La Maldición Escalante (Cristina Lovera)

I


"Dos niñas sentadas una frente a la otra juegan sin jugar.

Una dice mentira, la otra dice verdad.

Nunca duermen, solo ríen y hablan cosas de adultos sin pensar.

Quienes logran verlas pavor les causará.

La hermosura de su inocencia te arrastrará al más allá.

Tus ojos, manos y alma, ellas te arrancarán.

Entre gritos y sangre ellas se deleitaran

Y en este juego mortal, la maldición continuará."

Escucharle recitar aquel inquietante verso infantil le erizaba la piel. Tara, su amiga, tenía la particularidad de fastidiarlo a morir y si bien era cierto que aquello lo incomodaba, no podía permitirse que le echara a perder su próxima investigación justo cuando estaba a punto de entrar a un destino incierto.

–Ya déjame de mirarme de ese modo –lo encaró divertida–, solo quería que estuvieras a tono con el momento. Es solo un extraño verso que una vez le escuché a mi abuela. Perdóname, Galier.

–Estás demente –refirió con seriedad.

Aproximadamente cincuenta años atrás, en la Mansión Escalante, lugar donde se encontraban los amigos en espera, habitaba una familia noble y de opulencia para la época. En donde ocurrieron unos acontecimientos de orden sangriento en torno al espeluznante asesinato de sus dos hermosas hijas, eran gemelas. Aún hoy en día es un misterio lo ocurrido en aquella residencia. En primera instancia se creyó que era un crimen de odio, pero luego tomó un matiz oscuro que involucró lo satánico. Los cadáveres jamás fueron hallados, solo se tenía la insana declaración de la criada que dijo haber presenciado un ritual, ver los cuerpecitos desmembrados de las niñas y a unos seres demoníacos. Nada de lo que dijo se pudo comprobar. Solo hallaron en la estancia un enorme charco de sangre que de ningún modo se pudo eliminar del reluciente piso de madera.

Con el transcurrir del tiempo, nada parecía real. Días después, la criada fue encontrada muerta al pie de la escalera con la cabeza abierta en dos. La Mansión se tornó un lugar sombrío. Los atribulados padres gastaron toda su fortuna en sesiones de espiritismo hasta que un día desaparecieron al igual que sus hijas.


***


Quince años después. Otro hecho inexplicable tendría lugar en aquellas paredes. Un hombre, de nombre Joaquín Córdoba, se atrevió a esconderse en aquel lugar. Era un delincuente buscado por el horrendo asesinato de una jovencita a la que había mutilado de manera espantosa. Al entrar de inmediato su alma se pudrió poco a poco y, una vez vacía de cualquier rastro de humanidad, el monstruo le ganó al hombre. Desde entonces supo que el final de sus andanzas no estaba lejos. La morada del mal lo había devorado. Siendo la primera víctima de muchas. Hay quienes juran escuchar sus lamentos, otros más dicen haber visto a unas niñas de enormes lazos jugar en el jardín en horas nocturnas.

Galier y Tara están a la espera de otros amigos: Canela y del párroco Ortiz para completar la expedición y poner a prueba su fe.


II


Les tomó cerca de una hora esperar al resto de los acompañantes que llegaron en un intervalo de cinco minutos de diferencia, la primera en llegar fue Canela, escéptica consumada que había aceptado la invitación de Galier tan solo para molestar a Tara. Cinco minutos mas tarde, llegó el sacerdote Adolfo Ortiz, quién conocía a detalle los pormenores de la mansión Escalante y quien aún creía que el mal seguía vigente e impregnado en las paredes, incluso aseveraba que lo podía oler.

—Me alegro que hayan aceptado mi invitación —expresó Galier complacido—. Es hora de descubrir que tan aterrador puede ser la Mansión Escalante.

La entrada principal se encontraba totalmente en ruinas, sin embargo a traspasar las monumentales rejas de hierro, parecía que el tiempo se había congelado, aun se podía divisar el jardín lleno de rosas, frondosas matas de mangos y en la esquina, la piscina vacía llena de hojas secas y otra clase de desperdicios. Por un instante Tara, sintió que algo la observaba desde la ventana en la parte alta, pero luego se lo atribuyó al influjo del lugar.

