1. El misterioso cuadro en el desván

No puedo contar mucho más sobre lo sucedido aquella semana de verano en la pequeña localidad de Puente Blanco, ni de los terribles acontecimientos que tuvieron lugar en Villa Charlotte, una elegante mansión que se levantaba en el margen del río, justo a las afueras del pueblo. También es verdad que si pudiera hacerlo guardaría el consabido respeto que la historia se merece. Habladurías hay miles y no seré yo uno más de aquellos que echan leña al fuego.
Lo que sí puedo contaros es lo que me tocó vivir a mí en primera persona. Eso es algo que jamás lograré olvidar. Toda esa historia del cuadro encantado, del excéntrico pintor que había decidido vivir como un ermitaño y de los crímenes que más tarde se cometieron, es cierta al cien por cien, os lo aseguro.
De lo que ya no estoy tan seguro es de la explicación oficial que se dio a tan escabrosos acontecimientos. Una explicación que en realidad no explicaba nada de nada.
Creo que es mi obligación comenzar por el principio, ¿verdad?
Antes de nada me presentaré: mi nombre es Basilio Renzo y soy inspector de policía, claro que eso no significa nada, pues el principio de esta historia lleva otro nombre y ese nombre es Samuel Guijarro.
Samuel Guijarro no es muy alto, pero sí muy moreno y bastante fornido para una persona de su edad, lo que le daba la apariencia de un oso; tampoco es la persona más tratable del mundo, ni siquiera la más simpática. En realidad es un hombre solitario y algo paranoico, pero es mi amigo y con eso me basta.
Nos conocimos en el colegio, en esa época dorada en la que los amigos son amigos de verdad y los problemas aún quedaban muy lejos.
Samuel quería ser pintor y yo por mi parte siempre soñé con ser policía. Ambos conseguimos llegar a ser lo que nos proponíamos.
Nuestra amistad surgió de una forma un tanto peculiar, o más bien con un fuerte encontronazo, pues de eso mismo se trató. Literalmente le arroyé con mi bicicleta a la salida del colegio y ambos nos hicimos amigos al instante. Esa amistad creció y a la larga superó innumerables altibajos, más nunca zozobró, ni siquiera cuando Samuel, muchos años después, perdió a toda su familia en un trágico accidente. Un accidente que a él le sumió en un oscuro pozo del que se veía incapaz de salir. A raíz de ese contratiempo fue cuando, un buen día, vio la luz aquel retrato. El retrato de Charlotte, la hija de nueve años de mi amigo Samuel. Una pintura tan realista y sorprendente que daba miedo observarla, pues con esos trazos y pinceladas, Samuel parecía haber atrapado el alma de su hija en aquella pálida tela de lino.
Charlotte siempre fue una niña muy especial. Era dulce y vivaracha. Audaz como una tormenta y tranquila como el remanso de un río. Cambiante como el mes en que nació: un cinco de mayo. Una niña que sonreía y lloraba con la misma facilidad y que, sin embargo, siempre aparentaba estar feliz.
Esa pintura, lo único que le quedaba de su hija, se había convertido en un oráculo para Samuel, o más bien en una oscura y tenebrosa obsesión. Él decía escuchar la voz de su hija mientras le hablaba desde ese cuadro y yo, aunque nunca terminé de creerlo, tampoco me lo tomé a risa.
Hice bien, creo, pues tiempo después pude comprobar por mí mismo que aquella voz infantil eran tan real, como lo eran las paranoias de mi amigo. Con su ayuda y, claro está, la de ese retrato, pudimos resolver uno de los casos más intrincados a los que nos habíamos tenido que enfrentar en aquel apartado lugar. Un crimen del que os hablaré en el siguiente capítulo de este relato. Algo que terminó siendo tan extraño como espantoso.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top