La fuente (Patricia Om)
1
Mi padre corrió la cortina y, a través de la humedad de los vidrios, me miró con dolor, instándome a que me fuera de una vez.
Pese al temblor en mis manos, logré meter la llave en el encendido y accionar la calefacción del vehículo. Mis dientes castañeaban por el frío que, sumado a la angustia generada por el reciente llamado de mi abuela, yo, al completo, me había transformado en una maraña de nervios que no atinaba a pensar con claridad.
Mi pobre padre había quedado en casa, dolido por no poder acompañarme. Es que su traslado nos hubiera demandado demasiado tiempo, subirlo y bajarlo de la silla de ruedas no era una tarea fácil.
Al llegar, vi la luz del comedor encendida. Estacioné enfrente y salí del auto lo más rápido que pude.
Mis pasos retumbaron en la vereda cubierta de hojarasca, resabio del temporal de los días anteriores. Confieso que sentí cierto temor al introducir la llave en la cerradura.
—¡Abuela! —grité. Nadie me respondió.
Me encontraba ya dentro de la propiedad, en el pequeño espacio a cuya izquierda, estaba la puerta de acceso al negocio de santería y al frente, la escalera hacia la casa, que era en realidad, un pequeño pero acogedor departamento en el primer piso. Había una llave de luz combinada, es decir, se podía encender desde abajo y apagar desde arriba, y viceversa.
La planta alta estaba a oscuras. ¿No había visto yo, la luz del comedor desde afuera?
Accioné la perilla y comencé a subir, temeroso.
—¿Abuela? —pregunté llamándola. El silencio era sobrecogedor. Las luces parpadearon hasta apagarse por completo, haciendo que me detuviera en mitad del recorrido.
Me pareció escuchar una especie de siseo proveniente del negocio, lo que me puso los pelos de punta.
De no pensar que mi abuela podría estar necesitando mi ayuda, hubiese salido corriendo de allí.
Antes de pisar el último escalón me pareció escuchar pasos, livianos, gráciles, como si algún niño estuviera dando saltitos detrás mío. Giré, pero no había nada. Todo seguía a oscuras. Accioné la tecla de la luz y por suerte, encendió. Entonces ví a mi abuela tirada en el piso.
Tapé mi boca con las manos para ahogar un grito; un rastro de sangre corría desde la ventana hasta donde estaba su cuerpo delgado y largo, con un filo enterrado en su pecho. Lo reconocí de inmediato, era un estilete plateado, de los que ella misma vendía, un "mata vampiros".
Caí de rodillas junto a su cuerpo. La luna se reflejó en sus ojos en ese momento. Estaban abiertos y asustados. Inertes.
Una risilla infantil me congeló la sangre. Luego escuché la puerta de la calle azotarse. ¿El asesino había huido? ¿O nos había encerrado en la casa?
2
Otro golpe en la puerta hizo que mi corazón saltase. Con la luna como único vertedero de luz, logré hacerme con una de las tantas velas que mi abuela guardaba por toda la casa; el problema fue encontrar con qué encenderla. No me quedó más remedio que hurgar en los bolsillos de su vestimenta hasta encontrar una cajita de fósforos. Tres veces se apagó la llama antes de sostenerse por sí misma. Mientras tanto, un murmullo, cargado por momentos de risillas secas, y en otros de lastimosos gemidos, taladraba la poca cordura que aún conservaba.
Los golpes, abajo, se sucedían como si alguien estuviese llamando. No había notado cuánto temblaba hasta que intenté ponerme en pie. Bajé por la escalera rechinosa, con todos esos siseos destrozando mis sentidos, sosteniéndome de la pared con una mano y con la vela en la otra. Inspiré profundamente antes de abrir. Era Carlos, el vecino de mi abuela que, preocupado por ella debido al corte de luz en todo el pueblo y del que no me había percatado, había acudido a verificar si se encontraba bien.
—Está muerta —murmuré—. La mataron.
