Capítulo VI: LGTBIQ+Henry
Henry nunca había estado con una mujer.
Cuando era joven, encontraba seducción en el desapego de lo inmaterial, lo efímero de lo inexpresado y lo prescindible que brinda el anonimato.
La posibilidad del descubrimiento lo aturdía y embullia sus sentidos.
Era el perfume que lo embotaba, la heroína de sus venas, el elixir de su propia eternidad.
Un hedonista por excelencia. Sólo dejándose succionar inescrupulosamente por el vértice de los deseos humanos, afianzados en sus entrañas como el mástil de una galera.
Adoraba la tortura inherente a la incertidumbre. La belleza del desengaño. Lo falible de los desconocido.
Por el contrario, lo familiar lo ensombrecía. Lo carcomía y corroía.
La seguridad inexpresada de su propio ser era un ser en sí mismo, con el que peleaba por el control. Eran las diferentes personalidades que se debatían en su interior, belicosas por permanecer bajo lo que él llamaba "el foco de la luz".
Era un prófugo de su destino, hasta ese momento remoto. Inexpugnable. Desestimado.
Su corazón era el ala rota de un ruiseñor.
Su mente, como la nieve al caer, fundida en un infinito mar de convergencia colectiva, resignación mandatoria y aceptación fortuita.
Su cuerpo, aire. Tan ligero como el toque de un amante incorpóreo, y pesado como el beso de una madre.
El deseaba, y era deseado. Y lo sabía.
Y los ojos de deseo lo perseguían por rincones oscuros de su propia captura.
Verdes, azules, almendra...
El los recordaba todos. Pues todos habían sido una parte de sí mismo. Cada uno era una pieza de su construcción.
Eran partes que se habían acoplado y formaban la criatura que se erguía, orgulloso, gallardo, en la tarima de su realidad.
Se erguía... erguía...
- ¿Qué escribes? - Henry se erguía viéndola por sobre el sillón.
- Nada. Todo. Cosas. Tú - Isabel se encogía esquiva, devolviéndole la mirada mientras guardaba su celular, donde hace un momento efectivamente sí estaba escribiendo sobre nada, todo, cosas, y Henry.
- Oh... ¿escribes algo sobre mí? En ese caso, lo que sea que pongas, será interesante - rezongó él con zalamería.
- Tu vida es más que interesante, Henry. Es... embriagadora - ella le dirigió una sonrisa cómplice de adoración.
- Siempre un placer embriagarte, amor mío - atajó su mano y la besó con la delicadeza del roce de una mariposa.
Isabel no se sonrojó. La interacción con Henry era tan natural como antigua, casi antidiluviana. Por tanto, aquellas demostraciones tan casquivanas eran normales entre ellos.
En cambio, sonrió con sorna y satisfacción.
- "El elixir de su propia eternidad". Wow, y yo que pensé que sólo te gustaban mis labios - Henry frunció los labios en cuestión - Hubo un tiempo en el que pensé que los tuyos eran igual de atrayentes.
Isabel también rememoraba el tiempo en el que Henry declaró convencidamente que estaba enamorado de ella, que le gustaría que intentaran ser algo más que amigos, y se sinceró alegando que si no se le sacaba de entre pecho y espalda, no podría estar tranquilo en su presencia.
Aquella noche, Isabel se sentía confundida. El amor que sentía hacia Henry no tenía rival en aquellos momentos; era su más valiosa amistad.
Recordaba que, después de su padre, era el siguiente en línea en cuanto al nivel de amor que guardaba hacia un hombre.
De hecho, antes de Marcos, Isabel jamás había tenido ese nivel de química con un hombre. El nivel de conexión que compartían, y las similitudes en común, la hicieron creer alguna vez que también se sentía atraída hacia él.
Sin embargo, aquel amor era tan puro y pulcro, que no se matizaba con ninguna mancha de lujuria.
Reposaba firme y con paz en un hecho: eran como hermanos.
