Pesadillas siniestras (Gabriel Teran)
I: Noche llena de luces
El niño estaba acostado sobre el cómodo sillón de la sala. La noche ya había tomado forma y la luna se filtraba por la ventana que estaba cerca del armario viejo y mugriento, cubierto de capas y capas de polvo. Como toda historia típica de suspenso, llena de terror infantil y visceral; el viento arreciaba fuertemente moviendo la cortina, pronosticando una fuerte tormenta que dejaría estragos en el pueblo.
Leonardo amaba la lluvia. Más que a nada. Por eso, nunca tenía miedo de estar solo, siempre y cuando hubiera ruido de por medio. Estaba de más decir que odiaba el silencio, con todo su corazón.
El narrador de la película estaba soltando el último monólogo acerca del protagonista: Su alma se pudrió poco a poco y, una vez vacía de cualquier rastro de humanidad, el monstruo le ganó al hombre. Desde entonces, supo que el final de sus andanzas no estaba lejos. Sin embargo, Leo ya estaba acurrucado y con el ceño limpio de arrugas. El cansancio le había ganado y se encontraba en los brazos de un dulce y merecedor sueño.
Uno muy tranquilo para ser cierto.
Leonardo estaba a punto de descubrir lo que era el verdadero terror; puro y asfixiante, como el mismo susurro del silencio; duro y aplastante, en un mundo lleno de ceguera inquietante. De hecho, Leo dejaría esa misma noche de ver películas de terror... o al menos, lo haría sí lograba sobrevivir a su propio infierno.
La pesadilla apenas comenzaba. Justo ahora que el pequeño abría sus ojos ante el inesperado destino, del cual no tenía la menor idea de nada.
En un principio pestañeó lleno de confusión, pues esperaba despertar tranquilamente en la comodidad de su casa. Sin embargo, lo que veía delante de él era algo que nunca antes había tenido la oportunidad de admirar y que, por encima, no se sentía familiarizado de ningún modo con el ambiente.
Era de noche, todo oscuro y sin estrellas en el cielo. Pero justo al frente de Leonardo, a su alrededor, por todas partes, había pequeñas luces flotantes. Eran de un color pálido muy brillante, tanto, que al verlas no podía decir a ciencia cierta si eran reales o solo una simple ilusión.
Eran hermosas.
Era demasiado bonito para ser verdad.
Por eso se pellizcó en el brazo fuertemente asegurando en su interior que debía de ser un sueño. Sin embargo, no sintió nada.
Producto de su amor por el terror y la sangre en las películas, sus sueños comúnmente no eran como esos. Eran pesadillas oscuras y turbulentas.
De todas formas, al final pensó que no había nada que temer, pues esta vez no iba a enfrentar los personajes que aparecían en la televisión.
Pero queridos amigos, Leonardo era muy inocente. Esta sí era una pesadilla de verdad, no como esas a la que estaba acostumbrado. Y Leo estaba a punto de descubrirlo.
II: Susurros de la oscuridad
Se están acercando.
La piel de Leonardo se puso como la de gallina. El niño miró a todos lados en busca del susurro amenazante y divertido. Lo sintió cerca, muy cerca de su espalda. Su oído se resintió y se puso tan sensible que su capacidad de escuchar se volvió más aguda.
Vienen caminando. Pronto empezarán a correr.
Las luces titilaban con su pálido esplendor, en un movimiento parecido al del reloj. A sus ojos, Leo era capaz de entender que el sueño se estaba convirtiendo en algo más peligroso que unas luces flotando en el aire.
¡Te quieren a ti! Solo a ti.
El peligro se aproximaba. Leonardo comenzó a correr sin rumbo fijo, apartando con manotazos el montón de lucecitas que ahora eran fantasmas. Intangibles a su tacto.
¿Los oyes?
—¡Ya basta! —gritó cubierto de sudor.
Te están vigilando.
—Por favor... ¡Ya basta!
Te atraparán.
Leo no lo pudo soportar. Su oído se había agudizado demasiado. Las luces en su fiel parpadeo comenzaron a sonar, igual que el sonido de un reloj en su constante movimiento.
