El Ritual (Lynn Santiago)
Los amantes de la razón concuerdan que el tiempo de la superstición ha pasado. La tecnología se encargó de desenmascarar hasta a Dios en las Alturas. Pero Irlanda sigue siendo tierra de leyendas. Hay quien asegura que la promesa de suelo fértil y brisa marina que sube contra la corriente de abundantes ríos es un espejismo; una antesala al infierno.
Es aquí donde los antiguos olvidaron morir y ahora vagan, abrazados a las tinieblas. Pasan su eternidad susurrando al oído, sin permitirnos ver el grueso de las cadenas que les atan y les marcan como lo que son: demonios.
Clare Island no es la excepción. Esta roca anclada a la bahía de Clew donde una casa faro de paredes blanquecinas le advierte al mundo no acercarse demasiado a la orilla, habla silenciosa por las almas que habitan en el pueblo al pie de Croagh Patrick.
Hasta aquí llegué, hace casi un año, con mis papeles en orden. La licencia aún olía a tinta: Leslie Finnegan, Custodio.
La señora Walsh, ama de llaves del recinto me recibió sonriente. A sus setenta y cinco años no mostraba interés en el retiro.
—Leslie...—Su dentadura amarillenta denunciaba una vida viciada por el tabaco.—Tus padres escogieron un nombre peculiar, de esos que confunden a las buenas gentes. ¿Tu familia es dada a profesión de mar, de buena cría?
—Por las buenas costumbres respondo. Soy un hombre hecho a mi manera y trato dentro de lo que puedo, de ser un caballero. Por la buena familia, no tanto. Digamos que esto es lo más lejos de los míos donde la suerte me ha podido traer.
—¡Shhh! No menciones suerte. Eso indica que a alguien debes. No hay tal cosa. Si existiera, no sería más que una cualquiera, moviéndose al compás incierto de olas de tormenta, dando y quitando a su gusto.
Su rostro se oscureció y yo guardé silencio. Al recibir la encomienda se me hizo saber que todos los habitantes del pueblo habían perdido al menos un ser querido ante el Atlántico.
—Bueno muchacho, ¡bienvenido a casa! Hago limpieza dos días a la semana y por eso se entiende sacar el polvo. Esto es un faro, no una cueva de machos.
Para ese entonces se había reconciliado con una alegre disposición. Gruñí, suponiendo que era la respuesta esperada tras juzgarme como un posible cavernícola.
— ¿Algo más?
—Tú te encargas del faro, yo de la casa y ambos del camposanto.
—¿Hay un cementerio?
—Tras el muro de propiedad.
Mientras nos acercábamos a la casa, pude leer una placa en la entrada del campo privado. "Aquí yace el hombre que perdió su camino y olvidó la cuota que se debe al mar. Soñó con enfrentarse a la furia de las olas, el frío del abismo caló hasta sus huesos. Su alma se pudrió poco a poco y, una vez vacía de cualquier rastro de humanidad, el monstruo le ganó al hombre. Desde entonces, supo que el final de sus andanzas no estaba lejos."
Se ha cumplido poco más de un año desde que llegué a Clare Island y aunque mi vida es definida por el ritual de lo habitual, últimamente he estado experimentando una sensación ajena a la razón. Un temor infundado que a pesar de no entorpecer mis funciones, me es molesto.
A veces me encuentro completamente absorto en la extensión de mar frente a mis ojos. En noches serenas el caos de las olas desaparece, dejando en su lugar un portal al vacío. Cuando levanto los ojos al cielo, no encuentro consuelo alguno. No me queda más que pensar que el negro que tiñe las olas es una extensión del espacio entre las estrellas, complemento de un universo que se expande fuera de mi control, y me hace sentir diminuto. Quedo con la sensación imperecedera de que algo se asoma al borde de mi vista, una presencia que se escapa y alza el vuelo en alas de las aves nocturnas que graznan desde la arboleda entre el pequeño pueblo y la playa.
