El señor Sésamo
Sobre Mor Jazmines
Soy de México y en algún momento empecé a autoproclamarme escritora. Desde muy joven he tenido una inclinación por todo lo creativo y la escritura no podía quedar de lado, estoy segura de que la llevaré conmigo hasta mi último día.
Me encanta el género del terror, me reconforta de una manera irónica y extraña(porque soy una miedosa), pero en cuanto a mí escribiendo terror, admito que se me dificulta bastante a diferencia de otros géneros y que me falta mucho por mejorar.
Usuario de Wattpad: LaDamaGwethelyn
El señor Sésamo
Desde el primer día que Ania y su esposo Juan Martín llegaron a este vecindario, su vecino, el excéntrico Sr. De la Rocha, tuvo un trato encantador con ellos. Pronto tuvieron la oportunidad de compartir con él extensas charlas y cenas acompañas de vinos dulces.
Ania recuerda al Sr. De la Rocha como un hombre mayor que aún conservaba sus rasgos más atractivos y un carisma propio de la sabiduría. Aunque era alguien solitario; se había divorciado dos veces y se había alejado de sus familiares. Se autoproclamaba un amante de los animales y en su juventud había sido presentador de un programa infantil —medianamente exitoso— sobre animales salvajes. Había tenido otra casa, a las afueras de la ciudad, mucho más grande, donde solía vivir con su primera esposa y una decena de animales exóticos. Ahora esa propiedad pertenecía a su ex esposa y era probable que ya la hubiera vendido porque ninguno de los dos deseaba volver a poner un pie ahí.
—¿Por qué?
Al Sr. De la Rocha no le gustaba dar detalles, pero en una ocasión, donde debió excederse con el vino, le confesó a Ania que tenía un hijo llamado Lucas, pero que no mantenía contacto con él. Cuando Lucas había cumplido siete años, el Sr. De la Rocha decidió organizarle una fiesta con sus animales exóticos. Tenía a su tigre más pequeño atado a una correa, algo salió mal, el tigre estaba un poco estresado. Algo salió mal. Un aullido de dolor. Las memorias de aquel día son algo borrosas, algo confusas. ¿Por qué Lucas estaba tan lejos? Estaba sangrando, había perdido dos dedos de las manos. El mismo Sr. De la Rocha terminó con una cicatriz en forma de media luna en la pantorrilla izquierda.
—¿Ya no tiene animales exóticos?
—No, Ania, para nada.
Sin embargo, después de un considerable periodo de ausencia, el Sr. De la Rocha regresó a la casa de al lado acompañado de una cuidadora, estaba cubierto de pies a cabeza. Pronto la verdad salió a la luz: El Sr. De la Rocha había sido atacado por su chimpancé Sésamo, el cual había mantenido oculto en su casa a las afueras. No hubo imágenes ni entrevistas por parte del Sr. De la Rocha, solo afirmaciones de testigos que decían que su rostro había quedado irreconocible. El animal le arrancó los ojos, la nariz, la boca, una oreja, dos dedos.
El chimpancé no ha sido encontrado.
+
Ania está en sus vacaciones y Juan Martín se ha ido a casa de sus padres; su madre ha estado muy enferma. Ania no está acostumbrada a tener una casa para ella sola. Proviene de una familia de muchos hermanos y no se fue de casa hasta que conoció a Juan Martín y decidieron vivir juntos. Pero ahora tiene que vivir sola alrededor de un mes. Juan Martín ha dicho que vea el lado bueno, que le vendrá bien tener espacio para ella misma. Ania ni siquiera quiso discutir con él.
Esta es su tercera noche. Se acuesta en la madrugada; de nuevo se ha desvelado viendo un documental sobre diseño gráfico. Se le dificulta quedarse dormida, lo logra a eso de las dos de la mañana, pero a las dos y media es despertada por unos golpes insistentes en la puerta principal. Abre los ojos y se queda expectante en la cama, debajo de las cobijas que la protegen, observando la oscuridad latente de la habitación.
—¡Ayúdame!
El golpeteo se vuelve más violento, Ania se levanta con la piel de gallina. Aunque la voz ha sonado algo lenta y dificultosa, sabe que es la del Sr. De la Rocha.