No cierres tus ojos.
No tapes tus orejas.
No tengas miedo.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
Míralos.
—¡No oigo, no oigo!
Escúchalos.
—¡Tengo orejas de pescado!
Siéntelos.
El chiquillo dejó de correr y se lanzó a la tierra en una acción desesperada. Las lágrimas intentaban salir de sus ojos, pero lo impedía cerrándolos con fuerza.
El silencio no es bueno.
La noche no es tu amiga.
Y ellos siguen detrás de ti.
Fue allí, en ese momento, cuando Leonardo pegó el mayor grito que se tiró en toda su vida. A esto se le sumó el hecho de que las luces comenzaron a parpadear cada vez más rápido, superando en velocidad al segundo. Y cuando ya fue imposible seguir sus rápidos movimientos, explotaron en miles de fragmentos. Chispas de colores inundaron el espacio por solo un instante del que Leo no pudo disfrutar nada, pues cayó al suelo completamente derribado por sus emociones.
Estaba consciente. Sin embargo, no podía moverse. Estaba tieso y lo único que le servía eran sus tres sentidos disponibles.
Podía oír, ver y sentir. En cambio, oler y degustar, no.
A lo lejos, un grupo de pájaros comenzaron a piar, burlándose de su triste situación. Y, por último, pero no menos importante, en medio de esa oscuridad alcanzó a ver una sombra pequeña pasar fugazmente a toda velocidad. Su cabeza tembló sintiendo un extraño peso en ella y su cuerpo se erizó en su totalidad, llenándolo de un miedo salvaje y arrasador.
III: Un cartel de neón
—Ahora es preciso que sacudas tu pereza —me dijo el Maestro—; que no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma, ni al abrigo de colchas.
Leonardo no supo exactamente de donde provino esa voz cruel e intimidante; rodeada por un débil sonido apesadumbrado y lleno de deseos inimaginables. Su corazón se disparó. Los latidos se volvieron un sonsonete rápido y sin sentido, cubierto de un miedo insoportable.
Se levantó. Su cuerpo hizo exactamente lo que la voz pedía anteriormente. Aún preso del terror que sentía, descubrió que en realidad si tenía a su disposición sus cinco sentidos.
Sus ojos se posaron en el espacio que le rodeaba. Ahora, el entorno estaba cubierto de sombras en su totalidad. Sombras de distintas tonalidades que iban desde el negro más oscuro y tenebroso hasta el negro que a veces confundía con el gris.
Podía ver perfectamente.
Aunque estuviera en las penumbras distinguía al completo cada sombra. La que estaba a sus pies era la del suelo que pisaba cubierto de piedras y polvo; las que parecían un montón de curvas y líneas eran la de los árboles pelados, sin hoja entre sus ramas; las gomas en el cielo eran nubes con cuervos volando sobre su cabeza.
Todo era fácil de distinguir. Desde lo más grande hasta lo más pequeño. Leo solo pensaba que su vista se había desarrollado o ese mundo era así de sencillo y fácil de interpretar.
Todo negro, casi gris. No hay color y soy feliz.
El viento silbó en su oído, rasgando su piel al contacto. El ardor de sus manos se intensificó y cuando Leonardo les echó un vistazo a sus dedos los vio cubiertos de pequeñas líneas de sangre rojiza y viscosa.
Leo, Leo, vete de aquí. Ellos vienen siempre por ti.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Por favor, no! —Leonardo gritó sintiendo que la vida se le iba en ello.
Los susurros de ese lugar le tenían la piel llena de escamas. Parecía un erizo desde la punta de sus pies hasta la raíz de su cabello. La cabeza le daba vueltas y la sentía más pesada de lo normal.
Corre, niñito. Corre, pequeñín. ¿Acaso quieres que te atrapen por tontín?
Hizo caso. Leonardo corrió como nunca lo había hecho en todo lo que llevaba de vida. Corrió y corrió. El viento arreciaba fuertemente contra él empujándolo de vez en cuando, pero, aun así, contra todo eso, nunca le fue impedimento para seguir corriendo.
