03

Al llegar, Serena se apoyó contra la pared, encendiendose otro cigarrillo para matar el tiempo mientras esperaba que la recogieran. 

No quería ver al viejo. No es que tuviera una mala relación con Edward, pero siempre había percibido que la trataba de manera distinta a los demás. Cada visita era una confrontación con dos versiones de él: el padre o abuelo cálido y saludable que los demás conocían, y la figura distante y fría que solo ella experimentaba. Con el tiempo, la tristeza inicial se había endurecido, transformándose en indiferencia. Ahora, las visitas eran escasas, y sus expectativas, nulas.

Serena observó el patio delantero de la casa Newgate. Las plantas, cuidadosamente dispuestas, formaban un jardín tan impecable como la fachada de cordialidad que la familia mantenía hacia ella. El contraste entre la piedra fría de la pared contra la que se apoyaba y las vibrantes flores la llenaba de amargura. Los colores intensos de las orquídeas y azaleas parecían burlarse de su propia amargura. Exhaló una nube de humo, observando cómo se diluía en el aire cálido de la tarde, en un contraste perfecto con el frío de la pared contra su espalda.

Los rayos del sol se filtraban a través de las ramas de los árboles, proyectando sombras intrincadas sobre el suelo del jardín. Serena entrecerró los ojos, dejando que la luz le calentara brevemente el rostro antes de volver a bajar la mirada. Cerró los ojos y suspiró, dejando que un recuerdo del pasado la arrastrara brevemente.

Tenía ocho años y estaba en ese jardín, con las rodillas magulladas después de caer mientras jugaba con un frisbee. Sus pantalones cortos estaban rotos en la rodilla, y un hilo de sangre había empezado a resbalar por su pierna, mezclándose con la tierra. La herida no era profunda, pero el ardor del rasguño era suficiente para llenar sus ojos de lágrimas contenidas.

Instintivamente, buscó a Edward. Eso hacían los demás cuando se lastimaban o necesitaban algo. Haruka, Ace, incluso Marco, siempre corrían hacia él, y Edward respondía con una calidez que parecía iluminar cualquier habitación. Tal vez, pensó Serena, esta sería la primera vez que recibiría esa misma atención.

Con el frisbee roto en una mano y su orgullo infantil hecho pedazos, caminó hacia la casa. Sus pasos, primero decididos, comenzaron a ralentizarse cuando alcanzó el umbral. Desde allí, podía escuchar las risas de Edward y los otros niños, mezcladas con el sonido lejano de la televisión.

Se quedó de pie en la puerta del salón, dudando. El calor de la escena frente a ella, con Edward sentado en su sillón favorito, rodeado por Haruka, Ace y Marco, chocaba con el frío que sentía en el estómago. Se frotó los ojos rápidamente, tratando de contener las lágrimas.

Finalmente, reunió el valor para hablar.

—Abuelito... ¿puedes ayudarme? Me caí y creo que me hice daño —dijo, sosteniendo el frisbee roto y señalando la rodilla herida.

La risa en la sala se detuvo por un momento, como si alguien hubiera apagado un interruptor. Edward la miró, pero no con la preocupación que ella esperaba. Había algo diferente en su mirada, algo que no podía identificar del todo en ese entonces. Molestia. ¿Decepción?

—Límpiate la herida con agua y ponte una curita. No es tan grave —respondió Edward, antes de volver su atención a la conversación con los otros niños.

Las palabras cayeron como piedras sobre Serena. Por un segundo, se quedó congelada en la puerta, sin saber si llorar, gritar o insistir. Haruka y Ace ni siquiera la miraron; estaban demasiado ocupados compitiendo por la atención de Edward. Marco, que había sido quien rompió el frisbee accidentalmente, lanzó una mirada rápida hacia ella, pero luego desvió los ojos.

Sin decir una palabra más, Serena giró sobre sus talones y caminó hacia el baño. El nudo en su garganta le hacía difícil respirar, pero se obligó a contener las lágrimas. Encerrada en el baño, se sentó en el borde de la bañera y mojó un pedazo de papel higiénico con agua fría para limpiar la herida. El ardor del agua contra la piel raspada no fue nada comparado con el dolor de la indiferencia que acababa de experimentar.

Fue ahí, en ese silencio frío, donde Serena hizo su primera promesa. Nunca volvería a buscar consuelo en Edward.

La puerta de la casa se abrió lentamente, revelando a Marco, otro de los hijos adoptivos de Edward. Su cabello rubio y su sonrisa relajada, tan propia de él, desconcertaban a Serena. Siempre había sentido que esa sonrisa, aunque cálida, escondía algo vacío.