La fraternidad que lo definía estaba tan presente como cuando se conocieron, y seguiría ahí por mucho tiempo después, hasta aquel momento, mientras se sentaban uno frente a otro.
No hubo nada destacable de ese primer encuentro.
Henry tenía amigos, y por aras del destino, esos amigos lo llevaron a una fiesta -sin invitación- a la que asistieron el grupo de amigas de Isabel, que luego de un tiempo, se convirtió en el mismo grupo de amigas de Henry, por tanto, el grupo de amigos de Henry se convirtió en el de Isabel.
Y el resto siguió su curso natural en la historia. Isabel había ido más veces a la casa de Henry de las que podía contar. Y viceversa.
Sin embargo, la casa de Henry tenía un -no se qué-, que la hacía más aperturada para la apreciación de buenas películas y buenas conversaciones.
Poco a poco, entre aquellas sandeces y trivialidades, se fue cultivando su relación.
A Henry le gustaba estar cerca de Isabel, y a Isabel de Henry.
Se entendían y se valoraban. Y su cariño rallaba en la admiración.
- ¿Y acaso no lo piensas todavía? Me siento decepcionada, Henry - espetó ella.
- Sabes que pienso que el conjunto de todo lo que eres es atrayente - la miró Henry sugestivamente.
- Bien, mucho cuidado. No quiero sentirme desestimada por ti, no lo soportaría - Isabel dramatizó que se desmayaba, colocando una mano en su cabeza - Y por cierto, sí me siguen gustando tus labios. También creo que eres hermoso.
Henry le rozó el cabello con ternura y se concentró en su teléfono. Se cernió un silencio cómodo entre ellos.
A Isabel le gustaba esa confianza de ser quien quisiera ser, y decir lo que se le viniera en gana, delante de Henry.
Ella podía ser tan coqueta y desventurada como a veces le provocaba sentirse en personalidad.
- Y dime, ¿dónde está Franco? ¿Tenía guardia esta noche? - indagó, distraída.
- Sí... Ya estamos tan cansados de esta misma rutina, Isa. No sé quién está más consumido entre los dos - Y ciertamente, Isabel sí podía dilucidar un aire de hastío que solo podía adoptarse por las circunstancias de una situación tirante.
- Ya falta muy poco. No desesperes - lo consoló.
- Gracias a Dios por eso. Aunque, ¿quién sabe? Quizá luego te llame llorando, quejándome sin vergüenza de que estoy el doble de cansado - Henry se llevó una mano a la cabeza, mitad contrariado, mitad convencido, pero hilarante.
- Te irá excelente, Henry. Donde sea que caigan los dos, lo harán parados.
Henry le dedicó una sonrisa agradecida.
- Eso espero, pero la verdad, voy con un pie realista y el otro optimista, Isa. Ya sabes, "el que se preña de ilusiones, termina pariendo desengaños".
Isabel no creía que Henry se preñara de otra cosa que no fueran oportunidades y terminara pariendo éxitos y logros.
No eran simples halagos infundados e infundamentados.
Henry era brillante, decidido, y dedicado.
Henry era bueno en su trabajo.
Henry adoraba su profesión.
Isabel no se atrevía a decir en voz alta que lo envidiaba.
Como ella, se había graduado de la facultad de Medicina, con la diferencia de que lo hizo un año antes. Por tanto, y como correspondía a las leyes de una amistad incondicional, todas las guías de estudio, apuntes de clase, y referencias bibliográficas que había usado Isabel en sus tiempos de estudiante, se los había heredado Henry.
Y estas, que la ayudaron encarecidamente a prepararse para lo que vendría y que de seguro no variaría demasiado desde el tiempo de Henry, fueron preciadas para Isabel. Ella aún las mantenía guardadas como "material de información valiosa" en un gabinete polvoriento -y cauto- de su habitación.
Pero eso no las hacía menos reliquia. Y aún más trascendentes fueron los consejos empíricos y recomendaciones que le brindó, que solo podían conseguirse mediante la propia experiencia.