Correr no te ayudará, pues cubierto de luz nunca te esconderás.
Un sudor frío cubrió la espalda de Leo. Su ropa, su piel, su sangre. Todo tenía color. Nunca podría escapar. Ocultarse en aquel mundo lleno de sombras era imposible para alguien como él.
Fuese lo que fuese, ya no quedaba mucho tiempo. Algo se acercaba y Leonardo era un cartel de neón. Una presa facilísima de atrapar y de ser posible, torturar, despedazar y matar.
IV: Tres sombras te quieren a ti
Leo estaba solo entre las sombras. Su miedo fue en aumento a medida que el tiempo pasaba, las voces habían dejado de susurrar hace mucho tiempo y sus débiles piernas temblaban como natilla.
Solo.
Únicamente soledad.
Nunca se había sentido tan solo en toda su existencia. En sus pesadillas siempre estaba acompañado de alguien, ya fuera de su familia, amigos, vecinos o conocidos. Incluso de asesinos, payasos, fantasmas, demonios, vampiros, muñecos diabólicos y más cosas que te pudieras imaginar.
Acompañado.
Siempre en compañía.
En sus sueños no había cabida para cosas bonitas, pero nunca había experimentado esa soledad. Tan intensa y asfixiante. Los susurros no aportaban mucho y las sombras volvían la situación cada vez peor.
Estaba despierto.
Muy despierto.
Pendiente a su alrededor. Con todos sus sentidos agudizados. Despierto. Al acecho... Los susurros en su constante cuchicheo. Las sombras atormentándolo. Sin luz... sin luces penetrando en el lugar.
Leonardo quería que llegara el día nuevamente a su vida. Quería despertar de la pesadilla e ir abrazar a su mamá y pelear con su papá. Quería ir al colegio y discutir con sus amigos... Que fuera eternamente de día o de tarde, tal vez. Pero nunca... nunca... nunca de noche.
Sin sombras ni oscuridad. Sin susurros ni miedo en su corazón. Sin silencio ni soledad. Sin nada como eso que estaba viviendo en ese mismo instante.
¡Pasemos al segundo nivel!
Y sí, el juego fácil estaba llegando a su final.
Los susurros se habían aburrido del comportamiento de Leo y por eso era hora de ir subiendo la temperatura. Estaba llegando el momento de complicar el juego.
Envenenarte.
Leonardo se encogió en su sitio.
Chuparte.
Casi se arrancó con las uñas la piel de los hombros.
Tragarte.
Batalló contra los latidos ensordecedores de su corazón.
Quieren todo de ti.
Intentó pelear contra el terror. Contra los espasmos de su cuerpo, sin embargo, sucumbió.
Queremos todo de ti.
Se rindió y las lágrimas se deslizaron por su cara. La primera etapa había finalizado, ahora faltaba saber si Leonardo sería capaz de aguantar el resto.
Una sombra gigantesca se acercaba a él, tranquila y sibilante; la segunda, esperaba en su casa hecha de seda; y la última sombra, pequeña y silenciosa, se encontraba sobre el pobre Leonardo, acurrucada en su gran mata de pelo.
V: Ruidos, siseos y trampa de seda
Leonardo se encogió como un pequeño animalito indefenso. El aire empezó a raspar su piel con fuertes silbidos llenos de furor. Las marcas de sus dedos se intensificaron con la fuerza intempestiva del viento. Sus dedos se teñían de sangre, más las heridas no le dolían.
No entendía qué jugaban sus sentidos en ese lugar. A veces escuchaba, de repente se volvía sordo. Hablaba y como si nada, después sentía que no podía emitir palabra alguna. Y, sobre todo, le preocupaba no sentir nada, su piel sangraba y se manchaba; débil y suave como la de todo ser humano, pero no sentía dolor alguno. Nada que le hiciera llorar o retorcerse del sufrimiento.
En cambio, el miedo se acrecentaba segundo a segundo. Sus emociones no tenían límites impuestos y le hacían temblar, lleno de pavor y envuelto de terror.
