Ruinas tormentosas (Bileysi Reyes)
La brisa gélida se colaba entre las rendijas de la puerta y las ventanas, mientras que un aroma a frutas silvestres inundaba la pequeña casa de madera, cubierta de musgo oscuro.
Toda la zona, desde lo alto de las peñas borrascosas hasta la llanura le pertenecía, y resultaba fácil distinguir entre la extraña aridez de sus tierras y los tupidos bosques de sus aledaños, los cuales se encontraban impregnados de enormes árboles de elevadas dimensiones, sin embargo, sus partes cultivadas no estaban desoladas a pesar de lo rocoso de sus prados. Todo en torno a él tenía la particularidad de parecer sucio y abandonado, otorgando ese sentimiento de extrañeza e incomodidad que se vuelve latente con el pasar del tiempo.
En el año 1973, cuando las paredes de la gran mansión El Ribete aún permanecían regias en lo alto de la colina más encumbrada de la comarca, Pedro de Aranjuez, el propietario, hombre muy rico de quien viene esta terrible historia, sufrió un agravio terrible; su hermosa Estela se escapó para irse a vivir con su amante, otro hacendado que vivía próximo a sus tierras.
Incurriendo a los bajos eslabones de la brujería, decidió vengarse de los traidores lanzándoles antiguas maldiciones, pero por alguna razón todo el mal presagio cayó sobre él, provocando la ruina latente e infernal de sus tierras y el paulatino deterioro de su gran mansión, llegando a convertirse en un cúmulo de tierra y rocas amontonadas, que recibió por los pobladores el nombre El Ribete Amontonado.
La casa de madera se encontraba cerca de aquellas ruinas que, en las noches parecían invocar extrañas imágenes de seres diabólicos y ruidos de susurros que hacen cosquillear los oídos de aquellos que miran en la oscuridad las peñascosas ruinas en lo alto de la colina.
Pedro de Aranjuez que hasta su último día fue un hombre solitario, solía salir por las tardes a caminar sobre sus arruinadas tierras casi desérticas, recorría los límites aprovechando las temporadas de frutos de sus vecinos y recogía algunas depositándolas en su saco. En algún momento, logró ver las siluetas de algunas personas, entre ellas Julián, el hijo de su ex mujer y su rival ya difuntos. Rara vez se le notaba orgulloso de sí mismo, pero lo que dijo en ese momento será recordado en las mentes de aquellos que le vieron ese día.
—Anoche les oí susurrar de nuevo, pero más que eso, escuché una hermosa canción imponiéndose sobre las voces y el viento, parecía salir de las profundas entrañas de la tierra; la canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí, sin embargo, ustedes que me conocen sabrán que, no soy hombre de proferir amenazas, he aprendido que es mejor dejar que el tiempo corra, la vida misma cobrará venganza sobre los cuerpos salados de los hombres y los seres diabólicos que emergen sobre la tierra, solo para atormentarme.
Se alejó de todos siguiendo su camino, hasta que un peñasco enorme de tierra ocultó su diminuto cuerpo en la lejanía.
El ocaso se cernía melancólico y adusto sobre la colina, mientras don Pedro, dominado por las extrañas influencias de su entorno permanecía tendido en su cama, esperando las nefastas voces de sonidos sórdidos y endemoniados que cotilleaban a sus espaldas cada cierto tiempo, pero no se escuchaba más que el susurro de las casi inexistentes hojas de un árbol cercano.
El crepúsculo brillaba como luna. Entraban rayos de luz por las rendijas de las ventanas iluminando tenuemente el interior de su lúgubre casa. Aunque no salía más que de día, sintió el vívido anhelo de cruzar el umbral de la puerta y caminar por sus vastas tierras.
Se levantó de la cama sin pensar en las intermitencias de la noche que se aproximaba. Caminó en círculos. Cerró los ojos imaginando que era de día y los rayos solares bañaban la llanura. La profecía del Kuirt estaba sobre él, lo sabía, lo supo cuando el hechicero que le hizo el nefasto trabajo que lo dejó en la ruina sufriera una muerte violenta, pero también sabía que no tenía culpa. Intentó muchas veces revertir el maleficio, pero ya no pudo, cuando se dio cuenta era muy tarde, se rindió.
