La Semilla del Mal (Cristhoffer Garcia)
Etapa I - GULA
Al abrir la puerta, el aire frío de la madrugada se coló en la casa antecediendo a la presencia maligna que esperaba en el umbral.
—Llegas tarde —dije observando con descaro el escote que Dalia exhibía.
—Un mago jamás llega tarde, pequeño Frodo —se burló, apartándome para entrar con su andar seductor. Sirvió un trago de whisky de la coctelera y realizando un ademán sensual, me invitó a acompañarla en el desvencijado sofá de la sala.
—¿Dónde lo tienes? —preguntó mordiéndose el labio, consciente de la atracción que ejercía sobre mí.
—Está abajo —contesté abstraído por sus piernas carnosas.
—Antes de ir, cuéntame ¿dónde lo encontraste?
—En la comisaría —narré dubitativo—. Lo liberaron y lo seguí; es un miserable con un total desinterés por la vida humana.
—¿Antecedentes? —Dalia tomó un trago, exhalando un suspiro fragante de alcohol.
—Robos, peleas y cosas así; también tiene la afición de torturar animales.
—Ummm... muero por conocerlo —dijo ella ansiosa, colocó el trago sobre la mesa y descendimos al pequeño sótano tomados de la mano.
Atado sobre una camilla esperaba el delincuente desnudo. Lo había preparado previamente, bañándolo y afeitándolo; una mordaza contenía sus gritos de rabia.
—¡Maldita, perra! Voy a matarte y... —Dalia complacida aseguró la venda que había quitado.
—Elegiste bien —dijo ella con satisfacción—. Ahora... lo prometido.
Con una tijera y mucha habilidad, desprendió el ojo izquierdo del muchacho, quien se revolcó de dolor.
Respirando excitada, Dalia se acercó al orificio expulsando un vaho carmesí por su boca que se introdujo en la cavidad ocular del malhechor.
Tragué saliva contemplando el espectáculo, sujetando el borde de la camilla tan fuerte que mis dedos se adormecieron.
Utilizando la sangre expulsada por el ojo, Dalia dibujó un pentagrama sobre el corazón del bastardo; resplandeció en un verde fulgurante antes de estallar en un volcán de sangre.
Retrocedí atemorizado, pero el olor de la sangre despertó mi avidez.
—Es tuyo, disfrútalo —me alentó Dalia con mirada malévola.
Sobre la herida palpitaba la exquisita "Semilla del Mal", arrancada de los corazones más oscuros para el deleite de unos pocos privilegiados.
El sanguinolento fruto era del tamaño de un cacahuate, con pequeñas ramificaciones negras por las cuales se adhería al corazón.
Lo contemplé con vehemencia y lo devoré al instante enfebrecido.
El sabor era indescriptible. Al masticarlo mi alma se liberó, subiendo al cielo y cayendo luego al abismo más profundo del infierno.
Extasiado disfruté de las sensaciones que provocaba la semilla en mi paladar, el fuego inclemente castigando mi garganta, quemándome las entrañas y luego... el hambre insaciable.
Desperté sobre el sofá.
La cabeza me giraba y la sensación de llenura en mi estomago, era casi orgásmica. Encendí un cigarrillo contemplando mis ropas impregnadas de rojo. Dalia se había marchado dejándome la tarea de limpiar la sangre, enterrar los huesos y destruir las evidencias.
Si nos descubrieran ¿me castigaría la justicia humana?
Bah, poco o nada importa ya. Mi alma está condenada al infierno, pues ¿a qué le puedo temer ahora?
Etapa II – ENVIDIA
Me escondí entre un grupo de rosales, ignorando el escozor sangrante provocado por las espinas en mi piel.
Ellos pasaron de largo, pero no tardarían en regresar.
—¡Dalia, esa maldita bruja traidora! —bufé en un murmullo inaudible, luego avancé a trompicones entre la vegetación en sentido contrario al tomado por mis perseguidores.
