Escena extra 3

Cuando Antjiet despertó aquella mañana fría de enero, supo que el día no sería nada bueno. Una inexplicable inquietud parecía embargar cada parte de él, manteniéndolo melancólico y distraído. Había un vacío en su estomago tan grande que, ni todas las magdalenas con avena que desayunó, pudieron llenarle.

Sus nervios se debían en gran parte a ese fatídico día, pues cumplía los ocho años y ello significaba someterse al examen de ADN, el terrible momento de su asignación profesional. Aunque como un miembro Atyen, nieto de un gran faraón y primo de otro, no tenía mucho que temer de su linaje puro. Pero por algún motivo no podía tranquilizarse. Así que cuando fue llamado, a eso de las tres treinta de la tarde, a bajar al salón del trono a realizar el primer escaneo del año, no pudo reprimir el temblor de sus piernas.

Su madre pareció notarlo y en un susurro cómplice le dijo que él daría a Consejero y con ello podría quedarse ahí, con su familia, en el enorme palacio real. Pero cuando la maquina emitió el pitido que marcaría su destino, supo que su vida no sería tan fácil y todo se confirmó cuando se proyectó una ficha militar que decía a la par del escaner:

—Atyen, Antjiet Sethiron, Escuadrón de fuerza oficial superior del ejército Egypcian.

Maatkarat. La sede militar más grande en Egyptes, al otro lado del país. Su madre lanzó un chillido estridente cuando vio entrar dos miembros del consejo y tomar del brazo al pequeño. Eate estaba tan estupefacto, que no notó cuando lo cargaron ni cuando subió a una camioneta del ejército. Estaba entumecido.  Iba a ser un militar, lejos de su familia, de su amada madre.

*****

Al ser un caso execpcional, todo el mundo habló de este suceso. El linaje más puro había dejado de serlo. Ahora existía la posibilidad de que la familia real se fuera reduciendo así como su poder, pues ya podían ejercer cualquier oficio.

La vergüenza de los Atyen fue tal que la madre del pequeño terminó quitándose la vida y su padre se retiró del consejo para vivir auto exiliado en Céltica.  Nadie podía creerlo. Siendo así, Atyen XIII cortó relaciones con el pequeño, dejándolo en manos de la sede. Mas todo el mundo procuraba evitar al niño, que pronto fue conocido como Atyen el impuro.

Meses más tarde, solo, sentado en el piso de una vieja cabaña, Antjiet contemplaba con ojos hinchados, el último pañuelo que le había dado su madre. Conservaba un vago vestigio de su perfume, pues había aspirado de él tantas vecesya que solía ser su único consuelo en las noches grises. El pequeño esperaba paciente la llegada de su sargento, un viejo conocido como "Chacal", que lo había elegido como alumno aún cuando nadie quería relacionarse con él.

Antjiet levantó la vista cuando escuchó la cadencia de pasos del anciano, que caminaba con cierta dificultad apoyándose de un bastón. No se molestó en levantarse, total, aunque lo hiciera igual se iba llevar un castigo que no merecía. Así que un pecadillo más no haría menor el regaño. Se limpió de nuevo las lágrimas de los ojos y los mocos que escurrían por su nariz, en espera de su condena. Pero se sorprendió cuando vio al viejo sentarse al lado suyo e inclinarse para conectar con su mirada.

—Me contó el sargento Krutz lo que hiciste.

Antjiet se encogió en su lugar, sintiéndose cada vez más diminuto y miserable, sin embargo no se arrepentía de nada. Ellos se habían ganado a pulso cada puñetazo, cada futura hematoma y costra que generaran sus doloridos cuerpos. Contempló entonces sus nudillos, hinchados, un poco más oscuros que de costumbre, con unas heridas menores. Sí, lo que sea que le tocara valdría la pena.

El hombre soltó una carcajada que descolocó a Antjiet, poniéndolo más nervioso que de costumbre. El viejo palmeó su espalda de una forma un tanto fraternal.

—Ese maldito mocoso de Krutz siempre se está quejando de mis alumnos, porque es la única forma de que los suyos destaquen. Me alegro de que esta vez al menos fuera justificado.

Antjiet sintió la llamita del orgullo emerger en su pecho y reconfortarle un poco el dolorido corazón. Miró al sargento con renovado ánimo, preguntándose si aquello era verdad o solo una prueba antes del castigo. El hombre le rodeó con un brazo los hombros, acercándolo a su cuerpo.

—¿Sabes? Tú me recuerdas a mí cuando era pequeño, exactamente de tu edad. Verás, yo era el primer hijo de un comerciante muy adinerado, cuyo linaje se extendía hasta principios de la dinastía Atyen.

»Cualquier otro hijo, el segundo, tercero o cuarto si lo había, podía desarrollar cualquier oficio pero no el primero, ese siempre iba destinado al comercio. Pues fui la más grande sorpresa: era primogénito y mi vida iba a ser dedicada a la milicia. Fue un auténtico escándalo, mi madre fue cuestionada y señalada como una puta, mi padre como el que había mancillado el linaje, incluso se pensó en retirar a mi padre de la herencia que le correspondía.

