El secreto de Ricardo Corazón de León (Daniela Criado Navarro)
Odio y sangre
—¡Os odio! —exclamó Ricardo, luego de que su progenitor, el siempre ausente rey Enrique II, abandonara la estancia dando un portazo y llamándolo fémina.
No estaba dispuesto a tolerar más desprecios de él, ya que se consideraba un caballero de valentía probada y el segundo en la línea sucesoria. Harto de que pusiera al benjamín, Juan sin Tierra, como ejemplo, y de escucharlo rugir que era poco hombre, en medio de sus ataques de furor, azuzó a sus hermanos. Al heredero al trono, que había sido coronado prematuramente por orden del padre, y al tercero, Godofredo. Resultaba sencillo, también los tenía en su puño, sin concederles ni una migaja de poder efectivo.
Así, unidos, le dieron donde más le dolía, en sus posesiones, arañándolo desde todos los flancos igual que leones, tanto en Inglaterra como en el continente. Sumaron adeptos a la rebelión con facilidad: era un soberano aborrecido por la nobleza, más desde que en un rapto de ira había mandado asesinar a Becket, el Arzobispo de Canterbury. Luis, el rey de Francia, los apoyó.
Recordó sus ofensas y las últimas batallas: ¿¡no os atraen las mujeres!?, la espada zumbando y ensañándose con los enemigos, ¿por qué no venís al burdel?, gestas y guerreros, ¡afeminado! Furioso, se desmayó. Al despertar, arrullado por los grillos, que le cantaban a las estrellas y a la luz de la luna, sin saber cuánto tiempo había transcurrido, contempló a su alrededor. Se hallaba en un bosque de robles, lejos del castillo, en medio de decenas de cuerpos despedazados. Desgarradas las carnes, músculos y huesos por una bestia sin alma, oculta a su vista y proveniente del Infierno.
—¡¿Qué ha pasado?! —susurró, aterrado, sintiendo la caricia de la Muerte—. ¿Cómo me he salvado?
Escuchó que, desde detrás de la arboleda, un juglar modulaba con su magnífica voz de barítono Le roman de Melusine. «La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí», le explicó su madre esa tarde, cuando él le preguntó por qué había prohibido que se entonara en la corte. Le había sorprendido antes esta decisión, y luego, mientras hablaba, el aura de misterio en su mirada.
Al son del laúd, para estremecer al público, solían narrar esta leyenda popular que acompañaba a la casa de Anjou, por transmisión oral, desde el origen: eran una semilla perversa, descendían del Diablo, y la maldad se reforzaba porque uno de los primeros príncipes se había casado con Melusine, quien al principio se había negado a ir a la iglesia y, al obligarla su confesor, había desplegado unas alas negras de hada maléfica, con olor a azufre, escapando por la ventana.
Le divertían estas historias y hasta se vanagloriaba de ellas. Sin embargo, al observarse las manos y el pecho desnudo bañados en sangre, la ausencia de ropajes, el hedor metálico mezclado con el de tierra húmeda, se preguntó si tal vez estos cuentos de abuelas escondían la verdadera razón de la naturaleza vengativa de los angevinos... Su naturaleza...
Enrique el Joven
El mismo año mil ciento setenta y cuatro el padre los venció. Ahora fingían que eran una familia feliz y el primer acto de la comedia se desarrolló en Argenton, durante la Navidad. No resultó sencillo porque, taimado como siempre, le ordenó que fuese a Aquitania a someter a sus antiguos aliados. Y sin dejar piedra sobre piedra.
Debía hacerlo, no tenía salida: era una prueba para demostrar su lealtad. Así, además, evitaba mirar a la luna, que parecía acusarlo, mientras las estrellas lo perseguían recordándole su secreto. Ni siquiera los momentos robados en el bosque de robles, con el río susurrándole melodías, le permitían olvidar los cuerpos destrozados, las manos manchadas de sangre. Un guerrero se diferenciaba de una bestia asesina en que le daba al rival la oportunidad de defenderse. Jamás se ensañaba con mujeres y niños indefensos, los protegía. ¿Qué era él, entonces?
Bertrand de Born, antiguo compañero de armas y ahora enemigo, además de trovador, le puso un apodo por cambiar de bando: Oc y No. Sí y no. El mote llegó a sus oídos pero, en lugar de amilanarse, luchó con más valentía y compró con el dinero de su progenitor a los mejores mercenarios, para acabar con los que se burlaban de él. De esta forma lo empezaron a llamar Corazón de León y Ricardo, antes de entrar en batalla, se desgarraba la garganta rugiendo, para que todos temblasen al escucharlo.