El vecino me sonrió, mostrándome sus dientes amarillos y torcidos. No me creía. Y yo preferí no decir más; sólo giré y comencé a subir de nuevo. Carlos comprendió que debía seguirme si quería constatar que no mentía. Lo hizo, cerrando la puerta detrás nuestro. La vela se apagó y la risita infantil volvió a sonar, erizandome la piel. Carlos pareció no escuchar nada, se acercó con un encendedor y la llama volvió a chisporrotear. Suspiré entonces aliviado, convenciéndome a mí mismo que serían los nervios, los que estarían jugándome una mala pasada. Cuando llegamos a la sala levanté la vela para que la viera. Descreyendo aún, el pobre hombre se le acercó despacio. Pude sentir la morbosidad con que el miedo estremeció su alma cuando descubrió que era verdad. Estaba muerta.
Cayó de rodillas junto al cuerpo y, algo más sagaz, le bajó los párpados mientras comenzaba a sollozar. Sus pupilas se tornaron rígidas cuando se percató del estilete. Miró a su alrededor como si hubiese descubierto algo espeluznante. Las ventanas enfrentadas cimbraron con el viento y la habitación pareció agigantarse; de un lado se veían los faroles bamboleantes de la calle, del otro la luna, que bañaba el rostro muerto y sacaba destellos del arma, enterrado aún en el pecho.
Entonces él también escuchó. Lo supe por el terror de su mirada. Los pasos saltarines, las voces afiladas, cuchicheando por lo bajo. Una gota de sudor se deslizó por la sien del buen señor al enderezarse, torpe y a los manotazos.
—Es la fuente —dijo con voz ronca, mirándome con ojos extraviados. Tenemos que salir de acá mientras podamos.
3
Un latigazo de recuerdos me asaltó. La fuente. Vi a mi abuela otra vez, con esa sonrisa suya y sus pendientes de colores, derramando gotas de almizcle dentro del surtidor de agua que presidía el saloncito dorado, donde se exponían los aceites y las velas de aromas diversos. Un sitio al que me encantaba escabullirme de niño, para trepar por las piedras de la enorme estructura a la que se me tenía prohibido subir. Decía mi abuela que el hada, que en ella mojaba sus pies —para mí, una simple estatuilla—, se mantendría tranquila mientras se le proveyera alimento: almizcle y agua de rosas. Pero se tornaría odiosa si no se efectuaba, cada día, tal misterioso ritual.
Aunque lo narraba con una sonrisa, de pequeño me asustaba la historia. Con los años concluí que se trataba de una fábula que mi abuela se había inventado para que no tocase la delicada fontana, aunque comencé a mirar con recelo tanto a la estatuilla del hada, como a la del elfo que asomaba detrás, que aún siendo de menor tamaño que aquella, me alteraba con su demoníaca expresión.
—¿La fuente? —exclamé— ¡Pero si es una leyenda!
—Tu abuela —me respondió Carlos, mordiendo las palabras— mantuvo a esa mujer a raya. Ahora vendrá por lo suyo...
—¡¿Qué mujer?! ¡¿Qué es lo suyo?! ¡¿De qué estás hablando?! —chillé, histérico.
Él se incorporó con pesadez, su respiración era agitada, fatigosa.
Otro golpe en la puerta nos sacudió y una nueva carcajada infantil, esta vez más estridente que las anteriores, me heló la sangre.
—¿De qué estás hablando, Carlos? —pregunté, sintiendo la garganta reseca.
—¡De la maldita fuente que está ahí abajo! —gritó—. ¡En ella está contenida el alma de una mujer!
—Pero... ¡¿Qué idioteces estás diciendo?! —El vecino estaba igual de asustado que yo. Temblaba. Acordamos en que lo mejor era salir de inmediato y llamar a la policía.
—¿Qué...qué mujer es esa? —susurré, mientras descendíamos, iluminando nuestro paso con la luz de la vela.
—Un alma intranquila que se lanzó a esas aguas por no delatar a su asesino. Seguro estará arrepentida.
—¿Qué aguas? ¿Por qué se arrepentiría? —pregunté, consciente de que era todo una gran tontería, lo que me estaba diciendo. ¿Un alma en la fuente? ¡Qué estupidez! Así y todo, no podía evitar cuestionarlo.