La noche envolvía el cementerio en una oscuridad impenetrable, convirtiendo las lápidas en un intrincado laberinto de mármol y cemento pulido.
Un dolor punzante en el pecho me obligó a detenerme bajo el amparo de una sepultura de granito. Respiraba en ruidosos berridos flemáticos y al recostarme del nicho, volqué un florero provocando que el olor a agua sucia y flores marchitas impregnaran mis ropas.
"El bautizo de la muerte", pensé y al instante me arrepentí de vislumbrar pensamientos tan oscuros.
La respiración gangosa se transformó en un acceso de tos, con premura tapé mi boca. Era víctima del sudor frío que empapaba mi espalda y el miedo que acalambraba mis piernas seniles y torpes.
Debí adivinarlo en cuanto vi las noticias de los delincuentes desaparecidos, Dalia había regresado, pero en lugar de huir ¿qué fue lo hice? Esperarla.
Esperé ansioso retomar nuestras fechorías nocturnas y matar a Fabián, una y mil veces más asesinar a ese bastardo ricachón, siempre lleno de lujos, mujeres hermosas y dinero a raudales; todos los hombres iguales a él despertaban la envidia en mi corazón y solo arrancándole la vida y consumiendo sus semillas del mal podía encontrar paz en esta desgraciada existencia.
—No debiste huir, Ramón —Grité sobresaltado al escuchar la voz de Dalia, destrozando otro florero al intentar levantarme.
—¡Fueron veinte años! —sollocé sabiéndome perdido—. ¡Todo ese tiempo enterré en las tumbas de este campo tus pecados y los míos!
En la penumbra, el semblante pálido de Dalia adquiría un matiz fantasmal, pero su belleza seductora seguía intacta a pesar del tiempo.
—Te lo advertí aquel día que asesinaste a Fabián: La envidia es mala, seca el alma y la envenena —sonrió irónica, despertando mi ira.
Levanté un florero roto y alzándome con torpeza avancé contra ella.
Su cómplice salió de las penumbras impactando una pala contra mi rodilla. Caí de bruces, maldiciendo improperios.
Con furiosos embistes de la pala, su nuevo sirviente rompió con facilidad los huesos de mi columna acabando con cualquier resistencia. Colmado por el miedo y la desesperación, lloré.
—Voltéalo —ordenó Dalia.
Hecho esto, la contemplé sobre mí con el fervor demoníaco en sus ojos color azabache. Desabotonó la camisa y comenzó el ritual que tantas veces admiré como un espectador activo del mal.
La marca que ella dibujó en el pecho vibró en un fervoroso llamado y la simiente maldita aferrada a mi corazón respondió constriñendo el músculo. Emití un grito recrudecido de miedo y dolor que reverberó en el sepulcral silencio.
Inmóvil sobre la gélida tumba, exhalé mi último suspiro observando revolotear a las aves que se alejaban de un frondoso ciprés; huían de la muerte como sin éxito yo intenté hacerlo.
Etapa III – LUJURIA
Ingresé bañada en sudor en el estrecho sanitario, aún temblaba de excitación y deseo, luego del intenso intercambio sexual. Los dos sujetos que seduje eran atléticos y fogosos, ambos traficantes de estupefacientes ansiosos de satisfacer las pasiones de una mujer madura.
Admiré en el espejo los senos firmes, provocativos; mis curvas pronunciadas, las sexis y largas piernas, todo producto de un pacto infernal.
Cuando regresaba a la habitación uno de ellos salía de la casa.
—Voy a fumarme un porro y a mearme en uno de esos duendes de mierda que tienes en el patio —dijo Alexis rascándose el trasero y cerrando la puerta.
—¡Cabrón! —repliqué sin darle importancia. La casa de mi tía estaba en un hato a media hora de la ciudad y exceptuando su horrenda colección de adornos de jardín, era tan buen lugar como cualquier otro para armar una fiesta candente.
Deslizándome en la cama me propuse encender a mi acompañante; Juancho disfrutaba de mis caricias, cuando un grito desgarrador nos hizo saltar de la cama.
