Araña Roja (UticaKeane) Capítulos 1 y 2
CAPÍTULO 1. HERMANAS.
Los dolores de parto comenzaron a las tres de la madrugada.
La futura madre se resignaba a guardar silencio mientras las criadas revoloteaban a su alrededor trayendo sábanas limpias y toallas calientes que relajaran su aflicción. Ella fingía no importarle, pero sabía que, desde el primer momento en que concibió la vida moviéndose en su interior, no estaba dispuesta a ser madre.
El primer retoño nació a las cinco y veintiocho minutos, berreando como un animal huérfano, morado y arrugado como una pasa por los líquidos amnióticos que ahora se esparcían por el tálamo, arruinándolo. El segundo, con tres minutos puntuales de prórroga, sacó la cabeza y no pronunció ningún sonido hasta que la comadrona masajeó su espalda.
Dos niñas. Dos hermanas gemelas.
Las acomodaron en brazos de la cansada parturienta, que les echó un vistazo, esperando encontrar parecidos; pero no halló ni tan siquiera el modo de amarlas en ese momento de trato familiar que debía unirlas. No sentía que hubiera dado a luz, más bien le habían extirpado un inconveniente del que no se había encargado a tiempo.
Pasaron largos días, y como buenas gemelas, era casi imposible identificarlas. Tampoco contaban con nombre todavía, y la única que les ponía la mirada encima, era la niñera a cargo de sus cuidados. La madre se había eximido de su cargo con subterfugios. El más indudable, que se hallaba en estado de recuperación, había durado dos meses; el menos obvio, que se estaba apartando del desliz que había cometido al concebirlas. Y lo más desagradable no era eso; podría haber admitido a una, no hubiera repudiado tanto a la criatura más silenciosa de ambas. Por desgracia, habían sido dos. Dos almas idénticas, hembras -lo que agravaba aún más su estado de ánimo-, que no acarrearían sino problemas en aquella casa.
Tras cinco meses, la niñera resolvió darles algo para diferenciarlas que no fuera la cicatriz umbilical. Temía que, con el paso del tiempo y si la situación no se solucionaba, las dos niñas acabaran por asemejarse tanto la una a la otra que se fusionarían solo para agradar a la inexistente figura materna, la cual las juzgaba desde el quicio de la ventana cuando las sacaban al jardín de la mansión. Así pues, ungió sus dedos con aceite de lavanda y, marcando un círculo invisible en la frente de las pequeñas, les dio significado a sus almas neonatas: Ebba, para la mayor, que significaba "poderosa"; Edda, para la menor, que se traducía como "gloriosa".
El destino había sido infame una vez más con ellas al diferenciarlas solo en la permuta de una letra. Pero así, también sería más natural para la cuidadora llamarlas sin caer en la tentación de confundirlas; ya lo harían ellas pensando en a quién estaba llamando. Pelirrojas, piel blanca casi cristalina que dejaba entrever las venas en sus rostros, ojos color celeste con un intrincado veteado verde madreselva. Todo las separaba del ínfimo mundo que recorrían a diario.
Entre ellas, iniciaron una peculiar manera de comunicarse, creando sus propias miradas para los sentimientos que las dominaban. Cuando Ebba lloraba por una tristeza enigmática, Edda se encogía en un rincón y acariciaba dulcemente su propio cabello mientras cantaba nanas incoherentes; Ebba acababa dormida con lágrimas en los ojos a la par que Edda recogía su tristeza y sollozaba en mutismo. Cuando Edda deseaba con todas sus fuerzas abrazar a su madre mientras contemplaban el atardecer en el porche, Ebba levantaba sus cortos brazos hacia ella para librar a su hermana de la mirada desdeñosa que esta le lanzaba. No había palabras, pero las gemelas sabían lo que filosofaba la una de la otra; lo que anhelaban tanto como la llegada del estío con sus tórridos vientos y la balada de las cigarras.
El amor no existía, tampoco el afecto.
Las niñas desconocían dónde vivían o qué eran.
Mientras debían soplar las velas de los cinco años, recibieron el primer y último regalo en su corta presencia. La madre había dispuesto aquel día con adelanto; deseaba saber si, después de tanto tiempo ahuyentándolas, había algo que fuera posible salvar. Sentía curiosidad por saber cómo lo resolverían, y también, cómo tolerarían asumir semejante poder en sus manos. Ella aún era joven, pero llegaría el momento en que las gemelas deberían tomar su puesto; y como no estaba segura de quién la sucedería, llevaría a cabo un experimento.
Las encontró en la cama, durmiendo despreocupadas, y las despertó corriendo las cortinas y despojándolas de las sábanas. Sobresaltadas por la presencia y actitud de la madre, respiraban con dificultad mientras las legañas del sueño se esfumaban.