Llegar a la casa no alivia mi desazón. En noches de luna llena, el sendero que lleva del cementerio al portón trasero se ilumina. Las piedras grises, besadas de rocío de medianoche parecen marcar los pasos de alguien que se ha adelantado a mi llegada. Me he sugestionado lo suficiente como para escuchar la risa de niños, provenientes de entre las tumbas.
No es que no crea en fantasmas. Es que me consta que no hay pequeños enterrados en esas fosas.
Una vez adentro, ojos de generaciones pasadas me persiguen. Mi casa, después de todo, no es completamente mía. Me obligo a compartirla con el retrato de los custodios que vivieron en ella antes que yo. No tengo ni siquiera que preguntarme qué ha sido de sus vidas. Todos yacen, en la tierra caliza que rodea esta casa, junto con aquellos a quienes la luz del faro no pudo salvar.
Me costó mucho mucho confesarle mis terrores nocturnos a la señora Walsh. Tales cosas no se esperan de los hombres. Pensé incluso que recibiría mis anécdotas con un tono de burla. Al contrario, la mujer escuchó atenta, mientras untaba mermelada a los panecillos de té.
— Voy a contarte esto como me lo contó mi madre, muchacho. Mi esposo fue pescador hasta el día que ya no volvió a casa. De esta forma, corroboré con dolor el significado de sus palabras— señaló con el cuchillo plano el camposanto—.Un hombre siempre ha de tener tres mujeres. La primera la Virgen, guía del cielo; la segunda es la mar, la tercera su esposa. De las tres, solo hay una que siempre querrá poseerle, que toma mil formas, cuyo aliento gélido besa el vidrio de las ventanas. Ella se cuela en su casa a seducirle en noches de insomnio, invitando a un descanso eterno en sus brazos. Se acerca con cada ola y espera paciente en cada punto bajo de marea, para consumirle entre mil dentelladas desde lo profundo.
La señora Walsh se retiró después de contar su historia, despreocupada del efecto que pudieran causar sus palabras. Era solo una historia, aún cuando en algún momento hubiese sabido amarga, años de ausencia de su esposo habían aplacado el horror que encerraban sus palabras, las cuales eran nuevas para mi.
Me descubrí más solo que nunca. La casa del faro me parecía una presencia insostenible, pesada.
Pasé a cerrar el libro de la bitácora, como todas las semanas. Ese libro vetusto de hojas de filo dorado era el elemento más antiguo de esas cuatro paredes. A pesar de los avances tecnológicos que grababan desde la hora exacta del cambio de marea, hasta las inclemencias climáticas, las instrucciones indicaban que cada semana se cerrase con un "Todo sereno".
La tradición y la constancia son importantes en el desempeño de trabajos ligados al mar. Las circunstancias cambian; los rituales, nunca.
Entre los recuerdos más curiosos que traje de la academia marítima, estaban las palabras del instructor de curso. Era amante de Alighieri y solía repetir tras entregar cada examen:
"Ahora es preciso que sacudas tu pereza— me dijo el Maestro—; que no se alcanza fama reclinado en blanda pluma, ni al abrigo de colchas."
Siempre lo interpreté en términos de que la teoría ayuda, pero la práctica establece. De esa manera había determinado vivir, ligado a perfeccionar mi labor. Sin mucho que presumir, tampoco mucho que esperar.
Pero, el tiempo pasó y ya acostumbrado mi oficio comencé a olvidar las solemnes promesas hechas en clase y empecé a fijarme en otras cosas. Decidí dejar atrás el manto de ermitaño que me había auto impuesto. Soledad y locura después de todo, van de la mano.
Estaba de salida la Cuaresma y comenzaron a llegar los visitantes usuales, peregrinos a Croagh Patrick quienes después de subir a la cima descalzos, buscaban refugio en la brisa que sube del mar y las aguas de temperatura perfecta. Mayo estaba a las puertas y todo el afán religioso desaparecía para dar lugar a los excesos del verano.