De repente, escuchó el sonido de un cuerpo arrastrarse en la tierra.
Rrrrrrrrrrrr rrrrrrrrrrrr rrrrrrrrrrrr
Volteó, sintiéndose expuesto y repentinamente amenazado. Y cuando lo hizo se arrepintió enseguida. Era una cosa gruesa y muy larga, demasiado para su gusto. Para sorpresa del niño, aquella sombra medía más de lo que parecía, era gigantesca y muy bien podía ser quince veces la estatura del pequeño.
Rrrrrrrrrrrr rrrrrrrrrrrr rrrrrrrrrrrr
El sonido inquietante y rastrero que producía aquella cosa le hizo gritar con todas sus fuerzas. Salió empujado a toda velocidad en sentido contrario.
—Me va a comer, me va a comer, ¡Me va a comer!
Rogó despertar en la seguridad de su casa y no estar en aquel lugar. Rogó cerrar sus ojos y no ver lo que estaba detrás de él. Rogó muchas cosas, pero cuando volteó su cabeza el animal seguía allí. Era inconfundible.
Una anaconda. Aquella sombra era ese temible y repugnante animal.
Y como si la cosa hubiera sentido su mirada aterrada esta empezó a soltar su siseo indicando peligro.
Ssssssssssss ssssssssssss ssssssssssss
Leonardo empezó a llorar, quejándose y limpiándose los ojos con rudeza. Tanto fue su recorrido que no se dio cuenta de que tenía a pocos metros la sombra de un árbol gigantesco. Cuando lo visualizó sus piernas se movieron más rápido que antes y cuando llegó descubrió que tenía un hueco como abertura.
Sin pensar, entró.
Ssssssssssss ssssssssssss ssssssssssss
—Mami, tengo miedo —susurró en la penumbra, agitado—. Mucho miedo.
Era mejor verlo que perderlo y no saber dónde estaba, por eso asomó la cabeza con miedo y descubrió que la tierra se estaba tragando a la anaconda, poco a poco su larga extensión fue desapareciendo en la ondulante negrura.
Sin que le diera tiempo de pegar un grito, algo lo jaló a toda mecha hacia atrás sin que pudiera impedirlo. Intentó moverse, pero estaba quieto, completamente inmóvil. Sus ojos recorrieron apresurados el entorno y descubrió una especie de material pegajoso que lo mantenía estático.
Arriba, sobre su cabeza se encontraba una sombra grande, no igual a la anaconda porque lo que la otra tenía de largo esta de gordura.
Era una tarántula.
VI: Alimaña tóxica y criaturas chillonas
León Valencia era un amante de los animales. Su casa de dos pisos era una selva por dentro; gigantesca, misteriosa y cargada de un ambiente pesado, era como si anduvieras cuidando tus pasos en la oscuridad, siempre a la espera de algo. Por mucho que su hijo, Leonardo, intentara no sentirse un extraño en su propio hogar se le hacía meramente imposible.
Un zoológico.
Solo eso podía pensar cualquiera que entraba y salía de la casa, es más, era lo que decían los amigos de Leonardo cada vez que tenían oportunidad.
De todos los animales habidos y por haber en el caserón solo tres generaban una aversión en el niño, solo tres que le impedían dormir y estar tranquilo en su espacio personal. Solo tres y como se atreviera a hacer algo en contra de esas criaturas su padre lo castigaría gravemente.
Los animales eran sagrados para León. Más que cualquier cosa.
En consecuencia, su madre rezaba todos los días; cuando se levantaba por las mañanas y cuando se acostaba por las noches. Agradecía a Dios por seguir con vida. Y Leonardo también se aferraba a eso, como era de esperarse.
Los animales eran un tesoro, la mayor riqueza de León. Mientras que para Mariela y su hijo solo Dios les daba algo de tranquilidad. Efímera, porque solo sentían paz cuando oraban con vehemencia. El resto del día se la pasaban preocupados y aterrados. Todo en el mismo paquete.
