ese ser que, sin ser conocido, se le hacía familiar. Y al que, en el fondo, le alegraba ver; al menos era alguien con quien ya había tenido contacto.
Las sombras seguían revoloteando cerca de los techos. No distinguió si eran palomas o gorriones. Aunque, con todo lo que venía sucediendo, bien podrían ser cucarachas gigantes, pensó con asco.
—Acompáñame —dijo el lord—. Vamos a dar un paseo.
Lo siguió por un amplio corredor, casi a oscuras, y salieron a un parque con numerosos senderos de piedra en cuyo centro se erguía una fuente.
—Observa a tu alrededor —pidió el anfitrión, deteniéndose.
Refunfuñando, miró a los costados.
—Muy lindo.
—Observa. No mires. Observa.
—¡Observar! ¡Mirar! ¿Qué diferencia hay?
El joven lo contempló casi con ternura. Dio un soplido y, resignado, torció la boca y volvió a mirar. Perdón, a observar. Entonces reparó en ellas. Lápidas.
—¡¿Otra vez un cementerio?! —gritó—. ¡Ya, ya, está bien! ¡Lo confieso! ¡Yo maté a Elvira! Ahora ¿qué? ¡¿Vas a dejarme encerrado en esa mazmorra de mala muerte de la que acabas de sacarme?!
—No me corresponde a mí tal cosa. Si alguien debe encerrarte será la policía, supongo, ¿no?
—Ah, ¿hay policía, aquí?
—¿Y por qué no la habría? ¡En todas partes hay policías! O, alguna autoridad, al menos.
—No sé, me da la impresión de que estamos en la edad media, o cosa por el estilo.
—¡Qué cosas dices! Esta es mi casa.
—Bueno, pues déjame decirte que es un poco oscura, aunque bastante amplia. Deberías pensar en redecorar.
—¿No ves nada de particular en esas lápidas?
—¿Por qué no me dices lo que quieres que vea y ya? Estoy cansado de adivinanzas... ¡Un momento! Dijiste... ¿años? ¿Dijiste que te llamé cosa todos estos años? ¡No llevo años viajando por... donde sea!
—No hablé particularmente del viaje. Hablaba de ti.
—No te he visto antes en toda mi vida.
El lord volvió a sonreír como para sí mismo y emprendió el camino hacia la fuente.
—Eso es verdad. Nunca me has visto realmente. Acá está —dijo al detenerse.
—¿Qué cosa?
—Lo que buscabas cuando iniciaste este viaje.
—¡¿El cofre que me dejó mi padre?!
—Así es. Y esta es la llave. —Tocó el centro de su pecho, sobre los volantes de seda, y extrajo una gema que colgaba de una cadena de oro.
—¡El ámbar!
—Exacto. Con él podrás hacer lo que quieras. Abrirás todas las puertas, incluso la tapa del viejo arcón que yace bajo mi fuente.
—Y ¿por qué mi padre te dio ese cofre a ti?
—Porque, aunque no me veas habitualmente, estoy. Y soy más sabio que tú. Pero, mi querido don nadie, todo tiene un precio.
—Primero, no me llamo Nadie y no me gusta que me digas así. Segundo, ¿más tengo que pagar? ¿Es que no anduve suficiente ya, de un sitio a otro?
—Has andado, sí. Pero ¿qué has aprendido?
—No sé ni me interesa. Dame la llave y dime tu precio. En ese cofre debe haber suficiente dinero para pagarte.
El joven rió a carcajadas.
—Te explicaré —dijo finalmente—. Esta es una fuente inagotable de riquezas. Es tu «cofre». Para hallarlo, debiste atravesar por todos esos mundos alternos que te llevaron, desde el presente, a tu pasado y a tu futuro, para que al fin comprendieras, pero es evidente que no lo hiciste. No entendiste nada. Aún así, todo puede pertenecerte. Solo tienes que entregarte a mí.
—¡¿Perdón?! —exclamó, horrorizado—. ¡Ni lo sueñes, maldito depravado!
—¡No estoy hablando de sexo! Verás, tengo de ti, lo que algunos llaman «alma». Antes, me viste como un retazo intangible, una figura incorpórea. Ahora soy un vampiro.
—¡Ja! ¡Y yo soy Peter Pan!
—¡La verdad es que podrías serlo! Eres como un niño que se niega a crecer. Eres caprichoso, lo quieres todo para ti.
—Tienes razón. Ahora quiero la llave de mi fuente de riquezas. —Estiró la mano con la palma abierta.
