¿Qué estás mirando? (Claudia Oviedo)
- Alguien llama -
Una gélida brisa casi me congela las mejillas en cuanto abro la puerta. De nuevo me encuentro con un oscuro espacio vacío en frente de mí. Aún no alcanzo a entender por qué diablos sigo obedeciéndole a ese insistente golpeteo que se repite desde hace cinco días, a la misma hora de siempre: las cuatro de la madrugada. Está claro que alguien me ha estado jugando alguna clase de broma pesada o quizás es que estoy comenzando a imaginarme cosas. Decido que es mejor cerrar la puerta, ponerle el seguro e irme a dormir pero, antes de concretar mi plan, me asomo otra vez. Solo quiero estar seguro de que no haya ningún gracioso ocultándose justo debajo de mis narices. Giro la cabeza hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Nada. Me encojo de hombros y entro.
Estoy exhausto, así que me voy directo hacia mi habitación. Me quito los zapatos y me recuesto, pues no tengo ánimos para cambiarme de ropa. Luego de unos pocos minutos, me quedo profundamente dormido. No tengo noción del tiempo que permanezco ajeno al mundo exterior y, si he tenido algún sueño, no lo recuerdo. Solo sé que algo me despierta de golpe. Estoy sobresaltado y siento como si me hubiesen forzado a abrir los ojos. Mi recámara sigue oscura y silenciosa, por lo cual concluyo que no ha amanecido aún. Quiero saber qué me robó la paz, pero mi fatiga es muy grande. Prefiero ignorar este incidente y hacer el intento de conciliar el sueño de nuevo. Para mi buena suerte, me tardo menos de cinco minutos en conseguir mi objetivo.
Una espantosa presión repentina, justo en mitad de mi pecho, destruye mi delicioso letargo de manera definitiva. Siento como si una estatua de piedra hubiese venido a pasar la noche reposando encima de mí. Empiezo a palparme el torso centímetro a centímetro. Por alguna razón inexplicable, necesito saber con urgencia si sigo estando completo. ¿Qué pretendo encontrar? ¿Un hoyo? ¿Una cortadura? No tengo idea, solo sé que debo conocer la verdad. Pronto me percato de que no hay nada fuera de lugar. Mis puños se cierran y comienzan a temblar. ¿Qué me está pasando? Intento inhalar y exhalar despacio para así calmar mis crecientes nervios, pues la fuerte presión en mi tórax sigue ahí.
—¡Estamos juntos! ¡Gracias por permitirnos entrar! —murmura una voz chillona, al tiempo que un aliento frío sopla dentro de mi oreja izquierda.
Miro de reojo y puedo distinguir el molesto brillo de dos puntos amarillentos enfocados de lleno en mi rostro. De inmediato se me hace un nudo en la garganta. Desvío la mirada hacia el frente y es así como descubro la presencia de un gran bulto oscuro, amorfo, sobre mi pecho. Un grito sordo se me escapa sin que pueda evitarlo. En ese momento, ya no son solo dos, sino diez pares de puntos amarillos los que me observan con fijeza, mientras el paso libre del aire a través de mi garganta se va cerrando...
- Atrapado -
No sé si transcurrieron solo unos cuantos minutos o si fueron varios días desde que perdí el conocimiento. Ya no distingo bien cuál es la realidad. Mi recuerdo más claro es la horripilante sensación de asfixia que experimenté justo después de mirar unos extraños puntos amarillos que chispeaban... ¿Habré estado alucinando? El gran peso que me oprimía el pecho y la mano que me apretaba la garganta se han ido, no escucho voces chillonas ni veo ojos brillantes. Pero ya no estoy recostado sobre mi cama. ¿Qué hay debajo de mí? Deslizo mis dedos por la superficie y me encuentro con algo arenoso y húmedo que se me pega de los dedos. ¿Es tierra? Y si acaso lo es, ¿en dónde rayos estoy? Intento ponerme de pie, pero no consigo levantarme. Hay una barrera sólida en frente de mí que me está obstruyendo el paso. ¿Una puerta de madera, quizás? Intento moverme hacia el lado derecho y luego hacia el izquierdo, pero tampoco me es posible. Estoy atrapado en este lugar. La única explicación que viene a mi mente es aterradora: ¡me han enterrado vivo!