—¡Ania, ayúdame!
Ania se mueve de un lado a otro, perpleja. Busca un teléfono, busca su bata para dormir. Y luego baja corriendo a la primera planta, encendiendo las luces que están a su alcance. Con el corazón desbocado y los dedos torpes, comienza a quitar el seguro de la puerta. Duda un segundo, casi creyendo que fue producto de su imaginación, pero algo en la base del cráneo le dice que debe asegurarse de ello.
Pero para cuando ha abierto la puerta, no encuentra a nadie en el umbral. Ania ya ha llamado al número de emergencias mientras decide echarle un vistazo a la calle. Las luces de las ventanas vecinas están apagadas, ¿es la única que lo ha escuchado? Se acerca a la casa de su vecino y nota que sus luces también están apagadas. No alcanza a percibir ningún grito ahora y la operadora no para de hablar en su oído. Aleja un momento el teléfono de su oreja, intentando percibir algo, pero no está muy segura de lo que escucha.
—¿Debería tocar la puerta? —le pregunta a la operadora.
—Inténtenlo, por favor. Pero si sospecha que hay un atacante en la casa, no entre por ningún motivo.
Ania así lo hace, pero nadie parece responder. Pega el oído a la puerta: de nuevo nada. La policía está en camino. Con eso en mente, se atreve a girar la perilla y descubre que la puerta está abierta. La policía está en camino. Hay una atmosfera pesada en la oscuridad de la casa. La ventana del fondo tiene las cortinas recogidas y la luz de la luna a duras penas ilumina el final de las escaleras. Ania se asoma un poco y le dice a la operadora que no ve ni escucha nada. Los segundos le parecen eternos, cuánto tiempo le falta a la policía para llegar.
Los ojos de Ania están fijos en la escalera, esperando cualquier cosa. Cree escuchar unos pasos en el segundo piso.
—¿Sr. De la Rocha? —pregunta.
Las sirenas de la policía se escuchan llegar al vecindario. A lo lejos: Rojo. Azul. Rojo. Azul. El cantar de la sirena. La policía está por llegar.
Ania tiene las pupilas dilatadas; nota cómo una figura alta se asoma casi tímida a lo alto de la escalera, luego comienza a bajar. Ania da un paso atrás. Puede escuchar el sonido de unos pies descalzas, pero solo alcanza a ver una sombra alargada. No ha visto al Sr. De la Rocha en meses. No ha visto su rostro desfigurado por los dientes de aquel chimpancé.
—¿Señor...?
La policía está aquí. Un oficial la hace a un lado para entrar a la casa. Una luz se enciende. Y bajando por los últimos peldaños de las escaleras está el Sr. De la Rocha colocándose un sombrero que posee un protector de tela negra que le cubre el rostro.
—¿Señor, se encuentra bien? —le pregunta el oficial.
El Sr. De la Rocha se apoya en la pared más cercana. Ania sabe que ahora está ciego de por vida. ¿Cómo serán sus cuencas ahora? Vacíos agujeros de piel, sin globos oculares. Jamás volverá a tener esos ojos verdosos. Ania se siente culpable ante el morbo que le produce la presencia de este hombre que antes fue un amigo cercano.
—Su vecina llamó diciendo que usted estaba pidiendo ayuda. ¿Es así?
—Yo estaba durmiendo. —La voz del Sr. De la Rocha ahora es más pausada y profunda, lenta como la de un niño que está aprendiendo a hablar—. Pero soy sonámbulo también, quizá fue eso.
Un policía se acerca a Ania para preguntarle si está segura de que se trataba de él.
—¿Lo vio en la puerta?
—La verdad no.
—Este hombre está ciego, incluso algo desorientado, digo, difícilmente pudo ser él. Quizá pudo ser otro hombre del vecindario.
Ania ya ni siquiera está segura de lo que escuchó.
Los policías comprueban que todo esté en orden en la casa y salen junto con Ania. Le dicen que preguntarán a los vecinos, empezando con los que se han aglomerado alrededor de la casa. Uno de ellos la acompaña hasta la entrada de su casa y le dice:
—Es un hombre solitario. Cabe la posibilidad de que sí haya sido él, buscando atención. Me decía usted que eran amigos antes, ¿no?
