Un suceso inexplicable (Alejandro Ramos)

I


Marc, arrastrando los pies pesadamente por la escalera, se detuvo al llegar al último escalón. El pasillo, largo y estrecho, se prolongaba unos metros para ir a morir en un grandioso ventanal.

Pasando de largo las numerosas puertas que custodiaban el pasaje, estiró el brazo en pos del translúcido portal. La noche se filtraba serena por el frío cristal. Marc quiso acariciarla apoyando los dedos en la ventana. La luna se reflejó en sus ojos en ese momento.

Una argéntea lágrima rodó por la mejilla del joven que seguía absorto en un punto indefinido del más allá. Nada le importaban las palpitantes luces del bulevar. Tampoco el asfixiante jolgorio preñado de alegría del gentío que inundaba cada resquicio de la avenida.

La solitaria lágrima se desprendió, tras cruzar el rostro, dando un salto mortal desde la tensa barbilla. Al estrellarse contra el alféizar reventó en una miríada de partículas evaporadas en una fina lluvia de rocío.

Marc apretó la mano contra el ventanal. El cristal, gimiendo, se astilló alrededor de la punta de los dedos del joven. Un invierno sobrenatural se propagaba desde las yemas presionantes hasta los confines del espacio. Las puertas, guardianas impertérritas hasta hacia un momento, traquetearon poseídas sobre sus goznes al límite de desencajarse.

Voces susurrantes giraban enloquecidamente los picaportes tratando de salir. Marc ni siquiera se giró. Cerró los ojos. Se despidió de la luna. Un segundo después yacía marchito, arropado con un sudario de esquirlas de cristal, sobre la acera.


II


La policía no tardó en acordonar el lugar, alejando así a los numerosos transeúntes curiosos que se habían agolpado alrededor del cadáver.

—¿Algún familiar conocido? —El inspector Guilisn se arrebujó destemplado entre los impecables pliegues de su gruesa gabardina.

—Sí, señor. Hemos localizado a su hermana —respondió el agente mientras le pasaba una tarjeta con un número de móvil garabateado con prisas.

—Así que el tal Marc era un chico de buena posición.

Guilisn Aldeberg hacía tiempo que sobrepasaba la cincuentena, pero nadie lo adivinaría.

Toda una leyenda en el cuerpo, se mantenía en plena forma física, con una presencia solo superada por sus facultades mentales.

—La institución Mckintlish guarda con celo la privacidad del alumnado... —El agente tragó saliva sin terminar la frase al recibir de lleno la penetrante mirada del inspector.

—Pero en este caso no ha tenido más remedio que ceder, supongo, ante tal panorama. —dijo Guilisn señalando al muerto con la tarjeta de la institución Mckintlish sujeta con un par de dedos. Y describiendo una trayectoria ascendente con la mano la detuvo apuntando al ventanal roto que destacaba como un ojo tuerto en la gótica fachada del académico edificio.

Laura apagó la pantalla del móvil con un temblor de manos. Poco después preguntaba a uno de los policías tras la chillona cinta plástica amarilla por el inspector Guilisn Aldeberg. Tras identificarse como hermana del fallecido el agente uniformado le señaló un estirado hombre de pelo negro engominado y gabardina gris.

Laura dio unos pasos con la vista nublada, sintiendo una fuerte opresión en el pecho.

—¿Inspector?, soy Laura, la hermana de Marc —dijo con voz afectada.

El hombre le tendió la mano a modo de saludo. Laura no reaccionó al gesto. Sus ojos estaban fijos en un grupo de personas más allá del inspector. Como atareadas hormigas, con sus blancas mascarillas, moviéndose de un lado a otro, agachadas o levantadas, tomaban fotos, recogían objetos, tomaban muestras. El miedo estremeció su alma cuando descubrió que era verdad. Aplastado contra el adoquinado pavimento yacía su hermano.


III


Los gélidos fragmentos destellaban fríos como el diamante.

Edard Mckintlish, decano y rector de la institución Mckintlish, sintió la penetrante caricia del hielo al cerrar el pequeño estuche cargado de astillas cristalinas.