Con el corazón a mil, me anude un paño y seguí a Juancho fuera de la casa.
Al salir al exterior, el gélido aire de la madrugada estremeció mis huesos. La oscuridad era total, solo burlada por el frágil resplandor que se colaba por la puerta.
—¿Alexis?... —llamó Juancho nervioso.
—¡Allí! —señalé unos matorrales.
La silueta de un hombre avanzó hacía nosotros con lentitud, sujetando un objeto en su regazo con actitud protectora.
—¡Madre mía! —grité dando un paso para ir a ayudarlo, pero entonces percibí el olor a gasolina.
Alexis se detuvo frente a nosotros. Bajo la trémula luz sus ropas escurrían espesas gotas de gasolina, la palidez de la muerte se reflejaba ya en su rostro. Mientras, atravesando su estómago y cubierto de sangre, el duende de cerámica parecía mirarnos en un triunfal rictus de venganza contra el chico que lo había orinado.
—Los pecados... del hombre... son su perdición —proclamó Alexis con una voz gutural y maligna, antes de prenderse fuego con el encendedor.
Juancho salió de su estupor para ayudar a su amigo. Arrebató mi bata, para tratar de apagar el fuego que abrasaba a Alexis, quien corrió en zigzag, hasta caer de bruces y morir.
De la nada, un sujeto moreno, alto y musculoso degolló el cuello de Juancho en un acto tan natural como picar verduras.
Gemí.
Gemí de placer.
Caí de rodillas en un frenesí de excitación, alcanzando un potente orgasmo. El éxtasis de la muerte me elevaba a la cúspide de la lujuria. Incontrolable, anhelé devorar sus semillas del mal, nostálgica de no tener a Dalia cerca para otorgármelas.
El moreno me llevó a rastras a la casa.
Al entrar a la habitación, ella estaba esperándonos.
Acostada sobre la cama, su cuerpo perfecto se ofrecía para mí, un manjar prohibido por los dioses; el premio por tantos años a su servicio.
—Hola, Sonia, está será la noche más candente de tu vida —susurró Dalia, anunciando en su voz, placer y muerte.
Etapa IV – AVARICIA
Va cayendo el día y la noticia de la muerte de la ninfómana continúa revolviéndome el estómago.
Bajo la mansión, en el bunker dónde me oculté reinaba un opresivo silencio que instaba a meditar.
Durante años invertí demasiado dinero para seguir la pista de Dalia y su aquelarre, previendo que me traicionaría, pero...
—¡No estoy loco! ¡Ella vendrá! —le grité al espejo deseando romperlo en pedazos, pero era una antigüedad jodidamente cara—. Vendrá y... ¡me lo quitará todo! —volví a gritar abrazando el maletín con mi tesoro.
Miré la enorme habitación con complacencia, un tercio de la fortuna que reuní a lo largo de mi vida se encontraba dispersa en ella; joyas, oro, bonos, reliquias, todo cuanto ambicioné lo tuve gracias a mi acuerdo con Dalia.
—¡Soy el jodido Rico Mac Pato! —reí al recordar la ocasión cuando llené la piscina de euros y nadé en ella, luego de comer una semilla del mal.
Un gran aullido se filtró espectralmente en mi cabeza; eran las voces dolientes de una multitud, un armónico griterío infernal torturando mi alma.
—¡Yo pagué el precio, Dalia! —repliqué en voz alta, la alarma sonó anunciando tempestad y muerte, luego encendí las cámaras de vigilancia, recorriendo las pantallas con aprensión.
Pequeños hipidos involuntarios surgieron de mi boca al observar aterrado los cadáveres del personal de seguridad, desperdigados por las estancias de la mansión.
Sudaba copiosamente cuando encontré a quien buscaba. Lloré balbuceando su nombre:
—Le... ¡Leonora!
Cubierta por un manto de fatalidad, la mujer que condenó mi alma, Dalia, percibió ser observaba y sonrió a la cámara.