—Primero tienes que decidir. Si lo quieres todo, todo tendrás: riquezas, mujeres... y eternidad. —El joven volvió a sonreír, pero esta vez, su impecable dentadura mostró unos colmillos algo más largos que lo habitual—. Eso sí. Pasarás el resto de tu existencia en mi castillo.
—Y ¿de qué me servirá la riqueza si estaré encerrado? ¡Quiero mi cofre y la casa de Londres que me dejó mi padre!
—Y no aprendes. Deja que muerda tu cuello y obtendrás lo quieres.
—¿Y si no dejo que me muerdas?
—Regresarás a Buenos Aires como si nada hubiera sucedido.
—¿Y el cofre? ¿La casa de Londres? ¿Los sirvientes?
—Pueden ser tuyos. Solo tienes que elegirme. Así lo dispuso tu padre. Hasta tus sirvientes seguirán siendo tuyos por toda la eternidad, aquí están.
Las sombras aladas se posaron en el piso y de ellos surgieron John y Jane con sus uniformes, los ojos inyectados en sangre y colmillos un pelín más largo de lo habitual. Sus risas sonaron por toda la estancia.
—¿Así que ustedes también son vampiros? ¡Madre mía! ¡Esto es una pesadilla! ¡Muertos vivos, hadas, brujas! ¡Y ahora vampiros! ¿Por qué vampiros?
—Porque, en el fondo, es lo que eres.
—Yo no le chupo la sangre a la gente.
—No de forma literal. Pero eres lo que típicamente se conoce como un «chupasangre», absorbes y te llevas la energía vital de las personas, los utilizas, les quitas lo que puedes. Eres de lo peor. Los verdaderos vampiros, al menos, solo tomamos sangre por necesidad.
—Y tu dices que eres un verdadero vampiro.
—Sí. Y tengo tu alma, por tanto, todos somos parte de ti. Somos esos pedacitos de ti de los que reniegas: la suciedad, lo perverso, la codicia, la estafa, el asesino... Somos tú.
—¡No!¡Eso es mentira! ¡Me han tendido una trampa!
—¡Mira las lápidas! ¡Allí están todos tus muertos, menos tu padre, que ha hecho un pacto conmigo! ¡El resto está allí! ¡Los que mataste con tus propias manos y los que asesinaste con tu egoísmo! ¡Y está tu tumba también, esperándote! ¡Tú decides! La eternidad, donde caminarás por siempre en el valle de la sombra de la muerte para tenerlo todo, donde el dolor y el sufrimiento no existen. O tu preexistente mortalidad con la que viniste al mundo, donde cada error se paga, donde cada acción tiene sus consecuencias y donde cada persona cuenta. Donde hay dolor. Pero también perdón y redención.
—Y donde seguiré siendo pobre como una rata.
—Donde seguirás trabajando para obtener tus ganancias.
Lo miró de lado con gesto irónico.
—En Buenos Aires. En la Argentina. Donde mientras muero y caigo al suelo, la AFIP¹ me cuenta los latidos a ver si paso el límite no imponible... —Se rascó la cabeza—. ¿Me lo puedo pensar?
—No por mucho tiempo, amigo. Tengo tu alma, no lo olvides. Si eliges la oscuridad, será más oscura que tú. Si eliges la redención, renacerá. Y tú con ella.
7.
Tendido en el césped, con las manos bajo la cabeza, miró el cielo. Las nubes grises se arremolinaban sobre el castillo como un manto de malos presagios.
«Tengo tu alma —había dicho la cosa, devenida en vampiro—, por tanto, somos parte de ti. —Incluía a John y a Jane—. Somos esos pedacitos de ti de los que reniegas: la suciedad, lo perverso, la codicia, la estafa, el asesino... Somos tú».
Intentaba entender, decidir. No era fácil. Una vida eterna parecía lo más adecuado para sus ambiciones: podría tener las mujeres que quisiera, vengarse de sus enemigos, hacer y deshacer a su antojo sin responder jamás ante nadie... En verdad era muy atrayente.
Le intrigaba ese muchacho tan bello. ¿Podía ser el mismo que lo había acompañado en los diferentes universos? Lo había conocido como un trapo con ojos y boca que flotaba en el aire, más parecido a la humanización de la muerte que a un vampiro. Solo le faltaba la hoz. Sonrió ante la ocurrencia e intentó ordenar lo ocurrido hasta allí.