En el preciso momento en el que Isabel, en medio de una lección de anatomía, logró contestar una pregunta que nadie más se encontró en capacidad de responder, y que ella afortunadamente había estudiado en una guía de Henry, en la que él se había molestado en subrayar tres veces un párrafo, resaltándolo con una nota que marcaba en el márgen de la hoja: "esto te lo preguntarán, y es tan rebuscado que nadie más lo va a saber".
El párrafo en cuestión contenía la respuesta que Isabel había contestado acertadamente. Y, como Henry había predicho, el contenido era tan rebuscado que incluso el profesor se había desconcertado por haberse visto privado del merecido regodeo tras amedrentar a un grupo lo suficientemente inepto como para no dominar una cuestión tan básica -obviando que fuera un tema que los jóvenes dominaban por primera vez, y él lo dominara desde hace 25 años-.
En un anatómico pestilente a formol, hace ya unos cuantos años y el doble de lecciones, Isabel entró en la realización de que Henry siempre querría lo mejor para ella, y su amor y ayuda venía con infinitas buenas intenciones y nulas condiciones u omisiones malucas.
Para resumirlo, Henry era abnegado con las cosas que le importaban.
Lo era como profesional, y lo fue de estudiante.
Pero en su brillante armadura canónica de normalidad y moderada insurrección, había una grieta.
Una grieta que no admitía transigir ni pactar.
La que empezó como un cosquilleo irregular cuando divagaba por ciertos sitios de internet.
Henry diversificaba su pornografia.
Al menos eso empezó a decirse luego de saltar insidiosamente de la categoría de "lesbos manage e trois" a otra menos explícita marcada como "GGGGG".
A pesar de la vaga primicia, la imagen que la acompañaba era un tema muy diferente...
El muchacho se sintió alarmantemente atraído por la vista de dos hombres manteniendo relaciones sexuales en una posición bastante desproporcionada.
Fue más aún cuando, movido por el bendito cosquilleo, avanzó hacia el click que lo llevaría a la revelación de su estímulo.
Una cosquilla ya quedaba corta ante la inminencia de una sensación mucho más visceral e intensa que desembocaría en...
Una erección. Henry tenía una erección...
...Mientras miraba pornografía homosexual.
El muchacho se debatía entre el placer y el recelo que siempre implica conocer lo desconocido.
O quizá fuera por el tercer hombre que se había añadido ahora al coito...
...o al cuarto...
Pues, sea como fuera, -mejor dicho, cuántos fueran-, el placer de Henry latía desbocado como un caballo encabritándose por salir de su pesebrera, con la fuerza de un semental que se encarnizaba en la lucha por obtener el mayor placer de su vida, hasta que finalmente explotó en todos los infinitos trozos que componían su cuerpo, y encontró la liberación metafórica en un pensamiento dirigido hacia hombres hermosos, mientras que la literal yacía en los restos bochornosos de su mano.
"¿Qué llevaba a un hombre a hacer lo que había hecho?" Se preguntaba Henry con prejuicio, sintiéndose como un perjuro.
Pero lo que sea que lo llevara a hacerlo la primera vez, lo había llevado a la segunda.
Y a todas las que siguieron luego de esa.
Hasta que en un término, movido por lo que había comenzado como el incipiente estímulo de un estimulante indescifrable, pero irrefrenable, el cuerpo de Henry había pasado a reemplazar al de los hombres que había visto en internet. En la realidad.
Había hecho lo que tantas veces se había convencido de que sería la última vez que hiciera cuando echaba el cerrojo de la puerta de su habitación.
Y luego sufrió.
- ¿Recuerdas cuando fuiste a casa para confesarnos que eras gay? - Isabel estipuló el inicio de una nueva interacción humana, desprovista de las alienantes redes sociales que Henry tanto adoraba consultar, y que en ese momento dejó de lado para marcar su consentimiento ante el parlamento de su amiga.
