La Habitación Prohibida


Pensé que el 2024 sería mi año. Mi gran momento. Por fin iba a recibirme de veterinario, solo me faltaba rendir la ultima materia. Sin embargo, mi país, Argentina, estaba al borde de una crisis. Con el cambio de presidente se respiraba esperanza, pero las nuevas políticas económicas y sociales estallaron contra las viejas costumbres y hábitos a los que estábamos mal acostumbrado los argentinos, creando situaciones muy duras para la clase media y baja.

El transporte público, los alimentos, alquileres y servicios, duplicaron sus precios en cuestión de unos pocos meses. Como estudiante, toda mi fe y seguridad se depositaba en terminar mi carrera. Solo una materia y mi vida cambiaria.

Mis padres vivían a más de 800 km, hacía un par de años que ya no podían venir a visitarme a Rio Cuarto. Aún me brindaban una mano para los gastos, pero esto se complicaba demasiado, ambos ganaban la jubilación mínima y a penas llegaban a fin de mes. Por suerte, había empezado a trabajar en la veterinaria "Huellitas" que quedaba a un par de cuadras de la casa donde alquilaba. Ganaba como empleado de comercio, sin título no podía ejercer la profesión que estaba a punto de conseguir. Solo me dedicaba a la atención a la gente, venta de alimentos y una que otra consulta exprés que no requiriera de muchos análisis. Y, obviamente, todo debía ser con la presencia del veterinario del lugar, Iván Solorzano, un hombre delgado de aspecto juvenil que fácilmente se podría confundir con un pibe joven.

Iván no solo actuaba como mi jefe, también como mentor, guía y desahogo personal. Él era un buen oyente, siempre sabía que decir y sin duda era alguien que se ganó mi admiración. Me motivaba a meterle garra y terminar el último tirón que me quedaba para recibirme. Algo que se volvía más difícil a cada día que pasaba, los nervios por acabar se sentían como una pesada ancla que me hundía en lo más profundo de un mar de dudas e incertidumbres. ¿Podré ser tan buen profesional cómo Iván? ¿Alcanzaré a mantenerme por mi cuenta con el dinero qué gané? ¿Podré salvar a cada animalito qué venga por mi ayuda?

Esta última pregunta era fácil de responder, cualquiera diría que no. No todas las enfermedades son curables. No todos los problemas tienen solución. No toda cirugía siempre iba a ser exitosa. Es lo normal, ¿no? Sin embargo... ¿Por qué Iván lograba salvar a todo aquel qué viniese en su ayuda? ¿Cómo era posible qué él lograra curar a cada animalito que venía, sin importar la deplorable condición qué estuviera? Era conocido como "el Ángel del barrio Alberdi".

Para que no todos abusaran de su gran trabajo, Iván tenía un par de reglas extrañas a la hora de aceptar los casos. La primera, era que solo atendía a las personas que fuesen del barrio Alberdi, una de las partes humildes de la ciudad de Rio cuarto, donde la mayoría de la gente no podía pagar las caras consultas y análisis que se requerían para atender a sus animalitos. Él, una vez que comprobaba que vivían por la zona y tomaba los datos de donde quedaban sus casas, les ofrecía precios bastante accesibles y variadas maneras de pagarlo.

Otra regla era que, cualquier caso grave o de urgencia, solo podía tratarlo de noche, cuando la veterinaria Huellitas estuviera cerrada. Solo quedaba él y el animalito que fuese a tratar. Ni siquiera yo podía ayudarlo, y eso que me moría de ganas de empezar a participar de las cirugías. Ni hablar de cobrarlas.

Como todas las tardes, llegué temprano a la veterinaria, antes de que abriéramos a las 17 hrs y me puse a preparar todo. El lugar era simple, como cualquier otro. Era una gran habitación, con diferentes hileras de bolsas de alimento, un mostrador a mitad del cuarto para separar hasta donde podían pasar los clientes, una mesada grande con shampoos para perros, pastillas y todo medicamento que no necesitara de una consulta previa. Las paredes eran de un color turquesa, o verde agua, son lo mismo, el detalle estaba en que mantenían un color brillante y amistoso. Había una mesada con un par de sillas donde nos sentábamos a tomar mates con Iván cuando todo estaba calmado y chismeábamos un poco sobre la vida. Él tomaba mate dulce, demasiado para mi gusto, por eso no lo dejaba cebar. Parecía que no tenía sentido del gusto.