—Por desamparar a su hijo...
—¿Tenía un hijo? Pero entonces...la conociste...
No lo negó. Tampoco afirmó.
—Abandonó al niño en el instante en el que saltó a esa fuente. Debería haberlo cuidado mejor...
La puerta de la calle estaba trabada y nos resultó imposible vencerla. Nuestros ojos se desviaron con espanto hacia la que daba al negocio. Una ráfaga de imágenes se agolpó en mi cabeza: mi madre con aquella extraña bala de plata en la frente; su propia madre —mi abuela—, con el estilete en el pecho. Un temor súbito me estremeció. Ambas habían sido asesinadas. Y tal vez, por la misma...¿entidad?
4
No podía tratarse de un ente. Yo no creía en esas cosas. Intenté centrarme y, mientras el vecino forcejeaba con la puerta de salida, me dediqué a observar la que daba al local. Imaginé que podríamos salir por el acceso principal del negocio; pero para ello, debíamos primero, aventurarnos a entrar en él.
Bajé el picaporte y la empujé con toda la suavidad que me fue posible. Se abrió con un quejido herrumbroso que patinó entre mis dientes.
El rumor de las vocecillas se silenció cuando la luz crepitante de la vela se asomó en el interior del recinto, revelando los contornos de las estanterías y los muebles, dotándolos de un cadencioso e irreal movimiento. Tres cruces de madera se bambolearon frente a mí provocando un estremecimiento feroz en mis rodillas. La respiración entrecortada de Carlos se derramó sobre mi hombro derecho y me rebasó. Apuró el paso hacia la doble puerta de vidrio, donde el nombre de mi abuela, garabateado en letras moradas, me acongojó. Ese Monina West se me antojó hueco, cementerial. Peligroso.
Los cristales se abrieron de inmediato, dejando a la vista el siguiente problema: la persiana de polea eléctrica tocaba el suelo. Con un grito de frustración y una patada al metal, el vecino regresó sobre sus pasos y, como si de una señal se tratase, la puerta que antes había estado trabada se abrió sin mayor esfuerzo.
—¡Vámonos! —me instó con un gemido desesperado. Pero por alguna razón desconocida hasta ese momento, yo ya no estaba asustado. El entrar en el negocio me había dotado de una extraña y tormentosa calma.
Le hice un gesto, moviendo el aire con la mano. Me miró con extrañeza, como si me desconociera, y salió disparado hacia la niebla de la madrugada. No encontré motivos para seguirle los pasos, y me fui, en línea recta, hacia el saloncito dorado, aspirando con insano placer el vaho reinante: una mezcla de humedad con sándalos y resinas maderadas. Caminé hasta la vitrina de las esencias. Tenía que apurarme; al regresar Carlos con las autoridades, ya no me dejarían volcar las prodigiosas gotas dentro de la fuente. Y algo, muy dentro mío, me exigía que lo hiciera.
No sé si fueron mis nervios o el ulular de la llama sobre la vela, pero habría asegurado que el hada y el elfo se habían movido. ¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a la mente cuando necesita explicar lo inexplicable! Una oleada de calor espeso y lóbrego me inundó al percibirlo, junto a un ligero y ácido aroma azufrado. Sequé mi frente con el revés del brazo y me acerqué a la fuente, no había agua en ella ¡Se había secado! El mecanismo de reciclaje se había detenido. ¿Por qué? Aquello no era eléctrico. Apoyé el pie sobre un escalón de piedra y estiré la mano para alcanzar las esencias. Entonces, un hilo de aire apagó la flama y una voz cavernosa, que reconocí de inmediato, pronunció mi nombre. ¡No podía ser!
5
¡Mi padre había quedado en casa! ¡No podía moverse por sí mismo! ¡Era imposible que estuviese allí! Y sin embargo, fue su voz la que creí escuchar. Giré. No había nadie. Nada. O al menos, no algo que yo pudiera ver. Con la llama de la vela apagada no quedaban siquiera las sombras. Pero no tenía miedo. A pesar de haber vuelto a escuchar ese murmullo que momentos antes me había aterrorizado. Y esos pasitos, como de niños saltando dentro de un jardín. Y la risilla ahogada. Y la imposible voz de mi padre.
