Capítulo V: Primera sesión.


- Bueno, me alegra mucho que hayas decidido venir el día de hoy.

"Claro, paga las cuentas, no?", pensó Isabel amargamente. La impertinencia no era un rasgo propio de su carácter, pero en aquel momento, sintió que era apropiado.

- Gracias - Cuando muriera, monumentos se erigirían en su nombre por su educación y cortesía, nunca olvidados.

- Dime, ¿hay algo con lo que te gustaría empezar?

"Me gustaría empezar por terminar... Primeramente, terminar esta sesión. Y luego, si es posible, terminar el día sin un colapso mental. Tiene una pastilla para eso?" - Isabel intentó detener el pensamiento y concentrarse en la respuesta.

Pero cuando pensaba en cuál era su prioridad emocional, la palabra "Relaxina" se coló abruptamente como buen nombre para la presentación de un medicamento ficticio, cuya indicación fuera para casos de estrés y desesperación terminales, y como efecto principal el que uno se relajara ante todos sus agravantes personales.

- No lo sé - ¿Era concebible que dentro del pajar de sus dificultades internas, no pudiera dilucidar una sola hebra de la cual quisiera discutir? Quizá, igual de ligeras que la paja, ella esperaba que se fueran con el viento.

- Está bien. No tienes que forzarte a pensarlo demasiado.

Isabel levantó la cabeza que orientaba antes orientaba hacia abajo y miró hacia el frente. El rostro enjuto que le devolvía la mirada era impasible e inescrutable, con un cuidadosamente medido ápice de interés y simpatía, necesarios para conseguir una reacción sincera.

El consultorio de la Dra. Henrrietta Pietri era un espacio dispuesto para ser acogedor, balsámico incluso.

Era pequeño, sin llegar a ser asfixiante, pero no lo suficientemente amplio como para ser abrumador e intimidante. El color de las paredes, de un blanco impoluto, despertaba una sensación de ligera impersonalidad, similar a la que imperaba en una sala de quirófano, donde te sentías seguro sabiendo que todo lo que pasara, yacería allí, y no te considerabas lo suficientemente atípico como para ser un caso especial pues, después de ti, seguiría la siguiente persona, en busca de una mejoría de su estado actual, marcado de inconformidad o sufrimiento.

El fondo que se enmarcaba detrás de donde se ubicaba la silla de la doctora, estaba revestido por dos grandes estantes, que iniciaban desde el suelo y se extendían casi hasta el techo, llenos de libros en toda su altura. La Dra. Henrietta había hecho una tarea encomiable evaluando los preceptos de la gente respecto a señales que denoten la preparación de un profesional, que afiancen la confianza del comprador ante el servicio.

La ventana lateral ofrecía una vista exterior agradable. Se visualizaba una pequeña plaza, rodeada de áreas naturales, donde la gente que pasaba, bien se ejercitaba, trotaba, los niños jugaban, y los dueños paseaban a sus mascotas. Isabel se abstrajo en la visión de un arbusto floreciente.

Imaginó que incluso el toque de verde era meticulosamente deliberado. En aquel momento, para poder ver ese color, los ojos de Isabel debían captar longitudes de onda de entre 496 y 570 nm, pero asumía que en términos de psicología del color, el verde guardaba una serie de connotaciones tremendamente positivas, ya que estaba vinculado con el nacimiento, la vida, la fuerza y la energía. Supuso que a la gente le agradaría tener un simbolismo de riqueza cerca también. Además, tal y como establece la tradición, el verde es también el color de la esperanza, el optimismo y la buena suerte.

"Suerte". ¿Existe o no existe tal cosa? De lo que estaba segura, era que era una suerte que el ser humano se sintiera inclinado siempre a ver lo que quisiera ver, puesto que si fuera más propenso al realismo, vería el color verde como un símbolo de toxicidad y veneno, probablemente por su asociación a animales como serpientes y ranas, y no como una oda a la naturaleza y al hedonismo.

La doctora Henrietta no emitió ningún sonido, pero por el rabillo del ojo, la atención de Isabel fue captada por un casi imperceptible cambio en el ángulo de su cabeza, como para recordarle que aún seguía ahí -cobrando por el tiempo en el que ella no hablara tampoco-, pero sin generar presión.

No había escritorio.
Quizá para simbolizar que al no existir una barrera literal entre los dos cuerpos, no debía de haber una metafórica, y así, envalentonar la relación entre médico y paciente.