El aroma a alimento de mascotas se mezclaba con el aromatizante que desprendía perfumes cítricos para darle una bienvenida más agradable a los clientes. Detrás de una puerta corrediza de madera, estaba la entrada al consultorio. Totalmente blanco e impecable, siempre con uno que otro sahumerio prendido que entregaba una fragancia más suave y dulce. Servía para calmar un poco a los clientes, que entraban incluso más nerviosos que sus animalitos. En un estante estaban todas las drogas que se utilizaban para trabajar y en el centro había una mesa quirúrgica de acero inoxidable y brillante color gris.

Más de una vez me imaginé tratando a los animalitos ahí: auscultándolo, tomándole temperatura, vacunándolos... Ya podía saborear mi trabajo. Y mi jugoso sueldo.

Una habitación más se escondía al fondo, detrás de una puerta de hierro. Jamás entré ahí, estaba totalmente prohibido. Fue una de las primeras advertencias que tuve cuando empecé a trabajar. Era donde Iván se encerraba para realizar las cirugías, por eso todos los instrumentos los tenía ahí.

—Ay, Doctor Iván, le estoy muy agradecido por salvar a Negrito —exclamó la anciana de rulos blancos—. Ayer por fin volvió a comer y se levantó de su cuchita —agregó, mostrando su preocupación al comprar un alimento un poquitín más caro del que estaba acostumbrado a llevar.

Negrito era un perro que fue atropellado: varias costillas rotas, pulmón perforado, riñón reventado, fracturas por doquier y una gran pérdida de sangre que ningún profesor de mi facultad creería posible. Pero, sí algo aprendí en los ocho meses que llevó aquí, era que los clientes exageraban sobre las recuperaciones de sus mascotas. Dudo mucho que se pudiera levantar luego de eso, además, Negrito parecía una momia cuando salió de aquí hace ocho días, envuelto en gasas y yesos.

—¡Que bueno! —respondió Iván desde el mostrador, tan risueño como siempre. Jamás discutía con los clientes ni los confrontaba, solo les seguía la corriente—. Asegúrese de darle las pastillas y que tomé mucha agua.

—Sí, sí, seré vieja pero no olvidadiza —La anciana río mostrando sus degastados dientes. Luego, su expresión cambio totalmente y se mostró confundida, con la ceja levantada y una mirada curiosa—. Pero sabe... tengo una duda —susurró con temor, como si no quisiera que yo escuchase—. ¿Es normal que se quede parado en medio de la oscuridad mirando hacia la puerta? Últimamente ha cambiado mucho, ni mueve la cola.

¿Cómo va a mover la cola si el pobre animal era más gasa que perro? Debería de permanecer acostado.

Iván se tomó de mejor forma esa pregunta, hasta diría que de verdad creía que Negrito se podía levantar, y respondió todas sus dudas con profesionalismo y seguridad, envolviendo no solo a la señora, sino también a mí, de satisfacción con cada palabra que decía.

Siempre pasaba lo mismo. Siempre le hacían preguntas raras. Siempre remarcaban el hecho de que sus animalitos parecían otros luego de recuperarse. Siempre mencionaban que se sentían fríos al tacto y apestaban a basura podrida, sin importar qué tanto los bañasen. Y siempre... desaparecían al cabo de algunas semanas...

—El olor es porque permanece mucho tiempo acostado y hay que cambiar todas las gasas. Muchos se ensucian por sus propios desechos, ya que no se pueden levantar —aclaró Iván, respondiendo otra de las habituales preguntas.

La señora continuó con algunos datos perturbadores más, mencionaba que la mirada de Negrito parecía vacía. Incluso pensaba que la tonalidad de sus ojos se volvió más blanca. Aunque con esto último dudaba, se lo atribuía a su mala visión por las cataratas. Por fin dijo algo con sentido. Ya váyase señora...

Una vez la anciana se fue, él vino a sentarse a mi lado. Lo recibí cebándole un buen mate caliente, perfecto para pasar el gélido clima que nos azotaba en abril. Y eso que recién empezaba el invierno. La veterinaria siempre se me hizo demasiado fría, mucho más que cualquier otro lugar. Era extraño, se lo mencioné a Iván reiteradas veces, pero el solo sonreía como si se tratase de un chiste.

—¿Cuándo rindes bromatología, Agustín? —preguntó sorbiendo de la bombilla.