Comienzo a lanzar golpes y patadas descoordinados, al tiempo que intento pedir ayuda. Pronto descubro que mis porrazos no funcionan y que no puedo hablar, aunque así lo desee. Palpo mi garganta y me doy cuenta de que está mojada. No puedo ver lo que empapa mi mano, así que introduzco la punta del dedo índice en mi boca para intentar descifrar lo que es mediante su sabor. El pánico vuelve a invadirme... ¡Estoy salpicado con mi propia sangre! En mi mente, grito, pero en el mundo exterior no produzco sonido alguno. ¿Me habrán arrancado las cuerdas vocales? ¡Esto tiene que ser una maldita pesadilla! Varias lágrimas se escapan de mis cuencas sin que pueda detenerlas. Tal parece que moriré aquí, aprisionado, solo, mutilado, en tinieblas...
El potente graznido de un cuervo me saca de mi miseria. Pero, ¿cómo podría escuchar a un ave si estoy a tres metros bajo tierra? Ese sonido me llena de esperanza. Poco después, un nuevo chillido y varios golpecitos insistentes confirman mis sospechas: ¡el pajarraco está picoteando la tapa de mi ataúd! ¿Será posible que alguien vaya a rescatarme, después de todo? De pronto, escucho un crujido en la madera y salgo disparado hacia arriba, como una bala de cañón. Permanezco suspendido en el aire por unos segundos y luego caigo de golpe. Una noche de luna llena, despejada, me recibe. Miro los alrededores y distingo las siluetas de varias cruces desgastadas, recubiertas por espinas de rosales marchitos. Hay decenas de árboles de ciprés custodiando estas grisáceas tumbas olvidadas. El aire es pesado, huele a moho y a cadáveres en descomposición. ¿Por qué? En ese momento, una mano huesuda me sujeta el codo. Me doy cuenta de que estoy rodeado de cuerpos exhumados. Uno de ellos está recostado a mi lado, mirándome con sus resplandecientes ojos amarillentos. El cuervo grazna de nuevo mientras intento gritar otra vez, sin éxito...
- Llamarada -
—¿Qué estás mirando, Arthur? ¡Alguien como tú no tiene derecho a levantar la mirada! —afirma el cadáver, cuyo rostro putrefacto y pálido exhibe unos extraños rasgos andróginos.
Me quedo observándolo en silencio, con los ojos desmesuradamente abiertos. Estoy temblando de pies a cabeza, pero no puedo levantarme para huir. Me siento débil, extenuado. Mientras tanto, los amarillentos iris de pupilas rojas del cuerpo a mi lado me contemplan con odio profundo. Es como si mi cara le provocase repulsión. No me pierde de vista ni un segundo, no parpadea. ¿Por qué mi semblante le parece tan repugnante?
—Si supieras qué eres, aceptarías gustoso tu destino —declara la macabra figura, la cual aún está sujetando la coyuntura de mi brazo con fuerza.
En ese momento, el cuervo grazna de nuevo. Está volando muy cerca de mi cabeza. Se detiene de manera repentina a unos cuantos centímetros de donde estoy recostado. Infla el pecho al máximo y luego arroja desde su pico un líquido negruzco, viscoso, caliente. La sustancia baña mi cara y me obliga a cerrar los ojos. Poco después, siento que mi cuerpo entero está cubierto por el fluido. El cadáver parlante comienza a carcajearse sin ninguna decencia.
—Ha llegado el momento —susurra el ente cadavérico, al tiempo que suelta una ráfaga de su aliento fétido en mi oído.
Sin previo aviso, mis músculos comienzan a moverse por voluntad propia. No tengo control alguno sobre lo que estos deciden ejecutar. Es como si un titiritero estuviese a cargo de todo cuanto hago. Apenas logro percatarme del instante en que me pongo de pie. Los dedos de mi mano derecha están sujetando algo que no reconozco. No puedo verlo porque el líquido en mi rostro hace que me ardan los ojos si intento separar los párpados. Mientras todavía intento descifrar de qué se trata, mi dedo pulgar se desliza sobre lo que parece ser una ruedita metálica y luego acaba encima de un botón. Acto seguido, mi brazo se flexiona hasta colocarse a la altura de mi pecho. Un intenso calor empieza a envolverme con rapidez. La desesperación absoluta me invade cuando me doy cuenta de lo que está sucediendo. ¡Acabo de prenderme fuego! ¡Voy a morir calcinado!
—¡Nadie guardará tus restos ni se acordará de ti! ¡No habrá monumentos funerarios en tu honor! ¡Recibe lo que te mereces! —clama la voz del muerto parlante.
