Flores rojas hechas besos


Sobre Kaethe Seleori


Editora audiovisual, otaku y lectora compulsiva. Nacida en La Paz, Bolivia, Kaethe Seleori a menudo es descubierta hablando y cantando sola en cualquier lugar que sea posible imaginar, pero tranquilos, sólo es parte de su personalidad distraída. 

Para ser sincera, escribir terror nunca estuvo entre mis planes. Siempre me gustó la idea de crear personajes y empujarlos a situaciones extremas en ámbitos realistas donde su humanidad sea puesta a prueba, pero para mi completa sorpresa, ¡esas características terminaron encajando también en historias tenebrosas y oscuras! 

Usuario de Wattpad: KaetheSeleori



Flores rojas hechas besos


Raúl vigilaba al cadáver en la cama cuando Siro, su hermano menor, apareció en su campo de visión.

Arrastró su vista hacia arriba, el movimiento fue tan mecánico y oxidado que lo obligó a respirar profundo para poder enfrentar esos ojos dorados que eran iguales a los suyos. Una gama de olores parecida a carne podrida, excremento y orina mezclados con el dulce olor de miel quemada se precipitó en sus fosas nasales. No fue nada nuevo, así como tampoco lo fue la presión asfixiante en su pecho y el dolor en sus clavículas.

Se quedaron viendo al otro por un par de segundos. Descubrió que su hermano tenía manchitas de chocolate en su polera deshilachada y las comisuras de su boca. También migajas de pan en sus mejillas enjutas.

El niño no le dijo nada nada, se limitó a señalar con su manita sucia hacia la escalera. Raúl siguió con su mirada el lugar que apuntaba su dedo. El tintinear lejano de cubiertos contra un plato fue suficiente respuesta: alguien estaba allí.

Volvió a observarlo antes de agachar la cabeza y prepararse para levantarse. Sus manos y ropa también estaban cubiertas de chocolate, las manchas salpicadas a lo largo y ancho de su vestimenta, manos, codos y zapatos. Incluso dentro de sus uñas.

Es que siempre fue un niño sucio. Ya lo decía siempre su mamá, cochino, cochino, asqueroso.

Al levantarse y acercarse a la puerta, Raúl colocó a su hermano detrás de él. La puerta rechinó al abrirse, la larga escalera que llevaba al comedor medía alrededor de cinco metros de largo por dos de ancho. Cuando llegaron por primera vez a esa casa, andaban a tientas la mayor parte del tiempo, tocando las paredes para evitar caer de bruces contra la madera y golpearse por accidente una y otra y otra vez.

Pero ya no más, habían aprendido cada paso necesario para no caer. Al fin y al cabo, llevaban años huyendo hacia esas escaleras cada vez que el sonido de llaves tintineaba en la puerta de calle; el refugio siempre ofrecía confort al final de la grada número 26, detrás de la puerta chirriante con el muñeco de ojos danzantes que hacía tic-tac.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac.

Tic... tac...

El refugio se quedó atrás.

Ya sólo quedaba el olor a miel quemada de las velas aromáticas y el chocolate impregnados en su ser. Todo estaba a oscuras, la luna menguante apenas y entraba por las rendijas de los periódicos colados en las ventanas.

Fue un alivio, la oscuridad era su amiga. Era la mejor compañera del mundo cuando se trataba de jugar a las escondidas junto a Siro. Siro odiaba a su querida amiga porque siempre terminaba algo azul cada vez que jugaban y Raúl tenía que cubrir su boca con la palma de su mano para que no los descubrieran por el sonido de su respiración, pero a Raúl le gustaba. Raúl aprendió a gustar de ello.

Raúl tocó la puerta de la cocina. El tutum hueco resonó en sus tímpanos primero, luego en las paredes de estuco y el piso de madera.

Algo cayó dentro y luego se arrastró al otro lado. Se acercaba a un ritmo constante. El sonido era húmedo y lento. No pasó mucho antes de que el tutum fuera devuelto con la misma vigorosidad.

—¿Quién es? —preguntó la voz al lado. Había un extraño sisear en sus palabras cantarinas. Era agradable.

—Ra... úl —respondió él. Su voz era extraña, como rasgada, igual a una tiza frotando una pizarra.

—Heh... ¿tu deseo sigue siendo el mismo? ¿Seguro que no quieres nada más?

—...persona c-cama... huele... se vaya...

Asustará a Siro y Siro se enojará.

Hubo un pellizco doloroso a un costado de su ombligo. Bajó la vista y descubrió que los brazos de Siro lo rodeaban como serpientes. Arrugaban su ropa y se aferraban a su carne como garras. Las marcas que dejarían en su estómago sólo añadirían un poco más de color a su torso. Ya había besos rojos y nubes verdes, y moradas, y azules a lo largo de su cuerpo. A mamá le gustaba muchísimo jugar con pintura, había flores preciosas regadas por todas las paredes.

La oscuridad las ocultaba muy bien.

Se oyó un cloqueo extraño al otro lado de la puerta, una risa gangosa.

—Ya sabes qué hacer, entonces.

