01
Marshall D. Teach cortó un trozo del magret de pato, el filo del cuchillo deslizando sobre la carne con un sonido seco. La mirada calculadora que lanzó a Serena desde el otro extremo de la mesa era suficiente para cortar algo más que comida.
Las paredes de roble oscuro, cubiertas en parte por tapices de tonos tierras, contrastaban con la calidez del ambiente, creando una sensación de cierre, casi asfixiante. La luz de las lámparas de araña se reflejaba en el brillo dorado de los candelabros, proyectando sombras alargadas sobre los muebles lujosos. Los retratos de antepasados enmarcados en madera tallada y las alfombras de terciopelo susurraban la historia de una familia obsesionada con la apariencia. Los ojos fríos de los retratos observaban, como si juzgaran cada movimiento en la habitación.
—Disfruta el banquete, Serena. Será el último que tengas en esta casa.
La luz suave de la lámpara caía sobre los platos con precisión, como si la cena misma fuera una escena cuidadosamente preparada. Serena, sin embargo, no parecía tan entusiasta con la idea del festín. Su mirada pasó fugazmente sobre el entrecot cubierto con salsa de queso azul, pero ni siquiera intentó cortarlo. La salsa derretida sobre la carne parecía una obra de arte, pero para Serena, la idea de consumirlo solo la repugnaba más.
—Banquete —pensó con desdén. —¿De verdad espera que me trague esa suela de zapato?
El suave crujir del magret de pato entre los dientes de Marshall parecía resonar más fuerte que nunca en la habitación, mientras el olor del plato que ella apenas tocaba flotaba en el aire, como si se burlara de su indiferencia.
Hace medio año, algo había sacudido los cimientos de la familia Marshall. Durante años, los sirvientes de la casa habían hablado en susurros, sobre todo en la cocina, donde el calor de las ollas y el bullicio de los preparativos servían de camuflaje a sus palabras. Algunos comentaban lo evidente: Serena no se parecía en nada a Catarina, ni a Marshall. No solo en su apariencia, sino en sus gestos, en sus maneras. La joven era un enigma que no encajaba en los contornos de la familia Marshall.
Al principio, los murmullos se limitaban a las horas de descanso, cuando los sirvientes se relajaban y la presión de la casa disminuía. Pero la duda creció, silenciosa, pero firme, como un rumor que va tomando forma con el tiempo. A veces se preguntaban si Serena había sido adoptada. Pero nunca se atrevieron a hacer la pregunta en voz alta, temiendo que las respuestas pudieran ser más oscuras de lo que imaginaban.
Una noche, mientras la familia cenaba, un incidente aparentemente insignificante sacudió la calma. Un sirviente accidentalmente dejó caer una bandeja con platos al piso, el ruido resonó en la estancia, y los ojos de todos se volvieron hacia él. Mientras el mayordomo levantaba los platos rotos con la misma indiferencia con la que trataba a los objetos que quebraban, algo más ocurrió en la mente de Marshall. Algo había estado rondando su cabeza durante mucho tiempo, algo que no se podía ignorar.
Poco después de esa noche, Marshall tomó una decisión que nadie esperaba. Contrató a un médico especialista para realizar una prueba de compatibilidad, un análisis de sangre, en un acto que ocultó a todos, incluso a Serena. La respuesta llegó, fría y contundente: Serena no era su hija biológica. La verdad no se encontró en las habladurías de los sirvientes, pero esas palabras susurradas durante años finalmente encontraron su respuesta científica. Una verdad que Marshall no podía ignorar.
Serena dejó su entrecot, el cuchillo y el tenedor a un lado. Se levantó sin pronunciar una palabra, dirigiéndose hacia lo que había sido su habitación. No sentía tristeza, no ya. Solo una calma extraña se apoderaba de ella, como si la emoción misma hubiera sido despojada de su ser. Habían sido años de esfuerzos inútiles, de intentar encontrar un lugar en una familia que siempre la había rechazado. Al principio, trató de amoldarse a lo que creía que querían de ella, pero esa esperanza se fue debilitando con el tiempo, hasta convertirse en una decepción amarga e imposible de ocultar.
El crujir de los pasos de Serena sobre el suelo de madera resonó suavemente en la quietud del comedor, como si cada paso marcara una distancia creciente entre ella y la mesa.
Catarina Devon observó la escena, y su ira no pudo contenerse. El resentimiento y el dolor la consumían. Había dedicado años a criar a una niña que no era su hija, y ahora, la imagen de su verdadera hija, Doll, deslumbrando en todo su esplendor, solo intensificaba su odio hacia Serena. Con furia, se levantó bruscamente, derramando un poco de vino sobre el mantel, dejando una mancha roja como un grito silencioso de frustración.
