Arlequines (Kentia)
Capítulo 1: Acordes mortales
Subí el volumen del radiocasete, quería escuchar mejor la melodía que se filtraban entre las lúgubres paredes del sótano. Era esa, la canción con la que acostumbro a trabajar, la que conseguía acallar la voz interior que trataba de persuadirme.
La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí. Recuerdos, que anegaban los adormecidos pensamientos de mi acompañante, y que adquirían nitidez en cada verso que me arropaba. Recuerdos, que alimentaban mis irrefrenables ansias de venganza.
Me dejé guiar por cada acorde, ejecutados con tal elegancia y virtuosismo, que invitaban a acompañar a Saint-Saëns en su «Danza Macabra», con la que, dicen, intentó representar el despertar de los muertos.
Mientras tarareaba entre susurros la melodía, comprobé las sujeciones que contenían las muñecas de mi invitada. Ajusté las correas que la inmovilizaban, observando agitarse de forma frenética sus párpados.
Sabía que sus ojos se abrirían de un momento a otro, tras expulsar de su organismo los restos de cloroformo que horas antes habían conseguido dormirla. Me regocijé, saboreando la ansiedad que sus músculos empezaban a experimentar.
Observé con deleite las convulsiones que comenzó a emanar su pecho, subiendo y bajando con violencia, y tratando de librarse del amarre que sujetaba su abdomen a la tabla de madera sobre la que se encontraba.
Sus manos y sus pies se retorcían bajo las correas, tirando con brusquedad de las cintas de cuero que la abandonaban a mi merced.
Fueron sus ojos abiertos y suplicantes, los que hicieron tambalear mi entereza. Volví a subir el volumen de la música, dejando que la sinfonía aplacase mis remordimientos.
Capítulo 2: Crónica de un secuestro
Ya era el sexto cigarrillo que se encendía aquella mañana.
Dando vueltas por el salón, sin apartar la vista del periódico que reposaba sobre la mesita auxiliar de la entrada, la mente de Silvia no dejaba de divagar sobre lo sucedido. Y aunque sus amigos más cercanos habían intentado calmarla con el recurrente argumento de la «coincidencia», su intuición le sugería que un cerrojo no era suficiente para proteger su vida.
Sostuvo de nuevo el periódico entre sus manos, y releyó la noticia que tanto le había inquietado, aquella en la que se relataba la desaparición de dos de sus compañeros de trabajo, hacía apenas unos días. Parecía no haber rastro de ninguno.
Aunque no entendía por qué alguien podría tener interés en secuestrar a dos de sus compañeros de profesión, no era capaz de evitar sentirse indefensa sabiendo que su nombre podría ser el siguiente en imprimirse en la primera plana del periódico.
Llevaba toda la noche en vela, pendiente de cada ruido sospechoso del que no acababa de averiguar su procedencia. Parecía algo absurdo tener miedo de alguien cuya existencia era una mera fantasía, ¿o es que acaso cabía la posibilidad de que sus compañeros se hubiesen marchado por voluntad propia? Eso quiso ella pensar para conciliar el sueño.
Pero, una vez más, su intuición no había fallado. Escuchó escabullirse hacia el interior de su habitación una suave melodía proveniente del rellano del edificio, una que le resultó tremendamente familiar. Creyó reconocerla como aquella que se utilizó en una obra de teatro —que hacía ya unos diez años habían representado en el colegio en el que daba clase— donde se produjo la trágica muerte de un niño.
Al recordarlo, a Silvia le recorrió un escalofrío. El aire comenzó entonces a hacerse más espeso, abrumador. Intentó averiguar el origen de esa repentina pesadez, y dirigió su mirada a la rendija de la puerta. De ella, había empezado a emerger una neblina cristalina que comenzó a inundar la estancia.
Silvia se tapó la boca y la nariz con ambas manos, en un intento de no respirar el humo que, lentamente, se aproximaba a su cuerpo.
Su vista se volvió borrosa cuando el aire envenenado alcanzó sus pulmones, y tratando de luchar contra la pesadez de sus párpados, dirigió una última mirada al umbral de la puerta abierta de la habitación.
Allí, de pie, una figura la observaba retorcerse entre la neblina.
Cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió. Los rombos que adornaban la extraña vestimenta de su secuestrador, de un intenso blanco y negro, fue lo último que Silvia alcanzó a ver antes de que sus ojos se cerraran.
Capítulo 3: Secuelas
Las náuseas treparon por mi esófago hasta instalarse en mi garganta.