Un abogado se le había aparecido de la nada con un testamento dejado, supuestamente, por su padre, en el cual excluía a sus dos hermanos menores. Heredaba así, una casa en Londres con dos sirvientes que terminaron siendo tan «cosa» como la cosa, ratas voladoras, vampiros, espectros o lo que fuera. El pasillo rojo, tan señorial y lujoso, resultó ser un portal hacia diferentes mundos, ¡de lo más ridículo e increíble! ¡Pero sucedió, él anduvo por ellos!
Había visitado, en primera instancia, aquel ruinoso lugar donde encontró a esos niños insoportables que le recordaron... Un momento. ¡Eran, de verdad, sus hermanos! ¡Y la «cosa» realmente tenía sus botas!
«Claire y Dark», reflexionó. Clara y Oscuro. ¡Así los llamaba de niños! Tonta e Idiota. Vacía y pelota. Y otros tantos motes graciosos... Sí, era cierto, él había obligado a Nachito a jugar con una rata muerta y había ahogado al gato de Martina. ¡Eran solo juegos! ¡No podían enojarse por eso!
«Niños...»
Después había llegado a ese estúpido parque de diversiones y al circo, ¡los detestaba! Igual que a los payasos y a los trapecistas. Allí encontró a Elvira hecha jirones... «¡Elvira...!», suspiró. La había matado con sus propias manos... ¿Qué era todo aquello? ¿Cuentas que saldar? ¡Si escogía la inmortalidad nadie le haría pagar absolutamente nada! ¡No tenía por qué! ¡Ella se lo había buscado! ¡La muy zorra había matado a Rossana!
¡Rossana! ¡El ámbar estaba en el cofre! Podría devolverla a la vida, pero... ¿para qué? Ya no tenía interés en regresar con ella.
Luego saltó a ese ridículo mundo de fantasía donde conoció a Astrid, ¡maldita bruja! ¿Se parecía a su madre? No, su madre había sido una mujer buena, un poco loca tal vez, pero todo lo que hacía, lo hacía por su bien. Una vez había estado a punto de envenenarlo por esa obsesión que tenía de hacerlo adelgazar. ¡Él solo tenía ocho años!
Y después, aquel mundo lleno de terror, donde se vio de nuevo junto a su madre que, moribunda, le pedía ayuda. No podía ayudarla. ¿No la quería?
—¡Claro que la quería! —gritó con furia—. ¡Era mi madre! ¡Loca o no! ¡Desquiciada y enferma! ¡Era mi madre!
Se abrazó a sus piernas y sintió lástima por sí mismo. «¡Malditos todos!»
Y el ridículo vampiro que se reía de él junto a los inservibles de John y Jane.
—¿Qué clase de broma es esta? —protestó hundiendo aún más la cabeza entre las rodillas.
—¿Es posible que no lo veas? —susurró alguien a su lado. Volteó con el entrecejo fruncido.
—¿Otra vez tú? ¿Te formateaste de nuevo?
La cosa rió dentro de sus viejos harapos.
—Dices que mi padre hizo un pacto contigo... ¿De verdad eres el mismo de hace un rato? ¿El vampiro?
—Sí, soy yo. Y sí, tu padre hizo un trato.
—¿Cuál trato?
—¡Ay, mi querido! —suspiró el ente—. Hemos hecho todo porque te dieras cuenta, pero no hay caso. Te hemos paseado por todos los planos de tu existencia, por cada error, por cada pecado y no hubo manera de que comprendieras. La verdad es que tu padre hizo un trato con... Dios, el diablo, como quiera que llames a lo que hay dentro de cada uno. Él aceptará todos los castigos por ti, pero solo si te das cuenta de ellos y te arrepientes de corazón.
—¿Arrepentirme?
—Sigues sin comprenderlo...
—¡Explícate con claridad! ¡No soy adivino!
—Has visitado cada uno de los posibles escenarios de tu no existencia y de nada ha servido. ¡No has reconocido uno solo de tus errores!
—¿Errores?
—¡Ayyy! ¡Que me haces perder la infinita paciencia! ¡Tienes la última oportunidad, hombre! ¡De ir aquí o allá!
—Allá... ¿dónde? ¿Estoy muerto?
—Todavía no.
—¿Opciones?
—La vida eterna que te ofrece tu lado oscuro, o sea yo; o aceptar tus pecados, que también te he ofrecido.
—¿Me ofreces lo bueno y lo malo? ¡Ni siquiera sabes de qué lado estás!
—¡Ay! ¡Por todos los universos! ¿Que no ves que soy tu conciencia, tu alma, tu dios, tu demonio? Mi color, mi bondad, mi maldad, dependen de ti. ¿Entiendes?
—No.
—¡Si serás...! A ver, intentémoslo así: ¿dónde está Dios?