—No puedo creer que la hayamos criado solo para que nos trate con semejante desprecio —exclamó, con los ojos brillando de rabia.
Marshall, imperturbable, siguió disfrutando del magret de pato, el sabor aún en su paladar. A su alrededor, el aroma del plato y el calor de la chimenea contrastaban con la tensión que flotaba en el aire. La situación no lo afectaba de la misma manera; ya había hecho las paces con la verdad. Serena solo era un estorbo más que debía desaparecer para que Doll tomara su lugar.
—Mamá, no te enojes con ella. Seguro que está desconsolada por irse —dijo Doll, quien había regresado a la familia hacía apenas un mes.
Doll había escuchado la conversación y sabía que los padres biológicos de Serena eran pobres y sin trabajo. El padre había muerto hacía unos años, la madre era alcohólica, y tenían varios hijos más que no hacían nada.
—Voy a ver cómo está ella —dijo Doll, levantándose.
Mientras Doll cruzaba el comedor, los ojos de Marshall la siguieron con una leve aprobación. Por fin, su verdadera hija estaba en casa, y con ella, la familia volvía a recuperar el brillo del linaje que tanto le importaba. Ese brillo que Serena nunca pudo alcanzar, aunque lo intentara.
El suave crujir de las maderas del suelo acompañaba el paso de Doll mientras se dirigía a la habitación de Serena. Cada paso resonaba con una claridad inquietante, como si contraviniera la quietud de la noche. Un destello de satisfacción brillaba en sus ojos mientras imaginaba la confrontación que se avecinaba. Aunque su aparente simpatía era visible, su propósito era claro: hacer que la salida de Serena fuera aún más amarga.
Serena, al llegar a su habitación, recorrió lentamente el espacio. Ese cuarto había sido su refugio, pero también su prisión. Recordó las noches de insomnio, preguntándose qué había hecho mal, cómo podría ganarse el afecto de Marshall o, al menos, un mínimo respeto de Catarina. Esos sueños ya le parecían insignificantes, como si pertenecieran a otra persona. Mientras recogía su mochila, respiró hondo, sintiendo una calma desconcertante, como si el peso de los años en esa casa comenzara a desvanecerse. Todo lo que había soportado allí había agotado su capacidad de sentir tristeza. La desesperación y la desilusión se habían transformado en algo más frío y fuerte.
Sin embargo, algo en su pecho se removió por un instante. En una esquina del cuarto, una antigua caja de música descansaba sobre la mesa, cubierta por una capa de polvo. Serena la observó sin hacer un movimiento. Había sido un regalo de Catarina, un intento de reconciliación, o quizás una ironía cruel. La caja de música había dejado de sonar mucho tiempo atrás. Como su madre, que siempre la había tratado con indiferencia, como una pieza más en el mobiliario de la casa. Una sonrisa amarga se formó en sus labios, pero pronto desapareció. No valía la pena pensar en esos detalles ahora.
Al salir al pasillo, Doll apareció a su lado con una sonrisa altiva.
—Bellami dice que su madre está deseando conocerme. Qué nervios... Aunque supongo que tú ya no tendrás que preocuparte por esas cosas, ¿verdad, Serena? —La mirada de Doll brillaba con una satisfacción maliciosa, y sus labios se curvaron en una sonrisa que ocultaba poco su orgullo.
Serena la miró, impasible, pero su calma no pasó desapercibida para Doll. La joven sabía que no podía permitirse mostrar debilidad, pero ver esa indiferencia en el rostro de Serena solo avivaba su rabia. Doll, por un momento, vaciló. ¿Qué estaba viendo en los ojos de Serena? Había algo en su actitud que no entendía, una especie de vacío que no podía descifrar y que la hacía sentir incómoda, como si las emociones de Serena estuvieran más allá de su alcance.
Pero, antes de que pudiera comprenderlo del todo, se repuso y sonrió con más fuerza, como un animal que, al verse enfrentado a un desafío, decide atacar con más furia.
—Doflamingo no estará nada contento con este cambio —pensó Serena con una risa interna que comenzó a burbujear en el fondo de su garganta. No era risa de diversión, sino de desdén. Habría tenido que reír, si no fuera porque el simple hecho de pensar en lo que Doll había dicho la llenaba de una calma fría, una que no sabía si temer o abrazar.—Pobre Doll, no sabe lo que le espera, pero es una lástima que no veré la expresión de Doflamingo cuando se entere. ¿Debería pedir a Rosinante que lo grabe y me lo pase?