Abrí con angustia el pequeño ventanuco por el que conseguían colarse algunos rayos de sol. Una ráfaga de aire inundó el sótano, concediéndome un desahogo. El viento soplaba desde el sur, cargado de aromas extraños, aromas colmados de recuerdos que conseguían corromper mis pensamientos.
Al escuchar los lamentos quejumbrosos de mi acompañante, la ira volvió a adueñarse de mi razón. Escruté sus ojos suplicantes, que, con cada una de sus lágrimas, trataban de ahondar en mi compasión.
Encendiendo de nuevo el radiocasete, dejé que la melodía destruyese todo atisbo de remordimiento del que mi cuerpo aún no se había desprendido.
Debía estar bien preparado para la función que estaba a punto de comenzar.
Me aproximé con paso decidido a la primera de mis víctimas. Sus brazos se agitaron con brusquedad bajo las correas, y con las piernas trató de golpearme el abdomen. Lo único que obtuvo con ello, fue incrementar el dolor provocado por el amarre contra el que, en vano, trataba de luchar.
Resultaba obvio que aún no se había percatado de quién era yo. Mi extravagante disfraz de rombos, semejante al que llevé durante aquella fatídica función de teatro, impedía revelarle mi identidad. Y mis deseos de mostrarle las consecuencias de aquel día, no hacían sino aumentar con cada uno de sus lamentos.
Coloqué cuidadosamente mis pulgares sobre la máscara que cubría mi rostro deformado, ante la aterrada mirada de la mujer.
—Sé que todos me dieron por muerto —mascullé. Deslicé suavemente la máscara por mis cabellos—. Y nadie, nunca, se tomó la molestia de comprobarlo.
Escuché la fricción de las correas de cuero al contacto con las muñecas de mi invitada, que hacía esfuerzos por zafarse del terror que mi presencia le causaba.
—Un milagro. Así, lo definieron mis padres. —Terminé de quitarme el ridículo gorro de arlequín que completaba mi disfraz, dejando mi rostro completamente al descubierto.
Acaricié el metal que cubría parte de mi mandíbula, para luego hundir los dedos en mi cabellera, de entre cuyos mechones, se entreveía la placa de metal que sustituía parte de mi cráneo.
No conforme con eso, e impulsado por el regocijo que las despavoridas pupilas de Silvia me obsequiaban, desabroché lentamente la cremallera que se cerraba tras mi espalda.
—Una maldición. Así, lo defino yo. —Me despojé por completo del disfraz, exhibiendo el puzle de metal en el que mi torso se había convertido. La mirada de Silvia analizaba el mecanismo metálico que reemplazaba parte de mi cúbito.
Esbocé una sonrisa, saboreando el frenesí que sentí al saber que, por fin, mi acompañante me había reconocido.
—Cuánto tiempo sin verla, profesora.
Capítulo 4: Tac Tac Tac
Al ver su rostro, desfigurado y marchito, los amargos recuerdos de aquel día, asaltaron sin tregua los pensamientos de Silvia.
Los gritos ahogados de decenas de niños aún martilleaban en su cabeza. La imagen de las llamas devorando las figuras de papel que adornaban el escenario, había permanecido almacenada en las retina de Silvia durante todos esos años.
Recordaba cada uno de los pasos que dio encima del escenario en busca de algún niño que hubiese podido quedar atrapado entre el fuego. Cerró los ojos al recordar la asfixia que aprisionó su garganta, obligándole a dirigirse a la salida del teatro, junto con el resto de asistentes a la función.
Sin embargo, todos giraron cuando oyeron los gritos de agonía del pequeño Sergio. Una de las vigas de madera que componían el techo de la parte más alta del teatro se desprendió sobre sus hombros. El brazo de Sergio, enfundado en un colorido disfraz de rombos, se alzó de entre los listones de madera que le aplastaban.
Fue el sonido de un estallido derribando lo poco que quedaba del escenario, lo último que Silvia recordaba de lo sucedido.
***
—Ha llegado el momento —dije en un susurro que dejé escapar de entre mis férreos dientes.
Ante la horrorizada mirada de Silvia, comprobé que la soga que apresaba sus muñecas y sus tobillos, se mantuviese firmemente amarrada al torno al que estaba adherida la tabla de madera en la que se encontraba postrada.
Me limpié, con la manga del disfraz, el sudor que los nervios habían producido sobre mis palmas; y después, aproximé mi rostro descubierto a escasos centímetros del de mi invitada, regocijándome en cada una de las lágrimas que emanaban descontroladas de sus ojos.