Uno de esos atardeceres iba de camino al pub, a escuchar lo que el alcalde tenía que decir sobre las celebraciones del Primero de Mayo. Era una de esas pocas fiestas que alivianaban la pesadumbre del pueblo. Sería la primera que me tocaría asistir como custodio oficial del faro. Me habían asignado conseguir una cinta ancha de color azul grisáceo, que representara las olas. Entregué la misma y tras un par de cervezas, me dirigí a la cabaña de la Señora Walsh. La mujer no se había presentado el día anterior, y eso me dejó preocupado.
Toqué la puerta, la cual cedió, abriendo con un chirrido. Una lámpara amarillenta luchaba por iluminar el pasillo estrecho que conectaba las habitaciones.
Escuché a una mujer llorando. Era una voz joven, firme, con suficiente ánimo como para extender sus gemidos hasta hacerlos profundos. Me recordó un animal herido. Entre quejido y quejido escuché mi nombre: "¡Finnegan ina chónaí sa teach solais!"**
Debí haber girado sobre mis talones en ese instante. Pero la curiosidad me ganó. ¿Quién pronunciaba mi nombre en una lengua que no escuchaba desde mi infancia?
Me acerqué a la puerta solo para descubrir el cuerpo inerte de la señora Walsh siendo abrazado por una mujer de poco más de veinte años. La joven había levantado a la anciana de la cama, posicionándose tras de ella. Su falda ancha y larga que recordaba un estilo típico de gitanos de antaño estaba subida casi hasta la cadera, todo por el esfuerzo de levantar el cadáver, como si tuviera la intención de reanimarle.
—¿Donde estabas, Finnegan del faro? Fui por ti y no te encontré.
Quise contestarle, pero me descubrí incapaz. No podía quitarle los ojos de encima. Su belleza, mas que natural, parecia estudiada. Sus ojos estaban cuajados de lágrimas, pero apenas distraian de lo atrayente de su rostro definido por rizos de azabache que parecían esculpidos con precisión. Sus pechos firmes se contenían con el mínimo requerido de decencia en un escote cuadrado, una cintura fina hacía más amplias e invitantes su caderas. En esos momentos observé que su falda estaba empapada y sus piernas mojadas con una fina capa de agua salada.
La mujer se levantó de entre las sábanas, dejando un dulce beso en la sien de la señora Walsh. Una vez más me sentí avergonzado de no poder reaccionar debidamente. El ama de llaves había hecho las veces de una madre para mi desde mi llegada a Claire Island y aun no me movía a preguntar ni siquiera sobre lo sucedido. Solo miré con envidia esos labios, deseando saber cómo se sentirían siendo besados por los míos. El llamar de ese placer indescriptible, la urgencia de descubrirla hasta lo más íntimo nubló mi razón.
Apenas si pude contenerme cuando ella, con la necesidad de aquellos que buscan afecto se colgó de mi cuello en un abrazo suplicante.
—Leslie— su voz era dulce al oído, voz temblaba mientras parecía escoger las palabras para no equivocarse— Aida Walsh es mi tía. Yo vengo desde Orkney a visitarla una vez al año. La encontré de la peor manera, en medio de estertores de muerte, convulsionando con fiebre. No conozco a nadie aquí, así que pregunté a quién podía ir por ayuda. Ella mencionó tu nombre. Salí corriendo hacia el faro solo para no encontrarte. Me tocó verla morir, sola entre estas paredes...
Su cuerpo pedía ser consolado con más que palabras. La separé de mi solo para acariciar el contorno de su rostro y asegurarme de haber entendido sus gestos. La besé con deseo, con arrojo, seguro de que habría de corresponderme. La besé prefiriendo sentir su aliento dulce al olor de muerte en la cama cercana. Y mientras más profundo se hizo el beso, se perdieron los detalles.
Olvidé que sus ojos reflejaban una gris tormenta, sus labios sabían a sangre fresca y sus uñas, tanto en sus delicados pies como en sus finos dedos, eran cascos negros.
Tres años después
La vida encuentra formas de cerrarnos los ojos a la realidad cuando se trata de hacernos olvidar todo lo sufrido. Una vez se asoma un mínimo rayo de esperanza, está en nuestra naturaleza aferrarnos hasta que nos convencemos que es un caudal de luz inagotable.