Guardó el receptáculo de lustrosa caoba en uno de los cajones de su escritorio y giró la vieja llave de plata para mantenerlo a buen recaudo. Luego, volviendo sus pasos hacia la ventana de su despacho, se apoyó en el marco de cálido roble. Desde allí observó el despliegue policial a las puertas de la antigua mansión de sus antepasados, convertida en elitista academia no hacia una centuria.

Edard respiró profundamente, llenándose de pasadas vivencias y viejos recuerdos.

La guerra mancha de gris el horizonte. Ruinas. Donde se detenga la vista. Sin embargo, manteniendo el orgullo de la ciudad, la centenaria mansión se yergue como una fortaleza de roca viva. Un reducto de esperanza que protege la savia del futuro. Enclaustrado entre sus sólidas paredes, el único eco consciente de bulliciosa vida.

La alarma antiaérea gime como una bestia agónica helando la sangre de toda alma viviente. Edard tiembla.

Él y todos sus compañeros de clase abandonan el aula en silencio con la celeridad que otorga la práctica. Se cogen de la mano, formando una fila. Encaminan al refugio subterráneo.

La primera bomba nadie la ve venir. La detonación es un grito de horror y una lengua de polvo que arrastra cascotes incandescentes y madera ardiendo. Edard es prisionero de la locura instantánea y corre aferrado al compañero por largos pasillos que de repente son un laberinto en descomposición. Los oídos despiertan. Se le inundan de chillidos, de puertas traqueteantes, de picaportes histéricos pidiendo paso entre llamas. Su amigo, un niño de rostro difuso y manchado de blanco, le guía. Al fondo la espesa capa se difumina. Aparece un ventanal. Edard ve una salida. Una nueva bomba cae a cámara lenta. Vida o muerte. Edard aguanta la respiración y abandonó al niño en el instante en el que saltó.

El rector Mckintlish traga aire, asfixiado, encogido. Recobra la compostura y la visión. Desde la calle Guilisn Aldeberg lo está observando.


IV


El inspector Guilisn dejó a Laura recobrándose en la furgoneta de la policía tomando un té. Cuando volvió a mirar a la ventana del edificio, la impávida figura del ventanal había desaparecido. Decidido, encamino sus pasos hacia la entrada de la institución Mckintlish.

En el camino entre los laberínticos pasillos del edificio se topó con otro de sus agentes. Un joven algo despistado con cara de pez. El policía se cuadró de inmediato al reconocer a Guilisn.

—¡Señor! —dijo mientras se llevaba una mano extendida a la gorra en marcial saludo.

—Descanse, agente —respondió Aldeberg gesticulando para que el policía bajara la mano y la voz—. ¿Ha visto por aquí a un señor mayor?

—¿El rector Mckintlish?

—El mismo. —Supuso el inspector Guilisn Aldeberg, algo contrariado.

—Sí, ha pasado hace unos minutos en aquella dirección. —El agente señalaba una amplia escalera descendente con lustroso pasamanos.

—Y usted, en lugar de retenerlo, ha decidido tomarse un descanso contemplando los viejos retratos que adornan las paredes.

El inspector lanzó una aguda mirada al policía, que intimidado, trago saliva de manera sonora.

—Le pedí los datos en su despacho, no encontré motivos para seguirle los pasos, y me fui.

—Bien, bien... ya hablaremos después, agente...

—Bully, John Bully, señor.

Con un hondo suspiro el inspector Guilisn tiró del cuello de su gabardina y se giró camino de la escalera tras la pista del rector Mckintlish.


V


El inspector Guilisn bajó por la escalera. Cada paso suyo hacia crujir el viejo entarimado de madera añeja. No quiso imaginar el tremendo escándalo que provocaría la chavalería al descender en tropel por aquel lugar. Aunque recapacitando, supuso que el crujido de la madera quedaría sofocado por el alegre rebullir de los jóvenes.

Más adelante, Guilisn Aldeberg se percató de que por allí poca gente debía pasar.