—No me digas que te asusta entrar a la casa del terror —la abordó Canela al notar la incomodidad de la chica que de inmediato la ignoró.

Luego dirigió su atención al Sacerdote.

—No le parece, padre que lo sobrenatural está sobrevalorado hoy en día.

—¿Alguna vez el silencio de la noche te ha resultado incomodo sin explicación razonable? —Refirió con algo de sarcasmo—. Las casas antiguas siempre tendrán algo que contar, sobre todo cuando se ha cometido un pecado tan atroz que empañe lo sagrado del hogar. Lo único que puedo responderte es que los pecados del hombre no caducan y el mal se aprovechará siempre que tenga la oportunidad de corromper la carne ante la debilidad del espíritu.

Galier sonrió ante el triunfo del padre sobre su amiga, Canela. Abrió las puertas de madera y con linternas en mano se adentraron en la oscuridad de la residencia maldita. Un intenso olor a ocre los inundó acompañado de una fuerte ráfaga de viento que les dio la bienvenida cerrándole a sus espaldas las puertas.

De repente.

"Si las ves caminar, a tu lado se pondrán. Si las oyes reír, no te dejaran dormir y..."

—¡Basta! —reclamó Galier, alumbrando el rostro de Tara que estaba sorprendida de la reacción de su amigo.

—No fui yo. Te...te... lo juro —atinó a decir mientras observaba la enorme mancha carmesí en la alfombra al pie de la escalera y escuchaba unos pasos alrededor.

Lo que habían escuchado en la cúspide de la escalera fueron voces infantiles recitando fragmentos de poemas grotescos. Galier no supo como reaccionar, pero apresuró el paso hasta llegar a la escalera en tinieblas y sin escuchar las advertencias del sacerdote subió perdiéndose en la oscuridad. Las linternas se apagaron. Las lámparas del salón se encendieron iluminando todo. En tanto que dos niñas cadavéricas se aproximaban. Sus risas infantiles y rechinantes los ensordecieron.

"Caminar....

O morir..."


III


Galier


Oír aquellas siniestras voces infantiles me habían desorientado al extremo de caer en una especie de limbo. Fue así que me volví una presa fácil.

—Galier ¿Eres tú? —susurró una voz del pasado.

—¿Conoces mi nombre?

No hubo respuesta, ellas solo reían cómo quién oculta algo. Luego en un cambio drástico de inocencia muerta a maldad y bajo una fuerza demoníaca me obligaron a subir los escalones restantes hasta desaparecer bajo la mirada atónita de mis amigos.

—¡Vamos a jugar! —cantaron con malicia las chiquillas. En sus cuencas oculares tan vacía como sus almas sentí una oscura emoción a la vez que me enfrentaba a mí propio reflejo en lo más oscuro de mi interior—. ¡Vamos a descubrir, ¿cuál es tu pecado, Galier?!

–¡¿Vivirás o morirás?!


***


—¡Maestro! —dijo sujetando con fuerzas desmedida la sotana de sacerdote—. ¡Es mi culpa! ¡Todo ha sido causa mía!

El sacerdote lo miró confuso mientras el chico caía a sus pies. El joven era Galier de unos dieciséis años. Al levantarlo descubrió con terror que su vestimenta de monaguillo estaba cubierta de sangre, era mucha.

—¿Estás herido, hijo mío? —se precipitó a decir imaginando lo peor—. ¡Habla ya! ¿Qué ha ocurrido?

El chico siguió balbuceando palabras sin sentido alguno. Cerró sus enormes ojos llorosos. Con sus manos presionó sus palpitantes sienes a punto de estallar de desesperación.

—Por favor, maestro —suplicó—. Venga pronto. Debemos avisar a la policía.

Sin entender lo que había ocurrido, el sacerdote, Ortiz siguió a Galier que corrió por el corredor de la iglesia en dirección al sótano. Bajó las escaleras hasta que sus ojos se toparon con un escenario escalofriante.

—¡¿Qué es esto, Jesús, María y José?! —exclamó horrorizado haciéndose la señal de la cruz.