Mientras tanto, no podía decir nada, se trataba de un secreto que, ni siquiera la locura podía arrancarle de sus labios. La noche se acrecentaba junto al unísono despertar de la luna y las estrellas; parecía una noche para vagabundear. Se imaginó atravesando los exuberantes bosques de sus vecinos, recorriendo la orilla del río o mejor, caminando por el silencioso camposanto donde yacían enterrados los restos de Estela, atrapando con él su alma y llevándola consigo, pues sobre la tierra —y era sabido por un número indeterminado de personas—, la humanidad no era lo único consciente.
La primera vez que vio a Estela desde que lo había abandonado no había pasado la primera catástrofe, sin embargo, el maleficio ya estaba hecho, ¿cómo era posible que la amara tanto y le desease el mal de esa manera? La respuesta se resumía en que los celos le envenenaron el alma.
Ese año, su establo, que rebosaba de ganado, disminuyó a medida que corrieron los meses. Sus reses se volvieron flacas y ya no daban suficiente leche para vender; la que lograban sacar tenía un color amarillento como si se mezclase con la sangre del animal y su gusto era casi amargo. Una mortandad en las aves del corral alertó a la población, la epidemia se extendió mucho más allá de sus tierras. Debió ser una plaga, transmitida quizá por un ave que llegó a comer y mezclarse con las de la hacienda; en cuanto a las vacas, algún hongo maligno creció muy cerca de donde pastaban.
Pedro, joven e inexperto, sintió que atravesaba la pesadilla más grande de su vida, pero jamás pensó que apenas iniciaba su tormento; se trataba de algo que jamás cruzó por la mente de alguien que alguna vez, pudo siquiera mirar las gloriosas paredes de la gran mansión El Ribete.
La realidad de la hacienda preocupaba en gran manera a los trabajadores, en especial a aquellos que se dedicaban al trabajo del campo, pues estos se encontraban mucho más cerca del horror que se apoderaba de todo cuanto les rodeaba.
El gran establo se destartalaba de forma gradual sin importar a cuantas reparaciones era sometido, también la tierra dejó de dar los frutos de la temporada, los árboles perdían todas sus hojas y flores. Los frutos que lograban cosechar eran tan precarios, de tan mala calidad que muchos empezaron a marcharse a otros lugares a buscar suerte.
Un acontecimiento dentro de la mansión preocupó mucho más a Pedro, porque significó la huida de algunos de sus sirvientes cercanos. Una gran mancha de moho parduzco apareció de pronto en la biblioteca. La encontró el ama de llaves cuando se disponía a abrir las ventanas, diciendo que la estancia esparcía un aroma extraño; la mancha era endeble, pero lo que preocupaba era el anillo de una masa gelatinosa en los bordes. Desprendía también un aroma ácido diferente a cualquier otro aroma que alguien pudo haber sentido en la tierra. Durante la mañana fue lavada y todo pareció haber sido olvidado, pero al día siguiente apareció en el mismo lugar, mucho más grande y más obscura. Todos los acontecimientos extraños producían una ola de comentarios por los trabajadores y moradores de la comarca, no obstante, a nadie se le ocurrió decir que lo que pasaba en la hacienda, pudo haber sido provocado por el mismo dueño.
Por ese entonces, Pedro de Aranjuez, quien era un erudito de temas relacionados con la brujería y los misterios del mundo, decidió indagar sobre acontecimientos relacionados con lo que ocurría en la hacienda. A su correo llegaban ejemplares de libros antiguos los cuales desmenuzaba increíblemente rápido. Se volvió tosco y empezaba a decir cosas que nunca nadie había escuchado, que veía en sus sueños o que lograba divisar a veces en los días de luna llena.
Un veinticinco de noviembre, a media noche, fueron despertados bruscamente de su sueño los pocos habitantes de la hacienda, debido a un terrible gorjeo que provenía de la colina. Parecía también, como si trescientas ranas entonaran todas juntas, al mismo tiempo, con el mismo timbre y las mismas pausas, su croar.