—Venid conmigo.
Al unísono se levantaron, vistiéndose de la misma forma y con el mismo peinado; bajaron dando el mismo número de pasos automáticamente hasta la sala de estar en la que aguardaba la madre. Tomaron asiento frente a ella, sus pies apenas tocaban el suelo, pero los mantenían cruzados; sus manitas se fundían en un apretón, buscando calidez en su otro yo mientras la madre las escudriñaba con frialdad.
—Tenéis obligaciones, y la primera será esta.
Alzó la palma de la mano, bocarriba, germinando del centro una pequeña luz que se fue haciendo mayor hasta alcanzar la dimensión de una manzana. La esfera se percibía hueca, pero con una oscuridad desértica rota por nubes titilantes en su interior. Silentes, con los ojos bien abiertos por la maravilla contemplada, esperaron la explicación de aquello.
—Soy la Creadora.
—¿De qué?
Una de las niñas le propinó un codazo a la otra para que callara. La madre no sabía quién de las dos era la curiosa, pero continuó hablando como si nada.
—De universos. En algunos de ellos me veneran como Dios todopoderoso, en otros soy muchas figuras divinas, o un profeta, un alienígena, un reptil... me conocen de muchas formas. Ese es mi trabajo, crearlos. —La esfera chispeó, asustándolas—. Ahora mismo, estoy haciendo uno, no requiere apenas esfuerzo, y será la base para vuestro propósito. Quiero que lo hagáis a vuestra imagen y semejanza, iré viendo vuestro progreso.
La madre posó la esfera sobre su regazo y esta comenzó a gravitar alrededor de ella.
—Un nuevo universo se funda sobre reglas, pero no las podréis crear vosotras, sino los que habiten sus mundos.
—¿Qué puedo crear?
Otra vez la pillaron desprevenida, sin saber quién era a la que debía responder, por lo que miró a ambas y contestó en singular.
—Cualquier cosa que imagines.
—¿Cómo lo hago? —dijeron a la vez, confundiéndola más. No se había dado cuenta de que poseían el mismo tono de voz hasta ahora.
—Sostienes tu orbe y dejas que la mente se adueñe de tu universo. Puedes entrar en él o simplemente verlo prosperar desde arriba. Si creáis una estrella, irán creciendo otras a su alrededor. Siempre empiezo por el firmamento y las constelaciones para guiarme en él, la luz es primordial.
—¿Y personas?
—Deberías dejar las personas para más adelante. Si las creas desde el principio, solo dañarán el universo. Comienza con las plantas, los ríos, los océanos...
Ambas asintieron con la cabeza mientras extendían la mano hacia la nebulosa flotante, la cual obedeció y planeó entre las pequeñas. Una de ellas intentó tocarlo, viendo cómo de sus dedos surgía una delicadísima cuerda blancuzca que entraba en contacto con la esfera y se internaba en ella, dejándose caer hasta un punto céntrico. Allí, la niña, por puro instinto, cerró los ojos y se concentró en crear la primera estrella. Al abrirlos, vio cómo refulgía con viveza, devorando la solemne oscuridad y dando alegría al orbe, que latía con impulso.
—Esos hilos se irán fortaleciendo. Son la forma que tenemos de movernos entre universos creados. Son conducto de viaje hacia ellos y herramienta de creación. Solo necesitas acercarte al orbe y se desplegarán hacia donde tú quieras.
Ahora las manos de las dos gemelas se posaban sobre el universo que les había regalado la madre; en un primer momento, todo fue formación de minúsculas y bellas luces en cada rincón del universo. La mujer se permitió un segundo de recreación con la revelación que saboreaban sus hijas. Sin embargo, pronto se invirtió el sistema creativo: allí donde había una estrella, volaba en miles de pedazos, propulsando meteoritos que centelleaban en el firmamento hasta caer contra el resto de estrellas y eliminarlas. Miles de millones agonizaron en cuestión de segundos; ambas niñas reían ante las diminutas explosiones atómicas.
—¡Basta!
La madre se puso en pie, amonestando su comportamiento con una bofetada a la niña que le cogía más cerca. No sabía ni deseaba conocer a la que había cometido el primer genocidio estelar de su mundo, pero no quería seguir observando aquella destrucción. ¡Les había encomendado crear y ellas estaba riendo mientras la vida de todo un universo se había hecho partículas inservibles!
—Cada año, este mismo día, me enseñaréis vuestro trabajo. No podréis haceros corpóreas en vuestro universo hasta que lo respetéis. Si matáis vuestro orbe, no volveréis a tener otro. Yo misma me haré cargo de que así sea. Y si os preguntáis cómo, os lo diré: cortándoos las manos. Una Creadora no es nada sin ellas.
CAPÍTULO 2. AUSENCIA.