En el frío piso y bajo la luz tenue de la bombilla. Yacía sobre un viscoso líquido rojo, el cuerpo sin vida del padre Bustamante, maestro teólogo. A simple vista se podía observar una enorme herida donde aún brotaba sangre. En un rincón pudo escuchar el débil llanto de uno de los monaguillos más pequeños, se apresuró a tomarlo en sus brazos, pero el chiquillo exhaló su último aliento. Fue cuando creyó saber lo que había acontecido.

De pie junto a él, Galier lloraba y se culpaba.

—¡Maestro! He cometido un crimen. Iré a la cárcel... Yo...

—¡Calla! —Reaccionó tajante el sacerdote—. Lo resolveré ¡Vete de aquí!

—Pero maestro...

—Vete de aquí, Galier.

Él obedeció. El sacerdote se hizo cargo de todo. Nunca se supo lo ocurrido. Sin embargo, la conciencia inquisidora de Galier lo acusó, pues nunca aclaró lo sucedido en realidad.


***


—Ahora es preciso que sacudas tu pereza —me dijo el maestro—: que no se alcanza la fama reclinando en blanda plumas, ni al abrigo de colchas. Pero ¿acaso esconder tu pecado te ha redimido? Tu alma pende de un hilo y la mía seguirá en pena hasta que decidas realizar el sacrificio final —concluyó finalmente, el maestro Bustamante...

Mi pecado me había alcanzado.


IV


—¡¿Vieron...eso?!

—Hay que seguir adelante —dijo Canela sin responderle a Tara—. ¿No le parece, Padre? A fin de cuenta debemos proseguir con lo planeado.

—Pero... Y ¿Qué haremos sin Galier?

—Escucha, hija —habló el sacerdote tratando de apaciguar a Tara que estaba al borde del colapso—. Trata de mantenerte firme y no dejes que esto quebrante tu espíritu. Aférrate a tu fe y sigamos.

—No creo que pueda —susurro con un hilo de voz—, creí que podría, pero esto...

—Haz lo que quiera —reprochó Canela—. A fin de cuenta. Solo eres un estorbo... Siempre lo has sido no veo porque sería distinto esta vez.

Continuaron adelante pese a que Galier había desaparecido. Ir por aquella lúgubre escalera ya no era una opción. El recinto iluminado denotaba un aura espeluznante desprovista de toda humanidad corpórea o al menos así lo sentían en lo más profundo de sus huesos.

—¡Huelen eso! —volvió a hablar Tara —. Es... Es sangre. ¡Tengo que salir de aquí! Debo buscarlo y salir de aquí.

De repente se quedó en silencio al sentir la mirada fija de Canela. Una mirada que sufrió en lo más profundo de su ser al notar que no estaba dirigida a ella sino a un rincón del salón principal. Se volteó tan lentamente que le pareció un martirio lo que le aguardaba. Para cuando pudo reaccionar, sus angustiados ojos se habían posado en las almas malditas que habitaban la casa.

Un desfile del mismo averno que se disponían a celebrar festín de carne y sangre, pero también de pecados secretos. Sin siquiera respirar, los improvisados testigos se deslizaron detrás de las columnas. Sin embargo, el terror se había apoderado de Tara. Seguía con la idea de buscar a Galier y huir del espantoso lugar. El sacerdote trató de persuadirla a la vez que sujetaba su brazo con fuerza, pero le fue imposible. Sin pensar en un imprudente acto de escapada, Tara emprendió veloz carrera como si con ello todo desaparecería. No fue así. Los malditos espectro fijaron su atención en ella y sin poder evitarlo, se dirigió hasta donde estaba el altar. Una enorme sombra la cubrió en halo de oscuridad y ante la vista de Canela y el sacerdote. Desapareció. Gritos y graznidos ensordecieron el gran salón. Unas niñas corrían alrededor del altar.

Ataviados con túnicas negras. Unas endemoniadas criaturas se disponían a repetir por enésima vez, el ritual que arrancó la pureza de las gemelas arrojándolas al abismo de los perdidos. Aunque su mayor deleite era ser recolectoras de pecadores y Tara lo para su infortunio lo era...


V


—¡Esto no puede ser cierto! —se dijo a si misma—. Tiene que ser una pesadilla. Tengo que salir de aquí ahora mismo de lo contrario me volveré loca. ¡Maldita sea mi suerte!