La puerta se entreabrió y una mano verde con dedos unidos por membranas salió con la palma hacia arriba, a la espera. Raúl se giró para ver a Siro, para buscar la confirmación en sus ojos dorados. Cuando halló lo que buscaba, estiró su propia mano y se dejó atrapar. Garras afiladas rodearon su muñeca y la tinta que cubría las paredes salió a borbotones de entre los cortes en su piel.

Lo último que sintió antes de perder la consciencia, fue una cosa pegajosa deslizarse por su dedo hasta convertirse en un piquete.

****

El olor a pan tostado inundaba la habitación. Mantequilla y leche caliente de seguro acompañaban el conjunto del desayuno en la mesa de madera tallada en la cocina. Mamá llegaría para despertarlo con un beso y diría: «Dormilón, llegarás tarde al colegio.»

Esperó paciente bajo las sábanas de seda, la almohada mullida bajo su cabeza era tan cómoda que planeaba luchar por cinco minutos extras para poder seguir retozando en su cama.

Sólo cinco minutos, luego correría y se cambiaría rapidito.

No quiero abrir los ojos, dormir es tan cómodo.

Dormir es mi momento favorito del día.

Ojalá pudiera dormir para siempre.

Así que, con una sonrisa pícara en los labios, esperó por su beso, esperó por las manos cálidas que le hacían cosquillas cuando no hacía caso. Esperó y esperó por esa voz dulce, amable y... gangosa..., pero nada llegó.

El aroma del pan fresco comenzó a desaparecer, reemplazado por humo, humo... humo que arañaba su garganta y hacia que respirar y hablar fuera difícil, como lija frotándose contra su carne, como tiza...

Abrió los ojos de repente y se encontró a sí mismo en la sala de su casa, cubierto con una manta grasosa y que apestaba a cigarrillo. Miró el reloj en la pared y los bordes de su visión se oscurecieron al tiempo que el retortijón en su estómago ascendió por su garganta y le dificultó la respiración: Eran las seis de tarde y había olvidado preparar la cena.

Corrió como loco a la cocina, un ratón chilló y corrió a esconderse bajo el lavabo. Lo buscaría y pisaría después hasta que no quedara rastro. Puso agua a calentar y lanzó los platos en conjunto a un bañador que terminó ocultando en el corral. Los lavaría detrás de las piedras de sal cuando papá se durmiera. No haría ruido, sería cuidadoso, ya había mojado la cama un par de veces y no lo habían descubierto lavando las sábanas. Todo estaría bien, Raúl estaría bien porque era viernes y papá siempre tardaba los viernes. La fábrica no soltaba a los obreros hasta que cumplieran sus 14 horas de trabajo. Eran estrictos.

Ya no había arroz.

No importa, ocultó algo bajo su cama, fingirá que ya comió y se las arreglará como pueda mañana.

Ya no había carne seca, había olvidado ocultarla de los cuervos.

No importa, queda un huevo que puso la gallina.

Pero hay carne fresca en el refugio, en el bulto azul, puedes carnearla si usas el cuchillo otra vez —ofreció la voz gangosa.

Raúl se detuvo. La voz no provenía de su lado, ni detrás suyo, ni de cualquier parte en la habitación.

Estaba en él.

—Creo que papi ya está llegando... —se burló la voz, arrastrando las vocales.

No, es muy temprano, es muy temprano, es muy temprano...

—¿No tienes un deseo? ¿No dijiste que te gustaría que esa persona desaparezca?

¡El refugio! ¡Debía llegar al refugio! Sería un fin de semana largo otra vez, no podría salir por dos días y el olor a orín y excrementó no se quitaría en semanas, pero no importa, no importa...

—Pero ella está en el cuarto, ¿no importa que te quedes todo un fin de semana con ella?

No importa, no importa, no importa...

¿Por qué las escaleras eran tan largas? Ya había contado veintiséis y el muñeco que hacía tic-tac no aparecía. Ya había contado veintiséis, estaba seguro.

Oyó risitas tras de él, al final de la escalera.

—Hace cosquillas —se quejó Siro.

Siro.

Raúl de detuvo. Los ojos y la nariz comenzaron a arderle, así que retorció sus dedos y clavó las uñas de su mano derecha en su muñeca izquierda. Se mantuvo así por lo que parecieron minutos, su piel adormecida y sus sentidos enfocados otra vez.

Soñó despierto con la noche pasada, cuando abrió la puerta de calle y se preguntó si las dos monedas en su bolsillo le alcanzarían para poder vivir el resto de su vida. O al menos para huir en un carruaje a cualquier campo de cultivo. Pero no. Fue muy cobarde, y se dijo que necesitaba un par de monedas más, por lo que tendría que resistir un poco, sólo un poco más.

Sí, soñó con volver a la noche pasada, donde miró al cielo con odio y al final de la calle polvorienta con anhelo...

Pero tuvo que volver a su presente y descender las escaleras. Siro reposaba sobre los muslos de...

De...

...una sombra.

—¿Los niños buenos no deberían salir a recibir a sus padres? —le preguntó esa persona.