Se arrodilló y levantó la cabeza cercenada de la bruja blanca contratada para protegerme, obviamente sin éxito. Retrocedí asustado conteniendo el deseo de vomitar.
—Hola, pequeño Bill —saludó ella moviendo la mandíbula de Leonora en un mórbido acto de ventriloquía, la lengua le colgaba burlesca y el ojo faltante hizo que orinara mis ropas—. El juego del escondite terminó, mi querido.
Con estrépito la puerta mecánica se abrió.
En el umbral, el policía, su nuevo acólito, blandía un afilado puñal y el ojo sangrante que utilizó para activar el escáner e invadir mi santuario. Se relamió los labios y vi en su mirada una enfermiza e insaciable hambre.
Avanzó por la habitación, mientras yo retrocedía sin soltar el maletín.
Respirando con resuello, chillé y pateé la silla rodante haciéndole tropezar, ese instante de distracción permitió que llegara corriendo al baño.
Pasé el seguro y busqué la pequeña salida de emergencia en la pared; un bajante que conducía al sótano, al auto y a una vida de fugitivo, pero daba igual, yo era un puto millonario.
—¡Púdrete! —le grité al hombre que intentaba tumbar la puerta.
Entonces blasfemé, la maleta era demasiado grande para pasar por el ducto.
Solo quedaba una opción y antes de que la puerta cediera, la tomé.
Huyendo por la autopista imaginé a Dalia furiosa, estrellando el maletín vacío contra el costoso espejo. El tesoro se hallaba a buen resguardo sobre mis pantalones mojados.
Etapa V – Pereza
—Me da flojera, mejor llégate a la casa, ya sabes dónde es —dijo el bastardo cortando la llamada.
Cuando estacioné frente a su residencia, aún me hervía la sangre por su dejadez.
—Haragán —murmuré caminando por el jardín plagado de maleza y basura.
Toqué el timbre insistente, al no obtener respuesta giré la perilla. La puerta se abrió en un chirrido agónico.
—Hola... Adrián —llamé dubitativo, recibiendo una respuesta incoherente desde la sala, era la televisión.
Tal como recordaba, el lugar desprendía un olor rancio, mezcla de sudor y comida descompuesta.
Avancé por el oscuro pasillo, esquivando los obstáculos gracias a la luz blanquecina que emitía el aparato.
La pantalla chica trasmitía un viejo capítulo de los Simpson. Adrián dormitaba en el sillón con la boca abierta y una revista Playboy en el pecho.
Al acercarme percibí a unas cucarachas esconderse raudas tras la caja de pizza sobre la mesa.
—¡Despierta, flojo infeliz! No tengo tiempo que perder —le grité autoritario. Conseguí que los insectos reaccionaran a mi voz, huyendo en todas direcciones, pero el flojo de Adrian ni se inmutó.
Me acerqué para atizarle un lepe en la frente y quedé paralizado de terror al verle.
Sus parpados ojerosos enmarcaban unos macabros cuencos vacios, donde una mórbida cucaracha movía las patas ansiosa por escapar de las secreciones que le atenazaban.
Tropecé con el mueble y la revista resbaló revelando la sangrienta cavidad del pecho, su corazón ya no latiría por las divinas conejitas playboy.
—¡Auch! —se quejó Homero Simpson, cayendo herido con las manos levantadas en un rictus aterrador que disparó la risa juguetona de Dalia.
Giré temeroso. Ella estaba recostada del marco de la puerta, con una sonrisa deliciosa y mortal, sus voluptuosos pechos incitaban al deseo, pero en la mirada habitaba una maldad inenarrable.
—Le dije a Adrian mil veces que colocara el cerrojo, porque un día alguien entraría a la casa y le arrancaría los ojos —Dalia suspiró— pero ya ves, Bill, nuestro amigo era un perezoso.
Ella avanzó, yo corrí en la dirección contraría procurando huir. Abrí una puerta, cerrándola luego tan fuerte que el marco tembló, encendí la luz y...