Su hermano mayor se reunió con él en Poitiers, también por órdenes del patriarca, y juntos sitiaron Chateauneuf. Una madrugada se despertó en el cementerio, rodeado de cadáveres. Parecían los de antes, el mismo horror dibujado en las caras. Pero eran rostros nuevos.
—Creo que he sido yo quien ha matado a toda esta gente —se desahogó.
—¡¿Vos?! —le preguntó Enrique el Joven.
—Sí, yo —insistió, convencido—. Es la segunda vez que me sucede: despierto desnudo y bañado en sangre.
—Han sido unos forajidos, los han visto poco antes de esta masacre —lo contradijo el otro hombre—. Lo que a vos os sucede es algo de otra índole...
—¿De otra índole? —lo interrogó con curiosidad.
—Sí, he estado con vos cada minuto de la semana y os juro que no he sido testigo de que matarais a alguien, fuera del combate —manifestó, seguro—. En cambio en el bosque sentí vuestros gemidos y los del caballero que os acompañaba. Y antes, en la habitación del castillo: las paredes son gruesas, pero hacéis mucho ruido cuando disfrutáis con vuestros amantes. Creéis todo esto y os confundís porque os agobia no dar la talla como hombre ante nuestro padre, como lo hago yo. Por eso de vez en cuando perdéis la noción del tiempo.
¿Y si Enrique tenía razón e iba un paso por delante de él, igual que al nacer? Cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió. Se rindió a su locura incipiente, a la culpabilidad, a sus necesidades... ¡Qué lejos quedaban sus sueños de gloria!
Réquiem por un sueño
—¿Os habéis enterado de que Guillermo el Mariscal se acuesta con Margarita, haciendo cornudo a Enrique el Joven?
Este rumor crecía y se desparramaba, igual que la maleza. A fuerza de repetición constituía una verdad incuestionable, al nivel de que Cristo había fallecido en la cruz para salvar a la humanidad. El mentor traicionaba al protegido: no generaba dudas.
Ricardo notaba que los celos del hermano, a causa de sus logros en la caballería, se incrementaban por la obligación de guerrear y mantenerse apartado de la esposa. Pero cuando, para reforzar su masculinidad, el padre ordenó a los hijos menores que le rindieran vasallaje, montó en cólera. ¿Humillarse él, que no le debía nada, puesto que gobernaba Aquitania por derecho propio, al haberla recibido de su madre Leonor?
Así, un nuevo conflicto familiar estalló. El primogénito azuzó contra Corazón de León al del medio, Godofredo, y les pidió ayuda a los barones aquitanos sublevados, olvidando que días antes se libraba de ellos por orden del patriarca. Las lealtades resultaban confusas y los límites se estiraban, a modo de cuerpos torturados en el potro, porque pidió el auxilio del soberano francés actual, Felipe Augusto. De esta forma el progenitor intervino para apoyar a Ricardo, enredando más el círculo de peleas constantes, que se asemejaba a los corros a los que jugaban los niños, ya que a punto estuvo de morir por las flechas del rebelde.
Sin embargo, aunque compartían nombre, Enrique el Joven no era Enrique II. Al comprender la magnitud de sus actos cayó enfermo en Martel y no se levantó más del lecho. Clamó por el padre, pero tantas veces había dicho lo mismo para conseguir dinero o favores que, como al chico del cuento, que decía que venía el lobo para asustar a otros y reírse y cuando vino en serio no le creyeron, a él también lo ignoraron.
Expiró el once de junio de mil ciento ochenta y tres, con solo veintisiete años, siendo un digno precursor de El Club de los 27. Lo trasladaron primero a Mans y luego hasta Ruán, para enterrarlo entre lágrimas por lo que pudo ser y solamente quedó en un intento. La ocasión merecía que entonaran un réquiem por su sueño de grandeza, pero Ricardo, aunque feliz, se contuvo: ahora era el heredero, guardaría las apariencias y no haría leña del árbol caído. Además, el rey lloraba diciendo que no yacía ahí.
Para comprobar levantaron la tapa del ataúd, confeccionado en madera de roble: Enrique el Joven no se encontraba allí. Dentro solo había arbustos de retama[1], idénticos a los que decoraban el yelmo del abuelo Godofredo y que le daban su denominación a la casa Plantagenet.