- Ja, olvidarlo. Fue el momento de mayor ansiedad y animosidad en mi vida. Si no me sentía culpable porque ustedes no sabían lo que estaba haciendo, me sentía amenazado por la posibilidad de que ya lo sospecharan. ¡Uf, qué horrible! - Henry cerró los ojos con vehemencia, pero con una mueca divertida.
- Era difícil no hacerlo. Tus demostraciones hormonales estaban en su apoteosis por aquel tiempo. Eras una bestia en celo. E incluso el lunes contaba como día de juerga para ti. Todo el mundo comentaba de tus legendarias borracheras y las libertades que te tomabas con todas las mujeres.
Henry volteó los ojos e hizo un gesto como si olfateara pescado podrido.
- Y me aseguraba de que me vieran, eso sobre todo - desprovisto de burla, algo cruzó la mirada de Henry que a Isabel recordó la melancolía y tragedia con las que un hombre compone arreglos musicales y reserva un palco todas las noches en la Ópera de París, sólo para ver a la joven de la que se enamoró.
Henry había sido el fantasma de su propio concierto. La ópera que había compuesto para su vida se apreciaba mejor en el anonimato de su existencia, desde donde podía admirar los accidentes que él mismo provocaba. Los asesinatos que cometía cada noche...
Contra sí mismo. Cuando se negaba y se odiaba por... ser.
- Sabes que nunca lo sospeché - Isabel le sonrió - Siempre creí que éramos medias naranjas.
- Y lo somos. Sólo que para comer, prefiero el cambur.
Isabel estuvo riéndose por al menos cinco minutos seguidos. Y Henry rió porque Isabel rió.
Isabel recorrió su memoria y recordó el momento justo en que Henry había tocado a su puerta para decirle que tenía una confesión que hacerle.
- "Creo que... Me gustan los hombres".
Lo único que Isabel recuerda haber pensado cuando lo escuchó es que esperaba que, luego de descubrir qué le gustaba, Henry se gustara a sí mismo.
- Ay... ¿No te impresiona cómo ha pasado el tiempo? Recuerdo cuando salí con mi mamá - dijo el muchacho.
- La carta... - predijo Isabel. Ya conocía la historia, pero siempre le gustaba la sensación de aceptación que le causaba.
Esa que te dice "todo pasa".
- Mi madre es una mujer maravillosa. Jamás pensé que estaría tan orgullosa de mí. Nuestra relación es magnífica y nos respetamos. Incluso me admira. Me halaga su orgullo - Henry hizo una pausa, de seguro pensando cuánto amaba a su madre...
A Isabel se le hizo un nudo en la garganta.
No creía que podía alegar lo mismo.
Henry continuó.
- ...Pero en ese entonces jamás pensé que lo haría. Si en aquel momento alguien me hubiera dicho que mantendríamos una relación así de armoniosa, no lo hubiera creído. Me sentía no merecedor de su respeto. Y por eso sentí un miedo asfixiante cuando tuve que decirle.
- Yo era el hombre de la casa. El hijo y hermano mayor. En mí reposaba la responsabilidad de cuidar los sentimientos de todos, y velar porque mi madre siguiera fuerte mientras yo estudiaba. Por eso, cuando empecé a sentir que ese modelo se veía amenazado, fue la época en la que más salí, bebí, besaba mujeres... era una distracción grata y bien recibida. Y completaban la fachada - Henry dijo esto último como si se sintiera cansado de repetirse que sí lo había hecho alguna vez, como para creérselo.
- Me enamoré de la idea de ser esta versión de mí mismo que no tenía nada que temer, porque no tenía nada que ocultar. Y como me sentía muy acobardado para dejar mi charada, hice lo que hace todo el mundo cuando tiene muchas cosas por decir y no sabe cómo hacerlo: lo escribí.
Nadie más que Isabel podía entender esa mentalidad.
Henry prosiguió.
- Le dejé una carta contándole todo. Todo. Y disculpándome de antemano.
La chica tomó un momento para pensar que Henry seguramente nunca tuvo nada de qué disculparse en primer lugar.