Sin embargo, algo bueno había sacado de todo eso Leonardo y eran datos importantes que aprendió, entre esos que las tarántulas no construían telarañas normales, las hacían con el objetivo de proteger sus madrigueras. Por ello, Leo descubrió la abundante cantidad de huevos redondos y transparentes que habían apilados. Se removió con asco, gimiendo y gritando de frustración, poseído por las náuseas.
El gigantesco animal peludo movía sus patas con lentitud, mirándolo con sus ocho ojos. Lo examinaba. Lo analizaba, tal vez no como su presa, pero solo pudo pensar en el veneno que recorría todo su cuerpo. Tal vez pequeñas no eran tóxicas para el ser humano, pero así de grandes como esa, todo era diferente.
Chilló frenético cuando la cosa se acercó a él y justo en ese momento empezó el verdadero caos.
Primero fue un débil y pequeño sonido producido por otro animal, que sintió cerca de él, muy próximo a su oreja; un chillido que luego fue aceptado y recibido por otros más que no dudaron en seguirlo. El espacio se hizo insoportable y Leonardo sintió como los oídos le pitaban.
Gracias al cielo, la tarántula también se resintió temblando fuertemente sus patas peludas. Como milagro, la seda se rompió y finalmente pudo escapar, pero antes de poder salir triunfante, la alimaña en venganza alcanzó a rozarlo con sus larguísimos colmillos.
Lo había contaminado. El brazo le sangraba y Leonardo se puso a llorar envenenado por el dolor que le producía. Salió corriendo dejando atrás el bullicio, pero no recorrió mucho cuando cayó al suelo de boca.
VII: Fin del juego
Leo sintió la tierra impactar sobre su cara. Las mejillas le dolían por las piedrecitas incrustadas, pero no perdió tiempo intentando correr pues del suelo habían surgido sombras siniestras de manos que lo apresaban, agarrándolo de las piernas con ahínco.
Ya deja de correr, mijito.
Se congeló en su sitio viendo a la tarántula salir de su madriguera y la anaconda surgir de un agua pantanosa. Gigantesca y con la piel resbalosa.
Y por favor, ya deja de llorar, que rogando esto nunca terminará.
Los susurros ya se hacían conocidos y empezó a suplicar pidiendo que el castigo terminara. Sin embargo, las manos no lo soltaron.
Enfrenta tus miedos. ¡Acábalos!
Finalmente, de su cabellera surgió un animalito, una criaturita satánica hambrienta de sangre. Era un pequeño murciélago de cara pancha y orejas puntiagudas, con una daga, no mentira, con dos dagas por colmillos. Nombrado Gary Stuart inofensivo.
Este comenzó a batir sus alas chillando. Estaba famélico y, en consecuencia, otros más de su especie chillaron desesperados.
¡Extermínalos! ¡Destrúyelos!
El murciélago empezó firme clavando sus puntiagudos colmillos sobre la piel envenenada de su brazo, a lo que Leonardo intentó manotearlo, pero las manos oscuras se lo impidieron encarcelándolo.
Mas murciélagos se unieron al festín enterrando salvajemente sus finas dagas en la piel tersa y calientita. Lo hacían con ira, deseosos de ver morir al pequeño Leonardo. Esperando escurrir su limpio cuerpecito.
La piel le ardía. Curiosamente el veneno no era lo que lo estaba matando, sino los cientos de punzadas incrustadas con crueldad. El castigo era doblemente peor y la piel le ardía, le dolía como el mismísimo infierno.
Hasta que hubo un momento en que las mordeduras pararon, y quedó tirado en el suelo cubierto por charquitos de sangre. Los murciélagos agitaron sus alas, yéndose del lugar una vez que la anaconda se acercó sigilosamente.
Leonardo quedó mirando fijamente el cielo inundado de nubes. Estaba tranquilo y sin fuerza alguna para llorar, correr o rogar que todo parara como hizo muchas veces antes. Estaba aguardando a que la anaconda se lo tragara ingresándolo en sus grandes fauces, aunque le parecía imposible lograr contentar al colosal animal.
Son inocentes y, aun así, les quieres hacer daño.