+
A la mañana siguiente Ania se siente un poco más segura; anoche llamó a Juan Martín para sentirse mejor y este le recomendó invitar al Sr. De la Rocha a comer, que seguro les caería bien a ambos la compañía de un viejo amigo. Además, Ania sabe que las llamadas de atención son premonitorias de los suicidios, y ahora, estando desfigurado, el Sr. De la Rocha debe haberse aislado aún más del mundo de lo que estaba antes. Qué podría intimidarla. Lo conoce, han hablado muchas veces en el pasado.
Es así como Ania sale de su casa para dirigirse a la casa del Sr. De la Rocha. A diferencia de ayer, recuerda que existe un timbre. Lo toca. Nada. Cuando está por tocarlo de nuevo, la puerta se abre. Ania siente un escalofrío cuando la nueva apariencia del Sr. De la Rocha se alza frente a ella. Aunque lo hace bajo un aspecto de timidez, la espalda encorvada con un sutil retraimiento, sigue siendo intimidante.
—Hola. —Ania no está segura hacia dónde mirar.
Debajo de su sombrero con aquella tela negra, Ania alcanza a percibir parte de una barbilla tosca, como un pedazo de carne a medio cocinar. Sabe que se trata de un rostro atrofiado de por vida.
—Hola... Ania.
Ella nota como el hombre a duras penas forma una sonrisa.
—Perdón por venir sin aviso, es solo que lo de ayer me hizo reflexionar un poco y quise venir a verlo. Por cierto, lamento haberlo despertado y haber traído a la policía. Juraría haber escuchado a un hombre pedirme ayuda, pero al parecer todos en el vecindario están bien.
—No te preocupes, Ania.
—Quizá solo estoy algo paranoica. Juan Martín se está quedando en casa de sus padres y me he quedado sola aquí.
—No te preocupes, Ania —repite el Sr. De la rocha una vez más con su voz gruesa de niño que aprende a hablar.
—En fin, quería preguntarle si le gustaría comer conmigo. Así como hacíamos antes. Aunque sinceramente planeaba cocinar pechugas de pollo con verduras, pero no he considerado su condición y la dieta que debe estar llevando.
Esta vez el Sr. De la Rocha se esfuerza el doble al sonreír.
—Me encantaría, Ania. Y quizá no pueda comer de tu comida, pero yo comeré de la mía y nos acompañaremos, ¿te parece?
—Si no es ninguna molestia para usted...
—Solo te pido un pequeño favor.
—Por supuesto.
El Sr. De la Rocha hace una pausa, su barbilla ni siquiera está apuntando hacia Ania.
—Me gustaría comer aquí en mi casa. No estoy listo para toparme con alguien de camino a tu casa.
—No hay ningún problema. Yo traeré la comida aquí. Lo veo en un rato.
+
La casa del Sr. De la Rocha está algo descuidada y oscura, huele a una mezcla de polvo y comida pasada. No hay par de cortinas que no estén cerradas; la casa se siente sofocante. Ania sabe que el Sr. De la Rocha no volverá a ser ese hombre con la sonrisa segura, ese libertino que se abría un botón de la camisa y que a veces no temía en coquetear sutilmente con ella delante de su esposo, quien prefería tomárselo todo a broma.
Ahora Ania observa al Sr. De la Rocha-post-accidente escurrirse en la cocina y salir con una botella de vino, la cual Ania sospecha tendrá que beber sola. El hombre se lo confirma una vez se sientan en la mesa y él le entrega una copa.
—¿Qué sucedió con su cuidadora? —Ania abre los tuppers con su comida y se sirve un poco de vino.
En el comedor bailan algunas partículas de polvo, la lámpara de araña sobre sus cabezas escupe una luz amarillenta que no le hace competencia a la luz de la tarde que se esconde ansiosa detrás de las persianas. Ania observa las decoraciones de tigres tallados en madera, los cuadros que hablan de una naturaleza salvaje y los platos de cerámica con pequeños pájaros pintados en los bordes, pero nada se siente como antes, es como si los objetos ahora absorbieran toda la vitalidad que alguna vez existió. Incluida las energías de la propia Ania, quien no puede evitar sentirse algo decaída, aunque intenta no demostrarlo.