—¡Mierda! —maldije mi mala suerte, por segunda ocasión acabé encerrado en el baño.
La sombra de la muerte se traslucía expectante tras la regadera.
Gimoteando en un hipido irregular, avancé los pasos que me separaban de mi destino. Tuve plena conciencia de que llegado el momento crucial, Adrián al igual que yo, rememoró sus actos de perversidad y con inusitada aceptación pensó: "Éste es el destino que mi alma de pecador merece, encontrarme cara a cara con la pérfida Muerte".
Arrastré la cortina con premura. Tras ella esperaba el policía, puñal en mano. La ansiedad por arrancarme el corazón gobernaba su juicio; un hilillo de saliva caía por la comisura de su boca, ávida por comer carne humana, mi carne.
Mientras el puñal ahondaba en mi vientre, pensé en advertirle de Dalia, del tesoro en el auto, pero solo alcancé a decir:
—¡Púdrete, infeliz!
Etapa VI – IRA
"Cirrosis crónica", sentenció el doctor antes de que le rompiera tres dientes de un puñetazo. Lleno de desprecio y conmiseración observé el borde amarillento de mis ojos en el retrovisor; mandé todo al diablo y empiné la botella de whisky.
De pronto, un desgraciado le disparó a la ventana trasera del auto y se alejó a toda máquina.
—¡Mal nacido! ¡Te mataré! —grité pisando el acelerador.
Perseguí el vehículo por varios kilómetros, profiriendo improperios y maldiciendo la lluvia que golpeaba los vidrios. El bastardo giró por un camino rural, traspasando una verja con el letrero: Nuevo Edén, propiedad privada. Detuvo el auto y lo abandonó para internarse en el bosque.
—¡Te arrancaré el corazón y me lo comeré! Ya lo he hecho antes —dije fiero, recordando mi pasado con Dalia y todas las muertes que provoqué. Extraje el revólver de la guantera y al comprobar la hora en el reproductor, pensé: "La una de la madrugada, buena hora para matar o morir".
Aunque perdí el rastro del miserable bajo la lluvia, continué corriendo, sudaba como cerdo en un horno y terribles punzadas de dolor estremecían mi abdomen. ¡Jodido hígado!
—¿Dónde estás, cabrón? —pregunté al tiempo que era engullido por una ráfaga de aire abismal.
La lluvia se detuvo por completo.
El silencio alrededor se hizo agobiante, amenazador, quise gritar, correr despavorido; entonces vi las luces.
"Huye", pensé con el último atisbo de mi racionalidad, pero en lugar de eso avancé hacia la perdición.
Quedé estupefacto al descubrir el lugar que sería mi tumba. Iluminado con potentes reflectores hallé un foso de la muerte, tenía unos cinco metros de profundidad y en su interior reposaban cientos de esqueletos humanos. El pútrido olor despertó mis nauseas, pero las ignoré victima de la sorpresa.
En la cúspide del tumulto, acostada sobre un elegante sofá de cuero se hallaba Dalia, vestía provocativas ropas negras y disfrutaba de una copa de vino tinto.
—¡Qué agonía esperarte, Martín! —anunció ella con una sonrisa ladina—. ¡Bienvenido al "Nuevo Edén"!
—¿Dalia, qué demonios signifi...?
Su cómplice me empujó al abismo. Perdí el arma al caer sobre un afilado hueso que laceró mi antebrazo.
Me revolqué entre las calaveras con movimientos compulsivos, profiriendo improperios de dolor y rabia. Con la vista nublada por la cólera proferí el nombre de mi antigua dueña. Fue una exhalación llena de odio, furia y aunque indigno de mí, miedo:
—¡Dalia, bruja maldita!
—Deberías contar hasta diez, Martín, no quiero que te de un infarto —respondió ella emitiendo risotadas malignas. En sus ojos ávidos adiviné que contemplaba el final a todos sus esfuerzos. Yo era solo una parte de su creación, un eslabón más de la cadena.