—Esto le va a doler un poco, profesora. —Le despojé de la venda, que hacía apenas unas horas, había alojado sobre sus labios—. Hace algunos años, usted me enseñó lo malas que son las mentiras. Así que, —coloqué ambas manos sobre la manivela que accionaba el torno del potro de tortura—, esto le va a doler mucho.
Empujé con brusquedad la manivela, haciendo que la tabla de madera sobre la que Silvia estaba tumbada, se deslizase con lentitud y emitiese un delicioso chirrido.
TAC. TAC. TAC.
—¡Sergio! ¡Para, por favor! —Escuchar mi nombre salir de sus labios solo aumentó la ira que hacía, exactamente, diez años, se había instalado en mis entrañas.
Volví a presionar la manivela, escuchando entonces el chasquido que las extremidades de Silvia produjeron al dislocarse.
TAC. TAC. TAC.
Sus chillidos se entremezclaban con los crujidos de sus huesos.
TAC. TAC. TAC.
—¡Sé que fue horrible lo que te ocurrió! —bramó Silvia. Hice girar la manivela entre mis manos con rabia.
TAC. TAC. TAC.
—¡Esto no va a cambiar nada! —vociferó.
Me detuve, al tiempo de ver el rostro desencajado de Silvia retorciéndose de dolor.
—Profesora. Esto, tan solo acaba de comenzar.
Capítulo 5: Mal augurio
De nuevo, el remordimiento remueve mis entrañas sin piedad.
Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida, buscándole el sentido al grotesco espectáculo del que yo mismo había escrito el guion. Y, aunque, he advertido cómo mi razón se nublaba a merced de la venganza que me ha carcomido durante meses, las pertinaces voces que martillean mi cabeza, no dejan de suplicar clemencia.
Poso mis pies descalzos sobre la húmeda hierba del jardín, observando el cielo encapotado cernirse sobre mi cabeza, al igual que un mal augurio. Me siento en la hierba, y me llevo las manos al pecho, deslizando mis yemas por la placa que cubre parte de mi torso.
Y es que, sabía que había algo que me perforaba por dentro cada vez que los lamentos de mi invitada taladraban mis tímpanos, un tormento mucho mayor que cualquier dolor que jamás había experimentado. El presentimiento del que mis pensamientos no dejaban de advertirme: creer que con el culmen de mi venganza mi ira no iba a mitigar un ápice la intensidad con la que me ha estado atormentado todos estos años.
Unos ensordecedores chillidos me alejaron de las divagaciones en las que mi mente había decidido sumergirse. Tratando de no mostrar la debilidad en la que, sabía, que ahora mismo me veía sumido, bajé a trompicones las escaleras del sótano hasta descubrir el origen de los gritos.
—¡Me duele! ¡Por favor, haz algo! —Silvia, aún amarrada al potro de tortura, y con las extremidades completamente dislocadas, no dejaba de proferir alaridos de dolor.
—Parece que se le ha pasado el efecto del calmante. —Intenté, sin éxito, mostrar la entereza que cada vez me costaba más aparentar.
Extraje de un cajón una de las jeringuillas que hacía unas horas había rellenado, con uno de los calmantes más fuertes que tenía. Yo mismo, solía suministrármelo para mitigar el dolor que las prótesis, a menudo, me causaban. Se lo inyecté a Silvia una vez volví a cargar la jeringuilla.
—En unos minutos le hará efecto —espeté con hosquedad. Cuando me dirigía de nuevo al jardín, escuche la voz de Silvia hablándome en un susurro.
—Sergio... —Apreté los puños al oír mi nombre salir de sus labios—. Sé que eres buena persona, no quiero ni imaginar por lo que has tenido que pasar.
Una ráfaga de odio visceral, al igual que una descarga, me atravesó el pecho al oír aquello. Tensé la mandíbula —o lo que me quedaba de ella—, y clavé mis iracundos ojos en los de Silvia.
—No necesito su asquerosa compasión. —La ira comenzó a impregnar las partículas de mi ser, calcinando todas y cada una de mis dudas—. Será usted la que necesite la mía.
Con rabia, accioné por última vez la manivela que hacía girar el torno, dispuesto a terminar lo que había empezado.
Capítulo 6: Penitencia
Lorenzo abrió los ojos con brusquedad al escuchar unos estridentes alaridos perforarle los oídos. Se removió nervioso cuando se percató de que aquello, no era lo que sus pensamientos hicieron pasar por un macabro sueño.
Trató de librarse del amarre de sus muñecas y de sus tobillos con tal violencia, que sintió un latigazo punzarle el hombro en uno de sus convulsos movimientos. El sudor que comenzó empapándole la frente, se resbalaba ahora por sus mejillas deslizándose por su cuello.