Las ovejas escapaban, pero la diminuta pastorcilla estaba almorzando con tanta celeridad que no se daba cuenta de que se dirigían al precipicio. Aventuradas tres desafortunadas almas balantes en un suspiro, la cuarta iba por idéntico rumbo cuando la joven se asustó, atragantándose con la comida. Silbó, alzó el bordón aun siendo mayúsculo, en busca de la atención del perro custodio; nada surtió efecto.
Juzgando que aquellas cuatro criaturas lanosas que veía a lo lejos eran las que le quedaban para resistir al invierno, se tambaleó por las rocas, a la carrera, para atraparlas. A contrarreloj, enganchó a una rezagada por el lomo, deseando que reculara, pero eso justamente la expuso al fondo de la hondonada también. Mientras caía, lamentándose del infarto que el susto le había proporcionado, corroboró que allí le esperaba su podenco; según parecía, había sido el primer mártir en inmolarse.
Una de las hermanas retiró sus redes del universo, visiblemente repugnada y entre agudos sollozos; al frente, su viva imitación seguía centrada en la biosfera arbórea que habían erigido mano a mano.
—¡Has matado a mi pastora!
La sacudió por el pelo hasta sacarla del trance, escindiendo sus hilos con las manos descubiertas y arrojándola al enlosado.
—¿Qué daño te ha hecho? ¡Estaba bien! ¿Por qué no te quedas en tu sitio y dejas de venir al mío? ¡Hicimos un trato!
La hermana vapuleada se puso en pie, se acicaló la melena y se limpió la vestimenta. Su sonrisa no volaba de la boca, lo cual repelía a más no poder a la otra.
—Iba a morir, Edda, al llegar la nieve le daría igual ocho que ochenta ovejas. ¿Qué más te da? Era una broma.
—¿No ves que sienten? Son como nosotras: lloran, ríen, comen, sueñan...
—Eso serán los tuyos -espetó, jactándose de la debilidad de su gemela—. Los míos son más fuertes. ¿Quieres una guerra? ¡Hagamos armas!
—¡¡NO!!
Edda se descompuso, pegando enrabietada a su igual, que ni siquiera percibía los golpes; no paraba de reír ante el inofensivo asalto, incluso cuando de un manotazo nació sangre de su nariz. La cuidadora, alarmada por los alaridos, abrió las puertas de la alcoba y retuvo a Edda por la cintura para quitársela de encima; sin embargo, ella no apaciguaba su pataleo y la mirada enfurecida a la aparente plañidera y apaleada Ebba.
—Maldita niña que no aprende, esta vez irás con tu madre.
—Por favor, por favor... ¡yo no hice nada! Ha sido Ebba. Yo he cuidado mi mundo.
—Eres una embustera, ¿has visto cómo le has dejado la cara a tu hermana? —Tironeó de su brazo arrastrándola hasta la alcoba materna—. Es la última vez que le pegas, este castigo no se te va a olvidar. ¡Quédate quieta!
Edda se adhirió como una lagartija a la pared, justo al lado de la puerta, mientras la niñera entraba y le explicaba lo ocurrido a la madre. Cuando salió, la tez cadavérica de aquella mujer se había clarecido diez tonos, lo cual amedrentó a Edda. Con un vistazo, la niña adivinó que no se desharía del rapapolvo, así que tragó saliva, enlazó las manos tras su espalda, y se inmiscuyó dentro.
La sala estaba a oscuras, apenas se diferenciaba el perfil de la madre, al fondo junto al ventanal. Edda se inquietó: aquellas cortinas nunca se corrían, siempre pasaba la luz del cielo; ¿qué sucedía?
—¿Esta es la alborotadora?
La puerta se atrancó tras Edda, contenida por una sombra etérea; cada centímetro de su piel se erizó. Presentía una forma más a su lado, como una misma de azufre que asfixiaba el aroma dulce y tibio que manaba del pecho de la madre; este estaba siendo íntegramente dominado por aquel individuo sombrío.
—Sí, creo que ella es la mayor.
—¿No diferencias a tus hijas? -Carcajadas por ambos lados cascabelearon en los tímpanos de Edda; la madre fue empujada por aquella silueta hasta estar frente a su hija. Cuando sus ojos se toparon, ambas sintieron el mismo recelo que la niñera había experimentado antes de desaparecer.
—Nunca quise tenerlas, tú me obligaste.
—¿Acaso no hay nada mejor que ser madre, Brisella?
Era la primera vez que escuchaba el nombre de su madre, y precisamente provenía de una voz que le espantaba.
—Dale un abrazo, por favor. Te necesita.