El cuervo chilla otra vez. Sus ruidos se parecen más a una risa humana que a un sonido animal. Pero me olvido de sus graznidos cuando el dolor de las quemaduras se apodera de mí. Sigo sin ser capaz de hablar o de gritar y no tengo dominio sobre mis miembros. Mi alma se deshace en alaridos no exteriorizados. Poco a poco, mi consciencia se va apagando conforme más va ardiendo mi cuerpo. De pronto, la tierra bajo mis pies se sacude y un gran hoyo se abre. Caigo dentro del agujero y en breve me recibe un estanque con agua helada...
- La torre -
El ardor en mi piel es reemplazado por glaciales cuchilladas que me hielan hasta el tuétano. Comienzo a hundirme con rapidez, casi parezco hecho de plomo. Mis desesperados pulmones están exigiéndome una bocanada de oxígeno para aliviarse, pero no puedo dárselas, pues sigo sin ser dueño de mis movimientos. Estoy seguro de que voy a morir aquí, ya no tengo fuerzas para mantenerme despierto. Sin embargo, cuando la última chispa de consciencia que me queda está por apagarse, mis pies tocan el fondo del estanque. Un montón de manos diminutas me sujetan y me halan hacia el interior de una masa espesa y tibia. Segundos después, aparezco tumbado sobre una superficie de piedra en donde por fin puedo moverme por mi propia voluntad. Inhalo y exhalo con frenesí por un buen rato.
Una vez que mi respiración se calma un poco, decido levantarme para mirar el sitio en donde ahora me encuentro. Es una habitación vacía, austera, con paredes lisas y una estrecha puerta que da al exterior. Noto unos débiles rayos de sol que se cuelan por dicha abertura. Atravieso el umbral y me doy cuenta de que estoy en la parte más alta de una torre con vista a un cerro. Está atardeciendo justo en este momento. El ambiente parece estar en completa calma, lo cual me desconcierta. Después de las espantosas circunstancias en que he estado involucrado antes, no puedo creer que ahora esté a salvo. ¿En dónde estoy? ¿Cómo llegué aquí? En ese instante, cuando los últimos vestigios del crepúsculo se desvanecen y le abren paso a la noche, un poderoso aullido que proviene desde la cima de la montaña horada mis tímpanos.
Dirijo mi vista hacia allí y me encuentro con una horda de criaturas opacas y desproporcionadas que vienen corriendo en dirección a la torre. El aullido que escuché antes es, en realidad, un clamor al unísono de todas esas bestias que parecen ansiosas por atacar. Su alarido conjunto se asemeja al de la marea embravecida en una tormenta. Y vienen por mí, puedo percibir su odio en el aire. Corro hacia el interior del cuarto para buscar una salida y huir, pero no existe ni siquiera un resquicio entre estas asfixiantes paredes mohosas. La única comunicación con el exterior es el balcón. No hay manera de abandonar la torre.
Poco después, escucho un golpeteo incesante que viene acompañado de un fuerte temblor en la tierra. Me asomo de nuevo y mis ojos se encuentran con una escena perturbadora. ¡Las criaturas están trepando por los muros! Sus pesadas garras son las que sacuden los cimientos del fortín. La potencia de su aullido se intensifica mientras me observan con sus grandes ojos amarillentos. ¡No quiero morir devorado! En un intento desesperado por escapar, subo al borde de la barandilla y me aviento al vacío. Pereceré más rápido así, sin tanto dolor. Pero justo cuando estoy por chocar contra el suelo, uno de los monstruos me sujeta el pie derecho y detiene mi descenso...
- Reminiscencias -
—¿Hacia dónde crees que vas, Arthur? —pregunta el enorme ente de pelaje grisáceo y rasgos humanoides, mientras me observa con su desdeñosa mirada amarillenta.
Por alguna razón ajena a mi entendimiento, juraría que he visto este rostro antes. Hago un esfuerzo considerable por traer algún recuerdo a mi mente, pero no lo consigo. Me cuesta mucho trabajo ordenar mis ideas con tanta sangre amontonándose en mi cabeza. La criatura sujeta mi pie con desmesurada fuerza. Ya casi he perdido la sensibilidad en él. Los demás monstruos se limitan a contemplar la escena en silencio. Ninguno de ellos me quita los ojos de encima. Los miro con disimulo, uno por uno. Los conozco, estoy seguro, pero ¿de dónde? ¿Por qué sus caras me resultan tan familiares? Mis pensamientos están revueltos y comienzo a sentirme abrumado.