Doll pareció interpretar el silencio de Serena como un triunfo y se inclinó ligeramente hacia adelante, adoptando una pose que imitaba una falsa compasión.
—Espero que no te moleste mucho, porque de todas formas te irás. Es el deseo de papá, y nadie lo desafía.
Sin embargo, Serena le devolvió la mirada con una sonrisa irónica que destilaba cansancio más que rabia.
—¿Molesta por no tener que casarme con un idiota? Claro, Doll, lloro todas las noches —replicó, levantando una ceja, casi burlándose de la propia idea. —No sabes el favor que me has hecho librándome de ese compromiso. Honestamente, me ahorraste bastantes dolores de cabeza.
Doll, sin palabras, abrió la boca, buscando algo que responder, pero se quedó en silencio. La rabia acumulada parecía estar a punto de estallar, pero su orgullo no le permitió hacer el primer movimiento.
—Además, si crees que casarte con Bellami es un premio, te lo regalo con gusto. Es más, ¿quieres que lo envuelva con un lazo? ¿De qué color lo prefieres? —añadió Serena, sin el más mínimo rastro de emoción en su rostro.
Las palabras de Serena llegaron como un golpe certero, y Doll, incapaz de replicar, cerró los labios con fuerza. La incomodidad era palpable, y su rostro se tornó rojo, no por vergüenza, sino por el furor contenida que se reflejaba en su mirada.
—Tú... eres una desagradecida —gruñó entre dientes, con la voz rasposa de ira—. Después de todo lo que esta familia hizo por ti, ni siquiera tienes la decencia de...
—¿Decencia? —interrumpió Serena, ladeando la cabeza con fingida curiosidad—. ¿Te refieres a las miradas de desprecio? ¿Las palabras que no dijeron pero que se sintieron como cuchillos? ¿O tal vez a la forma en que mamá querida me trató como un adorno defectuoso durante años? —Sonrió, pero era una sonrisa afilada, sin calidez—. Si eso es lo que llamas generosidad, Doll, entonces te regalo toda mi gratitud. Pero mejor guarda algo para ti. Te hará falta, sobre todo cuando Bellami empiece a aburrirse.
Las palabras de Serena llegaron como un golpe certero. Doll, incapaz de encontrar una réplica inmediata, se quedó en silencio, con los labios apretados y las manos temblando de frustración. Serena no esperó más. Dio un paso adelante, inclinándose ligeramente hacia ella.
—¿Sabes qué es lo mejor de irme de esta casa, Doll? —dijo Serena en un tono bajo pero firme—. Que al final, serás tú quien tenga que soportar esta cárcel. Y si crees que casarte con Bellami es escapar, entonces tal vez no eres tan lista como pensaba.
La calma en la voz de Serena era lo que más le molestaba a Doll, más que el desprecio en sus palabras. Había algo que no lograba comprender, algo en esa mirada serena que desbordaba todo sentido de rivalidad. Antes de que pudiera decir algo más, Catarina Devon apareció en el pasillo, mirando a Serena con la misma expresión de desprecio que siempre había reservado para ella.
Doll, rápida como una actriz en un escenario, cambió su rostro de ira por una expresión dolida. Corrió hacia Catarina y se aferró a su brazo como una niña pequeña.
—¡Mamá! —exclamó, fingiendo un sollozo—. Serena me está diciendo cosas horribles. Yo solo quería despedirme de ella, pero...
Catarina, con el rostro endurecido y sin buscar más explicaciones, se volvió hacia Serena con una expresión de profundo desprecio.
—¡Serena! ¿Cómo puedes tratar así a tu propia hermana? ¿Estás loca? —Catarina la enfrentó, furiosa. En su voz había tanto dolor como desprecio, como si pudiera despreciar la existencia misma de Serena.
Serena, casi sin parpadear, la miró fijamente, pero sin una pizca de emoción. Ya estaba más allá de esa conversación, más allá de la necesidad de defenderse. El desprecio de Catarina le resultaba tan indiferente como la de Doll. Decidió que no valía la pena perder más tiempo en algo que nunca cambiaría.
—¿Me acaba de llamar loca, la loca? —pensó Serena, con una sonrisa fría. No respondió. No había nada que pudiera decir que cambiara la situación.
—Serena... —Chirrió con los dientes temblando de ira al no obtener respuesta.
En medio del estallido de rabia de Catarina, uno de los mayordomos hizo su aparición en la habitación, interrumpiendo la tensión que se había acumulado con una expresión que oscilaba entre la preocupación y el desconcierto.
—Señora, debo informarle que su collar de corazón ha desaparecido —dijo el mayordomo con la voz temblorosa.
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