—Ya no la necesitaba —afirma el hombre.
—¿Y cómo hace las compras?
—Antes de irse me enseñó a pedirlas a domicilio.
El Sr. De la Rocha suelta una risa que antes solía ser refrescante y coqueta, pero que ahora solo resulta pegajosa y ronca. Pensar en ello la hace sentir una mala persona, juzgando a un hombre que no pidió nunca un destino semejante. Sin embargo, algo dentro suyo la empuja a la incomodidad y la aleja de la alegría de antaño, de ver a este hombre de la misma forma a como lo fue en mejores días.
Ania se limita a sonreír y a seguir comiendo. El Sr. De la Rocha toma una jarra metálica junto a él —Ania nota que le faltan dos dedos en las manos tal y como dijeron en las noticias— y comienza a verter su contenido en un vaso grande de vidrio. Se trata de un líquido espeso de color rojo oscuro entremezclado de otro color blancuzco; cae en el vaso como caería un lodo acuoso y aunque su olor es bastante fuerte y particular, Ania no logra identificarlo.
—¿Qué es?
—Jugo de betabel con otras frutas. Muy nutritivo.
El Sr. De la Rocha toma una pajilla gruesa de un ridículo color rosa transparente y comienza a beberlo haciendo un ruido viscoso al tragar. Ania logra ver como el líquido se resbala por su barbilla amorfa, pero pronto el hombre se disculpa con su invitada y se limpia con ayuda de una servilleta, teniendo cuidado de hacerlo todo por debajo de su mascarilla.
Ania come pequeños bocados con dificultad; se le ha ido el apetito e incluso siente un nudo en el estómago.
—De nuevo me disculpo por lo de anoche. —Algo dentro de Ania se aferra a que el Sr. De la Rocha le confirme que sí era él quien gritaba por ayuda.
—No lo hagas. Me alegra saber que hay alguien que todavía se preocupa por mí.
Por alguna razón, la voz pausada, torpe y casi robótica de este hombre le está produciendo dolor de estómago. Le da otro trago a su copa de vino y pregunta:
—¿Sí me permite usar el baño?
—Por supuesto, con confianza, sabes dónde está.
El Sr. De la Rocha se queda quieto en su silla, como un maniquí, mientras Ania se dispone a salir del comedor. Lo observa extrañada y luego apresura el paso. Llega al baño algo mareada, se echa agua en el rostro sintiéndose sucia y fastidiada. Tiene ganas de volver a casa y que Juan Martin esté allí.
Se talla los ojos y descubre que también aquí la decoración es de animales. Iguanas en la tapa del inodoro, pavorreales en las cortinas del baño... Ania desliza el espejo del lavamanos, intentando buscar algo que la ayude a tranquilizarse o le quite las náuseas, pero en cuanto ve lo que hay detrás tiene que ahogar un grito: diferentes frascos que guardan ojos, lenguas, orejas y dedos. Vomita de inmediato, la piel se eriza, se escapan las lágrimas. Se sostiene de la pared y busca su celular en los bolsillos.
Entonces se escuchan los pasos de ese hombre acercándose al baño. Se muerde los labios, mira el techo y descubre que allá arriba hay marcadas cuatro patas con lo que parece ser sangre. Son manos y pies grandes, podría jurar que están terminados en punta.
—Ania, ¿te encuentras bien?
La cabeza le da vueltas, no puede abrir la boca, no puede mover la lengua. Los dedos le tiemblan; necesita hacer una llamada a emergencias.
—Ania —El Sr. De la Rocha está pegado a la puerta—. ¿Aún recuerdas la historia que te conté sobre mi hijo?
Ania está sudando, está llorando, parpadea un par de veces y las gotas resbalan por sus pestañas.
—Ese niño tendrá traumas de por vida, ¿sabes?
Ania marca el número de emergencias mientras mira sus pies y mira como estos no se mantienen fijos en un solo sitio. Los animales salvajes del baño corren y vuelan y hacen círculos a su alrededor como en un ritual.