—Ufff, no me hagas acordar... —exclamé suspirando—. Dentro de dos semanas.

—Disfruta de estas dos semanas, son las últimas que tenés como estudiante... —mencionó con nostalgia, hasta podría decir que por primera vez lo vi reflejar tristeza. Sus palabras sabían amargas, casi tanto como el mate que acababa de preparar—. La semana que viene voy a necesitar que vengas a cuidar la veterinaria y atiendas todo solo. Nada de urgencia, solo lo básico—dijo poniéndose de pie—. Yo me voy de viaje —aclaró sonriendo.

La semana siguiente, no voy a mentir, la veterinaria parecía como si entrara al interior de una heladera. Más fría que casa de esquimal o beso de suegra. Fue una semana llena de lluvias, por lo que casi no hubo clientes. Estaba solo la mayor parte del tiempo. O... eso pensaba. Escuchaba ruidos extraños por las paredes, los vidrios parecían susurrar lamentos cuando el viento los golpeaba. Yo también lo haría si tuviese que aguantar esa brisa gélida todo el tiempo.

Cuando cerraba la puerta y apagaba las luces, me invadían los escalofríos. La oscuridad me daba una inquietante sensación que no había sentido desde que era niño. Antes me gustaba estar en la veterinaria, ahora no veía las horas de irme.

Una noche trajeron a un ovejero, había subido a la mesa y se hizo un festín con todas las milanesas fritas que eran para la familia. El perro parecía una canilla, vomitaba puro líquido del malestar que tenía. Ensució por todas partes, justo unos minutos antes de que fuese a cerrar.

No podía atenderlo, necesitaban que lo pinchicateen con un protector gástrico, otro hepático y algo para las náuseas. Por su condición quedaba descartado el uso de pastillas. El problema era que no podía manejar inyectables, lo terminé derivando a otro lado y le dije al dueño del ovejero que volvieran cuando estuviera Iván. Pero claro, el desastre ya estaba hecho. Todo sucio, lleno de vomito.

Eran más de las 21 hrs, ya tendría que haber cerrado. La oscuridad y las desoladas calles me ponían los nervios de punta, últimamente la inseguridad se había disparado por las nubes y los oportunistas de los noticieros invadieron sus canales con constantes historias de robos y asesinatos. La paranoia me jugaba en contra, debía dejar de consumir tanta porquería en internet.

El ruido de rasguños en las paredes se hacía más fuerte con el pasar de los minutos, parecía que la noche volvía loco a lo que fuese que producía ese sonido, era como si quisieran escapar de la veterinaria. "Deben ser ratas", me dije para tranquilizarme. Mientras buscaba los materiales de limpieza, la luz se cortó. ¡Vaya susto qué me pegué!

Desesperado busqué mi teléfono para usarlo de linterna, estaba inquietó y mi corazón palpitaba con desesperación. El viento golpeaba las ventanas creando una atmosfera aterradora. No mientó, me sentía observado. Algo estaba ahí conmigo, estoy seguro.

La luz volvió en unos segundos, demasiado largos para mi pesar, y me quede absortó al ver marcas de huellas de perro. Unas diminutas patitas seguían un recorrido, había atravesado el vómito que dejó el ovejero. No tenía palabras para describir lo que sentía, buscaba alguna explicación lógica en cientos de ideas fugaces e incoherente que solo remarcaban aún más el hecho de que era un suceso inexplicable. Nada. No había respuesta. Las huellas eran perfectas. Iban hacia el consultorio.

El chirrido de una puerta de metal me estrujó el pecho. Lo supe al instante, era la habitación prohibida. Iba a correr, estaba seguro que debía irme de ahí. Pero, ¿si era un choro qué había entrado? No podía dejar que robase todo e irme sin hacer nada, era mi trabajo cuidar el lugar. Necesitaba el dinero.

Fui hacia el consultorio armado con la escoba y un coraje frágil como una copa de cristal. Por el miedo no le presté atención a mi respiración que se condensaba en una nube. Tiritaba, pero no era por culpa del frío, parecía uno de esos detestables caniches que eran forzados a entrar para sus chequeos. Avance a paso lento, revisando cada rincón, ignorando el ruido de la fuerte ventisca de afuera. Apestaba a fármacos, formol, sobre todo. Algo raro en el consultorio de Iván. Mis ojos se clavaron en la puerta que estaba abierta al fondo. La habitación prohibida estaba abierta.