La anaconda formó un círculo a su alrededor, se enrollaba con paciencia y tranquilidad, sopesando su presa.
El monstruo eres tú, ellos no.
Del cielo empezaron a caer lucecitas que brillaban opacamente, las mismas que explotaron en miles de fragmentos al comienzo de la pesadilla. Leonardo sintió ganas de tocarlas, de sentirlas entre sus dedos y que le transmitieran calor, seguridad y amor. Quería alcanzarlas y fundirse en ellas. Necesitaba esas pequeñas lucecitas esperanzadoras, pero perdió toda oportunidad.
Al final, no fue la anaconda quien se lo tragó, fueron las sombras quien lo sumergieron en la oscuridad susurrándole al oído: fin del juego, bienvenido a la realidad, mi niño lindo.
VIII: ¿Pesadilla o realidad?
Cuando Leonardo despertó el miedo atravesando su garganta le impidió decir algo y aunque quiso llorar no pudo. Afuera llovía muy fuerte y la sombra de los árboles se movían por culpa del viento.
Agradeció, por lo menos, que había ruido haciéndole compañía y no el silencio estremecedor de la pesadilla.
El pantalón del pijama estaba empapado, la sangre corría por sus piernas y manchaba la tela del sofá. Leonardo se levantó aterrado y cuando volteó hacia las escaleras, muy cerca del estante repleto de peceras se encontraban varias tarántulas agrupadas. Negras y peludas.
Parecían que lo observaban.
Las sombras de las ramas se asemejaban a las serpientes y por el techo de la casa había montones de murciélagos dormidos de cabeza. Leonardo gritó o eso creyó él, mientras la sangre seguía corriendo por sus piernas con intensidad.
Corrió rumbo al segundo piso.
Su pantalón goteaba y los ojos se le ponían cada vez más secos, ardiendo cuando pestañeaba. Entró a la habitación de sus padres sin tocar, se acercó a la cama y sacudió a su madre entre el enredo de sábanas.
—Leonardo... Déjame en paz.
Lo hizo una y otra vez. Con fuerza y con las piernas temblando del pavor.
—Leo, cariño, ¿qué pasa? ¿Otra vez no puedes dormir?
Mariela se levantó somnolienta. Todo estaba sumido en la oscuridad por lo que prendió la pequeña lámpara que había en el tocador. Leo intentó decir algo más no pudo, atinó fue a tirarse encima de su madre abrazándola.
—¡Leo! ¡Estás mojado!
—¿Qué pasa? —León se había despertado.
—¡Te has hecho en los pantalones, Leonardo! —su madre lo alejó mosqueada.
Entonces, descubrió que la sangre no era otra cosa más que orina. Su padre se rascó la cabeza con desesperación, parecía enfadado.
—¿Ha mojado la cama, Mariela?
—¡No! —chilló su esposa.
—Ma-má... Ma-mi. —Leonardo finalmente alcanzaba a articular palabras.
—Leonardo, ya estás muy grandecito para esto. Siempre es el mismo cuentecito contigo, cariño. ¡Ya tienes diez años!
León se levantó de la cama frustrado, parecía un animal enjaulado caminando de un lado hacia el otro rascándose la cabeza. Leonardo, su hijo, estaba a punto de llorar. Ya por fin comenzaba a despertar.
—Mami, tengo miedo.
—Ya, ya, tranquilo mi niño. No pasa nada.
A pesar de estar empapado de cintura para abajo su madre lo cargó, abrazándolo con sus protectores brazos. León seguía enojado, lo notaba a la perfección.
Quería decirle a su madre que temía de los animales, del silencio y de las sombras. Más que todo de las sombras, no le gustaban ni un poquitín. Y su padre estaba cubierto de ellas. Al final, no tuvo que decirle al oído nada porque ella lo sabía todo, por eso la abrazó con fervor para que le transmitiera algo de calor.
Había algo peor que el mismísimo Lucifer, el demonio era nada ante la sombra de su padre en la esquina de la habitación. Leonardo ya no sabía qué era peor; la pesadilla o la realidad.
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