—¿Qué estás mirando? ¿Acaso sigues sin comprender quiénes somos? —dice mi captor, para luego escupir sobre mi frente.
Su prominente dentadura representa lo que parece ser una sonrisa de burla. El resto del ejército de bicharracos prorrumpe en carcajadas. En ese momento, el ente se pone a balancearme varias veces, como si yo fuese un péndulo, y me suelta. Unos segundos después, caigo de bruces encima de un gran bulto rígido y frío. La luz que proyecta la luna no me alcanza para distinguir qué es. Mientras me pongo de pie, las criaturas hacen un círculo alrededor de mí. Sus ojos ambarinos se asemejan a los de un gato, pues reflejan el brillo lunar con increíble facilidad. Uno de ellos trae una antorcha en la mano y la coloca cerca de donde estoy.
—¡Tu suerte está echada, acepta tu destino! —exclama él, al tiempo que señala el sitio en donde estuve postrado hace poco.
Ahora sí puedo verlo con claridad. Es un hombre que lleva puesta una extraña vestimenta blanca adornada con un montón de tiras al frente. Sus manos están levantadas y tensas justo en frente de su cara, así que me aproximo para mirarlo mejor. Tiene la piel pálida, mortecina. Sus ojos negros están al descubierto y se enfocan en algún lugar desconocido. Parece que ha abierto la boca para no cerrarla nunca más. Su lengua está curvada hacia atrás y la garganta luce dilatada. Podría decirse que este pobre diablo murió de miedo. Estoy sumamente inquieto, pero no se debe a las desagradables muecas que observo. Intento descifrar cuál es el origen de lo perturbador en este individuo mediante un nuevo acercamiento, pero soy incapaz de entenderlo.
—¿Todavía no quieres admitirlo? ¡Míralo bien! —clama el portador de la tea.
Examino al varón con la vista una vez más y por fin noto algo nuevo. Trae una fina cadena metálica alrededor del cuello. La levanto con cuidado. Tiene un pequeño dije en forma de rectángulo. Hay una inscripción estampada en la placa. Está bastante borrosa, pero aún se lee. Son solo dos palabras: Arthur Jermyn. Siento que se me congelan las entrañas y empiezo a temblar... ¡Estoy en frente de mi propio cadáver!
- El castigo-
Aunque me mantengo en pie, mi cuerpo no es más que un puñado de carne convulsa. Una poderosa oleada de recuerdos ha conseguido destrozar la barrera de mi subconsciente. Es así como un funesto escenario llega para atormentarme. Una por una, las imágenes de la terrible noche que selló mi inevitable destino se presentan y me provocan fuertes náuseas...
Era una madrugada lluviosa a finales de noviembre. Me encontraba dentro de una habitación iluminada por la mortecina luz de una sola vela casi extinta. El lugar estaba repleto de instrumentos quirúrgicos y varias botellas que contenían sustancias multicolores. En el centro de la sala, había un amplio asiento metálico cubierto por numerosos cables y electrodos. Un musculoso ente grisáceo de rasgos femeninos estaba recostado sobre este. No se movía, pero estaba seguro de que pronto lo haría.
La ansiedad me consumía por completo. Tras varios intentos fallidos, por fin me encontraba a punto de concretar mis sueños. No me cabía duda de que había encontrado la combinación perfecta para la fabricación de mi propia colección de quimeras vivientes. Solo me restaba colocar un par de diodos en su debido sitio y la obra maestra estaría culminada. Con el golpeteo de las gotas sobre el cristal de la ventana como melodía de fondo, tiré de una palanca que activaba el mecanismo de la silla para dar descargas eléctricas controladas.
Un espantoso quejido idéntico a un aullido inundó la estancia tras la primera electrocución. Acto seguido, el cuerpo de la quimera se zarandeó de forma violenta, al tiempo que inhalaba y exhalaba con desesperación. Escasos segundos después, sus grandes ojos amarillentos se cruzaron con los míos. Tuve que contenerme para no gritar de la emoción. ¡Le había dado vida!
—¿Qué estás mirando? ¿Acaso piensas que te pertenezco? ¡Iluso! —afirmó el monstruo, con una sonrisa demencial.
