Capítulo I: Despedidas

—Aquí estás —mi mejor amiga me dio un fuerte abrazo—. Lo siento mucho, de verdad —yo llevaba toda la reunión de pie en una esquina, pálida, ojerosa y petrificada. Sentía como si la muerte hubiese llegado a mi puerta y se hubiera llevado solo una parte de mi vida, dejándome, cruelmente, medio muerta—. Sé que lo que diga probablemente no sirva de nada en este momento, pero sabes que puedes contar conmigo para lo que sea. De verdad, para lo que necesites —yo ni siquiera era capaz de mirarla a la cara—. Te quiero, Luisa —volvió a rodearme con sus brazos, luego se alejó para hablar con los otros invitados.

—Hija —mi suegra estaba de pie frente a mí—. Ven aquí —dijo con voz temblorosa en tanto me tomaba de la mano—. ¿Quieres dar unas palabras? —inquirió mirándome fijamente a los ojos.

—No —contesté enseguida, acompañando la palabra con un movimiento rápido de cabeza—. No, no puedo decir nada. No puedo —otra vez las lágrimas amenazaban con correr mi maquillaje, ya habían tenido que retocarlo cinco veces—. Lo siento, señora Milena. No puedo —rompí en llanto. Las personas a mi alrededor no dejaban de mirarme, podía sentir sus ojos clavados en mí. Sus ojos llenos de pena y lástima.

—Entiendo.

La mujer palmeó mi hombro con suavidad y luego lo apretó. No lloraba, trataba de mostrarse fuerte frente a mí. Lo único que hizo fue regalarme una sonrisa triste y asentir con su cabeza, como diciendo "No te preocupes, te entiendo".

Pasados unos cinco minutos, doña Milena se paró junto al ataúd, todos guardaron silencio y se acercaron para escuchar lo que tenía que decir. Yo seguía en el mismo rincón, no quería moverme, sentía que si daba un paso me desplomaría.

—Hoy estamos aquí para decir adiós a un hombre maravilloso, excepcional. Todos ustedes saben que no uso esos adjetivos solo por usarlos. Ustedes lo conocieron, tal vez no tanto como yo, pero sé que pudieron ver la hermosa persona que era —la mujer no pudo contenerse más y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Hizo una pausa, agachó la cabeza, la dirigió hacia el ataúd y tomó un profundo respiro—. Daniel, mi hijo. Mi amado hijo, Daniel —caminó hacía el ataúd, rompiendo la distancia que los separaba—. Mi hijito era muy joven, muy, muy joven. Apenas estaba comenzando a hacer su vida y estaba tan feliz. Era más feliz que nunca, ¿recuerdan la noche de bodas? Nunca lo había visto sonreír de esa manera y fue hace dos meses. Nada más —la mujer me buscó con la mirada—. Solo dos meses pudo ser feliz con la mujer que amaba —las imágenes de nuestra boda acudieron a mi mente y sentí que no podía más con el dolor y la tristeza—. Él tenía muchos sueños, siempre fue un chico soñador. Cuando era pequeño decía que quería ser un super héroe para ayudar a la gente que lo necesitara. Al crecer ya no quería ser un superhéroe, por obvias razones, pero decía que al menos quería ser el héroe de algunos. Quería trabajar por la comunidad; siempre amó a las personas y siempre trató de trabajar para construir un mundo mejor para todos, principalmente para aquellos que siempre habían sido invisibles para la mayoría. Él siempre tuvo esperanza, siempre creyó que era posible transformar la realidad, que incluso si había personas malvadas, siempre habría personas buenas dispuestas a luchar contra las injusticias y la barbarie. A mi hijo, mi hijo era una buena persona—sollozó—. ¿Por qué me lo tuvieron que matar? —al escucharla llorar no pude más y mis piernas flaquearon, fui a dar al suelo.

Mi mejor amiga me ayudó a levantar. Don Jacobo, padre de Daniel, se acercó a su esposa y le susurró algo al oído, a tiempo que trataba de alejarla de la mirada atónita de la mayoría de los invitados.

—¡Suéltame! Tú no tienes derecho a decirme nada, a ti no te importaba nuestro hijo —el hombre parecía apenado.

—Siento mucho lo que están presenciando —dijo en voz alta—. Mi señora está un tanto trastornada y no sabe lo que dice —me miró como pidiéndome que fuese a hablar en lugar de ella. Yo miré a mi mejor amiga, ella parecía estar de acuerdo con el hombre.