El quería salir de la jaula, pero en cambio...
- Me fui de la casa. Me marché, dando tiempo a que ella llegara y la encontrara. Claro que para que la leyera y procesara, yo sospechaba que aunque me mudara para siempre, no sería suficiente tiempo. Es divertido como luego de que unas horas, recibí un mensaje de ella y vomité. Me había escrito: "¿Dónde estás? Ven a casa". Después de un tiempo me dijo que había temido que me hubiera ido esa tarde y fuera una carta de despedida. Lo primero que hizo fue revisar mi closet para verificar mi ropa. Tenemos una broma interna con eso. Verás que por lo del closet, se cuenta sólo.
Efectivamente, le pareció cómica a Isabel.
- ¿Fue incómodo cuando llegaste? - le preguntó.
- ¿Te confieso algo? Ni siquiera recuerdo qué pasó cuando llegué. Estaba tan atormentado por todo el antes, que lo que ocurrió después está borroso. Sólo tengo la memoria de que me preguntó si estaba seguro, y yo le dije que sí. El resto vino solo. Claro que al principio era incómodo, muchos silencios y evasiones. Pero yo estaba aliviado. Era libre. Ya estaba harto de pretensiones, al menos con mi familia. Y luego viniste tú, amor mío.
Henry le pellizcó la mejilla en un gesto de ternura.
- En uno de mis peores momentos, te escribí necesitando ayuda. Recuerdo que no habían pasado diez minutos cuando me llamaste para decirme que estabas afuera de la casa. Ahí supe que esto sería real, para siempre.
A Isabel se le ocurrió que si ella lo había descubierto en un anatómico, para Henry ese habría sido el momento en que supo que ella también siempre querría lo mejor para él.
- Bueno, en cualquier caso, Lucía es espléndida. - redireccionó ella.
- Sí, lo es. Es sagrada - concordó Henry.
- Una madre es Dios ante los ojos de sus hijos.
- Pues puede sentirse así, pero la mejor parte es que no sea mi jueza - puntualizó él.
Isabel congenió con un gesto de validez.
No imaginaba lo mucho que tomó de Henry aceptar el hecho de que tanto su madre como el resto de seres queridos, jamás omitirían lo valioso que era, como para dejarse llevar lo que él consideraba en aquel entonces un defecto o una desvirtud.
Había requerido de pláticas, terapia, y lo más importante: tiempo. Tiempo para que Henry finalmente pudiera convencerse de que no era así.
Cuando había terminado de autodespreciarse y logrado amarse a sí mismo, fue lo suficientemente afortunado de encontrar amor para alguien más.
Franco entra a su vida.
Franco había descubierto con Henry lo que Henry había descubierto por sí mismo con aquellos desconocidos en internet.
Y a pesar de que para Franco también representó una lucha constante por el foco entre sus versiones, ambos lograron estar en paz con la que más prevalecía, para lograr estar en paz juntos.
Henry era un hombre. Y amaba a otro hombre. De la misma forma en que este hombre lo amaba a él.
Llevaban una relación próspera. Afrontaban las dificultades juntos. Se apoyaban. Vivían juntos. Se necesitaban y deseaban.
- ¿Y hablando de no juzgar anticipadamente, cómo se siente Franco a estas alturas? Lo he notado algo ansioso - Se aventuró Isabel.
- No estás tan mal. Se encuentra bien, pero con cada día que pasa se pone más pavoroso. Claro que es normal. Sólo tiene miedo. Todos tenemos miedo. Yo tengo miedo. Empezar en otro lugar desde cero, con altas expectativas y pocas oportunidades y aún menos contactos. Cualquiera diría que es combinación para un hecatombe. Pero Isabel, me siento tan determinado que estoy dispuesto a ver el miedo como una construcción de mi mente, que estará o no allí dependiendo de su albañil.
De nuevo, Isabel sintió envidia.
