2. El crimen del pianista

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Todo aconteció de una forma tan extraña, que ni siquiera un guionista trastornado hubiera podido imaginar algo así. Habían encontrado un cadáver y me asignaron el caso, hasta ahí todo normal, algo rutinario. La víctima era un joven de nacionalidad rusa. Su nombre: Alexei Volnikov. Estudiante universitario, estudiaba la carrera de ciencias políticas, además de ser un consumado pianista y según todos sus conocidos, un auténtico prodigio. La noche anterior había dado su primer concierto en el teatro Alcalá de Madrid y la ovación del público fue unánime. Era una pena, pensé, cuando me condujeron hasta donde habían hallado el cadáver, una sobria y pequeña habitación del teatro. Una pena, tan joven, tan talentoso y tan muerto.
Lo que dejó de ser normal, para convertirse en un acto macabro y absolutamente misterioso, fueron las circunstancias en la que había aparecido el cadáver del joven Alexei. Su cuerpo estaba tendido sobre el suelo en posición fetal y con el torso desnudo. Su muerte había sido lenta y presumiblemente muy dolorosa. El rictus en su rostro lo dejaba bien claro. Encontraron manchas de vómito sobre la cama y también en sus labios, lo que sugería un posible envenenamiento, además su olor era nauseabundo. Algo parecido a huevos podridos y fermentados al sol durante muchos días. Horrible, en una palabra.
Pero eso no era todo. Lo más terrible aún estaba por llegar.
—¿Qué son esas marcas que tiene en el pecho? —Le pregunté a uno de los chicos de la división científica.
—Son números —contestó él.
—¿Números?
Asintió.
—Fueron realizados con un objeto muy afilado, quizás un cúter o un bisturí. Grabados sobre su piel cuando aún estaba vivo. Tuvo que ser muy doloroso, aunque no tuvo oportunidad de gritar.
—¿Cómo es eso? —Pregunté.
—Porque antes le habían cortado la lengua.

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Samuel me observaba con curiosidad y también con un poquito de malhumor. No era para menos. Había irrumpido en su casa a unas horas del todo intempestivas, con la escusa de solicitar su ayuda y sin esperar a que me diese permiso para hacerlo.
—¿Qué tiene que ver todo esto conmigo? —Me preguntó Samuel cuando le puse al tanto.
—Necesito tu ayuda... Ya sabes —ni siquiera me atrevía a proponérselo.
—Quieres que Charlotte te resuelva el caso, ¿no es así?
—Un poquito de ayuda me vendría bien —aclaré. Su hija Charlotte, aunque estaba muerta, me había ayudado con anterioridad a resolver otro de mis casos. En esa ocasión todo fue muy irreal e incluso algo fantasmagórico, pero las pistas que recibí me ayudaron a detener al culpable.
Samuel meneó la cabeza disgustado.
—Creo que no. Esta vez no podemos ayudarte.
—¿Por qué? —Pregunté. No me gustaba insistir, pero lo haría si hacía falta.
—Porque no —contestó él con sequedad.
—Dame una explicación al menos —imploré.
—Ven, acompáñame arriba y entonces te daré esa explicación.
Retrocedí alarmado. Samuel nunca me había invitado al desván para ver el cuadro de su hija y yo no sabía si quería verlo tampoco.
—Te lo mostraré, lo verás con tus propios ojos y entonces tú decidirás qué hacer. Si después de verla quieres seguir pidiendo su ayuda, yo no me opondré.
Recapacité. ¿Qué podría suceder? No era más que una pintura, ¿no? El retrato de una niña que había fallecido, ¿no era así?
—Está bien —dije—. Acepto...

°
Me quedé de piedra, he de reconocerlo. El retrato que tenía ante mis ojos era tan realista, estaba tan delicadamente pintado y con tal maestría, que la retratada parecía estar mirándome y yo no pude hacer otra cosa que retener el aliento.
—¡Dios mío! —Exclamé —. Parece que esté viva...
—¿Quién dice que no lo esté? Yo la oigo. Me habla. Sigue estando a mi lado...
Sentí tristeza por mi amigo. Se trataba de una pintura muy realista, sí; más solo era eso: una tela y un millar de acertadas pinceladas.
—No me crees y sin embargo has venido pidiendo su ayuda —dijo Samuel.
—No estoy diciendo que no te crea, amigo mío —mentí con total descaro—. Es solo que...
—Te demostraré que es verdad, Basilio, pero después no habrá vuelta a atrás... Tú decides. Aún estás a tiempo de dar media vuelta y regresar por donde viniste...
—Necesito su ayuda —murmuré para mí, tratando de infundirme valor.
—Entonces, pídesela... Ella te está escuchando...
Di un paso en dirección al cuadro y advertí que los ojos verdes de Charlotte me acechaban desde la tela, fijos y estáticos, sin parpadear, pero conscientes de mi presencia. Tragué saliva y me dispuse a hablar, cuando note el aliento cálido de Samuel en mi cogote.
—Explícaselo todo. Dile quién es la víctima y la forma en que murió. Ella te contestará, Basilio.
—¿Me contestará? ¿Cómo?
—Ya lo verás...
En ese momento me sentí estúpido y ridículo. ¿Cómo podría un cuadro, por muy real que pareciese, hablarme? ¿Es que me estaba volviendo tan loco como Samuel?
—No... No puedo hacerlo...
—Lo entiendo —dijo mi amigo—. Yo lo haré por ti.
Le vi dirigirse al cuadro como si de verdad estuviese hablando con su hijita fallecida. Le explicó todo lo que yo le había contado con anterioridad y aguardó una respuesta. Yo también aguardé, tan convencido en ese momento como él, de que el cuadro nos iba a hablar.
Más nada sucedió.
Me obligué a sonreír, más aliviado de que no hubiera sucedido nada, de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Quizá no pueda hablarnos hoy—comencé a decir, cuando noté como el rostro de mi amigo se ponía serio.
Lo juro, escuché una voz. Una voz que era imposible que fuese de Samuel. Una voz suave e infantil que pronunció con voz clara e inteligible dos únicas palabras:
Los números...

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