El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños. Incienso de iglesias, tierra mojada, putrefacción, rosas marchitas, gotas de sangre. Asimismo, provocaba que los dientes de león se desmenuzaran y danzasen al ritmo de la muerte. Leones débiles como su hermano... ¿Dónde se hallaba el cadáver?
Gritos de agonía
Finalmente, Guillermo el Mariscal recitó un poema fúnebre ante el cajón vacío, halagando al pupilo y olvidando sus sospechas infundadas. La muerte confería a los pecadores un halo de santidad. Entretanto buscaban el cuerpo, que a esas alturas olería a putrefacción.
Hubo un impasse en las controversias familiares, pero pronto el padre cometió el desatino de reincidir en su favoritismo. Armó caballero a Juan sin Tierra, prometiéndole reinar en Irlanda y, lo peor, exigiéndole a Ricardo que le entregara Aquitania. A este no le dejaban otra opción que devolver la estocada.
Una vez más, los hermanos sobrevivientes formaron un bloque contra el poderoso león quien, como si fuese la repetición de un salmo, recibió la ayuda de un patriarca arrepentido. También en esta ocasión el coste fue la vida de un hijo, ya que mientras Godofredo disfrutaba de su amistad con el rey de Francia, se cayó de la cabalgadura en un torneo y lo arrollaron los caballos.
Felipe Augusto lo enterró en el altar mayor de la Catedral de Notre Dame, tanta era su pena. Como un fantasma vengador la emprendió contra los que consideraba responsables, los parientes del muerto. Pero luego de pactar una tregua, Ricardo se instaló con él en París y su opinión cambió. Es más, tuvo la sensación de que el propio Godofredo había resucitado.
—Todos murmuran porque siempre estamos juntos —le advirtió a Felipe; el fuego de la estufa le calentaba la piel y el aroma a leña lo estimulaba.
—Dejad que murmuren —le susurró el rey, mirándolo con deseo mientras se le aproximaba, provocando que el corazón del otro hombre latiera desbocado.
Contuvo la respiración cuando le mordió con dulzura los labios y lo empujó sobre la cama, rozándole el pecho con la lengua. El colchón de plumas se hundió bajo su peso, como rogándole que lo acompañara. El Plantagenet se sintió feliz: ni se escondía ni se encontraba solo, ¡qué acontecimiento tan inusitado!
—Yo os ayudaré —le prometió el amante, en tanto le pasaba la mano por los muslos, jugando con el vello ensortijado—. Vuestro padre me propuso que Juan se case con mi hermana Aélis, para que reciba Anjou y Poitou. ¿Entendéis lo que esto significa? Lo elige como heredero.
—¿De verdad tomáis partido por mí? —murmuró Ricardo, haciendo que se recostara sobre él cuan largo era—. ¿Aunque vuestra ayuda engendre una nueva guerra?
—Una guerra ha sido lo que me ha permitido hallar a mi nuevo amor —expresó el francés con pasión, aspirándole el perfume del cuello, que le había echado mientras lo desnudaba—. Porque os amo, ¿acaso lo ignoráis?
—¡Callad! —le pidió él, emocionado—. ¡Solo besadme!
Los cortesanos recorrían las distintas estancias, comentando los últimos acontecimientos. Sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía. Retumbaban por los salones del castillo.
—Deberían cambiar de sitio las mazmorras —pronunciaron, frunciendo las frentes.
Por supuesto todos se equivocaron: no eran alaridos de dolor, sino de placer sin atisbo de culpa.
Nubarrones en el horizonte
Los sentimientos se encontraban revueltos, emulando a las nubes negras que se arremolinaban en el horizonte y que parecían anunciar próximas matanzas.
Una maldición se ensañaba contra los reinos cristianos ese año mil ciento ochenta y siete, ya que Saladino y los suyos se apropiaron de Jerusalén. El papa Urbano III lloriqueó al saberlo y, llevándose la mano al pecho, exhaló su última frase:
—Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida.
Y luego cayó fulminado sobre el suelo. Su sucesor, Gregorio VIII, sí sabía qué hacer y envió mensajeros a todos los nobles para que se unieran en una nueva cruzada. No obstante ello, le resultó imposible reconducir el destino de la cristiandad, ya que ese mismo diciembre falleció, reafirmando la creencia popular de que Dios los castigaba por ser débiles y pecadores.