Fue el murmullo de unas voces aproximándose, lo que provocó que Lorenzo tensase sus músculos. Distinguió la voz tosca y ruda de un hombre, entremezclándose con la suplicante y desgarradora voz de una mujer.
A medida que las voces fueron ganando intensidad, Lorenzo consiguió darle forma a sus palabras.
—Sergio, ¡por favor! ¡Deja que me marche, no se lo contaré a nadie! —Algo en la voz de la mujer, le resultó a Lorenzo tremendamente familiar.
—¿Marcharse? ¡Aún queda lo mejor! No se puede marchar ahora, profesora.
—¿Profesora? —Antes de que a Lorenzo le diese tiempo a hilar sus pensamientos, la puerta del sótano se abrió de golpe.
Los ojos ambarinos de Sergio se clavaron en los de Lorenzo, al tiempo de que este lograse reconocerle.
—¡Pero mira quién ha despertado por fin! —Se acercó entre zancadas esbozando una siniestra y tenebrosa sonrisa. Lorenzo no perdía de vista el cuerpo de la mujer que el hombre sostenía entre sus brazos—. Reconozco que me excedí un poco con el cloroformo. Le ruego que me disculpe, padre Lorenzo.
—¿Padre Lorenzo? —La mujer se revolvió, lo que sus dislocadas articulaciones le permitieron, entre los brazos de Sergio. Sus ojos, se humedecieron al reconocer a su compañero.
—¡Silvia! —Un sinfín de recuerdos asaltaron de forma atropellada los pensamientos del hombre. Vacíos fueron sus días desde aquella tarde que se fue, protagonizando desde entonces todos y cada una de sus desvelos.
—Es obvio que sobran las presentaciones. —Tras soltar una carcajada, cuyo eco retumbó entre las paredes de ladrillo de la habitación, Sergio depositó con brusquedad a Silvia sobre la tabla de madera que había situada a escasos metros de Lorenzo.
—¿Por qué estás haciendo esto, Sergio? — El aludido, continuó comprobando el amarre de las sujeciones de la mujer, mientras Lorenzo le miraba con compasión. Sus ojos lograron fijarse en las placas de metal que cubrían parte de su cráneo—. La vida no te ha tratado bien, pero nosotros no tenemos la culpa de ello.
Sergio soltó un bufido. Cerró los puños y se aproximó hasta el hombre, escupiendo sus palabras con rabia:
—Déjeme decirle un pequeño secreto, padre. —Acercó su boca al oído del antiguo sacerdote—. Son los únicos culpables de lo que me ha ocurrido, y van a pagar por ello.
Capítulo 7: Purgatorio
Aterrorizado, el padre Lorenzo observaba desde bambalinas cómo las llamas engullían con fiereza el escenario. El humo comenzó a hacer mella en sus pulmones, que luchaban por no rendirse a la asfixia.
Antes de descender las escaleras, aún indemnes, Lorenzo escuchó un quejido haciéndose hueco entre el caos.
—¡Padre! ¡Ayúdeme! —Reconoció la voz de Sergio. Se aproximó, todo lo que las llamas le permitieron, hasta observar el brazo del pequeño sobresalir de entre las vigas que habían conseguido arrinconarle.
—¡Estoy aquí, Sergio! ¡Tienes que intentar apartar las tablas! —El niño, empleando las escasas fuerzas que le quedaban, se lanzó contra los listones consiguiendo abrirse paso entre ellos.
El padre Lorenzo soltó un grito cuando lo vio. El fuego había calcinado parte del rostro del pequeño, desfigurándolo por completo. La piel de sus brazos, se deshacía en pedazos mientras se movía.
A Lorenzo le costó percatarse de que aquello que se acercaba hacia él, fuese un ser humano. Su apariencia, mucho más semejante a la de un ser resurgido del inframundo, le provocó náuseas. ¿Cómo era posible que aún siguiese con vida?
Un enorme listón de madera, se desplomó frente al padre. Los ojos de la criatura se clavaron en los suyos en ese momento, sabedores de su destino.
Aquella mirada, que apenas arrojaba un minúsculo atisbo de humanidad, sería la que contemplase Lorenzo instantes antes de morir.
***
—¡Solo era un niño! —chillé, accionando el potro con una rabia feroz. Los quejidos del padre Lorenzo servían de calmante para mi ira—. ¡Me abandonó! ¡Pudo haberme salvado! —El sudor de mis manos, hacía que la manivela se me resbalase de entre las palmas.
—¡No pude hacer nada! ¡Había mucho fuego!
—¡Miente! —Escuché crujir sus articulaciones al empujar de nuevo la manivela—. Todavía recuerdo cómo me miró, como si fuera un monstruo.
