Capítulo 1
En los barrios bajos de la prospera Egyptes corre con el viento un rumor. Muchos claman que se trata de una profecía, y otros tantos confían con plenitud de que se trata sólo de un mito. Sin embargo esto no ha evitado que los altos mandos teman ante aquellas palabras, que pueden terminar con el dominio de la dinastía Atyen.
Cuenta la leyenda, que un día el poder del Sol se manifestará en uno de sus hijos, este habrá de derrotar a la Serpiente y restablecerá el orden y la justicia en Egyptes. El avestruz reencarnará para tomar su lugar y el ojo del halcón dotará a su propio pueblo de la dicha que tuvo en la era de los dioses. No obstante, con cada año que fue pasando, los creyentes iban disminuyendo con la ayuda del gobierno y del clero que se encargaron de dar mala propaganda a los dioses, volviendo monoteísta a un pueblo que veneraba a muchos.
Es así que, muchos siglos después del nacimiento de aquella profecía, solo un puñado de Egypcians hablaban de ello. Y solo eso bastó para dar inicio al fin de la era de la serpiente.
—El ciclo se repite de nuevo —murmuró un sacerdote a otro.
Un viejo gobernante, sentado a la cabeza de la enorme mesa de reuniones, paró de reír al instante. Dejando de lado los juegos, bajó a su pequeño al suelo y ordenó a la madre de esta que se lo llevara a su habitación. Una vez la puerta se hubo cerrado detrás de ellos, observó con gesto amargo el rostro de cada uno de los hombres reunidos en esa sala con él. Sus ojos, aunque cansados, mostraban el fuego que caracterizaba a su linaje, que con puño de hierro llegó hasta el poder. El silencio era atronador, nada, ni siquiera el sonido de sus respiraciones, podía escucharse o el anciano hombre se iría sobre ellos con todo lo que tuviera. El sabio silencio fue roto por un gruñido bajo.
—¿Cómo que el ciclo se repite? —farfulló a lo bajo.
El hombre más cercano a él susurró al resto las palabras del gobernante, ocasionando que de inmediato se agitaran todos a lo largo y ancho de la habitación, reuniendo varios documentos y herramientas necesarias para la demostración. Las cortinas se cerraron, luego la enorme pantalla de alta definición bajó del techo y proyectó varias imágenes del cielo nocturno y los astros.
Con los nervios a flor de piel, Tunken, el sacerdote principal, aclaró su garganta para pedir la atención del faraón. Cuando los ojos fríos se posaron sobre él, casi sintió ganas de dejar todo en manos de su segundo. Casi. Para su desgracia, el sueldo era tan bueno como para solo rechazarlo.
—Su señoría, de acuerdo a nuestros cálculos, el ciclo del avestruz se repite —dijo con voz temblorosa.
—¿Cómo es eso? —cuestionó con los ojos entrecerrados.
—Eh, pues... eh...
—Su señoría —interrumpió un joven alto.
—¿Y tú eres? —preguntó el faraón, elevando una ceja.
—Niklobas, Girko Niklobas, sumo sacerdote del gran Ra, su señoría —respondió con seguridad, elevando el mentón y cuadrando los hombros.
El faraón observó por interminables segundos al hombre, acariciando con la mano la barba postiza. Asintió al final, dando el permiso para seguir.
—Su señoría, como dijo mi compañero Tunken, el ciclo del avestruz se repite —comentó, seleccionado una imagen panorámica del cielo nocturno—. Como usted sabrá, este solo ocurre una vez cada cien años, pocos más o pocos menos, por la próxima alineación de los planetas Vernice y Maates, que se celebrará en este año. Por lo cual, durante los próximos cinco años, cualquier niño que nazca será bajo la protección del avestruz.
—¿Qué quiere que hagamos, su señoría? —atinó a decir Tunken, intentando retomar el control.
—Mátenlos.
—¿Qué?
—Mátenlos a todos, a todos los niños de esa generación.
—Pero...
—¿Acaso estás cuestionando al faraón, Tunken? —Elevó la barbilla, con arrogancia.
—No...no, su señoría. Desde luego que no. Solo quería recordarle que esto afectará a la producción, tal como sucedió bajo el reinado de su difunto abuelo —agregó, con un tono demasiado agudo para su gusto.
—No me importan las consecuencias. En aquel entonces hubo una crisis, pudimos superarla con el tiempo, así que lo haremos con esta. Habrá cambios, pero se cumplirá mi palabra, porque soy el faraón. ¿Quedó claro?
—Sí, su señoría —murmuraron a coro todos los hombres.
—Niklobas.
—¿Mi señor? —respondió, colocándose frente suyo.
—Te asciendo a mi sacerdote principal.
—¡Pero señor! —chilló Tunken, con el rostro colorado.