Una mano abrasadora envolvió la nuca de Edda que chilló, dolorida, del mismo modo que lo había hecho la pastorcilla antes. No obstante, la sombra no se contuvo, encarnándose poco a poco y sin demora para quedar manifiesta en las pupilas dilatadas de Brisella. El ser situó la cabecita pelirroja contra el vientre materno, pero no recibió consuelo alguno. A pesar del miedo, la madre seguía renegando de ella; estaba tan agarrotada que hubiera podido partir en dos sus brazos si los hubiera abierto.
—¿Quién eres?
Con un giro rápido de muñeca, Brisella acalló a su hija. La sagrada ingenuidad de una niña estaba a punto de liberar el peor de los infiernos en aquella casa, y la madre lo sabía. Sabía muy bien de qué era capaz aquel horrendo y vicioso ser; y por la misma razón, sentía indiferencia y desdén por las gemelas.
—¿No te han hablado de mí, pequeña? —Brisella comprimió a la niña contra sí, más por resguardarse a sí misma—. Pues mira. —Una garra apareció sobre las mejillas de la niña en dirección a su cuello, por lo que se estremeció viendo la mano peluda y negra sobre su tierna piel—. Tu mamá y yo fuimos amantes hace mucho tiempo. Ella desapareció después, sin decirme dónde había ido, quitándome lo único que valía la pena para mí.
Las últimas palabras sonaron como pucheros de niño a las puertas del hospicio. Una lágrima sigilosa rodó por la mejilla de la madre, sabiendo lo que ocurriría a continuación.
—Y se llevó algo que era mío, ocultándolo como la pérfida víbora que siempre fue. Si existen creadoras, deben existir genocidas. Y si Brisella es un ángel, ¿qué soy yo entonces?
Hizo que la niña girara y le mirara sin nada de por medio, ante lo que quedó pasmada.
—¿Un demonio?
Una sonrisa maligna se abrió de oreja a oreja, dejando entrever una ristra de dientes corruptos y putrefactos dando paso a una lengua bífida.
—¡Qué lista eres! —Descansó la inquietante y furibunda mirada sobre Brisella, que perseveraba incólume—. Voy a llevarme a una de ellas, te doy la oportunidad de elegir a cuál.
—No podré sacar adelante más universos, ellas son mis sustitutas... si te llevas a una y la otra no sirve... ¿qué haré?
—Eso me trae sin cuidado. Ya me las has robado durante siete años. Te juro que, si no eliges, las mataré a las dos y haré que no vuelvas a parir. Sabes que soy capaz.
El eterno dilema.
El perpetuo problema.
Brisella sabía que una de las gemelas era más valiosa que la otra. Conocía al detalle lo que sucedía en el orbe que les había regalado dos años atrás. Una era malvada mientras la otra era bondadosa; una había aprendido las lecciones más caritativas mientras la otra no guardaba amor por ningún ser animado. Pero... no las distinguía. Era incapaz. Eran dos en una, un mismo cuerpo dividido de cara al espejo.
Por mucho que las mirara, juntas o por separado, era absurdo. Ni siquiera las llamaba por su nombre. Y aquel espectro lo sabía. Tal vez, incluso él era incapaz de reconocerlas. Existían las mismas probabilidades de atinar quedándose con la buena que de fallar quedándose con la inútil. Aunque aquella mujer buscaba la bondad en una de las niñas, poniendo esta peculiaridad por encima de todas las demás, ella ni siquiera la ostentaba con su misma progenie.
De todas maneras, la niñera había dicho que aquella que ahora se asía a sus faldas desviándose del demonio, había hecho sangrar a la restante; que ya llevaba demasiado tiempo castigándola por su conducta y que entorpecía los planes de creación de su hermana con el orbe, queriendo hacerlo solo suyo.
Era déspota, una tirana. Por mucho que ahora gimoteara, aquellas no eran sino llantos vacíos que no harían mella en alguien tan perspicaz como ella.
—Llévatela.
—¿Ella? ¿Segura?
—Sí.
—Sabes lo que le pasará cuando me la lleve, ¿no tendrás remordimientos?
—Aunque no me dejaras otra opción, tampoco los tendría —respondió con convicción, dejando de lado el miedo—. No regreses nunca.
—Descuida -murmuró, arrebatándole a la niña y esfumándose entre una nube de llamas y humo que cercó por unos instantes a Brisella, achicharrando la piel que no cubrían sus ropajes de seda.
Cayó rendida sobre sus rodillas entre convulsiones, esparciendo la ceniza que había dejado como rastro de aquella ingrata presencia y chillando por ayuda hasta lograr que la encontraran.
Y no fue sino Ebba, con la misma sonrisa que la llenaba de satisfacción mientras aniquilaba a la pastorcilla, la que localizó a la madre. No la recogió ni la socorrió, sino que observó su angustia hasta que llegaron las sirvientas y la cobijaron con paños húmedos.
Brisella se dio cuenta que había cometido el peor error en sus miles de años de existencia.
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