»En fin, yo, como tú, fui alejado de mi familia. Perdí todo contacto con ellos, por lo que la gente del recinto solía burlarse y aprovecharse de mi, pues era bajito y delgado, un enclenque vaya, peor aún considerado un bastardo. Pero decidí que no me quedaría abajo, porque aunque fui seleccionado para oficial superior, existía la posibilidad de ser degradado a simple soldado. Así que trabajé duro, ganándome fama y respeto por mi nombre.

»Eso es lo que te corresponde hacer a ti. Forjarte una reputación propia, alejada por completo del sanguinario linaje que te precede. Debes conseguir que la gente te tenga en cuenta no por tu apellido, sino por aquello que puedes obtener por tus propios medios. El día que lo consigas, el mundo estará en tus manos y tu antigua vida no representará nada más que tu origen.

—¿Pero cómo puedo hacerlo si nadie me deja avanzar? No tengo un camino que seguir.

—Si no encuentras un camino, fórjalo con sudor y sueños. Si te lo propones, la única barrera que habrás de encontrar en tu vida será la muerte.

Aquel día representó un nuevo nacimiento para Antjiet. Decidido a enorgullecer a su mentor, puso tanto empeño en mejorar que pronto se vio como uno de los mejores alumnos de su generación. La vida parecía ir a mejor. Hasta que dos años más tarde la naturaleza se interpuso. La edad venció al viejo sargento, que encontró la muerte entre sueños. Para Antjiet, aquel suceso fue como ver la esperanza esfumarse. La luz, la alegría se opacaron por una enorme nube de oscuridad.

De ahí en adelante, cada día que pasaba para Antjiet era una guerra conformada por dos principales batallas: la primera era con aquellos que descargaban su odio contra el apellido Atyen; la segunda era consigo mismo, al intentar mantener la promesa que le había hecho a su sargento. Esta última era la más complicada de todas, porque le recordaba constantemente que él podía ser su más grande aliado o el peor enemigo con el que tendría que lidiar. Pero por más fuerte que peleara, todos sus esfuerzos caían en saco roto. Mes tras mes, aparecía como el último en su clase.

Una tarde, demasiado harto para seguir soportando las burlas de sus compañeros, sin importarle las consecuencias, escapó del complejo. El vehículo en el que se había colado se detuvo en el desierto y dos soldados bien armados bajaron de él. Antjiet se aseguró que se alejaran bastante y una vez solo se alejó lo suficiente. Triste, con la cabeza baja, anduvo caminando. Sabía los peligros de andar sin protección adecuada en el desierto, pero como el dolor era tan fuerte, lo ignoró. Además, aquello se sentía como si estuviera haciendo lo correcto, como si la arena le llenara de vitalidad, de energía. Era extraño aunque magnífico.

Luego de caminar lo que consideró horas, decidió detenerse. Ya no podía mantener la apariencia tranquila, completamente estoica que dejaba ver en el complejo. Estaba roto, destrozado, solo. ¿Cuánto más debía soportar? El dolor era la única constante en su vida, y la ira parecía ser la anestesia para poder mantenerse firme. Pero a decir verdad estaba harto de todo, sobretodo de las apariencias. Así que buscando la liberación, Antjiet se permitió derramar las lágrimas que no había llorado durante el funeral de su sargento.

Tan ensimismado estaba en su sufrimiento,  que no logró ver los cambios producidos en la arena. Esta, con cada lágrima, iba adquiriendo una tonalidad cada vez más oscura. Llegó un punto en que era tan oscura ni la sombra de Antjiet podía distinguirse sobre la superficie. Pasaron largos minutos hasta que con un suspiro logró tranquilizarse. Sintiéndose más ligero, se levantó. Dio media vuelta y solo dos pasos, cuando un sonido extraño atrajo su atención.

Decidió que solo era el ruido del viento golpear las pocas rocas que habían cerca. Optó por volver al complejo, con un poco de suerte, nadie se daría cuenta de su ausencia. Aunque una parte de su mente decía que si se enteraban, no le echarían de menos.

«No es como si importara» pensó apesadumbrado.

Una mano grande y ardiente cortó sus pensamientos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, a la vez que sentía otra mano atravesar su espalda y llegar hasta su pecho a la altura del corazón. Unos dedos oscuros, grandes y tan fríos como calientes al mismo tiempo, se enterraron en su piel. Quiso gritar, pero se sentía paralizado.

—Quieres éxito y gloria, y un corazón tan duro para afrotar con honor las batallas. Yo te lo daré y a cambio seremos uno —murmuró una voz grave.

Antes de poder replicar, sintió algo rodear su corazón, apretándolo con fuerza. Un dolor tan fuerte le hizo caer de rodillas, rendido. La misma sensación de dolor y calor, como si estuviera cubierto de hielo y por dentro tuviera fuego vivo. Luego una bruma envolverlo, volviendo todo borroso, e imposibilitándole respirar.

Todo se volvió oscuro.

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