Raúl agachó la cabeza y la mantuvo así. Asintió y tragó saliva. El camino entre sus omoplatos estaba frío por el sudor.

—Ya lo he dicho incontables veces, pequeño cerdo, tienes que aprender de Siro. ¿Te lo he dicho una y otra vez, cierto?

Raúl asintió de nuevo.

—¡¿Qué cosa?! No te oí —elevó la voz la sombra. Raúl saltó involuntariamente ante su grito y se apresuró a responder.

—S-sí.

—Más fuerte, como hombre.

—¡Sí!

Silencio.

La sombra acurrucó al pequeño niño en sus brazos. Luego, despacito, susurró en sus oídos:

—Siro, ¿no quieres divertirte un rato?

—¡Quiero! —gritó su hermano.

Raúl no pudo evitarlo, la humedad en sus pantalones apareció antes de que siquiera lo notara. El suelo bajo sus pies tenía un charco amarillo.

Tenía que correr, la sombra... Siro lo alcanzaría y repartiría besos rojos por su torso y las paredes se volverían rojas con la tinta bajo su piel. A la sombra le encantaba la pintura, adoraba las flores preciosas rojas.

Raúl, la sombra no es tu padre —dijo la voz dentro de él.

No, te equivocas, sale de la fábrica después de catorce horas de trabajo...

Murió por ello, Raúl, cuando tenías doce años—susurró el reptil, conciliador—. La sombra no es tu papá. Mírala bien, hay curvas en su cintura, caderas y pecho.

No es cierto, te equivocas.

—Siro, ¿quieres que tu hermano cochinito pinte las paredes o el piso? —preguntó la sombra, sus ojos dorados luego se trasladaron hacia Raúl.

Raúl no lo pensó dos veces, corrió hacia el refugio y esta vez olvidó contar. Milagrosamente, el muñeco apareció en su campo de visión y pudo abrir la puerta.

En la cama encontró el cadáver.

Y en sus propias manos un cuchillo cubierto de chocolate. Espeso, dulce, caliente.

—¿No es mamá la que está en la cama?

Te equivocas, a ella no la conozco.

¿No que el chocolate te pone enfermo del estómago?

Te equivocas, estoy cubierto de él. Si me hiciera tanto mal como dices, estaría muerto justo en este momento.

Pero no es chocolate lo que te cubre, es tinta. Tinta rojo carmesí.

Raúl gritó.

Sus alaridos llenaron la estancia. Traspasaron paredes y rasgaron los vidrios, hasta que reventaron y volaron por todas partes. Gritó hasta que ya no pudo más, hasta que perdió la voz y apenas silbidos salieron de sus cuerdas vocales.

Mientras los pasos en las escaleras se acercaban, amenazantes, imágenes en rojo y azul inundaron su cabeza. Había dolor, euforia, completa frustración ante la inutilidad de sus miembros cuando decidían no responderle y no ayudarle a huir. Cuando sus gritos no eran escuchados por más que gritara y sus suplicas no eran oídas por más que rezara.

Porque papá ya no estaba para protegerlo.

Porque no importaba donde fuera, la gente sólo se limitaría a apartar la vista y susurrar entre dientes: ¡Qué mala madre!

Pero el réptil fue quien lo consoló en lugar de su papá. Envolvió sus brazos a su alrededor y le dijo palabras bonitas, tranquilizadoras. Como que los pasos en la escalera sólo estaban en su imaginación, en sus recuerdos. Como que...

—Mamá decía que los niños buenos siempre debían hacer caso, pero nunca dijo que los padres deben ser el doble o el triple de buenos también, ¿cierto?

Raúl asintió con la cabeza. Creyó que seguiría oyendo esa voz en su cabeza, pero fue Siro quien habló está vez.

—Los papás deben ser buenos, pero mamá no lo fue.

Raúl negó con la cabeza, muy de acuerdo con la voz gangosa y seseante de su hermano.

Su amable y querido hermano, que cuidaba de sus heridas cuando mamá se dormía y que lo ayudaba a limpiar sus sábanas cuando mojaba la cama.

Su amable y bondadoso hermano, que le permitió castigar a mamá por ser tan mala con él. Porque mamá merecía ser castigada.

Su amable y agradable hermano, que le permitió voluntariosamente cubrir su boca hasta que se puso azul y dejó de respirar para siempre.

—Ven, Raúl, mi niño, alejémonos de esta casa tan sucia. Esa mala madre ya no te va a lastimar.

Raúl casi no podía creérselo. Levantó la cabeza y miró a la mujer tirada en la cama. Su ropa y piel tenía preciosas flores rojas cubriéndola. Era una obra de arte. Era perfecta al proteger ese pequeño bulto de carne ensangrentada y color azul que Raúl enterró en su vientre después de escarbar entre sus tripas. Donde pertenecía y de donde nunca debió salir.

—He cumplido con mi promesa, Raúl. Deberías agradecerme y cumplir tu parte del trato también.

Raúl mantuvo la vista en su obra maestra, reacio a apartar sus ojos de lo fascinado que se sentía.

Sonrió.

Se giró a ver a la serpiente, y por fin recuperó la voz:

—Gracias, S-Siro. 



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