Hipnotizado, no, mejor dicho, como si fuese controlado por alguien, mi cuerpo empezó a moverse contra su voluntad y solté la escoba a la que aferraba con tanta fuerza. Me sentía como un sucio títere que estaba siendo arrojado al oscuro cajón del que pertenecía. Las sombras me engullían sin piedad, parecían hambrientas y ansiosas de devorarme. Quería gritar, pero ningún musculo me pertenecía. Las lagrimas se deslizaban por mi mejilla, eran el silencioso clamor de mi alma ante la frustración y terror.

Entré a la desolada habitación, donde varias cajas estaban cubiertas por algunas mantas blancas manchadas con un liquido rojo. Todo ordenado en varios estantes, parecía un almacén. Otra mesa quirúrgica, más grande, donde cabría perfectamente una persona, se adueñaba del protagonismo de la única luz en el cuarto. La bombilla se balanceaba en movimientos pendulares, dejando escapar un tétrico sonido eléctrico.

Podía escuchar leves suspiros y respiraciones, las mantas blancas se movían al son de aquel horripilante ruido. Ignorando toda lógica, me atreví a inspeccionar lo que contenía una de esas cajas. Casi me desmayo; era un perro disecado que aún luchaba para mantenerse con vida. Tenía una incisión que abría todo su tórax, y le habían removido el esternón junto a las costillas, dejando expuesto todo el interior del pobre animal. El corazón se movía de forma agonizante y tenía un solo pulmón que se inflaba en cada letárgica respiración. Los demás órganos estaban intactos y aún conservaban su color. También me percaté de que le faltaba un riñón. 

—¿Parches? —pregunté, tan asqueado como sorprendido, mi voz había vuelto por un fugaz momento.

Se trataba del perro que Iván había atendido hacía un mes. El mismo que salvó y luego desapareció. ¿Qué hacía aquí? ¿Cómo era posible qué estuviera vivo? ¿Por qué lo mantenían en ese estado? Jamás imagine presenciar algo tan cruel. Cada caja era sin duda otro animal.

La puerta se cerró de golpe, dándome otro horrible susto. Iván había llegado. Estaba serio, nunca lo había visto así, con aquella fría y desoladora mirada que me atravesaba como un filoso bisturí. No estaba enojado, se lo veía... triste.

—Y-yo... la pu-uerta estaba abier...

—Shh... es mi culpa —dijo actuando de manera desconcertante—. Lo siento, Agustín —susurró caminando hacía mi lado y tapando a Parches—. De verdad me caías bien. No quería trabajar contigo... pero no tuve opción. Te eligió...

Mi espasmódica y exacerbada respiración apenas y me permitía escucharlo. Estaba apunto de orinarme del miedo.

—Nos vemos dentro de unas semanas, luego de que te recibas... —concluyó, saliendo del lugar y apagando todas las luces, dejando la puerta abierta.

En el instante que salió, mi cuerpo se paralizo por completo. Ni siquiera podía respirar, el aire se había vuelto pesado y gélido. Un espantoso escalofrió me recorrió todo el cuerpo, sacudiendo hasta lo más profundo de mis huesos. Jamás experimenté algo así de horrible. Sentía unos mirada clavándose en mi espalda, pero no tenía el valor para darme la vuelta. Una caliente respiración en la nuca despertó en mi memoria todos los rezos y oraciones que alguna vez escuché. No necesitaba verlo para saber que detrás mío había una criatura que no era humana. Estaba seguro que iban a asesinarme. Mi corazón bombeaba con desesperación y la sangre que corría por mis venas se sentía espesa y fría. 

Unos infernales ojos rojos se asomaron por mi hombro, arrebatándome la poca esperanza de salir con vida que tenía. Aquella diabólica mirada atravesaba mi piel y llegaba hasta lo más profundo de mi alma, de mis miedos. Cuando parecía que mi final había llegado, recuperé el control de mi cuerpo y hui a toda prisa, saliendo del infierno donde era cautivo. Me choqué con varias bolsas de alimento en el camino en mi desesperado intento por escapar. 

En tan solo minutos llegué a mi casa y me encerré con todas las luces prendidas. Había dejado mi celular, no podía llamar a nadie. Solo... me detuve a llorar y tratar de olvidar aquel horrible momento.