—¿Escuchaste sobre Sésamo en las noticias? El chimpancé. Él no hizo nada.
—¿Cuál es su emergencia? —pregunta un hombre en la otra línea.
El Sr. De la Rocha sigue hablando desde el otro lado de la puerta, aunque su voz ha cambiado a una más honda:
—Él murió hace años, mucho antes de este accidente. No tuvo nada que ver.
—¿Hola? ¿Cuál es su emergencia?
Las palabras no le salen a Ania. Su vista está borrosa, sus palmas transpiran como nunca antes.
—Yo ataqué al hijo del Sr. De la Rocha hace muchos años y también lo ataqué a él. Yo le arranqué la cara de una mordida. Puedes llamarme Sr. Sésamo si gustas.
A Ania se le resbala el celular de las manos y luego ella misma cae sobre las baldosas del baño. Allá afuera solo puede escucharse una risa que no suena a nada parecido a un ser humano.
+
Ania despierta en una oscuridad absoluta. Lo primero que nota es un olor penetrante y pútrido que le entra por la nariz. El shock no le permite llorar, se levanta del suelo con dificultad y extiende sus manos intentando tantear algo hasta que encuentra la pared. Abre sus ojos todo lo que puede y extiende los dedos de las manos para encontrar un interruptor. Cuando por fin lo encuentra, la luz se enciende.
Lo primero que ve es el cadáver de un hombre en la esquina contraria a donde ella se encuentra. De nuevo aparecen las arcadas, la agitación, las lágrimas, el sudor. Inhala-exhala. Inhala. Exhala. Ania busca la puerta desesperadamente. Ahí está. Cerrada. Inhala. Esto parece ser un closet grande, la mayoría de las casas de este vecindario lo tienen. Exhala.
Ania solloza en silencio y observa a ratos aquella esquina hasta que por fin se atreve a acercarse. El cadáver está en calzoncillos y está abierto del pecho, como si le hubieran removido todos los órganos de forma tosca y salvaje. Tampoco tiene rostro. Ania se hace a un lado y vomita hasta que no le queda nada en el estómago. Cerca de allí hay unos zapatos blancos manchados de sangre que sospecha debieron pertenecer a la cuidadora.
Se recompone un poco y se acerca al cadáver a gatas; es en ese momento que nota que en la pierna izquierda el cadáver tiene una cicatriz grande en forma de media luna. El verdadero Sr. De la rocha. A la par de ese descubrimiento, le llega otro más alarmante: quién es el hombre con el que estuvo todo este tiempo.
Escucha unos pasos constantes acercándose a la habitación. Uno detrás de otro, como un animal en cuatro patas. Ania apaga la luz del closet casi por instinto y se coloca junto a la puerta, con la esperanza de ser más rápida que su captor y correr en cuanto se abra la puerta. Los pasos están aquí, en la habitación. La luz se enciende. Debajo de la rejilla de la puerta del closet, puede verse la sombra de unos pies.
—Es hora de la verdadera cena. —Esta vez su voz suena más distorsionada, muy alejada a la que sería la del Sr. De la Rocha.
Ania se muerde la lengua, no quiere sollozar. La muerte es segura y se siente como un líquido negro que le llena los intestinos, las venas y el cráneo entero. El impostor está delante de la puerta, Ania puede sentir su presencia y su propio cuerpo la rechaza como rechazaría la enfermedad, la putrefacción y el asesinato. Ania lo escucha, escucha el seguro y la manija de la puerta se mueve. Inhala. Ania se prepara para correr, ni siquiera piensa en fallar porque no puede permitírselo ahora. Exhala.
La puerta se abre en el mismo instante en el que se escuchan las sirenas de la policía. La policía está aquí. Eso es suficiente para darle a Ania la energía de empujar la puerta y correr. En su huida, de reojo, logra captar una figura desnuda y en cuatro patas que se escabulle por la ventana del segundo piso como un mono araña.
La policía la está esperando afuera cuando ella salede la casa. Más tarde encontrarán el cadáver del Sr. De la Rocha y los objetospersonales de su cuidadora, pero no encontrarán ninguna huella ni ningún rastrodel culpable.
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