32. la tripulación del Óberon.

—Hay que decir que has tenido mucha suerte, Diego —dijo el Viejo Dick, quien les había pedido que siguieran llamándole por ese nombre —. El Consejo ha sido magnánimo y eso no suele ocurrir con frecuencia, pero un hombre ha muerto y yo en tu lugar no estaría tan tranquilo. De entre la tripulación de Ferris el Inglés puede haber gente que no esté conforme con la muerte de su capitán y menos aún de tus recién adquiridas ganancias. Temo por tu vida, hijo mío.
—El Óberon es ahora mi navío. El código lo estipula así. En un combate, el  ganador dispone de las pertenencias del vencido. Yo gané el duelo contra Ferris y ahora todo lo suyo es mío. Su tripulación podrá elegir si unirse a mí o no hacerlo.
—Para ellos es más fácil clavarte un cuchillo por la espalda.
—El Viejo Dick lleva razón, Diego —dijo Rosana —. Son piratas, ¿qué se puede esperar de ellos?
—Algunos de nosotros, jovencita, creemos en un código ético —refunfuñó el anciano.
—Puede que así sea —contestó Rosana —, aunque la mayoría son incultos y violentos. Hay excepciones, pero no debemos fiarnos. Mejor sería abandonar esta isla de inmediato.
—Lo haremos, Rosana, pero antes terminaremos lo que hemos venido a hacer. Padre, Rosana, queréis acompañarme hasta el muelle, quiero contemplar mi nuevo barco.
—Es igual de cabezota que su madre —dijo el Viejo Dick —. Margarita era un hueso duro de roer.
—Entonces habré salido a ella, aunque en otras he debido de salir a ti, padre. ¿Sabéis? No me resulta tan extraño llamaros así, desde siempre os consideré mi padre aún sin saberlo.
El anciano sonrío.
—Vayamos a ver ese barco del que hablas.

☆☆☆

Se acercaron hasta el muelle donde docenas de naos abarloadas dibujaban un bosque de mástiles que se perdía a lo lejos. Había galeones, los menos, goletas, bergantines y todo tipo de pequeñas embarcaciones como pinazas y brickbarcas, amén de carracas y barcos de pesca de todo tipo.
—Ese es el Óberon —señaló Diego y una sonrisa asomó a su rostro. Sin duda se trataba de un magnífico galeón. Su carga era de ochocientas toneladas y estaba pintado enteramente de negro y oro. Medía unos cuarenta metros de eslora por diez de manga y cargaba con veinte cañones de 40 libras. Su tripulación no sería inferior a cien personas incluyendo oficiales, marinos, artilleros, grumetes y pajes que solían ser jóvenes aprendices. Todo un barco diseñado para la guerra.
Varios marineros aguardaban a bordo, esperando que su nuevo dueño hiciera acto de presencia. Diego contó unos treinta tripulantes. Cinco de ellos se acercaron hasta él.
—Quiero presentarle mis respetos, don Diego. Mi nombre es Thomas Albany y soy el contramaestre del Óberon.
Diego se fijó en él. Rondaba los cuarenta años, vestía un amplio gabán y se cubría con un ajado tricornio adornado con una pluma negra. Su rostro presentaba una larga cicatriz desde la sien hasta la mandíbula y sus ojos azules eran astutos e inquisitivos.
Diego lo saludó estrechando su mano.
—Es un placer conoceros  caballero. Imagino que esas personas son las que han decidido quedarse para formar parte de mi tripulación.
—Efectivamente. Somos siete oficiales, trece marinos, ocho artilleros y unos cuantos grumetes. Los demás decidieron buscar aires nuevos y es mejor así,  entre ellos había gente muy conflictiva que de nada os hubiera valido, si no todo lo contrario.
—Vamos a necesitar más personas para completar la tripulación. Sin duda conoceréis a alguien que pueda estar interesado, ¿No es así? Nuestra empresa necesitará de hombres fieles y valerosos.
—De ello me encargaré,  don Diego. ¿Podría preguntaros a qué empresas referís?
—A una muy lucrativa, aunque también posee una parte de riesgo. En estos momentos no estoy en disposición de explicaros de que se trata, pero más adelante lo conoceréis. También necesitaremos abastecernos para una larga travesía y quiero que todo esté listo para zarpar antes de un mes.
Albany asintió.
—No supondrá ningún problema, pero sin duda los hombres se preguntarán cuál será nuestro destino. Todos hemos oído hablar de vos, don Diego, pero aún no os conocemos, creo que sería acertado que os presentaseis ante la tripulación.
—Creo que tenéis razón, Albany. Más tarde lo haré, ahora baste con decir que nuestro destino será algún punto cerca de La Martinica y nuestro objetivo un barco cargado de oro, plata y joyas. Una auténtica fortuna.
A Albany se le alegró el rostro al escuchar aquellas palabras.
—¿Os parece suficientemente atractivo por ahora? —Preguntó Diego, sabiendo que así sería.
—¡Claro, mi señor! Yo mismo me encargaré de explicárselo a la tripulación.
—Confío en vos. Ahora he de ver a unos viejos amigos que creo reconocer entre los vuestros.
Diego se acercó hasta el pequeño grupo que había descendido del barco.
—Duncan, Tobías, me alegro de veros de nuevo, amigos míos —Diego estrechó entre sus brazos a ambos hombres —. Duncan, viejo lobo de mar, te veo más joven que nunca...
—No tanto, capitán —respondió el aludido. Enjuto y encorvado, el anciano miraba a Diego con un cariño muy especial —. Últimamente me crujen los huesos como las viejas cuadernas de un barco. Me alegro de veros sano y a salvo. Escuché que tuvisteis problemas con los españoles.
—No fue gran cosa, pude escapar gracias a la ayuda de... —Diego miró de reojo a Rosana —. De alguien muy especial. ¿Qué tal os encontráis, Tobías, viejo bribón?
—Dispuesto para seguiros hasta el fin del mundo, capitán —dijo Tobías. Su rostro cubierto de cicatrices pareció alegrarse al verlo.
—No iremos tan lejos, amigo mío.
—Me alegro de que nos hayáis librado de nuestro anterior capitán —dijo en voz baja para que no le oyeran los presentes —. Era un tipo realmente insufrible.
Diego saludó al resto de los marinos a quienes no conocía. Se presentaron como Ralph y Gordon, oficiales de la armada inglesa caídos en desgracia y decididos a cambiar su suerte.
—Es un honor conoceros, don Diego —dijo Gordon, el más joven de ambos —. Hemos oído hablar mucho de vos. ¿Es cierto que abordasteis un galeón español con más de cien hombres a bordo, cerca de Nombre de Dios, y con una tribulación formada por tan solo veinte hombres?
—Fue hace mucho tiempo, pero he de decir en mí favor que no eran hombres corrientes los que compartieron conmigo esa captura. Eran bravos piratas cuyo valor y coraje no podía compararse con el de los españoles.
—¿Pero vuestra merced es español como ellos?
—Lo soy. Aunque reniego de la corona y de su afán de expoliar estos territorios para enriquecerse a costa de estas personas que, ni saben de reyes ni falta que les hacen.
—¿Os consideráis por lo tanto un justiciero? —Preguntó Ralph.
—Si de hacer justicia se trata, entonces lo más seguro es que lo sea. ¿Por qué dejasteis vos la armada inglesa? Seguramente os iría bien en ella.
—No creo que tenga que explicaros mis motivos —dijo Ralph con altanería.
—Imagino que vuestros motivos tendríais —dijo Diego —. También yo tengo los míos para, en mi caso, tratar de hacer justicia en un mundo donde no parece haberla. ¿No creéis?
Ralph soportó su mirada sin desviar la vista.
—El capitán Ferris era de los vuestros, me refiero a un pirata como vos. ¿También fue hacer justicia el asesinarlo sin piedad?
—No sé quién os ha informado mal, pero Ferris y yo resolvimos nuestras diferencias en un duelo. Frente a frente y ambos armados. No volváis a llamarme asesino cuando no es así, os lo advierto.
—Asesino he dicho y lo mantengo —dijo el joven Ralph, mientras su mano se posaba distraída en la empuñadura de su espada.
—Esa acusación tendremos que resolverla entre vos y yo, cara a cara —contestó Diego con frialdad.
Ralph iba a replicar cuando se escuchó un disparo. El cuerpo del joven se desplomó sin vida en el suelo.
Albany aún sujetaba el arma humeante.
—Gente conflictiva, ya os avisé.