En eso se convirtió Diolah para mi. Tras nuestro comienzo poco convencional, un beso que que casi nos arrastra, ambos entendimos que debíamos darnos un tiempo para ver si se trataba de una atracción generada por el dolor de la pérdida, o algo más.
Ella permaneció en la cabaña de su tía por un tiempo, mientras que la gente de Claire Island, donde hasta las generaciones jóvenes se guían por pareceres arcaicos, se ajustaba a su presencia. Eventualmente nos hicimos novios y con la seguridad de aquellos que se han jurado amor-o lujuria- desde el primer intercambio, decidimos unirnos. No lo hicimos ante la Iglesia, simplemente intercambiamos palabras, justo en el momento en que una luna cansada dejaba de ejercer influencia sobre las marea, rindiendo finas líneas de espuma a nuestros pies y el reloj del pueblo anunciaba el paso de las dos hacia las tres.
Es curioso. Hay días en que pienso que de verdad llegué a amarla. No hay mejor historia que aquella de la que nos convencemos a nosotros mismos.
Me dio dos hijos, nacidos el mismo dia. Pequeños de rosadas mejillas y cabellos oscuros, como los de su madre. Los gemelos nos convirtieron ante los ojos de todos en la familia Finnegan y cualquier indiscreción fue perdonada en pos de su bienestar. Tanto así que el padre Mallory, párroco vetusto y exigente apareció a nuestra puerta, preguntando cuándo serían bautizados.
Diolah simplemente contestó: —No se preocupe. Ellos cumplirán con el ritual.
El 1 de mayo marcaba el primer año de nuestros hijos. Ese día tuve que ir a Newport por capacitaciones. Prometí llegar a tiempo, no más tarde de las ocho. Pensé que me esperaría el olor a pastel recién horneado, el dulce del glaceado permeando en la casa...
Nada. Excepto el acre olor a sangre y los gritos del pequeño Connor. No me detuve a ver nada, instintivamente supe que no se trataba de ladrones o de accidentes. Algo terrible, pero íntimo había marcado la vida de mi esposa y mis hijos.
Ellos cumplirán con el ritual.
Allí estaba Connor, parado en la baranda de la cuna, como un títere grotesco controlado por hilos invisibles, ojos brillantes en la oscuridad. Su boca cubierta en sangre escupía pedacitos de carne que se escapaban de entre filas de dientes como agujas. El más fuerte de los mellizos había consumido al otro. El cuerpo de Brady permanecía envuelto entre las sábanas. Angelical, dormido, excepto por la terrible mordida que desgarró piel entre su cuello y espalda con profundidad suficiente como para privarle de la vida en oleadas de sangre.
Al pie de la cuna, doblada de forma de forma metódica y completamente desangrada, yacía la piel de mi esposa.
Sentí la nausea apoderarse de mi, obligándome a vaciar el contenido de mi estomago incluso antes de poder dar completo crédito a mis ojos. La criatura a quien hasta esa mañana había considerado mi hijo, clavó su mirada en mi, soltando un siseo amenazante antes de lanzarse por la ventana.
Respondí en cuanto mis piernas lo permitieron, solo para observar con horror cómo Connor, quien apenas comenzaba a dar sus primeros pasos, corría apresurado hacia el mar tras tirarse al vacío desde un segundo piso. Mientras lo hacia, se desprendía de su envoltura carnal, dejando atrás su suave y blanca piel y mostrando lo que yacía bajo su perfecto disfraz.
Lo que en un principio parecía ser una masa amorfa y oscura mostraba una cabeza redondeada adjunta a un cuerpo alargado enmarcado por extremidades con dedos palmeados. Se hundió entre las olas, mientras las diminutas crestas blancas bajo luz de luna traían rastros de sangre y tejido a la orilla.
Grité sin espera de respuesta, y entonces escuché la voz de mi esposa.