El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños y Pedro, levantándose de su lecho, lo mismo que sus acompañantes, corrió a la entrada de la biblioteca porque se escuchó también como si alguien hubiese entrado a la mansión y abierto todas las puertas y ventanas.
Nadie se atrevió a encender una lámpara, pero se escuchaba a Lorena, la única cocinera, rezar una plegaria con voz susurrante. Pedro fue el único que entró a la estancia, lo que vio, si bien no lo logró desmayar, hizo que le temblaran las piernas, pues, la mancha que para ese momento había crecido de una manera desproporcionada, apareció en el mismo lugar, pero esta vez acompañada de un líquido viscoso y purulento.
Aparentemente estaba solo.
De pronto, la puerta se cerró estrepitosamente haciendo vibrar la pared. Miró la estancia. Aparte de la gran mancha todo estaba en su sitio, sin embargo nada parecía normal. Un ligero escalofrío recorrió su columna vertebral; no se sentía solo. Desde algún lugar alguien le observaba. Resultaba aterrador permanecer allí, quiso regresar a su habitación e internarse hasta que amanezca, pero la puerta no abría.
Las ranas cesaron sin darse cuenta, hasta que escuchó un ruido tosco y seco que se repetía con delicada pausa infernal.
Toc, toc, toc.
No veía nada, pero algo estaba ahí desprendiendo ese extraño aroma. El sonido se escuchaba muy cercano como para saber que lo que sea que fuere estaba extremadamente cerca.
— ¿Q-quién está ahí? —preguntó mirando a todas partes.
Un haz de luz le sorprendió de repente como si lo dejara suspendido en el aire, era del color de la electricidad estática; nubló su mente, cayendo inconsciente de su propio pie.
Nadie estaba ahí para socorrerle. Se quedó en el subsuelo como quien estuviera muerto hasta el amanecer.
Al día siguiente, se encaminó en su caballo hacia la casa del hechicero, necesitaba saber por qué parecía que todo había caído sobre él y no sobre Arturo. En el camino, algo se le había enterrado a la pata del animal dejándolo a pie y casi sin darse cuenta cruzó Estela frente a él como un ángel nebuloso; su dedo izquierdo rozó su mano y sintió su aura como si fuera un cálido beso en su mejilla. Fue tan repentino que no tendría tiempo de llamarla, pero tampoco lo haría.
En las afueras del pueblo, del lado opuesto de donde estaba la hacienda y la mansión El Ribete, se encontraba la pequeña casa del hechicero. El aspecto que tenían sus irregulares paredes les daban grima a los niños que vivían por los alrededores. El hechicero se encontraba sentado sobre un taburete fumando una gran pipa, su decaído semblante daba señas de que no había pasado una noche agradable.
Su gran gato negro se le había internado en un pie y él, con la punta de este lo había apartado soltando una maldición. El felino salió entonces de su presencia con aires de monarca herido; cruzó sobre los pies de Pedro cuando este se disponía a entrar. De pronto, el canto de ranas reinició como la noche anterior, parecía salir desde adentro. Un estridente alarido puso en alerta a todos los vecinos incluyendo Pedro. Quienes entraron a la casa parecían no encontrarlo, sin embargo, todos se giraron cuando oyeron los gritos de agonía.
Estaba en la esquina, con ojos dilatados sobre un charco enorme de sangre y un líquido viscoso igual al que había aparecido en la biblioteca. Se retorcía esporádicamente, mas al encontrarse con los ojos de Pedro, pidió a todos que salieran de la estancia excepto él.
—La-la profecía del Kuirt... —Empezó a profesar con aire grave contándole todo lo que había ocasionado.
Cuando terminó de hablar, expiró.
Salió como un relámpago, terriblemente sorprendido. En su mente, se reproducía una y otra vez aquella frase que le dijo el hechicero antes de morir: «en algún lugar de nuestro mundo se encuentra el Kuirt, esperando el momento oportuno para obrar con justicia».