El descenso fue oscureciéndose cada pocos tramos de peldaños, hasta finalizar en una penumbra asfixiante. La escalera terminó de forma tan abrupta, que el inspector casi estuvo a punto de golpearse con la maciza puerta de roble que cerraba el paso. Inspeccionó el obstáculo, buscando algún picaporte o manivela que le diera acceso para continuar camino. No encontró más que frías puntas romas de hierro oxidado en el primer tanteo. Aclimatando los ojos a la escasa luz, finalmente descubrió una aldaba de extraña forma. Tuvo que estirar el brazo, pues la pieza estaba aferrada a la puerta a una altura inquietante. El inspector Guilisn se sorprendió, cuando al ir a martillear con el llamador, la puerta se entreabrió dando un quejido.

Sin embargo, aún se sorprendió más con la perturbadora sala que quedó a la vista. La cámara parecía una decrépita mazmorra de época medieval. La desgastada piedra que cubría las paredes refulgía con un tenue verdor, recubierta de resbaladizo moho. Una débil luz, procedente de un candelabro, enturbiaba en lugar de aclarar el claustrofóbico ambiente. Al fondo de la cámara, un hombre viejo y encorvado estaba muy atareado sobre un desvencijado escritorio.

—¿Rector Mckintlish? —dijo el inspector, que tuvo que hacer acopio de energía para interrumpir la escena.

El hombre, con la cara desencajada, se volteó raudo hacia el inesperado intruso.

—Sí. Y usted, ¿quién es? —Edard Mckintlish trató torpemente de ocultar un objeto que portaba en las manos.

—Inspector Guilisn.

Al avezado investigador no se le escapó ni por un momento la maniobra del rector, e incluso identificó con precisión lo que este trataba de ocultar.

—Señor, me temo que va a tener usted que acompañarme a dependencias policiales.

—¿Cómo dice, caballero? —Mckintlish, desconcertado, dejó caer a sus pies el álbum fotográfico. El libro quedó abierto, mostrando una foto del cuerpo sin vida de Marc.

—Ah, y señor Mckintlish, ha de saber que ese álbum queda requisado como prueba.

Por la escalera ya se escuchaba el acelerado paso de varios agentes.

—¡Malditos todos, no conseguirán doblegarme a pesar de sus acusaciones! —gritó Edard Mckintlish mientras era introducido en volandas por dos forzudos policías en un furgón.


VI


Varios metros más adelante encontraron el cadáver, sin las manos.

El horror que almacenaba aquella mazmorra subterránea era algo inconcebible. Incluso para el veterano inspector.

Tras cruzar aquel umbral, entendió que ninguno de los agentes estaba preparado para el atroz descubrimiento que les aguardaba.

El rector había sido enviado inmediatamente a dependencias policiales, sin que nadie prestara la más mínima atención a sus proclamas o amenazas. Para Guilisn y sus ayudantes quedaba por delante una ardua tarea.

La primera mano, encontrada bajo una mesa, señaló acusadora en muerte un resquicio en una discreta pared envuelta en penumbras.

Con un leve empujón y un lastimero crujido, el inspector se trasladó instantáneamente al perturbador infierno que solo una mente desquiciada podía crear.

La segunda mano daba la bienvenida, invitando a dejar atrás la cordura, para sumergirse en un laberinto de maldad, depravación y sufrimiento.

Tras el primer recodo, el cadáver mutilado servía de antesala para el macabro espectáculo venidero. Una advertencia escalofriante que helaba sangre y alma a partes iguales.

Guilisn Aldeberg ya sabía que aquel asunto les superaba. Odiaba tener que reconocerlo. Tampoco le hacía gracia imaginar la torcida sonrisa de Claure du Roig al regodearse por pensar que le sacaba las castañas del fuego.

El inspector sacó el smartphone del bolsillo y tomó una fotografía. Busco en su agenda de contactos y mandó la instantánea al correo del departamento 47. Sólo aquellos chiflados serían capaces de encontrar algún sentido a aquella barbarie.