En su desesperación por abandonar la mansión, Tara no se percató que había sido la siguiente en caer en el abismo del aquel ritual macabro al igual que Galier, que aun seguía perdido. Fue cuando giró sobre sus pasos y se dio cuenta que los demás no estaban. Era como si habían desaparecidos. Solo divisó aterrorizada los gemidos aterradores de las almas que se encontraban en el salón en solemne celebración al maligno. En veloz carrera se adentró en el interior de aquel recinto del mal, pero solo consiguió una y otra vez salir al mismo espacio donde las gemelas reían y cantaban.

—¿Qué pasa? —gritó confundida—. Estoy dando vuelta en círculos o acaso no me he movido de lugar.

De nuevo, intentó escapar. Esta vez fue a dar a una habitación, era distinta a resto de la mansión, tan distinta que no era posible lo que veía. Un escalofrío la invadió al descubrir y reconocer el decorado de la habitación. Su angustia creció no solo por el sitio sino el cuándo, era una habitación de su niñez, la habitación de Julián.

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?

En aquella habitación decorada con diseños infantiles se encontraba una enorme cuna de madera. En la misma un bebé lloraba con desesperación. Tara no soportaba el llanto. Se tapó los oídos mientras él lloraba. De repente el llanto cesó. Trató de salir, pero algo se lo impidió. De nuevo el llanto dio comienzo esta vez tan fuerte que sus oídos parecían que iban a reventar.

—¡Calla! —suplicó—. ¡Cállate de una maldita vez! ¡No quiero oírte llorar más!

Una enorme sombra se aproximó a la cuna. El bebé comenzó a reír como si reconociera aquella figura espectral que se acercaba hacia él. Fue como si aquello le despertó algo horriblemente olvidado. De inmediato, Tara trató de acercarse. Quería evitar lo inevitable. Pero estaba petrificada, no podía moverse. De nuevo el llanto. La sombra se posó sobre el bebé que hacía extraños movimientos, como si estuviese poseído. Lágrimas recorrieron el rostro de Tara que cayó de rodillas implorando que se alejara del aquel niño que ella conocía muy bien.

—¡Lo siento! —Lloró de impotencia—. ¡Lo siento tanto, hermanito. Perdóname, por favor. Perdóname, Julián.

Aquella sombra se fue disipando hasta solo quedar la figura de una niña de unos cinco años. Estaba montada en el barandal de madera de la cuna. Ya para entonces el bebe había dejado de llorar, parecía dormido. La niña estaba feliz, en su mano sujetaba la almohada que había logrado silenciar el llanto de aquel hermoso bebé. El pecado había salido de la sombra de una pequeña asesina de su indefenso hermanito.

Tara era culpable y la mansión lo había descubierto. Al igual que Galier, se había sido manifestado su pecado. Había sido su turno.


VI


Mientras Tara se enfrentaba a la sombra de un pecado que creía olvidado en lo profundo de su subconsciente infantil. El padre observó con angustia como la presencia demoníaca de las gemelas se manifestaba de nuevo. Las niñas del mal bailaban sin parar. Fue cuando escuchó de sus tétricas voces algo que en un principio era inaudible, pero poco a poco fue haciéndose comprensible. Tan comprensible que la cancioncilla tomó un matiz acusador que hizo tambalear la fe del religioso...

!Juguemos a servir!

¡Juguemos a servir!

El fiel le sirve al amo y

El falso creyente a dos.

¿A quién le sirves tú?

Al Dios que los reprenden

O al Dios de los placeres.

¡Juguemos a servir!

¡Juguemos a fingir!

No se puede servir a dos.

¿Y tú sacerdote, a quién le sirves?

La hipocresía es un pecado de miedo.

¡Debes decidir!

¡Debes decidir!

En este juego maldito,

la maldición no tiene fin.

De repente cesó el canto.

—Señor —comenzó a implorar el padre —. Tú que eres grande en tu misericordia. No me dejes caer en la oscuridad. Soy tú fiel servidor y tu herramienta de fe. No caeré en la trampa del demonio. Que solo busca quebrantarme. Soy...