Los días corrían con cierta prisa descomunal; continuaba estudiando los libros que le llegaban sin dejar de ver las espantosas imágenes que le atormentaban cada noche. Ahora resultaba ser mucho más aterrador, porque sabía de dónde provenían.
Una tarde, caminando sobre sus ya destartaladas tierras, le alcanzó un antiguo amigo mientras bajaba la colina. Se trataba de Mauricio, quien fue su condiscípulo y alter ego desde la infancia.
—Me sorprende lo mucho que cambió este lugar desde la última vez que estuve aquí.
Pedro se emocionó al escuchar esa voz sintiendo consuelo aunado a una alegría consecuente y corrió a abrazarle. Hacía mucho tiempo que no se veían, pues Mauricio había decidido estudiar derecho en París.
— ¡Ahí estás hermano! —gritó mirándole a los ojos.
—Dime, ¿dónde está Estela? —preguntó su joven amigo.
—Es una historia muy larga, necesito tiempo para explicarte todo —dijo Pedro con una pesadez notablemente marcada.
—Pero... ¿qué ocurrió? —preguntó Mauricio.
—Ya te diré luego. Lo que sí puedo confesar desde ahora, es que nunca juegues con las cosas espirituales. Perjudican la existencia, como un elixir maldito. Como un éxtasis que te aleja de la vida corriente —expresó conteniendo sus lágrimas.
Su amigo le miró con lástima y Pedro, sin soportar aquella triste mirada se derrumbó.
—Me siento agobiado, perdido en un laberinto sin salida.
—No te preocupes, aquí estoy —le dijo colocando una mano en su hombro.
— ¡No! Nadie debe quedarse conmigo. Debes irte, si no deseas que el mal caiga sobre ti también.
Mauricio no entendía las palabras que salían del atormentado Pedro, palabras que sin duda eran sinceras. Sin embargo, se quedó con él a pesar de la advertencia. En la cocina, había colocado Lorena una radio de baterías que lograba escucharse hasta el desván, con el fin de alejar los 'malos espíritus'. Iniciaban las notas de un coro cuando los dos amigos entraron por la puerta trasera.
«Se oye un canto en alta esfera, ¡en los cielos gloria a Dios!...»
Empezó a relatar desde el día en que le abandonó su ex mujer y el trato que hizo con el hechicero. Caminaron a lo largo del pasillo cuando una puerta se cerró de repente.
«Al mortal paz en la tierra, canta la celeste voz...»
Ignorando el suceso, continuó narrando las extrañas apariciones y la mancha en la biblioteca.
«A buscarnos te has dignado... a la muerte quieres ir, canta la celeste voz, ¡en los cielos gloria a Dios!».
Cuando refirió que el hechicero había muerto, la radio cesó de forma súbita. El extraño aroma emergió de repente como si diera aviso de que algo catastrófico ocurriría y una hermosa canción empezó a escucharse nueva vez desde el fregadero, provocando un grito espasmódico de Lorena, quien salió repentinamente de la cocina...
La luna menguante teñía tenuemente el cielo que hasta hacía unas horas refulgía cual brillante topacio. El grito en la cocina les sorprendió, pero no lo suficiente como para salir corriendo.
Lorena, huyendo de la cocina tropezó con Mauricio, era una chica joven y bonita. Su horror cambió a sonrojo una vez se miraron a la cara. Pedro por su parte, entró al lugar solo para cerciorarse de que la cosa extraña no le haya aparecido a la muchacha. Todo estaba en orden, salió de allí hasta encontrarse con ella.
— ¿Qué ocurre? —preguntó.
—Del lavabo salieron voces y cantos, no me pude resistir.
Pasaron los días. Mauricio se había quedado junto a su amigo acompañándolo en sus desgracias. Si bien era cierto, las imágenes y sonidos se habían reducido considerablemente, de manera que Pedro había mejorado en carácter y su cutis parecía más sano.