¿Estaría enloqueciendo? Recordé que mi abuela guardaba cerillas en un pequeño cajón, debajo de las esencias, busqué con las manos hasta que dí con él, lo abrí y recorrí con los dedos su interior, hasta que localicé los fósforos. Con uno de ellos revivió la flama naranja y sus volutas oscuras, seductoras, escurridizas. Y el sitio se iluminó del mismo modo que antes, fantasmal e indeciso.
Me acerqué a la canilla que estaba en el rincón, necesitaba volver a llenar esa fuente, hacerla funcionar otra vez. ¿Por qué? No podría explicarlo. Por mi abuela, tal vez. O por no poder hallar explicación de cómo se había secado. Giré la flor metálica y regresé, acercándome al borde de piedra. En efecto, el agua comenzó a surtir desde quién sabe dónde. No tenía idea dónde se hallaba ubicada la vertiente. Ni cómo funcionaba el mecanismo, pero apenas el líquido rebasó un nivel marcado con negro, escuché su paso por el interior de la roca y enseguida la vi manar y caer, como en gajos, por la cascada de piedra, mojando los diminutos pies del hada, que pareció agradecer con suave expresión, flanqueada siempre por ese elfo odioso, de rostro enjuto e intimidante.
Destapé las esencias de rosas y almizcle y vertí, como en una ceremonia, tal como había visto hacer a mi abuela, unas gotas dentro del agua, donde se hundieron, blandas y elegantes, sigilosas. El aroma me invadió de inmediato devolviéndome como en un sueño, a los brazos cálidos de mi madre. Y ¡Oh, Dios mío! Su rostro se recortó en los fondos como una aparición milagrosa. Sonreía. Fue tal la impresión, que me fui hacia atrás, trastabillé y por poco me estampo en el suelo. Alcancé a aferrarme a una estantería y algo cayó en el envión. Pequeños objetos metálicos rodaron cerca de mí. La pobre vela, que luchaba por mantener su llama encendida, me iluminó una vez más. Eran balas. ¡Balas de plata! Semejantes a aquella que se había llevado la vida de mi pobre madre.
Esperaba que llegara Carlos, escuchar las sirenas policiales en cualquier momento. En lugar de éso, un cuchicheo anodino, sesgado, me cosquilleó en la nuca, destacando una voz jadeante, oprimida, que farfulló arrastrando cada sílaba con un tono ronco y desencajado: «¡Malditos todos, no conseguirán doblegarme a pesar de sus acusaciones!»
Y al darme vuelta y no ver a nadie, me desmayé.
6
Me desperté con una poderosa luz blanca sobre mis ojos. Ciertas sombras borrosas danzaban a mi alrededor, desplazándose como en cámara lenta, con movimientos dispares. Sus voces eran pesadas, pegajosas, discordantes, como un murmullo grave, que de a poco comenzaba a esclarecerse. Como si se disipara una agraz pesadilla.
—¿Estás bien? —sonó una voz a mi lado. Con esfuerzo enfoqué a la persona a quien pertenecía. Una joven de ojos castaños y cabello recogido me observaba con preocupación—. Necesita un doctor —agregó, elevando la vista hacia alguien que estaba a mi izquierda.
—¡No! —exclamé, incorporándome con pesadez—. Ya estoy bien. ¿Quiénes son ustedes?
—Comisario Inspector Luna. Policía Federal —dijo el hombre de saco gris, a quien le había hablado la chica, mostrándome su credencial. Su rostro era tosco y me miraba con ceño fruncido—. Ella es la agente Camila Benítez —agregó.
—¿Los llamó Carlos?
—¿Quién es Carlos?
—El vecino
—Nadie nos llamó. Conozco a Monina West desde hace años. Una patrulla vio luz en el negocio y al ser una hora poco usual para eso...
—¿Luz? Creí que estaba cortada —le interrumpí. No había caído en cuenta que todo se había iluminado.
—Y lo estaba. Por eso nos mantuvimos alertas. ¿Quién es usted?
—Lautaro. El nieto de Monina.