Marco miró a Serena con una mezcla de sorpresa y curiosidad. No esperaba verla allí, especialmente después de todo el drama que había escuchado sobre su salida de la casa de los Marshall.

—Serena... ¿Qué haces aquí? —su tono no era acusador, más bien curioso.

Serena dio una última calada a su cigarro antes de apagarlo contra la pared y dejar caer la colilla al suelo, aplastándola lentamente bajo su pie. La presión de su zapato contra la colilla le produjo una ligera satisfacción, como si, por un instante, pudiera aplastar también el resentimiento que sentía.

—Me dijeron que alguien me recogería aquí —respondió, sin mirarlo—. ¿Por qué? ¿Te sorprende?

Marco sonrió, esa sonrisa que siempre había desconcertado a Serena, una mezcla de calidez y misterio. Observó cómo los labios de él se curvaban con esa facilidad tan suya, como si no le costara ningún esfuerzo. Serena, en cambio, había perdido la costumbre de sonreír así.

—Un poco, la verdad —admitió, dando un paso hacia ella—. Pero, si Teach lo dijo, entonces así será. Pasa, te estarás más cómoda adentro mientras esperas.

Serena alzó una ceja, pero no se molestó en corregirlo. No había sido Teach ni nadie de los Marshall quien le había dicho que la recogerían allí, pero Marco no necesitaba saberlo. Miró la entrada de la casa y luego a Marco. No es que no confiara en él, pero la idea de estar en la casa de Edward Newgate no le resultaba precisamente atractiva.

—Prefiero esperar aquí.

—No seas así, estoy seguro de que el viejo estará contento de verte.

Un rayo de escepticismo cruzó su rostro, y Serena tuvo que contener la risa. ¿Contento de verla? Era el mismo hombre que había fingido estar enfermo decenas de veces solo para no tener que saludarla.

—¿De verdad? Siempre estaba "enfermo" cuando yo venía. Pero cuando tú o los demás aparecían, estaba como nuevo, cariñoso y sano —replicó, cruzando los brazos sobre el pecho y alzando una ceja.

Marco observó a Serena en silencio después de su reproche. La tensión entre ellos era palpable, y algo en su postura parecía mostrar que estaba comenzando a cuestionar sus propias palabras. La sonrisa que siempre llevaba a cuestas, tan fácil y relajada, ahora parecía una máscara frágil, como si se estuviera desgarrando por dentro.

—Sé que eso no fue justo, Serena. Pero no debes cortar con todos. No todos aquí te hemos tratado mal —dijo, bajando un poco la guardia—. Yo siempre te he visto como parte de la familia, y sé que el viejo también lo ha hecho, aunque no siempre lo haya mostrado de la mejor manera.

—Cierto, sólo habéis sido indiferentes conmigo.

Marco dio un paso hacia ella, su rostro ya no tan relajado. Un atisbo de incomodidad se reflejó en sus ojos, como si luchara por encontrar las palabras adecuadas. Siempre había sido el chico popular, el que se movía por la vida con facilidad, lo que irritaba a Serena. Pero en ese momento, ella lo veía distinto. Su postura no era la de alguien sin cargas. No era la sonrisa despreocupada de siempre; ahora parecía más vulnerable, incluso frágil.

—No puedes ser tan dura, Serena. No todo el mundo ha sido tan indiferente como dices. Yo he estado aquí, a mi manera, pero siempre he estado —dijo, su voz más firme, aunque la falta de seguridad.

Serena no respondió de inmediato. Su mirada se levantó del móvil, se posó en Marco, y algo cambió en su expresión, como si quisiera decir: ¿Me estás vacilando?

—¿En serio? —preguntó, sin ganas, casi como si fuera una formalidad. Aclarame una cosa, Marco. ¿Cuántas veces fuiste a ver a Haruka o a Ace en sus competiciones o concursos? Te lo diré yo misma, a todas dado que yo también iba por mi cuenta. Pero, ¿Cuántas veces vinisteis a las mías? Ni una. ¿Tienes idea que es ver a padres o familiares felicitar a sus hijos mientras yo estaba sola?

Marco abrió la boca, como si fuera a responder, pero no encontró las palabras adecuadas. La acusación le caló hondo, y por un momento, la fachada de seguridad que siempre había mantenido comenzó a desmoronarse. Serena, sin embargo, no le dio espacio para una reacción inmediata.

—¿Sabes lo que se siente? —continuó ella volviendo a atender su móvil—. Ver cómo se les da importancia a otros, y que cuando llega tu turno, estás invisible.