—Desde niño —empezó a relatar Mauricio—, tuve una intensa admiración por la abogacía, tú muy bien sabes. Cuando supe por mi padre que me dirigiría a cumplir mi sueño en el extranjero, me emocioné; sin embargo, una vez allí mis maestros me mostraron las llaves del oficio y aprendí de la manera difícil. Hoy, he sido aceptado por una de las mejores firmas de abogados del país. Me iré pronto, de igual manera debo confesarte que llevaré conmigo a Lorena.
Pedro le miró extrañado, mas no sorprendido, llegó a sospechar que algo ocurría con él y su cocinera, pero no le dio importancia.
—Me siento feliz por tu logro— dijo abrazándolo—, en cuanto a Lorena, es libre de irse con quien desee, solo ten cuidado con las mujeres y úsame de espejo.
Mauricio tomó con agrado el consejo de su amigo y unos días más tarde, partió con Lorena hacia ha capital; en cuanto a Pedro, vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue.
Una carta proveniente de Estela, le había sorprendido casi al punto de dejarle pasmado, estuvo a punto de lanzarla hacia el fuego sin siquiera abrirla, pero no pudo. Abrió la carta y leyó su contenido.
Querido Pedro:
He de confesarte dos cosas, la primera es que estoy embarazada de mi marido y la segunda más que nada es un reclamo. Jamás quise engañarte, pero puesto que siempre estaba sola y tú en tus asuntos, me cansé de esperarte, de buscarte y encontrarme con que siempre estabas ocupado para mí. Lo que hice fue por necesidad y como defensa, tengo para decir que las circunstancias siempre vuelven a los criminales no tan culpables. Sin embargo, espero que algún día puedas perdonarme.
Siempre tuya,
Estela.
Pedro no soportó la culpa y en estado catatónico, comenzó a adentrarse en los caminos de la locura. Destruyó la carta, su casa y el establo con el brillo purificador del fuego, pero no pudo acabar con su vida aunque por más de una vez lo intentó.
Las paredes de la mansión El Ribete quedaron tan resquebrajadas, que empezaron a derrumbarse con el tiempo.
La pequeña casa de madera que se encontraba cerca de las ruinas fue construida por los moradores de la comarca, puesto que él se había resistido a abandonar sus tierras.
Desde entonces, la actividad paranormal había aumentado ostentosamente en la colina. Durante la noche, extrañas imágenes aparecían y desaparecían asustando sin cesar no solo a Pedro quien temía salir de allí por miedo a que el horror se extendiera por todos los lugares donde pisara, sino también a cualquier intruso que se acercaba en la noche por aquellas tierras. Por más de treinta años vivió esa terrible agonía, tiempo en el que murieron la mayoría de las personas que pudieron alguna vez ver próspera hacienda y la hermosa mansión.
A pesar de su letanía y que la noche avanzaba, continuaba esperando con cautela los comunes ruidos sórdidos y endemoniados que cotilleaban a sus espaldas en los días de luna llena. En un momento, emergieron las notas vibrantes y su corazón deshecho se elevó con noble exaltación. Salió corriendo de la pequeña casa, de la cual permanecía siempre de noche por miedo a que las nefastas voces arremetieran contra él y le mataran.
La brillante esfera lunar que matizaba con vehemencia las colinas y sierras, había sido ocultada por unas nubes inmensas, las cuales llevaron consigo una atronadora tormenta que se arremolinaba sobre las encumbradas ruinas. Don Pedro cayó al suelo sintiendo un enorme peso en sus pies. Al levantar la mirada, su enfermizo semblante adquirió una mueca terrorífica cuando miró hacia el frente y se topó con una abominable imagen.
La multitud de susurros y voces acompañados de la hermosa canción de la noche anterior aumentaron su fervor, cantaban sobre el espantoso secreto de la profecía del Kuirt. Atacado por el pánico, salieron de su garganta frenéticos gritos de ultratumba que pronto fueron ahogados por el cauce de agua, la cual serpenteaba a través de su cuerpo medio sumergido por causa de la lluvia, pues parecía que las fuentes del cielo fueron derramadas sobre la tierra con relámpagos y truenos.