En eso una voz infantil interrumpió su suplica.

—Padre, ayuda. Venga por favor.

—¡Dios bendito! —Apenas balbuceó—. ¿Cómo has logrado entrar?

El chico de unos nueve años aproximadamente, corrió por el gran salón tratando de hacer que el padre lo siguiera. El salón parecía dar al pasillo de la iglesia donde fue párroco tiempo atrás. Él pareció no darse cuenta. Solo quería ir tras el chico que solicitaba su ayuda.

—Padre, venga pronto.

— ¿Qué ocurre, muchacho?

Tras del chiquillo, el padre emprendió una peligrosa carrera a lo profundo de la oscuridad que creía redimida. Aunque en el fondo no era así. Cuando al fin pudo darle alcance. Tomó su frágil brazo, pero a darle la vuelta vio con terror indescriptible como una mancha de sangre comenzaba a hacerse más y más grande en la franela de niño. Sus ojitos se fueron oscureciendo hasta solo quedar dos cuencas negras como la noche más oscura. Se zafó del niño con brusquedad, pero el niño seguía implorando su ayuda.

—Tengo frío —susurro con tristeza—. Ya no quiero seguir en la oscuridad. Por favor, padre, lléveme a descansar.

—No puede ser —replicó absorto a reconocer al infante delante de él y cayendo de rodilla —. Yo... Yo... Dios mío... No puede ser... Que he hecho...

De nuevo la maldición arrastraba al abismo al pecador.

—Solo fue un accidente —Trató de justificar sus terribles acciones—. Solo era un niño y traté de protegerlo mi Dios... Pero debí protegerlos a los dos y no solo a uno. Pues solo debo servir a un Dios que ama la justicia y la verdad. He tomado una terrible decisión al salva a uno y dejar en la oscuridad un alma inocente. Perdón...

En eso, Galier apareció a su lado...


VII


—Siempre nos advirtió que nuestras acciones nos presentan ante él —recordó Galier, abatido al padre que se encontraba de rodillas—. Por largo tiempo hemos tratado de borrar un pecado que solo ha hecho que nos perdamos más en un abismo silencioso. Es hora de pagar las culpas y alcanzar el perdón para así poder redimir nuestros errores.

—Lo sé —dijo resignado el religioso—. Ha llegado la hora de liberar el alma del pequeño Gary de la oscuridad. Estoy seguro que no saldremos de aquí, pero quizás... Solo le pido a mi Dios bendito y misericordioso que nos dé el perdón.

En tanto que una voz siniestra se dejó escuchar de manera sombría haciendo acto de presencia en aquel salón. Una voz que de inmediato Galier reconoció.

—¡Qué ternurita satánica te has vuelto, Padre! Es una lastima que solo son palabreríos huecos —Bufó Canela con aire de complacencia por la sorpresa causada—. Eres un hipócrita ante tu Dios y Belcebú, mi señor ¿Qué creyeron? Que nunca se sabría la monstruosidad que habían cometido en contra de Gary, mi hermano y tú, Galier, por años viviendo cómodamente sin ningún tipo de remordimiento

—¡Eso no es cierto! —Refutó Galier—. No sabes nada. No sabes cuantas veces quise... No puedo creer lo que has hecho.

—¿Qué quisiste hacer, Galier? Dilo — Interrumpió Canela hecha una fiera—. Eres un mentiroso de lo peor. Por años me ha consumido el odio. Por años he querido destruirlos y este veneno que me carcome las entrañas me ha dado la fortaleza para hacerlos pagar por su crimen. Solo tuve que invocar las sombras malditas de esta mansión y alimentarla durante algunos años con las almas de pecadores que deambulan por la vida; creyéndose libre de sus malas acciones.

—¿Cómo pudiste, hija? —Habló el padre—. Solo Dios tiene el derecho a juzgar nuestros pecados. Te has condenado y has condenados a muchos en tu sed de venganza. Te has dejado engañar del maligno que esta enjaulado en esta casa. El no quiere expiar las culpas. Solo busca condenarlas porque así tiene el poder sobre ti. Así alimentas su maldad y tú te has convertido en su instrumento de perdición.