Así, un fatal presagio se sumaba a los constantes conflictos de los Plantagenet. Corazón de León fue el primero en proclamar que lucharía en oriente, sin consultárselo al padre siquiera. Felipe insistió en que, como no se podían unir entre sí, antes de partir debía casarse con su hermana, para asegurar entre ambos un lazo que fuese irrompible. Aélis llevaba desde niña en la isla y las malas lenguas pregonaban que era la concubina de Enrique II, quien se negaba a soltarla para entregarla a uno de sus hijos según lo acordado. Por supuesto, todo seguía quedando en familia.
El rey francés se molestó al apreciar que su amante dudaba. Y más cuando le llegaron rumores de encuentros entre su pareja y Sancho VI de Navarra, con la finalidad de un posible enlace con su hija Berenguela. Celoso, atacó las posesiones inglesas, mientras el León se enfrentaba a los barones normandos quienes, como las nieves invernales, siempre volvían a caer desde lo alto.
Sin embargo, ante la amenaza de excomunión todos recobraron el sentido. Ricardo anunció que pactaría directamente con Felipe Augusto y que se sometería a su juicio, algo que a su progenitor le sentó como una bofetada en pleno rostro, puesto que también formaba parte de las negociaciones.
—Mi voluntad para llegar a un acuerdo —le espetó el francés al anciano Enrique—, es que Ricardo sea coronado como soberano de Inglaterra y que se case con Aélis.
—Es pronto para hacer este tipo de promesas —repuso el otro hombre, acorralado, con lo que evidenciaba que se proponía nombrar como heredero a Juan sin Tierra.
Y luego abandonó la sala con una pobre excusa.
—No me hagáis padecer de nuevo el fantasma de los celos —le ronroneó el monarca de Francia a Ricardo en el oído, ya en sus aposentos, besándolo apasionado y quitándole la camisa—. Os amo, ya veis que soy el único que solo desea vuestro bien.
A estas alturas, distraídos con los vaivenes del destino, pocos recordaban que el cuerpo de Enrique el Joven, coronado por el padre, continuaba sin aparecer. Excepto Guillermo el Mariscal, aún lo lloraba. Más importante era hacerle frente a Saladino y reconquistar Jerusalén...
Dios, mi rey y mi caballero...
Toda la corte francesa observaba cómo Corazón de León se arrodillaba ante Felipe y le rendía vasallaje. Para ambos la ceremonia, en cambio, significaba mucho más. Era una promesa de amor eterno.
—Yo, Ricardo, Duque de Normandía, os juro a vos, mi señor, además de obediencia, ayudaros con mi ejército, daros consejo siempre que me lo pidáis y todo el auxilio económico que necesitéis —expresó con ardor, mirándolo a los ojos desde su posición en el suelo y transmitiéndole miles de recuerdos compartidos: sus figuras entrelazadas en la cama, besos apasionados, respiraciones agitadas durante noches y días placenteros, aroma a sudor y a sexo; como una ofrenda personal, que se apartaba de la fórmula tradicional, agregó—: Os juro también por mi honor, desde el fondo de mi corazón, que siempre os seré leal y fiel y que con la fuerza de mi brazo y de mi espada os protegeré de cualquiera que intente haceros daño. Soy vuestro caballero.
Reflexionó, mientras proseguían con los ritos, que desde pequeño asumió su condición y fue consciente de que solo lo atraían las personas de su género. No obstante ello, al principio dominó sus instintos y se mantuvo célibe, sintiéndose impelido por su rango, como si fuese un segundón obligado al sacerdocio por el aristocrático linaje. Con el tiempo comprendió que su teología era la Biblia, el erotismo y los desnudos masculinos, liberándose así de todas las trabas de su estamento. Ahora Felipe Augusto era su Dios. Por encima, incluso, de aquel por el que lucharía en Tierra Santa.
Juntos, sitiaron al viejo rey en Mans, donde el anciano se creía invulnerable. Juntos, se aprovecharon del error del senescal inglés, que quemó los burgos cercanos sin percatarse de que el fuego traspasaría la muralla calcinándolos, y conquistaron la ciudad. Juntos, persiguieron al patriarca en su huida a Tours y cruzaron el río caminando sobre las aguas igual que Jesús, según los rumores que se desparramaban por la Europa Cristiana. Porque juntos eran invencibles.