—Está bien —mascullé dando mis primeros pasos hacia el ataúd. Ni siquiera había sido capaz de mirar al hombre con el que había pensado pasar el resto de mi vida.

—¡A mi hijo lo mataron! —gritó la mujer. Su esposo y otros dos hombres la sacaron del lugar—. ¡A mi hijo me lo mataron! —se escuchaban los gritos cada vez más lejos. Sentí pena por ella, también yo estaba segura de que su muerte no podía ser un accidente, pero también entendía a su marido, quien era totalmente consciente del peligro que conlleva hacer ese tipo de señalamientos. Ser justo en este país nunca había sido fácil, pero en los últimos años se había convertido casi en un crimen. Un crimen, cuya pena era la muerte. 

Una vez de pie junto al ataúd miré a los invitados que no borraban la expresión de confusión de sus rostros.

—Bueno —saqué del bolsillo el discurso que traía preparado, sabía que no era algo que pudiera improvisar, no tenía cabeza para pensar con claridad. Traté de aclarar mi voz con un carraspeo y proseguí—. Como la señora Milena estaba diciendo, todos aquí somos consciente de lo especial que era Daniel. Como persona, como profesional, como esposo, como amigo, creo que no puede haber una sola persona que lo conociera que pudiese decir algo malo de él. Siempre estaba dispuesto a ayudar incluso a quienes no lo conocían. Es por eso que su partida nos deja un profundo dolor —al fin me atreví a mirar el ataúd. Su rostro estaba pálido, a pesar del maquillaje. Su traje era azul, su color favorito—. Daría mi vida por verlo una última vez, por decirle lo mucho que lo amo, lo importante que era para mí. Quisiera verlo una vez más y decirle adiós, despedirme con un beso —todo mi cuerpo temblaba—. Lo único que puedo hacer ahora es agradecerte por todo —me dirigí al ataúd y miré a mi esposo fijamente—. Gracias por el amor y la felicidad que me brindaste. Te vas demasiado pronto, y aunque no pasamos toda nuestra vida juntos, siempre te voy a extrañar.

Miré hacia la puerta. Allí estaba el padre de Daniel, también lloraba. El hombre cerró sus ojos y agachó su cabeza como seña de agradecimiento.

*****

Había pasado un año después del funeral. Un año largo, eterno, doloroso. Había perdido mucho peso y quienes me rodeaban estaban preocupados por mi salud, decían que estaba muy delgada, que ya me veía enferma.

Yo seguía viviendo en nuestro apartamento, no había cambiado nada desde el último día que Daniel había salido a trabajar, desde el día en el que no supimos nada más de él y luego nos lo entregaron muerto.

Me levanté agotada, a pesar de que había dormido más de 12 horas, no sentía que hubiese descansado. Fui a la cocina a preparar algo de comer, pero al abrir la nevera se me quitó el apetito.

—¿Cómo quieres los huevos? —Pregunté al aire con la voz quebrada—. Los haré revueltos como te gustan.

Recordé nuestro último desayuno juntos. Él y yo sentados en el comedor mientras la luz comenzaba a colarse por la ventana, veía su sonrisa, sentía el rozar de su mano, atesoraba su voz y temía comenzar a olvidarla. Esa casa me lo recordaba mucho, cada rincón, cada objeto. Todo seguía manteniendo su olor, o así lo sentía. Estaba cansada, parecía imposible continuar con mi vida, no está viviendo, apenas sobrevivía. 

De repente sonó el timbre del citófono, el sobresalto hizo que el huevo se me resbalara de la mano.

—Dios —corrí en busca de una servilleta o un trapo para limpiar. El citófono sonó por segunda vez—. ¿Diga?

Era mi mejor amiga, la hice pasar.

—Luisa de mi vida —se abalanzó sobre mí apenas abrí la puerta—. Toma —me entregó una bolsa llena de frutas—. Vine a sacarte a dar una vuelta. Llevas mucho tiempo encerrada y ya te hace falta un poco de vitamina D.

Nos dirigimos hacia la sala en silencio.

—¿Cómo estás? —preguntó al tomar asiento—. ¿Estás comiendo bien? Tienes que cuidarte o te vas a enfermar.

—No sé —dije en un suspiro—. La verdad no sé nada —contesté con el rostro inexpresivo—. No sé qué hacer, teníamos tantos planes. ¿Qué se supone que haga ahora? Además —agaché la cabeza—. Es la segunda vez, ¿por qué me pasan estas cosas?