- Como a todos los emigrantes, nos tocarán pasar los malos tiempos antes de que vengan los buenos. No me importa si debo limpiar a un anciano cagado primero, no me molesta ni me avergüenza. Creo que ahí es donde Franco se conflictúa. Pero nos prometimos que uno de los dos mantendrá la compostura cuando el otro sienta un ápice de arrepentimiento.
Isabel procuró no exteriorizar sus emociones.
Hace más de un año, la pareja había tomado una decisión revolucionaria: se irían juntos.
Henry y Franco estudiaban y trabajaban para ser Pediatras. Ambos, bien por coincidencia o por la mera practicidad de elegir los mismas caminos que tomarían -con los mismos respectivos obstáculos-, se habían decantado por la opción que involucraba tratar y curar a los niños, en lugar de a los adultos.
Ambos adoraban tratar con los infantes. Para ellos, el valor inocente de sus sonrisas, juegos y sanaciones, era incalculablemente mayor al valor de la paga que recibían.
Ese miserable hecho se hizo más potente cuando la pareja se veía forzada a escatimar gastos que incluían la comida.
Pero siempre tenían el arroz. El arroz era uno de esos víveres famoso por sus bajos costos y altos rendimientos, y esto resultaba ideal. No idílico. Ideal. Y de carácter necesario.
El arroz era un alimento caracterizado por la nobleza. El sustento histórico de pueblos desagraciados y oprimidos. Tanta era su nobleza para saciar, y su versatilidad de consumo, que podías condimentarlo, freírlo, mezclado... o comerlo solo, tan blanco prístino como un mármol.
Pero, en su humilde modestia, lograba el objetivo primordial: alimentar.
En una ocasión, Henry y Franco sólo comieron arroz por todo un día.
Al saberlo, Lucía decidió intervenir, y como madre de Henry, les envió dinero para que pudieran subsistir,
La pareja se encontraba viviendo sola en la que había sido la casa familiar de Henry. El resto del núcleo ya había migrado hacía muchos años, y Henry había atestiguado la vida diaria de su madre, caracterizada por las exigencias de un trabajo demandante y duro, el fichaje de su hermano menor, y el crecimiento de su hermana más pequeña a través de una pantalla de teléfono.
Y Franco, siendo igual de abnegado, y más brillante que Henry, no contaba con una familia que pudiera socorrerlo, si no más bien que necesitaba ser socorrida.
Siendo así, viéndose maniatado por su vocación, pero culpable por la voz, cada vez más acuciante, que le susurraba que Henry permanecía lejos de su familia principalmente por consideración a él, en fallo del "amor", y cansado de comer arroz, Franco, que ya se había sentido enjaulado suficientes veces en esta vida, atajó un día a Henry con una nueva determinación: quería irse.
Estaba cansado de lo que la vida tenía para ofrecerle en este lugar, y por ende, lo que él podía ofrecerle a la vida de ambos.
Y Henry, ya exasperado por las constantes contradicciones y "colapsos existenciales" de Franco, como así los llamaba, acordó con él.
Pero le advirtió que la arbitrariedad no venía como parte del convenio. Era una decisión consensuada, pero no retrocederían.
Para Henry, la estabilidad de mantener la brújula apuntando hacia el norte, era lo más importante.
No quería vagar entre de un polo a otro, divagando entre decisiones, lamentos de arrepentimientos con despropósito, viajando hacia un sitio sin nunca llegar.
Eso no se lo permitiría.
Ya la ansiedad y frustración de Franco le creaban suficientes "crisis" a él mismo.
Lo cual le constaba a Isabel. Creía haber escuchado una vez a Franco decir que tenía al menos tres desvaríos existenciales al día, y lo calificó como formar parte de "la generación de la ansiedad".
Pero Henry, impertérrito, le había preguntado una última vez si estaba seguro de renunciar a un trabajo que adoraba y a la posibilidad de seguir avanzando como un respetable profesional, por la oferta de lo incierto.
Franco respondió que sí.
Tanta debió haber sido su algarabía interna que reafirmó su decisión, pues Isabel nunca había visto hombre más ilusionado con lo que hacía para vivir.