—¡Calla! —Gritó enardecida como si algo la consumiera desde adentro—. Yo no soy aquí a quién deberán juzgar, ¿qué me esta sucediendo? ¡Duele! ¡Duele mucho!

La joven cayó al suelo retorciéndose de manera espantosa como si algo invisible la estuviese estrangulando. Como si su cuerpo se quebrará al igual que una rama seca. El crujir de sus huesos era horrendo al oído de Galier y el padre que estaban petrificado observando el dantesco espectáculo de muerte. Al cabo de unos segundos dejó de moverse. Sus pupilas estaban dilatadas. Fue cuando las gemelas se acercaron. Una de ellas portaba una daga antigua. Juntas se agacharon y hundieron con sumo placer la filosa arma en el corazón que aun latía débilmente. Al extraer la daga. Ambas rieron alejándose del salón. La chica expiró así su último aliento. Su pecado había sido cobrado.


VIII


—Debí hace años decir la verdad de aquel día —prosiguió Galier—, solo callé para aplacar la culpa. Gary y el padre Bustamante.... ¡Oh Dios mío! Tuve tanto miedo... Gary había tomado las drogas que escondía... traté de ayudarlo, pero el padre Bustamante se dio cuenta y lo arrojé por la escalera del sótano. Ya para entonces todo era un desastre... Debí decir la verdad y tanto el padre como el pequeño estarían vivos... ¡Perdón! ¡Perdoooón! —gritó finalmente, pero era tarde.

Con espanto vieron aparecerse, las almas de Tara y Canela cuya monstruosidades hostil y depredadora se disponían a una última cacería contras aquellas ovejas pecadoras.

—¿Todavía cree que podremos salir de aquí? —preguntó Galier.

—Sí —contestó, el sacerdote, incluso hablando por el mismo Galier que dudaba a su lado—. Debemos tener fe o estaremos a punto de padecer la materialización del poder nefasto de Lucifer y habremos perdido. Todos tenemos derecho a ser perdonado, pero también debemos ser castigados para así poder expiar nuestras culpas.

En cuanto pudieron, ambos corrieron hacia el salón principal de la mansión, el sacerdote conocía de antemano los detalles de aquel siniestro lugar, así que le ordenó a Galier que arrancara el revestimiento de las paredes cerca de la enorme chimenea. Estaba seguro que habría algo oculto que lograron esconder los padres de las gemelas cuando aun no habían desaparecidos y se dieron cuenta que no eran sus hijas las que habían vuelto de la muerte.

—¿Qué es lo que buscamos, padre?

—¿Un pergamino antiguo? —Respondió el sacerdote que ya tenía los dedos ensangrentados de tanto rasgar las paredes—. Gracias a este antiguo documento hace muchos años atrás se pudo contener por primera vez la maldición y evitar que se propagara al exterior. Pero la sed de venganza de Canela volvió a activar su siniestro poder.

—¿Qué haremos para romper con la maldición, padre? —preguntó Galier, pero esta vez el sacerdote guardó silencio, pensó que tal vez no debía decirle para no crear más angustia a la situación.

Finalmente...

—¡Aquí está! ¡Lo tengo!

—¡Entrégamelo, hijo! —Exigió el sacerdote—.Y prométeme que harás lo que te pida sin dudar.

—Pero, padre...

—Promételo te digo.

El asintió confiando en que saldrían de aquel lugar.

Las sombras ya habían logrado traspasar al salón. El padre con el pergamino en la mano recitó unas extraña palabras de origen celta que hicieron tambalear los cimientos de la mansión, sin embargo, no podría contener él solo su poder. Había decidido su destino.

—Funciona, padre —exclamo Galier—. Veo una salida al final del pasillo.

—Sal de aquí —replicó el sacerdote. Su rostro ensangrentado evidenciaba el poder del pergamino sobre él. Lo estaba consumiendo—. Yo debo terminar, nos veremos afuera. Sal pronto... y que Dios te bendiga, hijo.

Así fue como Galier, pudo abandonar la mansión Escalante. Esta quedó consumida por el fuego abrazador hasta quedar reducidas solo a cenizas. El padre nunca logró salir. Y Galier en prisión, cumplió una larga sentencia por el crimen cometido.


FIN

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