Hace unos años había muerto mi primer esposo. Mi hijo tenía apenas catorce años cuando nos dejó, había sido muy difícil para ambos, especialmente para él. Pensé en mi hijo, lo extrañaba mucho, si él estuviera cerca, tal vez, todo sería más fácil.

—Creo que debería irme —susurré, la idea llegó a mí como una revelación—. Tengo que irme lejos. Al menos un tiempo.

—¿Te irás para Alemania con tu hijo? Está en Alemania, ¿cierto? ¿O en Italia?

—Alemania —mi hijo se había ganado una beca para estudiar en el exterior y al encontrar mejores oportunidades decidió quedarse y hacer su vida allá. Ya llevaba siete años, de los cuales solo nos habíamos visto en dos ocasiones, una en su grado y otra en mi boda—. No, no quiero ser un problema para él. Además, creo que necesito un tiempo para pensar, para mí. Necesito estar sola.

— ¿Entonces?

—Volveré al pueblo —me senté junto a ella—. Tal vez lo que necesito es conectar con mis raíces, volver a mis inicios y recordar quién soy. Me duele todo, cada día me duele más y no quiero seguir así. No quiero estar triste por el resto de mi vida —ya ni siquiera salían lágrimas—. Pensé que con el tiempo se haría más fácil y no ha sido así. Ha pasado un año y solo me siento cada vez más miserable. Es como si no pudiese amar a nadie porque algo malo sucede.

—Tampoco digas eso, solo fue una coincidencia —interrumpió mi amiga con preocupación—. Más bien dime, ¿por allá no es peligroso? —añadió tratando de evadir el tema. 

—No. No alcanza a ser zona roja —respondí con la mirada clavada en la ventana—. Mi primer esposo y yo vivimos allá hasta que —me detuve en seco—. Era un bonito lugar, no nos hubiéramos venido si siguiéramos los tres juntos.

—Pero ya han pasado muchos años, ya no sabes cómo están las cosas por allá. Ya sabes que con este presidente todo se puso muy peligroso. Principalmente esos pueblos olvidados hasta por Dios.

Solté una risita.

—La verdad no me importa lo que pueda pasar, solo quiero alejarme de todo.

Mi amiga no insistió más en el tema. Juntas preparamos el almuerzo y después de comer salimos a caminar un rato. Ella tomó un taxi y volvió a su casa. En el instante en el que se fue busqué mis maletas y comencé a empacar, quería irme lo más rápido posible. Cuando iba en la mitad de la labor recibí una llamada. Era mi hijo, no podía creerlo.

—Mamá, ¿por qué no me dijiste lo de Daniel? —Preguntó angustiado—. ¿Qué fue lo que ocurrió? Tu amiga Valeria me escribió y me contó todo. ¿Por qué no me dijiste? Soy tu hijo, yo debería estar allá contigo.

—No quería molestarte, hijo. ¿Para qué te hago venir con todo el trabajo que tienes allá?

—Mamá, por favor —sentí su decepción—. ¿Cómo puedes decir eso? Compraré el próximo vuelo que vea e iré a pasar una temporada contigo. Puedo pedir permiso en el trabajo, aquí son más flexibles que allá, no será un problema.

—No, hijo. No quiero que vengas —necesitaba estar sola, aunque mi hijo podía ser un apoyo emocional importante, no era lo que quería. Al menos no todavía—. Además, volveré a la finca.

—¿La finca? ¿Dónde vivíamos antes?

Hice un sonido de afirmación.

—No recuerdo mucho de ese lugar, pero no me da un buen presentimiento. Ese pueblo me da miedo, mi papá...

—Sí —lo interrumpí antes de que terminara la frase—. Solo será temporal.

—Perdóname por no llamarte antes —mi hijo sonaba triste—. Debí llamarte más seguido, pensarás que soy un ingrato.

—No te preocupes, hijo. Yo sé que estás muy ocupado.

—Te llamaré más seguido, lo prometo.

—No sé qué tan buena sea la señal allá —mascullé muy bajo.

—¿Qué? No te entendí muy bien, mamá. ¿No sabes qué?

—Nada.

No hablamos mucho más. Me contó que había conocido a alguien y que pensaban irse a vivir juntos, me sentí feliz por él. Solo rogaba que no tuviera la mala suerte que me acompañaba, que perder a las personas amadas no fuese algo genético. 

****

Hola a todos. Espero les guste el comienzo de esta nueva historia. Gracias por leerme. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top