Después de esta manifestación de autoridad y predestinación todos, con excepción de Guillermo el Mariscal, apoyaron al que consideraban el heredero legítimo de la Corona Inglesa. ¡Hasta Juan abandonó a Enrique II! Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue. Pero la muerte, codiciosa, lo abrazaba con ansias, congelándole el cuerpo por entero. Ella nunca renunciaba a nadie, a todos anhelaba para sí.
—¡Ricardo debe saberlo! —exclamó el padre, con remordimientos, poniéndose trabajosamente de pie: las piernas, igual que bisagras oxidadas, le crujieron.
No pudo llegar lejos. Se desmayó sobre el lecho y ya no recobró el sentido. Entretanto sus cortesanos se repartieron las pertenencias. Inclusive las vestiduras que llevaba puestas, permitiendo que agonizara desnudo. También se apropiaron de la carta secreta del abuelo Godofredo, escondida en el fondo del cofre de oro y al lado de una ramita de retama. La quemaron sin leerla.
Una pena, hubiese podido advertir al nuevo rey de Inglaterra del destino que lo acechaba...
Los vericuetos tortuosos de Mesina
Corazón de León partió hacia la cruzada sintiéndose el brazo ejecutor de Dios: acabaría con Saladino, humillándolo. Así que para reunir el dinero necesario antes vendió cargos oficiales, instauró impuestos y hubiese subastado Londres si le hubieran salido compradores. También, henchido de excitación ante el próximo encuentro con su amante en Sicilia. Creía que juntos conquistarían Tierra Santa.
Porque estaba convencido de que la grandeza era su destino final. Tanto, que se volvió loco al arribar al puerto de Mesina con la flota e hizo desplegar los estandartes y banderas rebosantes de leones, inclusive en cada recoveco. El estallido de las trompetas anticipaba las batallas y los juegos amorosos que compartiría con Felipe, quien se alojaba en el palacio real de Tancredo. Todos los habitantes salieron a recibirlo y vitorearlo, pues su valentía era legendaria y deseaban ser testigos del aura triunfal.
En lugar de enviar a un emisario a su pareja, acordando hora para la cita, una vez saltó sobre el atracadero se escabulló de su séquito. Zigzagueó entre callejuelas pestilentes y charcos de inmundicia, primero. Y luego en el castillo entre pasadizos y corredores colmados de retratos, siguiendo el rastro del perfume a almizcle de su amado, hasta llegar a los aposentos en los que descansaba.
Fogoso, abrió la puerta de un empellón. Sobre el lecho, rodeado de un dosel y cortinas bordadas con rubíes y esmeraldas, Felipe Augusto, desnudo, recorría con los labios el vientre de una doncella morena. Mientras, un joven lo envolvía entre los brazos, proporcionándole el placer que él mismo solía brindarle. Los cuatro se quedaron enraizados en sus sitios, inmóviles igual que estatuas.
A continuación el inglés lanzó un aullido desgarrado, como si algo se le hubiese partido por dentro.
—¡Os di todo, os entregué mi propia vida delante de todos vuestros cortesanos! —gimió, llorando a lágrima viva—. ¡¿Y así me lo pagáis?! ¡¿con esta felonía?!
Felipe, reacio, abandonó la cama. Se paseó por la estancia sin saber qué decir. Después se acercó al guerrero y le explicó:
—Debéis comprender que os amo, pero tengo necesidades especiales que vos solo no podéis satisfacer.
—¿Esto es lo que anheláis? —gritó, empujándolo, en tanto señalaba despectivamente con el índice a los chicos, que lucían aterrorizados—. ¡¿Refocilaros como cerdos en vuestro propio excremento?!
—¿Y qué me decís de vos? —El francés le puso las palmas sobre el pecho, enardecido—. Exigís tiempo, como un cachorro huérfano. ¡Por ello desatendí a mi esposa Isabel! ¡Murió hace tres meses en pleno parto y con ella mis gemelos! No queréis uniros a mí casándoos con Aélis ni permitiendo que despose a Juana, vuestra hermana. ¡¿Entonces qué pretendéis, Señor Sí y No?! ¡Aclararos!
Sin que Ricardo lo supiera, la bestia se alimentaba de su corazón desgarrado, de su soledad y de sus deseos de venganza. Los ojos de la criatura se clavaron en los suyos. Invitaban a cebarse con ríos de sangre, partes de cuerpos y almas destrozadas. Se hallaba en su mira. No lo soltaría...