Diolah estaba a la distancia, donde apenas la luz de luna podía ayudar a diferenciar entre la noche, el mar y algo más oscuro que la distancia entre los astros que parecía irradiar de ella. Su transformación estaba tomando tiempo, del rojo de músculos de cambiante, anudados cual cuerdas sobre hueso amarillento, emergía un azabache lustroso. Luna y agua parecían diamantes en cascada sobre su figura monstruosa.
No tuve que preguntar nada, su voz se convirtió en el vaivén de las olas.
No temas, Leslie. Es tu destino, siempre entrelazado al de nuestra especie... Faraday, Farley, Finn, Finnegan, son nombres dados a los hombres para que los nuestros reconozcan su estirpe. Como siempre pasa, de la unión de los humanos y aquellos que viven tras del velo, surgen dos hijos. Uno sobrevive y el otro es el pago que damos por la extensión de nuestra existencia a los infiernos.
La venda cayó de mis ojos. No esperaba que fuese amante, ni considerada, pero escucharle revelar el destino destino de Brady como algo mil veces peor que la muerte, me llevó al borde de la locura.
—¿Qué quieres de mi?— Cobardemente esperaba que me ofreciera una salida.
No es lo que deseo de ti, mas bien te pido que consideres lo que puedo ofrecerte.
El negro de sus cabellos se cuajó de perlas, cada gota cubriendo su cuerpo de ónice se transformó en un intrincado patron de diamante descansando sobre oro liquido. Abriéndose paso hacia a la orilla cada brazada despertaba vetas de zafiro en las aguas.
—Sabes lo que soy—una sonrisa sugestiva tomó forma en sus labios—llevas saberlo en la sangre.
Un impulso me arrastró a recitar las palabras, como letanías aprendidas en la infancia.
—Hija de la profundidad. Fuiste expulsada del viente de una diosa en la oscuridad de Lough Durgh, tu hermano reina sobre los infiernos, tu madre envenena con su aliento el agua dulce y tú...
—Gobierno sobre el mar, y todas sus riquezas.
Me negué a la tentación, solo para escucharle proclamar mi castigo.
—Iluso. ¿En realidad te pensaste escogido? ¿Sabes cuántas veces he dicho lo mismo? Solo me entretiene escuchar respuestas. Algunos ceden ante la avaricia, otros juran que han de morir dignamente, rechazando lo que ofrezco. No tienes partido en tu propio destino desde el día en que tus ojos se posaron sobre mi.
Mas que nereidas, las hijas de Caorthannach no solo encantan, toman posesión del alma. Están destinadas a unirse a aquellos en cuya sangre dioses y demonios marcaron con una disposición hacia las fuerzas ocultas tras los elementos. Desde niño tuve un inclinación a las aguas, mi vida fue caótica, hasta que logré la ansiada paz en la casa del faro. Paz que precedió los tormentos del infierno.
No me di cuenta de haberla seguido hasta la profundidad hasta que las manos que una vez acariciaron mi rostro, abrieron surcos en la piel al ras de mis pómulos, cual daga. Me atrajo, besando mis ojos, forzándolos a abrirse bajo la presión de su lengua ácida. Pensé que su intención era cegarme. Por el contrario, me dotó de la visión de aquellos tocados por los sidhe. Mi visión fue transformada para ver todo aquello que a los mortales por gracia, nuestra corta existencia hace invisible. Me arrastró hasta el fondo, preso de un beso que garantizaba la extensión de mi vida. Allí, donde el silencio y la calma hacen recordar que el mar, sobre cuyas olas los atrevidos declaran ser señores, es otro mundo.
Vi a sus hijos. Cientos, concebidos a través de los siglos. Algunos guardaban formas humanas, con torsos alargados que terminaban en colas escamosas o viscosos tentáculos. Otros, tras incontables años en lo más profundo, eran figuras transparentes de ojos perlados, entrañas visibles y filas de incisivos. Algo se acercó a mi derecha, acompañado por un ente de áspera piel ceniza. Reconocí en sus ojos los de mi hijo. Dientes largos y afilados reclamaron un girón de carne y arrancaron uno de mis ojos, antes de nadar a la boca del infierno. Ternurita Satánica, sangre de mi sangre. Reí a carcajadas, sabiendo que el agua en mis pulmones no me mataría. No merecía tan simple resolución.