La extraña criatura que caminaba frente a él, tenía una apariencia monstruosa parecida a un oso deforme y chicloso de colosal tamaño, dos cuernos que salían de su ancha frente, una trompa como un elefante, patas y postura de carnero, con unas pezuñas hendidas capaces de descuartizar cualquier ser viviente. De su extraordinaria barbilla, sobresalía una mata de pelos de chivo y unos ojos de cerdo, completamente negros.
Don Pedro intentó levantarse y echarse a correr, pero el enorme peso que tenía en sus pies de pronto pasó a todo su cuerpo. Cerró los ojos como quien rezara una plegaria; al abrirlos, a pesar de la penumbra, los ojos de la criatura se clavaron en los suyos.
No obstante, una pequeña luz resplandeciente aumentaba de tamaño a pesar de la tormenta torrencial. El cosmos se redoblaba como un pergamino antiguo. Una extraña dimensión abría a una realidad alterna. Las voces se distorsionaban a medida que el extraño agujero se acrecentaba.
El extraño agujero resplandeciente parecía atraer al Kuirt hacia él, y se le escuchó proferir algunos ruidos parecidos a los que hacen las ranas al croar, acompañados de gorjeos infernales, secos y profundos, como jamás don Pedro había escuchado.
—Crrrrr gugughtdt... Crrgyën. —gritaba con fuerza descomunal—. Crrrrr gugugya... nop crrrrr guublup.
Alrededor, todos los árboles en su mayoría raídos se retorcían bruscamente en su lugar. Pero luego, quedaron estacionados como si nada les hubiese estorbado de su descanso. En un momento, don Pedro pudo levantarse, corrió un par de metros para alejarse de aquella horrible criatura; sin embargo, no fue mucho lo que se pudo desplazar, pues aquel agujero brillante iluminaba como el día, y, a la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer.
A través de la abertura, aparecieron unas extrañas criaturas como sus ojos jamás vieron, no eran ángeles o no eran como don Pedro acostumbraba ver en los cuadros y esculturas de la iglesia, pero a diferencia del Kuirt, inspiraban temor mezclado con una reverencia indescifrable.
El Kuirt no se resistía ante el vendaval que lo arrastraba hacia su lugar de origen, arrastraba también los escombros de las ruinas de la gran mansión incluyendo su viejo cuerpo, quien finalmente desapareció de la faz de la tierra, pues estaba condenado a vivir con el Kuirt para siempre.
Nadie presenció el suceso, ni volvió a ver a don Pedro ni al Ribete Amontonado, y sin saber exactamente por qué, nadie se preguntó por ellos, pero en la mente de aquellos que le vieron ese último día, reverberan las palabras que dijo como si de un sueño tortuoso se tratara.
La gente elude esa tierra sin saber la razón, aunque la vegetación ha crecido exageradamente y el riachuelo volvió a su cauce, el suelo aún guarda memoria de que en su vientre albergó al más detestable y temible ángel que destruye mundos y los renueva, que vive entre las siete corrientes de los siete lagos del infierno de los siete universos.
Solo un corazón tan negro como el hechicero, fue capaz de invocar a un ser como el Kuirt, que actúa y obedece otras leyes mucho más poderosas y que están por encima de nuestra propia naturaleza. ¿Por qué esta criatura, demonio de demonios temida por todas las legiones interestelares de todas las galaxias del universo no destruyó nuestro mundo? El Kuirt no podía ejecutar su obra si todos los que le llamaron no estaban conscientes de lo que hacían, sin embargo, la profecía debía cumplirse.
Y sobre un epitafio sumergido en las cavernas más clandestinas del inframundo, se escucha un silbido y sobre el silbido una hermosa canción, es ahí donde está escrita la profecía del Kuirt, y la inscripción que la contiene dice:
Ghyadrtd klotecjkg Küirt Ufluyja Güyen ghkëwa jraflyxth chrenhü Bulüp.
«Habitará el vapor del Kuirt en tus entrañas, te sumergirá en el abismo, destruirá tu casa y tu alma permanecerá para siempre en su morada».
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