—En el cielo.
—¿Y el diablo?
—En el infierno.
—¡Pues no! O sí, si crees en ello, ¡pero tu no crees! Entonces, Dios y el demonio no existen fuera de ti. Tú eres ellos. Tú los creas, les das entidad y los fortaleces o los debilitas. ¿Ahora entiendes?
—Más o menos. ¿Y tú quién eres?
—Ese Dios o ese demonio. Soy tu conciencia, tu alma, como más te guste.
—¿Y por qué te estoy viendo?
—Porque tu padre eligió darte una oportunidad de que te redimas.
—Me ofreció un tesoro.
—¡Eso mismo! La verdad, la honestidad, el ser auténtico, sin mentirse frente al espejo. Eso es un gran tesoro.
—Así hablaba mi madre.
—¿Lo ves?
—¡Pero ella estaba loca! —El ente miró al cielo con súplica—. ¿Por qué todo este circo de los viajes astrales? ¿No bastaba con ponerme frente a un cura y decirle que me confiese?
—¿Lo hubieras hecho?
—No.
—Exacto.
—¿Y John y Jane?
—Son partes de tu alma también. Una señala lo que te encanta jugar con la mente de otros y, la otra, tu parte femenina y servil, aunque fuerte.
—¡No tengo ninguna parte femenina! ¡Y no soy servil!
—¡Ja! ¿Olvidaste aquella despedida de solteros donde...?
—¡Cállate! Fue solo un juego.
—¡Juego! En fin. Está bien. Ahí está tu padre, debes hablar con él.
—¡¿Papá?!
El hombre se acercó con una sonrisa.
—No, no sonrías —interrumpió el ente—. No entiende nada.
Y habiéndolo dicho, se diluyó en el aire.
—¿Cómo estás hijo?
—Pues, ¿cómo crees? —protestó con los ojos muy abiertos, incrédulo—. ¡Esto es ridículo!
—Escúchame, hijo, reconozco que no he sido un buen padre, quiero intentar hacerlo mejor en esta no vida. Has hecho lo que te he enseñado, has seguido mi ejemplo y debo disculparme por eso, te he guiado mal, te he abandonado, te he maltratado... Pero fui capaz de arrepentirme cuando llegó mi hora. No, no pongas esa cara. La tuya no ha llegado aún, pero llegará y no quiero que pases por lo mismo que yo. Por eso he hecho un pacto con tu conciencia: si abres tu corazón, te arrepientes de verdad y te resignas a pagar tus errores, serás liberado y yo pasaré la eternidad como un alma errante. Lo merezco, después de todo. Pero, si no te arrepientes, vagarás tú como un alma nómada y, créeme, no es algo bueno.
—¿O sea que no hay casa en Londres, ni cofre, ni ámbar?
El padre sonrió.
—Puede haberlo, hijo mío. Siempre puede haber más. Dime, ¿qué sientes en este momento?
—Rabia, ¡me has engañado!
—¡¿No te arrepientes?!
—¡¿De qué? Yo no he hecho más que matar a esa idiota de Elvira, buena para nada!
El padre lo miró con dolor. Se sintió morir de nuevo el verlo regresar a Londres, a su rutinario universo de oscuridad; pero ya nada podía hacerse. Debió haberlo hecho antes, cuando aún había vida. No debió presionarlo, ni hostigarlo, ni obligado a hacer daño a otros solo porque «le molestaban». No debió enseñarle a reírse del diferente, ni a ignorar a los que tenían menos.
El hombre suspiró con angustia, pudo haber sido un padre mejor, pudo haber enseñado a sus hijos la bondad y el amor, pero los había metido en una espiral de ambición, de codicia y pedantería. Sin embargo, llegado el momento, se había arrepentido con sinceridad de todo aquello. Sus otros hijos habían corregido su rumbo, pero el mayor... Ya era un hombre, le correspondía responsabilizarse de sus actos. No había logrado ayudarlo y eso le pesaba.
«Ojalá, pensó, cuando llegue su hora, sea capaz de lavar sus culpas como lo he hecho yo».
Le sonrió a su propia conciencia, que estaba a su lado, vuelta una bruja bastante decente, y caminaron juntos hacia su lugar de paz en donde expiaría sus culpas sin dolores fuertes. A lo lejos, su hijo, el zángano que nunca hizo nada, que no fue capaz de ocuparse de algo que no fuera él mismo, se alejaba acompañado de la cosa, a la que jamás pudo llamar conciencia, envuelta en harapos, sucia y oscura. Vacía.
FIN
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