Un nuevo Plantagenet
Felipe y él partieron de Mesina en fechas distintas y, también en tiempos diferentes, arribaron a Acre para ayudar a los que durante dos años sitiaban la ciudad. Ricardo sabía que estaba celoso de sus éxitos, puesto que había conquistado la isla de Chipre y los juglares cantaban sobre su valentía, fama y riqueza, exaltando su prosperidad. El matrimonio con Berenguela coronaba estos logros. Una situación ridícula en lo personal. Encima, ellos rodeaban a los sarracenos y Saladino y sus hombres los encerraban a ellos.
El instinto le advirtió que era hora de vengarse. Escuchó que en ese preciso segundo los musulmanes rompían las murallas. Las sienes le palpitaron. Percibió hasta el más diminuto aroma de las aceitunas y el hedor de todos los muertos, en tanto caminaba hasta un pequeño bosque de olivos.
A la sombra de un árbol su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer. Sucedía igual que siempre. En el último instante, antes del baño de sangre y de perder el conocimiento, tomaba conciencia de que se transformaba en una bestia asesina. Era la maldición de su estirpe y la rechazaba, horrorizado.
Sin embargo, en esta oportunidad fue diferente: por primera vez se sentía a gusto en su piel. Olisqueó el aire. Uno de los suyos se hallaba cerca y había marcado el territorio ofreciéndole ayuda. Comprendió que, hasta ahora, lo había ignorado, al darle una última oportunidad a su humanidad y a la ilusión del amor. Aulló con toda la fuerza de la que era capaz, como se suponía que debía hacerlo el líder de la manada. Enseguida un león moteado, con pelaje similar al de los leopardos, se le acercó a la carrera. Tenía los ojos de Enrique el Joven. Se recostó frente a él, en posición servil.
—Lo siento, hermano —se disculpó, mientras le palmeaba la cabeza—. ¡Seguidme!
Fue hacia donde lo esperaba Felipe, al que citó para hablar sobre continuar con la relación. El amante le protegía las espaldas. Lo hacía por despecho, para recordarle su debilidad. En respuesta, delante de ambos, permitió que sus garras creciesen, que una melena dorada le rodease el cuello y que colmillos descomunales le desbordasen la boca.
—¡Despedíos de vuestro caballero! —le advirtió, antes de que la transformación fuese completa.
Luego, junto con Enrique, se tiraron encima del infortunado, cuyo último grito clamaba piedad. Mientras lo desgarraban en pequeños trozos, que engullían con placer. Después Ricardo mordió al rey en la pierna, a la altura de la rodilla.
Cuando terminaran aquí acudirían a París, para liberar a Godofredo de su prisión en la tierra consagrada de Notre Dame. Y, de paso, castigarían de nuevo al monarca francés, quien lloraba como un bebé.
Nunca volverían a ser pareja, pero, como los jefes de los clanes más poderosos de bestias, serían rivales por toda la eternidad. Porque, como revancha, lo había condenado a la maldición de los Plantagenet, algo que Felipe aún no intuía...
Notas:
[1]Genest en francés antiguo.
Bibliografía/hemeroteca
1-Ricardo Corazón de León, de Jean Flori. Edhasa, España, 2008.
2-Guillermo el Mariscal, de George Duby. Alianza Editorial, S.A, Madrid, 1987.
3-El hombre medieval, Jacques le Goff y otros. Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1991.
4-La mujer medieval, Edición de F. Bertini. Alianza Editorial, S. A, Madrid, 1991.
5-La formación de Inglaterra, de Isaac Asimov. Alianza Editorial Mexicana, S.A,
1983.
6-La formación de Francia, de Isaac Asimov. Alianza Editorial, S.A, Madrid, 1982.
7-El rey Ricardo I, Corazón de León. Los oscuros orígenes del rey medieval más guerrero y poderoso de Inglaterra, artículo de Peter Price. Revista Vive la Historia Nº 37, 12/2017, Televisión y Audiovídeo Editorial Multimedia S.L, España.
8-Ricardo Corazón de León. La muerte del rey caballero, artículo de Enrique Meseguer. Historia National Geographic, Nº 172, 6/2018, RBA, Barcelona.
9-Guerras de Tronos. Muy Historia, Nº 86, abril/2017, G+J, Madrid.
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