☆☆☆


Albany resultó ser un persona digna de confianza. Consiguió reclutar una tripulación mínima para el Óberon, al tiempo que se encargó del abastecimiento de pólvora, agua dulce, verduras frescas y comida y demás víveres necesarios para la travesía.
Diego y Rosana habían discutido largamente sobre qué hacer con los padres y la hermana de la joven y al final habían decidido albergarlos en la posada del Viejo Dick. Él accedió a quedarse en la isla y cuidar de ellos. Carlota fue la que peor se tomó tal decisión.
—Ya no soy una niña para que decidáis mi futuro —dijo, bastante enojada —¿Creéis que no puedo seros de utilidad?
—No se trata de eso, Carlota. El lugar al que pensamos ir puede llegar a ser muy peligroso.
—No tengo miedo. ¿Acaso lo tuve cuando te ayudé a rescatar a Diego del barco de Rodrigo de Ayala?
—Lo hiciste muy bien, Carlota —reconoció Diego —, pero tienes que comprender a tu hermana. Vamos a enfrentarnos a él de nuevo.
—Por eso mismo me necesitaréis. Por favor, no podéis dejarme en esta isla encerrada, me moriría de aburrimiento —imploró la jovencita.
Rosana sonrío. Quizás podía llegar a serles útil. Era valiente y muy inteligente y podrían necesitar de sus dotes de improvisación.
—¿Prometes hacer en todo momento lo que te digamos sin excepción alguna? —Le preguntó Rosana y Carlota batió palmas de felicidad al tiempo que asentía a todo cuanto su hermana le formulaba.
—¿Estamos cometiendo una equivocación? —Le preguntó Rosana a Diego.
—El tiempo lo dirá —se encogió de hombros él.
—¿Dónde iremos primero? —Preguntó Carlota entusiasmada con la idea de poder participar en esa aventura.
—Buscaremos un fantasma —dijo Diego, enigmático.

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