Durante la semana empecé a tener la misma pesadilla: algo me guiaba hacía la habitación prohibida. Ahí, alumbrado por la única luz del lugar, siendo el protagonista de la escena, empezaba a trabajar con Iván en una cirugía. El aroma a muerte y formol era asfixiante, no podía quitármelo de encima.

Los días se hicieron largos, demasiado. Solo me la pasaba encerrado. Sentía que algo me observaba desde fuera de mi casa, que me esperaba. Cuando oscurecía, de las sombras, aparecían aquellos ojos rojos acechándome. Incluso, creía haber visto a Iván rondando por la mi cuadra. Cada tanto escuchaba a alguien intentando entrar por la puerta o abrir las ventanas. Cuando las luces titilaban, mi corazón se estremecía y mis recuerdos revivían aquel horripilante momento en la habitación prohibida. Dejé de comer, de bañarme, de estudiar, de dormir.  Esa maldita pesadilla me atormentaba.

El día de mi examen final sentí que fui controlado de nuevo. Vi todo como si se tratase una película y yo solo fuese la cámara. Rendí con honores mi ultima materia, cada pregunta respondí con certeza, cada comentario que hacía ponía una sonrisa en el rostro del profesor. Me dieron mi título. Pero no fui yo quien se ganó ese logró. Alguien me controlaba y me arrebató mi sueño. Al igual que lo hacía cada noche.

Cansado de la tortura y de perder el control de mis acciones, decidí ponerle fin a mi vida. Me colgué con una soga en el árbol de mi patio. Lo sentía por mi familia y mis amigos, todo mi esfuerzo había sido en vano. Y, mientras el asfixiante nudo me arrebataba el aliento, cerré los ojos cargados de arrepentimientos... pero, para mi desgracia, volví a soñar con la habitación prohibida...

Desperté en la mesa quirúrgica de la veterinaria Huellitas. Ya no sentía frío, ni dolor, ni angustia. Iván se quitó los guantes manchados de rojo y terminó de cocer mi pecho. No me sorprendí, era como si supiera que esto iba a pasar. Me levanté vació, como un zombi. Solo escuchaba una voz en mi cabeza que decía "prepárate para la cirugía".

Iván puso el mismo ovejero que atendí la semana pasada sobre la mesada. Su hígado estaba fallando y lo trajeron de nuevo. Me preparé en silencio, sabía lo que hacía, era lo mismo que veía en mis sueños.

La puerta de hierro se abrió por si sola y entró Negrito, el perro de la anciana con rulos. Caminó directo hacía nosotros y se recostó en el suelo, esperando a que empezáramos a disecarlo. Lo subimos al lado del ovejero y empezamos con la cirugía de ambos, Negrito tenía un hígado que funcionaba, era lo que necesitábamos...

En medio de la oscuridad, una vez que terminó la cirugía, nos sentamos a tomar mates, como si fuese otro día normal. Sin importar que tanta azúcar le pusiera, no sentía el gusto, me lo habían arrebatado, al igual que con todas mis emociones. Con Iván no intercambiábamos miradas. No hablábamos. Lo único que se escuchaba era la bombilla del mate al ser sorbida. 

Las luces de la veterinaria se apagaron y un terrorífico ser se manifestó en la habitación. Se mezclaba en armonía con las sombras, su amorfo cuerpo generaba un aura inquietante y maléfica, que arrebata cualquier rastro de vida a su alrededor.  Las cajas con las mantas blancas liberaban su ultimó suspiró como si se tratase de una lúgubre orquesta de bienvenida. Poseía una alargada cola que movía de lado a lado con impaciencia. Al caminar sus pezuñas retumbaban en la cerámica y dejaba un asqueroso olor a azufre a cada paso que daba. Sus ojos rojos, como el fuego del infierno, se clavaban en mí. Aquel ser sonreía con aquellas enormes fauces, que seguro podían desgarrar la piel como papel.

Sin decir una palabra, empezó a devorar con bestialidad a Iván. En medio de las tinieblas, solo podía escuchar el grotesco sonido de los huesos siendo destrozados por sus dientes y la forma en que masticaba la carne como si se tratase de chicle. Pero... no sentía nada. Solo me quede ahí, en silencio. Mi vida de estudiante había acabado y comenzaba mi nueva etapa remplazando a Iván como el veterinario del lugar. Por un tiempo me convertiré en "El Ángel del Alberdi..."

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