27. La Cofradía de los Hermanos de la Costa.

Alguien dijo una vez que hasta los seres más violentos, más ruines y salvajes necesitaban un código para vivir y es cierto. El código de los Hermanos de la Costa existía y eran unas reglas que nadie, de todos los que pertenecían a esa Cofradía, osaba transgredir.
Diego lo sabía perfectamente cuando le quitó la vida a William el Rojo. Era conocedor que había roto una de las reglas más importantes y que esta se pagaba con la muerte.
A pesar de todo aún le quedaba la esperanza de poder sobrevivir y se agarró a ella como a un clavo ardiendo.
Había aguardado la decisión del Consejo junto a Rosana en una pequeña habitación que el Viejo Dick les había facilitado justo encima de la taberna.
Al escuchar los pasos renqueantes del anciano subiendo los gastados peldaños de madera de la escalera, supo que su destino se acercaba. Cuando la puerta se abrió pudo ver el rostro de su amigo pálido y macilento y adivinó cual era su respuesta.
—Han aceptado tu propuesta, Diego —dijo —. Podrás explicarte ante ellos antes de que dicten tu sentencia. Quieren verte esta misma noche.
Diego asintió.
—No debes hacerte muchas ilusiones, hijo mío. Creo que ya te han declarado culpable antes de juzgarte. El inglés estaba con ellos. Te acusó de traición, de hundir uno de sus barcos y pidió reclamaciones. Está en su derecho y puede incluso retarte a un duelo.
—Lo sé —contestó Diego, muy tranquilo.
—¿Era eso lo que tenías pensado?
—Contaba con ello y no me he equivocado.
—El duelo sería a muerte. No creo que Ferris se contentase con un duelo a primera sangre, además él podrá elegir las armas.
—También contaba con eso. Quizás sea la única forma de lidiar este asunto.
—Siempre y cuando no seas tú quien pierda el duelo.
—Eso lo decidirá el destino.

☆☆☆

Llegó al salón donde se reunía el Consejo cuando ya había caído la noche. El Viejo Dick le acompañaba igual que haría un padre con su hijo, pues para él era como el hijo que nunca llegó a tener. Le había enseñado a pilotar un barco, le explicó como funcionaba el mundo, como saber leer en las estrellas para fijar un rumbo o como utilizar un sextante. Le mostró lugares a los que el muchacho jamás había soñado imaginar ir. Lo educó, tal y como hubiera hecho con su propio hijo y le regaló su sabiduría y su dilatada experiencia. Lo había visto crecer y convertirse en un hombre. Le vio sufrir cuando su primera esposa murió, dejándolo tan destrozado como a una chalupa después de un temporal. Le vio pelear sin rendirse nunca y estuvo orgulloso de él al comprobar que, a pesar de la vida de violencia que llevaba, se trataba de una persona honorable.  En pocas palabras, lo había criado tal y como una pretendía que un hombre se comportase y nunca lo había defraudado. Hasta ahora. Los cargos que pesaban sobre él podían conducirlo a la muerte y eso era algo que el marino no pensaba permitir.
El Consejo de la Cofradía de los Hermanos del Costa se reunía en un gran salón de un sólido edificio que antaño formó parte de un fortín y fue creado por siete personas cuyos nombres podrían atemorizar a más de uno. Nombres como Henry Morgan, Jean-David Nau el Olones y otros tantos cuyas hazañas se conocían a lo ancho y largo del mar Caribe. Robert Skull, más conocido como El Barracuda era el actual líder del Consejo. Un hombre cruel y despiadado, pero cuyo honor para con sus compañeros de "profesión" no tenía tacha. Se encontraba sentado en una ornamentada butaca de madera a modo de trono y desde la cual dictaba sus sentencias. A su lado, sentado sobre un vulgar taburete de madera estaba Ferris el Inglés. Estirado, flemático; observaba a Diego con los ojos inyectados en sangre y su rostro contraído por la ira. Al igual que un tiburón olfateando la sangre de su próxima víctima.
Diego se adelantó hasta el centro del salón, rodeado por los restantes miembros del Consejo que permanecían ocultos en la penumbra observándole con atención.