Claure abrió el email. Solo le bastó un vistazo a la foto.

—¡Muchachos!, moved el culo... un mal antiguo ha despertado.


VII


El inspector Guilisn Aldeberg seguía con el gesto torcido. En pocos minutos Claure du Roig inundaría el escenario del misterio con sus disparatados artilugios y su cohorte de extravagantes ayudantes. Un pensamiento en bucle fastidiaba su habitualmente equilibrada mente: «¿Por qué, Claure?, ¿por qué lo hiciste?». Él mismo se respondía, atrapado en la misma cuestión una y otra vez: «Es difícil entender los motivos por los que ella actuó».

Guilisn no sabía que le molestaba más de su propia encerrona mental. Si el hecho de sentirse atrapado en aquel desliz amoroso tantos años después, o ser incapaz de encontrar una respuesta satisfactoria que despejara definitivamente la cuestión. Él, que se vanagloriaba de no dejar enigma sin resolver, seguía siendo incapaz de aceptar su incapacidad emocional.

Claure du Roig apareció frente a Guilisn con su porte elegante y acelerado, tal como él siempre la recordaba. Tras tantos años, el tiempo se había detenido, conservando el rostro de Claure como el de una efigie de mármol cincelada.

—¡Venga, muchachos! ¿Qué esperáis, una venia papal? —Mirando de soslayo, ignoró durante unos segundos más al impertérrito inspector antes de dirigirle la palabra—: Parece que finalmente te ves superado, Aldeberg.

Guilisn, incapaz de sostener la mirada a Claure, se giró compungido.

—Todo tuyo, Claure, todo tuyo... —susurro antes de desaparecer entre las sombras de la mazmorra.


VIII


—¿A dónde crees que vas, maldito bastardo orgulloso?

El rabioso exabrupto cogió de sorpresa al inspector, ya de por sí desarmado ante la presencia de Claure.

—¿D-disculpa? —logró articular Guilisn Aldeberg, como única respuesta, realizando haciendo acopio de fuerzas, aunque sin llegar a hacer frente a Claure.

—Así que simplemente te limitas a escurrir el bulto.

El nuevo ataque consiguió finalmente su propósito y Guilisn se volteó para mirar con fijeza los ojos de la mujer.

—Entiendo que después de tantos años, lo sigues llevando todo al territorio de lo personal, Claure.

—Un terreno donde el superdotado e infalible inspector Guilisn Aldeberg sigue fracasando estrepitosamente, según tengo entendido. —La torcida sonrisa de Claure plasmada en el rostro salió disparada como una metafórica bofetada hacia el rostro del inspector.

Guilisn herido en su orgullo tardó unos segundos en reaccionar, sopesando caóticamente sin entrar en el juego de Claure du Roig. Jamás nadie le había causado un efecto similar.

Ella era única para eso. Una maestra en desconcertarlo, y bloquear su fría lógica.

—Tal vez lo hayas olvidado. Pero deberías recordar que fuiste tú quien decidió poner término a nuestra relación personal.

—Y todo mejoró de pronto, como si nunca hubiese sucedido.

En ese momento, aunque Guilisn hubiera tenido la suficiente picardía para dar una réplica tan hiriente como la de Claure, la banal conversación de los ex-amantes dejó de tener el más mínimo interés.

De repente, el grupo de ayudantes del departamento 47 grito a coro el nombre de su jefa. Un segundo después desaparecían engullidos, junto a todos sus artilugios, por un abisal portal de hielo y escarcha.

Guilisn Aldeberg y Claure du Roig, asistiendo horrorizados al demencial espectáculo, no podían mover ni un músculo. Del enmarcado abismo de azul gélido surgió una figura desnuda, humana. El inspector logró reconocer el rostro de la espectral aparición antes de que su mente estallara colapsada.

—¿Dónde está el maestro? —dijo Marc sin apenas mover los labios.

En la distancia, Edard Mckintlish, decano y rector de la institución Mckintlish, reía acurrucado en la celda.

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