Perpetua inocencia
Se levantó con aquel conocido sentimiento efervescente que provocaba que su cuerpo ardiera, volviéndolo esclavo de sus instintos. Para él, la forma de apaciguar aquella emoción exacerbada y primitiva, que otros podían confundir con "vesania", era dar rienda suelta a sus impulsos. Si los reprimía cometería actos aún más terribles, que terminarían por estropear su delicado estado emocional y perjudicarían su seno familiar.
Salió de su casa, tras despedirse de su esposa y dos niños pequeños, con la excusa de trabajo pendiente en la oficina. Pero, una desviación lo condujo hacia el parque, su zona favorita, donde se abría un abanico de posibilidades ante sus orbes excitados.
Se tomó un momento para observar, debía escoger al infante correcto.
Lo halló en el arenero, enajenado, sumido en su inocente actividad.
—¡Hola pequeño! Gran fuerte el que estás construyendo—halagó, formulando una sonrisa amable.
El niño debía tener diez o trece años. Los chicos actuales tenían cuerpos más desarrollados que los de antaño, pero todavía conservaban esa fragilidad que avivaba pasiones prohibidas en mentes insanas.
—Si quiere le enseño a hacer uno—ofreció, orgulloso. Su cantarina voz provocó que el contrario se estremeciera de gozo.
Aceptó, y tras haber ganado confianza se atrevió a preguntar:
—¿Estás aquí solo?
—Sí, mi casa está cerca y además ya tengo once—expuso, con suficiencia.
—Tienes razón—acordó—, a tu edad ya estaba metido en el bosque haciendo mis propios fuertes de tronco.
Aquello captó la atención del menor.
—¿En ese bosque?—Señaló la foresta circundante.
El adulto asintió.
—Si quieres puedo enseñarte, tal como tú lo hiciste con los castillos de arena—comentó, astuto.
El bosque lo cobijó de ojos curiosos y le proporcionó el habitáculo perfecto para sus planes. Introdujo su mano en el bolsillo para alcanzar la botella de cloroformo. Con niños más pequeños no debía usarla. Eran más fáciles de persuadir y no ofrecían resistencia.
Iba a sorprenderlo cuando el joven volteó. Su corazón dio un brusco pálpito.
—Estoy algo cansado de caminar. ¿Me cargas?
Respiró aliviado y feliz. ¡Podría sentir un contacto íntimo con el niño aún despierto! Aprovechó para aspirar su delicioso aroma y sintió que movía sus delgados brazos hacia su cuello. Se preparó para deleitarse con su abrazo, mas halló la calidez de su propia sangre fluyendo a borbotones, el agudo pinchazo del metal que besaba su carne y un último destello de la imagen de la "inocencia" que el destino le regaló antes de desplomarse en el suelo, muerto.
—¿Cuánto le debo por el...servicio?—inquirió el hombre que, al fin, había recibido justicia tras la violación de su pequeña hija.
—Lo acordado. Ese malnacido no puso resistencia. Cayó en la trampa. Para atraparlo bastó con jugar sus cartas—explicó el sicario. Tenía veintiséis años, pero aparentaba unos trece.
—Claro, aunque no todos contamos con sus "peculiaridades"—expuso el interlocutor, tras realizar el pago.
—El Síndrome de Highlander es una maldición solo para quienes no saben sacar ventaja. A veces, la inocencia resulta ser el mejor "as" bajo la manga.
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