—Te hemos convocado aquí, Diego Robles, para que nos des tu explicación sobre unos hechos muy graves de los que estás acusado —dijo Barracuda con su fuerte vozarrón al tiempo que silenciaba los murmullos de todos los presentes —. Danos el gusto de oír tu versión de los hechos.
Diego miró fijamente a Robert Skull y luego desvió su mirada hasta posarla sobre Ferris el Inglés, cuya cínica sonrisa se heló en sus labios.
—Es del todo cierto que tuve que matar a William el Rojo, a quien consideraba,  más que un amigo, un hermano; y también es cierto que tuve mis razones para hacerlo. Todos vosotros me conocéis. Nunca he dado motivos para que se desconfíe de mi palabra o de mi honor y os aseguro que mis razones fueron poderosas. Todos los aquí presentes conocíais a William tan bien como yo. Sabíais de su impetuoso carácter, de su valor e incluso de su bravuconería que más de un disgusto le ocasionó. Era alguien en quien se podía confiar para un abordaje, para pelear junto a él codo con codo o para enfrentarse al mismísimo diablo si hubiera sido necesario, pero nunca para invitarlo a una fiesta pues carecía por completo de los mínimos modales. Y eso fue, precisamente lo que sucedió. William abusó de mi confianza y mi hospitalidad, asesinando sin piedad a dos de mis criadas, ultrajándolas y torturándolas antes de quitarles la vida y eso sucedió en mi propia casa cuando yo me encontraba ausente. También golpeó a uno de mis rehenes de los que yo pensaba conseguir una cuantiosa recompensa, estando a punto de matarlo, lo que hubiera supuesto unas pérdidas considerables e inadmisibles. William no respetaba nada, ni a nadie y en un arrebato de furia lo maté. Esa es la verdad.
Algunos de los presentes asintieron, otros permanecieron mudos. Luego todos deliberaron entre ellos.
—Tenemos otra acusación —dijo Barracuda —. ¿Qué hay de cierto en vuestro plan de uniros al enemigo y pasarle información sobre el inminente asalto que unos compañeros tenían pensado realizar? ¿Traicionaste a tus compañeros, Diego Robles?
—Es completamente falso —mintió Diego y el Viejo Dick, que se sentaba en la oscuridad a modo de testigo, levantó la cabeza para mirarlo —. Llegué a Cartagena de Indias con la intención de entregar a dos de los rehenes que había capturado unos días antes para cobrar su rescate, pero mi plan no funcionó y fui apresado por los españoles. Estuve a punto de morir y así habría sido de no contar con la ayuda de una persona a quien no voy a nombrar.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no mientes? —Preguntó uno de los presentes a quien Diego no conocía.
—No os conozco, señor. ¿Podría conocer vuestro nombre?
—Me llamo Sir William Longchamp.
—Gracias, caballero, es un honor conocer vuestro nombre, así no erraré cuando tenga ocasión de mataros por acusarme de mentiroso.
El aludido bajó la cabeza, tragándose su orgullo. Barracuda tomó de nuevo la palabra.
—Entonces, según vuestra versión de los hechos, no fuiste vos quien dio la voz de alarma al gobernador de Cartagena de Indias sobre el asalto y su posterior resultado que se saldó con más de cien compañeros muertos. ¿Quién se supone que fue?
—La misma persona que me traicionó a mí. Mi rehén, una joven llamada Margot Solís —Diego esperaba que ninguna joven de Cartagena se llamase así, pues era el primer nombre que se le había ocurrido.
—¿Una mujer os traicionó, decís?
—Efectivamente. Ella fue la que le contó nuestro plan al gobernador de Cartagena de Indias.
—¿Y cómo llegó a saber esa mujer vuestro plan?
—La imprudencia fue de William, cuando habló más de la cuenta delante de él en mi casa de Nassau. Fue ella la que me entregó a los españoles y fui preso por el almirante Rodrigo de Ayala, ¿lo conocéis?
Hubo murmullos entre los presentes.
—Lo conocemos, como también sabemos que no suele dejar con vida a sus presas, ¿cómo es posible que estéis vivo?