—Señor —interrumpió un uniformado que entró desde la calle—. Hay un rastro afuera. —El policía dudó si seguir hablando frente a mí, pero su superior consintió con un gesto y continuó—: Es sangre, señor. Solicito autorización para seguirlo.
—¡Vamos! —ordenó el comisario mirándome con mala cara mientras Camila me ayudaba a levantarme. Mi cabeza parecía estar a punto de estallar.
Miré de soslayo la fuente, que se encontraba incólume, fría, distante, como su hada y su maléfico elfo, que aún parecía burlarse de mí. Noté con placer que el agua había alcanzado su tope y alguien había cerrado el grifo. El mecanismo funcionaba perfectamente, pude sentir el maravilloso aroma de las esencias, recientemente incorporadas.
El comisario se dispuso a salir y yo detrás suyo, con la mujer policía atenta a que no volviera a caerme. Seguimos a los agentes durante media cuadra. Varios metros más adelante encontraron el cadáver, sin las manos, de Carlos. Mi sorpresa y horror fueron tales que comencé otra vez, a descomponerme. Sobre todo cuando vi dos líneas marcadas sobre la tierra, paralelas, como huellas de bicicleta.
El comisario me observó, interrogante.
—Es... es el vecino que supuse, los llamaría —balbuceé.
—¿Y por qué tenía que llamarnos?
Me sentí confuso.
—¿Es que...no la vieron? ¿No subieron a la planta alta?
—¿A quién teníamos que ver?
De verdad me estaba enloqueciendo. Los policías se miraron entre ellos y luego a mí, con una desconfianza que empezaba a desesperarme.
—¡A mi abuela! —grité— ¡Está arriba! ¡La asesinaron!
Noté pena en los ojos de Luna.
—Ya hemos revisado el piso superior de la casa, muchacho. No hay ningún cadáver y no tenemos idea dónde está su abuela.
7
—Pero, ¿para qué cortarle las manos? —pregunté confuso.
—Para que no pudiera ser identificado. Usaba dentadura postiza, por lo que tampoco a través de ello podremos saber quién es.
—Tenemos su ADN —dijo la oficial.
—Sí, pero nos limita si no tenemos con qué compararlo —replicó el comisario—. Carlos Alonso. Nadie con ese nombre figura en nuestros registros. Tendremos que tomar sus huellas, jovencito —agregó, mirándome directamente—. Usted está hablando de un cadáver que no hallamos y de unas voces que no escuchamos. Le haremos un exámen toxicológico.
—Puedo demostrar quién soy. —Extendí mi documento, que guardaba en el bolsillo trasero de mi pantalón.
El policía lo leyó.
—Lautaro Molins. —Me miró a los ojos—. ¿Así que nieto de Monina West?
Asentí.
—¿Y no sabe dónde está ella?
—No. La última vez que la ví estaba arriba...muerta.
—¿Le tomó el pulso? ¿Está seguro de que estaba muerta?
—Sí, Carlos también lo constató.
El comisario me miró, dudoso.
—Los cadáveres no suelen salir caminando solos por ahí ¿verdad?
Me senté en el umbral, rendido. Miré de soslayo la fuente, tan inmóvil como siempre, tan apagada. Pude sentir el murmullo del agua y el aroma de las esencias. Inspiré profundo. De pronto, una especie de sacudón me hizo levantar y corrí hasta ella. Miré dentro. Sólo agua. Agua aromatizada.
—¡Está allí! —exclamé, como si algo se me hubiese revelado.
—¿Quién?
—¡Mi madre! ¡Está ahí dentro, lo sé! —Los uniformados me miraron con una mezcla de lástima y desconcierto. Un hombre de blanco me extraía sangre del brazo.
—¡Tienen que cavar! —rogué—. ¡Estoy seguro que el cuerpo de mi madre está ahí dentro!
El comisario se dirigió a sus hombres. —¡Consigan una orden judicial! —gritó.