En un parpadeo, la quimera se liberó de la camisa de fuerza que sujetaba sus extremidades superiores. Luego de eso, se levantó del asiento y me propinó una brutal bofetada. La potencia del impacto hizo que me mareara y cayera de espaldas sobre el suelo. A pesar de que mi visión era nula, podía darme cuenta de que la criatura estaba colocándome la prenda inmovilizadora.
—¡Has elegido tu destino esta noche! ¡Pagarás por el mal que nos has causado de una vez por todas, maldito enfermo!
Entonces, el ente unió sus labios con los míos y comenzó a succionar, como si pretendiera vaciarme los pulmones. Con cada aspiración suya, una parte distinta de mí era arrancada, podía sentirlo. Conforme mi consciencia se iba apagando, un coro de voces chillonas iba adquiriendo fuerza. Lo último que pude escuchar antes de desmayarme fue su perturbadora declaración.
—Experimentarás en carne propia nuestro sufrimiento antes de ser sacrificado. ¡Expiarás tus pecados!
Finalmente entiendo lo que sucede. Mis quimeras están torturándome a modo de venganza. Jugué a ser un dios cruel y recibiré mi justo castigo por ello. Así como yo aplastaba a los engendros malogrados, ellos vienen ahora para triturarme...
- Destrozo-
—¡Oye, tú! ¿Sabes quién soy? —declara una voz femenina, mientras su aliento pestilente inunda mis fosas nasales.
A pesar de que la tengo en frente y la estoy observando con los ojos muy abiertos, soy incapaz de reconocer el rostro de quien está hablándome. Las náuseas y el creciente vértigo impiden que logre enfocar correctamente. ¿Acaso será esta una de mis quimeras? ¡Tiene que serlo! Esa piel grisácea y ese par de iris amarillentos tan brillantes no pueden ser normales. ¡Tiemblo de solo imaginar lo que me espera!
—Aunque nos la hemos pasado de maravilla contigo, creo que ya tuvimos suficiente de ti, ¡maldito imbécil! —afirma el extraño ser, al tiempo que clava una aguja en mi brazo derecho.
El efecto de la sustancia que entra en mis venas a través de la jeringa envía una descarga de adrenalina inmediata a mi cuerpo. El letargo me abandona de golpe y mis atónitos ojos por fin consiguen distinguir la realidad. Estoy atado en medio de una habitación oscura y pequeña, repleta de cajas y objetos desordenados. Por la posición de los escalones que veo, deduzco que se trata de un sótano. No obstante, ese detalle pasa a ser irrelevante cuando miro a la supuesta quimera.
—Ahora sí me recuerdas muy bien, ¿no es cierto, mi querido Arthur?
Mi mente quiere rechazar la idea, pero no hay manera de ignorar la brutal verdad de carne y hueso que está parada enfrente de mí. ¡Es mi esposa quien habla! A su lado, se encuentran varios hombres desconocidos que la manosean con impudicia y me dedican una sonrisa burlona.
—¿Te ha gustado este largo viajecito alucinógeno de despedida? ¡Te creías el protagonista de los grandes clásicos de terror! ¡Eso fue lo mejor de todo! Y fue magnífico verte gritando y hablando incoherencias mientras mis amigos se divertían haciendo travesuras con tu cuerpo...
Es hasta entonces que decido mirarme. Estoy repleto de arañazos y cortaduras y... ¡la mitad de mis piernas y de mis brazos ha desaparecido! Intento gritar, pero no lo consigo. El ardor punzante en mi garganta me indica que mi cuello está lleno de heridas abiertas. La sensación de goteo sobre mi pecho desnudo me dice que he comenzado a sangrar.
—Ha llegado la hora de que termines de pagar por toda la miseria que me hiciste pasar. ¿Creíste que nunca me enteraría de tus orgías clandestinas? Parece que la dosis de sedantes que usabas en mí no fue suficiente esta vez. ¡Te vi engañándome con mis propios ojos!
Mi mujer suelta una carcajada estrepitosa y luego besa en los labios, uno por uno, a todos los tipos que la acompañan.
—¿Qué estás mirando? ¿No te gusta que te paguen con la misma moneda? ¡Hasta nunca, enfermo traidor!
Contemplo sus grandes ojos por última vez. Lleva puestos unos llamativos lentes de contacto amarillos, el único vestigio de mis visiones alucinatorias. Con ambas manos, está sujetando una escopeta que apunta hacia mi cabeza. Aprieta el gatillo y mi vista se nubla para siempre...
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