Las lágrimas escaparon involuntarias de mis ojos al recordarlo.
—¡No ha sido fácil tampoco para mí, Sergio! —Vi cómo se removía sobre la tabla, luchando por soportar el dolor—. Abandoné el sacerdocio, todo en lo que yo creía dejó de tener sentido.
Observé cómo dirigía una mirada inconsciente al lugar en el que Silvia se encontraba postrada, adormecida por los calmantes.
—¡Vaya! Tuvo que escapar de la cueva en la que se encontraba enclaustrado para llevar una vida cerca de su querida profesora, ¡qué mal lo tuvo que pasar! —Me limpié con furia las lágrimas, mientras aproximaba mi metálico rostro hasta el suyo— ¡Míreme padre! ¡Mire en lo que me ha convertido!
—La culpa me ha perseguido todos estos años, Sergio. Sé que voy a ir al infierno por todo aquello. —Solté una sonora risotada al escuchar su patético intento de conmoverme.
Alimentando mis entrañas con toda la ira que mi alma había sido capaz de albergar durante aquellos años, cogí de la mesa de trabajo un disfraz de arlequín. Luego, extraje de uno de los cajones varios palos cortos de madera con forma de cruz, de cuyos extremos sobresalían varios hilos.
—Bienvenido al infierno.
Capítulo 8: Combustión
Un dolor penetrante, como el de cientos de aguijones clavándose en su cuerpo, fue el que provocó que Silvia abriese los ojos de golpe.
Lo primero que sus sentidos percibieron, fue el sonido de la melodía que su secuestrador había elegido como obertura de lo que estaba a punto de suceder. Alzó la vista al frente hasta contemplar un patio de butacas.
Profirió un grito ahogado cuando vio sus manos. Un reguero de sangre se deslizaba por sus muñecas, de las cuales sobresalía un grueso hilo blanco.
Un estridente alarido, proveniente de la parte derecha del escenario, estremeció a Silvia. Vio a Lorenzo retorciéndose de dolor, a escasos metros de ella. Vestía un disfraz de arlequín, de rombos negros y blancos, y de sus muñecas vio sobresalir los mismos hilos.
A Silvia tan solo le bastó echar un rápido vistazo a la puesta en escena que Sergio había montado, para percatarse de que había reproducido al milímetro cada detalle de la obra que representaron el fatídico día del incendio.
—¡Qué comience el espectáculo! —Clamó la voz gutural de Sergio, un par de pisos por encima del escenario.
Fue entonces, cuando los brazos de Silvia comenzaron a moverse al son de los acordes. Sentía el dolor del hilo desgarrando la piel de sus muñecas y de sus tobillos, a cada movimiento que su titiritero articulaba. El hecho de tener las articulaciones desencajadas permitía a Sergio manipular todos y cada uno de sus movimientos.
El dolor que sentía era tan insoportable, que creyó estar a punto de desmayarse.
Cuando la música dejó de sonar, el silencio de la sala solo se rompía por los sollozos del padre Lorenzo. Apoyado con dificultad sobre uno de los árboles que Sergio había dispuesto como decorado, Silvia observó el charco de sangre en el que su cuerpo estaba postrado.
—¡Está muy débil! ¡Ayúdale, Sergio! —El aludido, sin modificar un ápice su impávido semblante, se aproximó hasta Lorenzo, quien expirando su último aliento, cerró los ojos. Y así, a la sombra de un árbol, su mente poco a poco se fue apagando, había llegado el momento de desaparecer.
Silvia no pudo contener la rabia que se apoderó de sus entrañas al ver el cuerpo sin vida de su compañero.
—¡Le has matado! —bramó—. ¡¿Por qué nos haces esto?! ¡¿Por qué no le has ayudado?!
—¿Él me ayudó? —Inquirió Sergio, clavando su iracunda mirada en la de la mujer.
—¡Tu caso fue diferente! Había mucho fuego y Lorenzo no...
—¿Fuego? —Se giró sobre sus talones, contemplando cómo la mirada de Silvia observaba horrorizada el bidón de gasolina que portaban sus manos—. ¿Quieres fuego? —Derramó con inquina el contenido del bidón por todo el teatro—. ¡Aquí tienes fuego!
Sin que a Silvia le diese tiempo a reaccionar, extrajo una cerilla de su bolsillo. Esbozando una tétrica sonrisa y mientras tarareaba la melodía que tantos recuerdos atroces le evocaba, aquella «Danza Macabra», Sergio dejó caer la cerilla encendida sobre el escenario.
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