—No es necesario —repliqué con nervio—. Mi abuela está muerta. El local y la casa son míos. Yo los autorizo
¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad iba a remover la fuente que mi abuela había cuidado con tanto esmero? Mi cabeza era un desastre de ideas que se amontonaban sin ton ni son. No había dormido y tenía hambre. Algo pastoso tecleaba entre mi lengua y el paladar cada vez que abría la boca. El aire se transformó en algo tan denso que me costaba respirar. Apreté mis sienes con las yemas de los dedos.
Las balas de plata...no eran de plata.
—Mi abuela me dijo que mataron a mi madre con una bala de plata —le confesé al comisario con los ojos entrecerrados—. Pero no era más que una bala plateada. ¿Por qué me diría eso?
—Es difícil entender los motivos por los que ella actuó de esa manera —respondió—. Pero tiene que haber una explicación.
—Encontramos esto —señaló uno de los agentes, levantando algo. Desde mi posición no alcancé a distinguir más que un aparato negro.
—¿Qué es? —pregunté.
—Una grabadora, con sonidos extraños, risas, pasos...
Entonces lo entendí. En mi cerebro se acomodaron viejas palabras escuchadas, voces antiguas. Lo tan temido era real. Mi peor pesadilla.
8
Bajo la fuente descansaba un tesoro robado antes de que yo naciera. Lo habían robado Carlos y mi padre, cuyos nombres no eran reales.
La desgracia fue obra de esa ambición desmedida que germina en las almas ante los brillos de la riqueza. La oportunidad estuvo en la huida y en aquel terrible accidente. Cincuenta lingotes de oro pesan. Y son capaces de desbalancear un vehículo a la carrera. Fue lo que ocurrió. Pero fue tan de madrugada que nadie lo notó hasta la mañana siguiente.
Encontraron solo a mi padre, que fue llevado al hospital con las piernas estropeadas. Carlos había desaparecido. El botín también. Luego diría que había sido robado.
Mi padre no le creyó y esperó paciente un traspié. Cuando sus piernas se movieron de nuevo, no dijo nada. Fingió por años, con tal ahínco, que no fue capaz, el iluso, de notar que además del tesoro, su ex socio se estaba robando también a su esposa.
Cuando mi abuela le pidió a Carlos que instalase la fuente, el hombre aprovechó para esconder bajo la losa, el tesoro. Lo sacaría algún día y nadie lo notaría jamás. Pero mi madre lo vio. Entonces supo qué había sucedido esa noche en que mi padre se invalidó. Enfrentó a su amante y él la mató para que no hablase. La enterraría lejos, pero cuando fue a cargarla en su auto, el cuerpo había desaparecido. ¿Qué había pasado?
El cretino había hecho aquello delante mío. Yo no había recordado hasta ahora; era demasiado pequeño, estaba demasiado asustado. Pero mi abuela había sabido leerme. Ella se llevó el cuerpo de mi madre y lo metió bajo la fuente, encontrando el tesoro. Juró vengarse.
Fue ella quien me contó la historia de la bala de plata que atravesó a mi madre. Y me inventó el cuento del matavampiros, omitiendo que es un arma de utilería utilizado en funciones teatrales.
Comenzó a decir, con el tiempo, que «percibía» el alma de una mujer encerrada en la fuente, sirviéndose de los propios miedos de Carlos. ¿Cómo era posible que lo supiera? Se preguntaría el vecino. ¿Lo sabría? ¡Tendría que matarla!
Entonces Monina se adelantó. Con una pócima ínfima de belladona fingió su muerte luego de llamarme, para que la asistiera de ser necesario. Instaló la grabadora para que sonara a la hora precisa. Jugaba con la sugestión como nadie. Se levantó, mientras yo estaba abajo, para matar con sus propias manos al asesino de su hija. Luego llamó a su yerno para entregarlo.
—No lo maté porque es tu padre— me dijo con una sonrisa mientras era subida al auto patrulla.
Me senté en la vereda y lloré. Adentro estaba la fuente, intacta. Tesoro y cuerpo habían sido extraídos de ella.
Me había quedado solo, con el hada y el elfo. Inspiré el aire de vainilla con rosas y almizcle. La brisa de la mañana me acarició.
Y todo mejoró de pronto, como si nunca hubiese sucedido.
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