En ese momento, Edward, desde dentro de la casa, observaba la escena en silencio. Una parte de él sentía la tentación de dar un paso atrás, como siempre había hecho, pero un viejo recuerdo lo detuvo.

No seas un imbécil, Edward. No dejes que las cosas se pudran más, si sigues ignorándola, tarde o temprano te vas a arrepentir.

Edward salió al porche, tomando la decisión de enfrentar la situación, aunque sabía que no sería fácil.

Marco dejó escapar un suspiro, como si el peso de las palabras de Serena lo estuviera hundiendo.

 —Serena...

—Marco, déjalo ya —dijo una voz tranquila desde la entrada de la casa.

Era Edward con su figura imponente, pero su rostro mostraba una suave expresión de preocupación.

— Hacía tiempo que no te veía por aquí.

—No había motivos para venir —contestó indiferente, sin levantar los ojos de la pantalla.

Hubo una pausa incómoda antes de que Edward, aparentemente sin prisa, dio un paso hacia ella. Su voz, siempre grave y autoritaria, sonó más suave esta vez.

—Hace una buena tarde. ¿Por qué no me acompañas a dar un paseo por el jardín y nos tomamos una taza de té?

Serena guardó su móvil y, por un momento, se quedó pensativa.

—¿Un paseo por el jardín? —murmuró, como si no pudiera creer lo que oía.— No creo que tengamos mucho de qué hablar, pero ya que se ha dado la molestia de venir no me negaré a una taza de café.

Edward no pareció molesto. Su mirada, aunque firme, reflejaba una serenidad que nunca había mostrado antes a Serena.

Los dos junto a Marco entraron al jardín lleno de flores y plantas exóticas, como la orquídea de Rothschild que costaba dos millones por planta entre otras plantas igual de hermosas.

Los sirvientes que trabajaban en el jardín se detuvieron momentáneamente al ver a Edward caminando junto a Serena. Un murmullo bajo comenzó a recorrerlos, disimulado entre los sonidos de las herramientas y las hojas mecidas por el viento. Aunque intentaron mantener la compostura, era evidente que la presencia de Serena con Edward les resultaba inesperada.

Nadie recordaba haberlos visto juntos de esa manera antes. Algunos intercambiaron miradas significativas, como si no supieran si este cambio en la dinámica era algo pasajero o el inicio de algo más. Otros, más veteranos, parecían casi aliviados, como si esta escena reparara una tensión largamente acumulada.

Llegaron a una mesa repleta de pasteles y el té a punto de servirse.

—Trae café, sake y quita los pasteles. A Serena no le gustan —dijo Edward, su voz firme pero sin la frialdad de antes. Mientras hablaba, un leve destello de comprensión cruzó su mirada. Aunque era algo simple, ese gesto parecía decir más de lo que sus palabras podrían expresar. 

Los sirvientes, evidentemente sorprendidos, corrieron a cumplir con las instrucciones de Edward. Serena los observó en silencio, su mente procesando lo que acababa de suceder. Nadie, ni siquiera Teach o Devon, conocía realmente sus preferencias. ¿Cómo Edward había llegado a saber algo tan personal de ella?

Los sirvientes retiraron los pasteles y trajeron una cafetera humeante y una botella de sake. Serena los observó en silencio mientras la taza de café se llenaba frente a ella.

—No esperaba que supieras algo de mi —comentó Serena, sorprendida por el detalle.

Edward sonrió levemente, y su rostro, aunque cansado, parecía más humano que nunca.

—He prestado más atención de la que crees, Serena. Solo que no siempre lo he demostrado de la manera correcta.

—¿Y ahora te interesa demostrarlo? Justo cuando ya no soy parte de la familia.

Edward suspiró y tomó un sorbo de sake antes de responder.

—Sé que las cosas no han sido fáciles para ti. Y sé que he cometido errores. Pero quiero que entiendas que siempre te he considerado parte de mi familia, aunque no lo haya demostrado de la mejor manera.

—¿Parte de tu familia? —repitió Serena, con una risa amarga —. Es curioso escucharte decir eso ahora. Toda mi infancia fui 'la otra', la que nadie miraba cuando celebraban algo. ¿De verdad esperas que lo crea ahora?

Edward la miró, y esta vez no hubo evasión en sus ojos. Su expresión mostraba tristeza genuina, como si, por primera vez, se diera cuenta de lo que había perdido.

—Sé que he fallado en muchas cosas. No tengo excusas. Pero me importas, Serena. Y aunque ahora no seas parte de la familia, siempre tendrás un lugar en mi casa.

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