Diolah se limitó a dejarme claro lo que haría hasta el fin de mis días.
—La villa no tendrá recuerdo de ti. El camposanto en la casa del faro tendrá tres nuevos nombres entre las lápidas, Leslie Finnegan y sus dos hijos, muertos en una tormenta. Tu serás el señor Walsh, como lo fue la viuda del último infeliz que fecundó mi vientre. Esperaras por la llegada de Gary Fahey. Puede que tarde un año, tres o veinte. El tiempo no es nada para los sidhe en lo profundo. Cuando llegue, lo traerás a mi, tal y como tú fuiste entregado. La rueda del ritual volverá a emprender su marcha y puede que si algo queda, a cambio de tu servicio devuelva lo que resta de tu alma.
Han pasado casi dos décadas en Claire Island, donde la vida se confunde con un ensueño. Solo yo sé la verdad. Nadie recuerda mis momentos de dolor. Vomitado por las aguas sobre las piedras al pie del faro, cada alarido desesperante, el crujir de mis huesos tratando de espantar un frío peor que el de la tumba solo existe en mi memoria.
Me convertí en el desgraciado cuya familia murió en un accidente. Nadie cuestionó mis heridas, la carencia de un bote perdido en la bruma... la ausencia de cuerpos. Fui relevado de mi cargo, recibiendo como consuelo la casa de la Señora Walsh. El juez optó no escuchar cuando le dije que la propiedad no me pertenecía, pues mi esposa nunca fue sobrina de la mujer. Me convertí en asunto ignorado.
Hasta que hace cinco años, Gary Fahey apareció en la isla. Su llegada fue sal sobre herida. Su vida, un teatro de imitación burlesco donde él también era víctima. Traté de advertirle, pero para él, yo solo era el infeliz que alguna vez ocupó su lugar en la casa del faro, un demente desocupado.
Fue demasiado ver a una belleza de ojos oscuros entrar a su vida, una mujer la cual me sonreía fingiendo ser generosa, cuyo verdadero rostro escapa a mis ojos. Era Diolah, vuelta en otra piel, sin duda. Tan efectivo era su sortilegio que lograba esconderse aún del terrible regalo que me otorgó en nuestra última noche. Podía ver fantasmas y demonios subiendo del mar y haciendo su hogar en la tierra, pero ella continuaba tan inocente y dulce como todos, haciéndose llamar Kate.
Cuando los Fahey anunciaron estar esperando un hijo, tuve la seguridad que ese engendro sería el último y definitivo. Cualquiera que fuere el plan de Diolah, terminaba con esta criatura.
No me conformé con esperar por el horror a desvelarse. He decidido salvarlos a todos por mi propia mano.
Hoy le he esperé, agazapado entre las lápidas del cementerio. Salí a su encuentro mientras se acercaba a la casa del faro. Ella sonrió, curiosa, amable, hasta que notó mi arrojo ante su presencia. Puñal en mano, ataqué a la mujer, hiriendo su vientre con justa ira. Mientras desgarraba su carne inmortal, ella luchaba, pretendiendo un dolor inexistente. Sus gritos... o tal vez sus carcajadas... llamaron la atención de Fahey, quien salió de la casa armado de un rifle.
Por un momento me miró como si fuera un acólito de Lucifer, sin entender que la criatura gelatinosa que había arrancado del vientre de esa mala mujer sería su perdición. Trate de llevar el pequeño cuerpo destasajado a sus pies, para que pudiese ver que no era un ser humano, más bien una criatura de las aguas.
El hombre no reaccionó. Se limitó a disparar. El eco de la bala fue ahogado por el reventar de las olas. Escuche la voz de Diolah, clara y cruel. Solo dijo una frase:
—Gracias. Sabía que de alguna forma u otra, lo traerías a mi.
** Finnegan que vive en el faro
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