—Ya os he contado que alguien me ayudó cuando estaba a punto de morir en los calabozos del Intrépido, la nao de Rodrigo de Ayala donde fui torturado. A esa persona le debo la vida y nunca podré pagarle del todo lo que hizo por mí.
—Y esa mujer; Margot Solís y Rodrigo de Ayala, ¿dónde se encuentran ahora?
—¿Cómo queréis que lo sepa? Cuando desperté, gracias a los cuidados de esa persona de quien os he hablado, ya me encontraba lejos de Cartagena, en alta mar.
—Aún me queda una última cuestión —dijo Robert Skull —. El capitán Ferris, aquí presente, os acusa de dañar y hundir uno de sus barcos, una goleta llamada Perdigon. ¿Qué decís a eso?
—Que es cierto, mi señor. Yo fui el causante de su hundimiento, pero mis motivos tuve asimismo.
—¿Y puede saberse cuáles son esos motivos?
—Defensa propia, gran consejero.
—¿Cómo osáis decir eso, bellaco? —Tronó Ferris el Inglés, pero Barracuda le ordenó callar con un gesto.
—Explicaos, ¿cómo podéis alegar que fue en defensa propia?
—Durante la travesía de Nassau a Cartagena de Indias una fragata nos acostó, persiguiéndonos y obligándonos a protegernos en una pequeña isla de barlovento donde logramos eludirla sin percance alguno. Al llegar a nuestro destino me enteré que esa fragata había sido capturada por el enemigo y logré saber el nombre de su capitán: Brad el despellejador. Yo lo conocía por ser uno de los lugartenientes de William el Rojo, por lo que supuse, sin equivocarme, que estaban tras mi pista por la muerte de su jefe. Al ver el navío del capitán Ferris fondeado en el puerto de Cartagena, imaginé que aún andaban tras de mí, lo que era natural en el fondo. Entonces decidí destruir su nao. Creedme si lo que os digo es la pura verdad. Es más, estoy dispuesto a costear los gastos que en mi precipitación pude causar.
Ferris se enojó, poniéndose en pie.
—No estoy dispuesto a aceptar vuestro oro ni vuestras disculpas. Exijo batirme en duelo con vos —dijo.
—Estáis en vuestro derecho, caballero —dijo Diego, condescendiente —. Estoy a vuestra disposición cuando gustéis.
—Que sea aquí mismo y ahora—gritó Ferris.
Barracuda estudió a los demás miembros del Consejo que asintieron con unanimidad.
—El capitán Ferris está en su derecho de exigir una reparación y al parecer no desea vuestro oro, quiere vuestra sangre. ¿Aceptáis el duelo, Diego Robles?
—Lo acepto.
—Entonces el duelo será ejecutado en este mismo lugar en cuanto estéis preparados. Elegid las armas, capitán Ferris. Vos sois el demandante.
La opción más frecuente era un duelo a primera sangre donde se usaban armas de fuego, pero la prohibición de usar este tipo de armas en la isla de Tortuga por estar reflejada en el código, les condicionaba a usar armas blancas: sables, espadas, cuchillos, cualquier objeto de filo cortante.
—Elijo sables —dijo Ferris —y será a muerte.
Diego asintió con la cabeza.
—Como deseéis —dijo sin inmutarse.
Cada contendiente se armó con un sable corto y ligeramente curvo de los llamados de abordaje. Ambos se quitaron sus casacas y arremangaron sus camisas para no estorbarse durante la pelea.
El Viejo Dick se acercó hasta Diego antes que el combate comenzase. Ambos se miraron a los ojos durante un instante.
—Si la suerte está contigo y vences a tu oponente estoy seguro de que te declararán inocente de tus cargos. Has sabido jugar bien tus cartas, Diego, aunque tú y yo sabemos cual es la verdad.
Diego asintió. Aquello le dolía más que cualquier sablazo.
—Por eso te exigiré una sola cosa —continuó el anciano —. Deberás abandonar esta isla para no volver jamás. Habré perdido a mí único hijo, pero es lo que el honor exige.
—Estoy de acuerdo —contestó Diego. El Viejo Dick le abrazó y le dio su bendición con lágrimas en los ojos.
—Ahora sal ahí y demuestra lo que este viejo te enseñó —el anciano se volvió y Diego le observó salir del salón.



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