Pero, en defensa del impulso desbocado de Franco, Henry también se había hartado de que no sólo su economía fuera privada, sino también su libertad.
Las cansinas referencias a Franco como su "amigo" o "colega" por parte del personal de trabajo eran un punto a favor para la rendición. Parecía que a todos les parecía inapropiado, incluso en confidencialidad, pronunciar en voz alta un hecho tan simple como que eran parejas.
Las miradas reprobatorias de sus superiores, contactos cuestionados, apariencias mantenidas por "respeto" a padres conservadores e incluso, represalias injustificadas que sospechaban tenían que ver con su preferencia, habían hecho que la decisión no fuera imposible para concordar con la amargura de Franco.
Una amargura que motivó a Karl Heinrich Ulrichs, un juez alemán que practicaba en 1854, y que fue obligado a dimitir de su cargo cuando un colega descubrió que era gay, a convertirse en el pionero más influyente en la emancipación homosexual en la historia mundial.
Y para Henry y Franco, si la relación que mantenían era fácilmente omitida en su ambiente de trabajo, la posibilidad de concretar una relación formal en un matrimonio, con todas sus aveniencias y ventajas sociales, quedaba absolutamente descartado.
El país que los vio nacer no admitía quienes se habían convertido al crecer.
Para el lugar al que llamaban "hogar", ante los ojos de la ley, su relación no existía.
Henry y Franco renunciaron poco después. Ambos lloraron, se arrepintieron y Franco volvió al siguiente día. Pero no así Henry.
Este prefería seguir el curso de una decisión secundada, a retractarse en ella. Habían sido suficientes contrariedades las que había aguantado hasta ahora.
Al final, ambos mantuvieron su postura.
Isabel sospechaba que el motivo de su dolor no era masoquista, y no los urgía a volver voluntariamente a una condición llena de privaciones, sino que era el sinsabor que dejaba el renunciar a algo seguro, el temor inherente a catalogar un curso inconcluso de la vida como un fracaso.
Ella lo entendía bien.
Pero peor aún, la conciencia de Isabel encontraba injusto que estos dos hombres, comprometidos y enamorados de lo que habían elegido para sus vidas, se encontraran desprivilegiados. Y ella, aventajada, sin embargo carecía del mayor privilegio de todos: la voluntad.
Y es así, como dichos hombres se mudarían a Europa en unos pocos meses.
Añoraban la libertad de los nuevos comienzos, la ligereza de nuevas vidas, y por si fuera poco, la decencia de un salario dignamente remunerado.
Volviendo en sí, Isabel se sintió casi un Judas por la falsedad de lo que iba a decir.
- No deben arrepentirse. Esto será lo mejor, tienen que estar seguros de eso - trató de sonar convincente para sí misma; de ellos estaba segura.
- Yo no lo hago. Todos son medios para un fin. Tengo mis objetivos claros Isa, de eso puedes estar segura. Podré tener dudas e inseguridades, pero no decaeré.
A Isabel le parecía increíble que hace un momento mantuvieran una conversación que giraba entorno a la misma persona que estaba ahora frente a ella, genuinamente erguido en toda la extensión de la palabra, regio en su convicción propia, y sin embargo sin una pizca de soberbia, pero con toneladas de...
Orgullo. Ese era el verdadero orgullo.
La misma persona que buscó consuelo en las cálidas y oscuras mantas del secretismo, era ahora quien proclamaba que quería comprar tacones y publicaba libremente fotografías con quién más lo hacía feliz en el mundo. Lo cual era sólo lo justo, ¿no?.
Henry era feliz con quien era.
En su ópera no habían fantasmas.
La jaula estaba vacía.
Sus alas, eran un despliegue que se fundaban con la corriente silente del viento.
- Tú, Henry, eres un artista - declaró Isabel.
Henry la recompensó con la genuina sonrisa de un corazón agradecido, y exclamó de repente:
- Y como los artistas, estoy hambriento. ¿Quieres arroz chino?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top