—¡He dicho! Sigue cuestionando mi palabra y serás torturado por tu arrogancia —bramó, irritado.
Tunken bajó la cabeza, aceptando en silencio la humillación. Miró de reojo a Girko, el traidor. Aquel joven tan inexperto, del que nadie podía responder con seguridad cómo ascendió tan rápido a su puesto en el templo de Ra, ¡no tenía ni 30 años! Y ya se sentaba en la misma mesa que el faraón. Y ahora, le había quitado su puesto, aquel que ganó con sangre y sudor, con tanto esfuerzo. Ya se las pagaría, desde luego que lo haría.
—Tienes en tus manos el destino de tu nación, muchacho —sentenció el faraón, observando a todos en la sala—. Fállame, y le fallarás a tu nación. Así que ve, y has lo necesario para hacer feliz a tu faraón, sé un héroe para todos.
—Cariño, tenemos que celebrar.
El silencio lo recibió. Con la confusión presente en su rostro, observó el reloj digital de la pared. Las seis y quince de la tarde. A esa hora, su esposa tendría ya que estar en casa. La cena la servía siempre a las ocho, así que ella empezaba con los preparativos a las seis en punto, puntual cada día. Suspirando, caminó hasta la habitación de su madre en el piso de abajo. Vacía. Salió al solarium, al jardín trasero, la piscina, la fuente y el lago tras su casa pero no había rastro de ninguna de las dos. Algo temeroso de que les hubiese sucedido algo, corrió a su habitación en el último piso. Al igual que todo lo demás, se encontraba vacío.
Con los hombros caídos, fue hasta su armario para cambiarse la ropa. Al encender la luz, observó a dos figuras en el suelo. Dormidas ambas, una al lado de la otra, su esposa y su madre se veían tan bien. Con una pequeña sonrisa, se agachó hasta estar a la altura de su bella mujer, la besó con ternura en la mejilla y acarició su sedoso cabello rizado.
Escuchó un quejido, luego la respiración de ella cambió. Abrió los ojos, observando todo en la pequeña habitación. Enderezándose, intentó recordar el motivo de haber dormido en el suelo. Sintió algo duro en su mano, al bajar la vista al pequeño aparato metálico, las lágrimas volvieron a acumularse en sus ojos. Un sollozo escapó de su boca, alertando a su esposo. Él la rodeó con sus brazos, provocándole más gemidos. Mordió su labio tembloroso, armándose de valor para hablar.
—Girko...
—Shh, Neferti, amor mío, no hables.
—Pero Girko, es importante —murmuró entre sollozos.
Girko tomó cierta distancia, observando al amor de su vida con rostro triste. Con los pulgares secó sus lágrimas, sintiendo su corazón doler por ella. Asintió dándole a entender que la escuchaba. Sollozó de nuevo, pero inhaló hondo, necesitaba decir aquello. Era de suma importancia.
—Yo, lo siento tanto. Sabes que lo intenté, pero no se pudo evitar.
—¿A qué te refieres?
—Yo...—se detuvo, respiró profundo un par de veces y lo miró a los ojos—. Estoy embarazada, Girko. De tres meses.
Y se lanzó a sus brazos, sollozando de nuevo. Girko, por su parte, sintió un terrible nudo en su estómago. Embarazada. En el ciclo del avestruz. No podía ser. Quiso maldecir a los dioses por ello. Desde que se habían casado, hacia ya ocho años, habían querido tener hijos. Pero tras cada embarazo, Neferti terminaba por desechar a los fetos al cabo de unas semanas. Luego de tres años, decidieron dejar de intentarlo y el último año pusieron especial cuidado, sabiendo lo que se avecinaba.
Tensando la mandíbula, observó a su madre, que se había enderezando y lo miraba con profunda tristeza en los ojos. Negó con la cabeza, tal vez ese niño seguiría el mismo rumbo que el resto.
—Cariño, puede que este bebé ni siquiera pase del cuarto mes...
—No, Girko. Mi madre, la vi. Me contó en un sueño que este niño iba a nacer, pero que estaba en peligro. ¿Por qué ahora, Girko? Los dioses nos han dado una maldición. —Sollozó.
Con el rostro pálido, temió decirle a su esposa la verdad. Él no podría permitir nacer a ese bebé. Era su deber. Por su nación, por el faraón. Pero al mirar el rostro destrozado de su madre y escuchar los sollozos desgarradores del llanto de su esposa, supo que no podía hacerle eso. Ella había nacido para ser feliz y él no le haría sufrir de aquella manera.
Si estaba en sus manos, su hijo sobreviviría. Ya vería cómo. Porque había hecho un juramento el día en que se casó, de que nadie dañaría a su mujer. Ni siquiera él. En silencio, rogó a los dioses por piedad.
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