Dalia no necesitaba instrumentos quirúrgicos, ni invocar seres abismales para lograr su cometido, le bastaba alimentar la maldad natural que existe en el corazón de su víctima.
Entonces, esa infernal noche de noviembre, Dalia arrancaría mi semilla del mal para satisfacer la gula de su sirviente y de esa forma alcanzaría su cometido.
Etapa VII – Soberbia
Devoré la semilla de Martín con un deleite insano; Dalia que observaba ansiosa, preguntó:
—¿Estaba rico?
—Para chuparse los dedos —respondí lamiéndolos.
—Bien, porque comerás dos semillas más y será todo —me advirtió chasqueando los dedos.
—¿A qué te refieres con...? —chillé horrorizado al sentir los esqueletos moverse, apresando mis brazos y piernas. Luché por liberarme hasta que el sentimiento de pereza me convenció que era imposible. Ella se acercó y rasgó mi camisa.
Respiré emitiendo fuertes bufidos de ira, a la vez que envidiaba su poder y lo ambicionaba a partes iguales.
Ella dibujó el pentagrama en mi pecho, condenándome.
—No extraeré tu corazón, cariño —advirtió solemne la bruja—. Solo arrancaré tu semilla, disfruta el momento.
Los siguientes minutos sufrí un dolor indescriptible, lágrimas de agonía caían por mis mejillas y el regusto a sangre se aglutinó en mi boca; deseé morir antes de seguir sufriendo.
Cuando finalmente la semilla se abrió paso al exterior, evoqué la película Alíen. Desesperado por comerla, ignoré la herida lacerante y con gula tragué sin masticar la simiente maligna que ella me ofrecía, perdiendo parte de mi humanidad en el proceso.
—Deliciosa ¿verdad? —Dalia contempló la escena con fascinación.
—¿Por qué... haces esto? —pregunté en un resuello.
—Es necesario, querido Tomás —respondió ella introduciendo el dedo en mi herida—. Deseo alcanzar el poder absoluto de Dios escondido en "el árbol del conocimiento". Siete pecados capitales, siete almas corrompidas, al reunir sus semillas conformaré la definitiva: "La Semilla del Mal"; entonces lo obtendré todo.
—No entiendo —dije.
—Nunca fuiste muy listo, polizonte, ya entenderás —dicho esto reveló su pecho izquierdo, provocando oleadas de lujuria por todo mi ser.
Trazó un símbolo sobre la suave piel de su seno y su grito de sufrimiento desgarró la noche; convulsionó sobre el nauseabundo suelo hasta obtener su objetivo. Me entregó su semilla y la devoré al instante.
—Soberbia —dijo ella con el rostro perlado de sudor.
Desde mi estómago se expandió una sensación de punción, bajó por las piernas y finalmente atroces raíces emergieron de mis pies. Destrozando los zapatos, se incrustaron cada vez más profundo en el corrupto suelo de huesos, anhelando absorber los nutrientes de la muerte humana.
—¿Qué me hiciste? —pregunté agonizando.
—La transformación está en proceso, pronto serás el árbol sagrado y yo cosecharé sus frutos. ¡Un Nuevo Edén dará comienzo! —Dalia se estremecía de emoción.
Mientras mi cuerpo se endurecía en capas de corteza caoba, la interrogante volvió a mi mente: ¿A qué le puedo temer ahora? Estoy condenado, pero... ella también.
Extraje el tesoro de Bill del bolsillo de la chaqueta.
—¿Vas a llorar, policía? Es tarde para eso —se burló Dalia.
—Tú... llora... —no podía hablar, pero ella entendió al instante—. Está... tela es parte del Sudario de Jesús, contiene... su sangre.
—¡Detente! —gritó.
Tragué la tela sin dudar, quemando mis entrañas con la sangre sagrada del hijo de Dios.
Morí con una certeza: La semilla del mal reside en nuestros corazones y...
Dalia continuará buscándolas.
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