Prólogo: «Mi querida Ruby»

Los árboles se mecían por la acción del viento helado. Ruby se despertó en mitad del bosque. La nieve rodeaba su cuerpo, y sintió tanto frío que se cubrió la cara con las manos para expulsar su aliento entre ellas; el calor procedente de su garganta le hizo recobrar el color en las mejillas por un instante.

Se levantó con cuidado. Algunas ramas crujían bajo la nieve que pisaba, y aquel sonido le puso la carne de gallina. Pero un escalofrío más intenso recorrió su piel cuando la brisa susurrante azotó cada milla de terreno y centímetro de sus huesos. Vio que unas gotas de sangre empaparon la manta blanca que envolvía sus pies, y se sintió mareada. La chica tocó una de sus sienes y gimió de dolor tras comprobar que se encontraba herida. Miró su alrededor, e investigó durante unos minutos hasta dar con la causa de su lesión.

Encontró en el suelo un trozo de papel escrito, y descubrió que estaba atado por una fina cuerda sobre una piedra ensangrentada. Ruby arrancó la hoja y leyó su contenido.

Mi querida Ruby:

Sé que estás triste. Eso pasará.

Me marché, lo hice para no volver jamás. No hagas caso de lo que te cuenten. Recuerda quién eres. No malgastes tu fuerza con las brujas ni tu tiempo cuando escuches lo que murmuran los campesinos.

No salgas de casa. Ahora Salem es peligroso.

Scarlet.

Ruby sintió que le pesaban los ojos tras leer la carta. El papel se le resbaló de sus manos temblorosas y se perdió bajo la nieve al igual que ella después de caerse. Esta vez, gran parte de la superficie blanca situada bajo su herida se tiñó de un rojo brillante, que podía distinguirse a simple vista a pesar de la oscuridad.

—Ayuda... ¡Ayuda! —gritó con las pocas fuerzas que le quedaban.

Repitió esa palabra hasta quedarse sin voz.

Estuvo a punto de perder el conocimiento, pero escuchó el escandaloso sonido de varios caballos, tanto su relinchar como el trotar de sus cascos sobre la nieve. Ruby hizo el pésimo intento de levantarse, y entrecerró los ojos para ver con más claridad quienes eran los jinetes que se acercaban. Uno de ellos saltó del animal y corrió hasta alcanzarla.

—¡Frederic! ¡Es ella! —exclamó mientras apoyaba a Ruby en su regazo—. ¡Avise a su madre! Dígale que la hemos encontrado. ¡Vuelva al pueblo, rápido! Yo la curaré aquí y la llevaré a casa.

La silueta de Frederic desapareció en las sombras.

—¿Doctor... doctor Wardsen? —dudó Ruby.

—Sí. Soy yo, Ruby. Háblame. No te duermas —avisó el hombre.

—De... acuerdo... —respondió Ruby en un tono apagado—. Señor... mi amiga... Mi amiga ha desaparecido... ¿Dónde está? ¿Dónde está Scarlet?

Wardsen miró a la niña como si una parte de su cordura hubiera desaparecido, y no achacó ese desvarío ni a la lesión que tenía ni a su pérdida de sangre. Él pensó en las brujas. Salem ya se había convertido en un lugar peligroso, y Scarlet avisaba de eso en la carta ya olvidada bajo el hielo.

La amiga de Ruby tenía razón, de eso no cabía duda.

Pero nadie conocía a ninguna Scarlet en el pueblo.

—¿Por qué dices eso? ¡Ruby, contéstame! —insistió Wardsen, y tras reflexionar durante unos segundos, reformuló la pregunta—: ¿Quién te ha convencido para que pienses eso?

—¿Cómo que quién me ha convencido...? ¡Yo siempre he conocido a Scarlet!

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