Se había dispuesto sólo una pequeña mesa en un rincón de la sala, con carpetas y papeles superpuestos, pero pulcramente ordenados. La complació no encontrar un ordenador con el logo de una manzanita estampado por ningún lugar. Al parecer era una especialista que se sentía más cómoda para escribir sobre los rasgos mas profundos y oscuros que una persona se atrevía a confiarle, mientras encorvaba su mano alrededor de un lapicero, que con respecto a martillar los dedos superficialmente contra un frío teclado.

Una bonita única flor reposaba sobre la superficie de la mesa. Parecía un tulipán.

La silla en la que Isabel se sentaba actualmente, una lámpara, y unos cuantos efectos decorativos completaban la estancia.

En conclusión, el hábitat de trabajo de la Dra. Pietri estaba maquiavélicamente provisto de todos los recursos para aparentar invitar a la apertura... espontáneamente, claro está.

Sin embargo, sí hubo algo que resultó interesante para Isabel. Se trataba de una de las pinturas.

Podía reconocer lo que creía que era un Pollock, por los chorros de pintura con su evidente sentido abstracto; pero en la pared contigua se hallaba otra que nunca, ni por casualidad, había visto alguna vez.

Aquel cuadro estaba conformado por 4 personajes: Lo que parecía un doctor, que portaba un embudo en la cabeza, aparentemente extrayendo algo del cráneo de otro individuo mayor y grueso que miraba hacia el frente. Un fraile y una monja completaban la escena; la religiosa con un libro cerrado en la cabeza. Toda la imagen estaba enmarcada por un círculo ovalado con una leyenda escrita en un idioma que Isabel no pudo identificar. Pudo leer, a costa de sendo esfuerzo visual, la inscripción: "Meester snyt die Keye ras, myne name is lubbert das", lo cual se reprodujo repetidamente en su mente.

- Se llama "Extracción de la piedra de la locura" - Dijo la Dra. Henrietta con sigilo.

Isabel apartó la mirada del lienzo y bajó la cabeza en signo de vergüenza ante su descarada inspección, mientras se apretujaba las manos.

Sabía que su actitud callada y taciturna, no inspiraba ningún aporte conversacional.

- El artista es un pintor neerlandés llamado El Bosco. ¿Lo habías escuchado antes? - retomó la mujer.

Isabel negó comedidamente.

- Verás, durante la Edad Media, la trepanación era una práctica que se utilizaba para quitarle al hombre sus deseos sexuales y regresarlo a su estado normal. La operación consistía en "remover" quirúrgicamente la piedra que provocaba la necedad de los seres humanos, para curar la locura. Puedes ver que el doctor, el hombre que hace la extracción, porta un embudo en la cabeza, como señal de estupidez. El fraile y la monja son una sátira al clero. Como la religiosa lleva un libro cerrado en la cabeza, es una especie de alegoría a la superstición y a la ignorancia de las que se acusaba fuertemente a la iglesia, así como el fraile que sostiene el cántaro de vino. La representación de éste como borracho y la monja como ignorante apunta al anticlericalismo del autor.

La doctora hizo una pausa, probablemente para comprobar si su contribución no era avasallante o insustancial. Para Isabel no era ninguna de las dos, y eso debió alentarla a continuar.

- El mayor enigma de la obra es que no se sabe quién está realmente loco: probablemente sea quien yace sentado, mirando directamente al espectador; pero quizá sea el hombre con el embudo que sólo piensa en que quitando una piedra, podrá curar una enfermedad inexistente. Es usado como expresa crítica contra los que creen estar en posesión del saber pero que, al final, son más ignorantes que aquellos a los que pretenden sanar de su «locura».

Isabel permaneció otro segundo observando el cuadro con atención, decidiendo que tenía una cita pendiente con la vida de El Bosco cuando llegara a casa. Razonó que al estar influido por las corrientes religiosas prerreformistas, que defendían la comunión directa con Dios sin la intervención de la Iglesia oficial, a la vista del mal ejemplo de los eclesiásticos, debía de ser un hombre con una visión muy estimulante.

- El idioma de la inscripción... ¿Es germánico? - Preguntó ella con un toque de vacilación pero guardada certidumbre.

- Así es, en parte - Respondió la doctora con una leve sonrisa, complacida. Era el gesto más personal que la había visto hacer Isabel hasta ahora - Es Afrikáans. Literalmente se traduce como: "maestro quítame esta piedra, me llamo Lubbert Das". El nombre Lubbert, en la literatura holandesa, se usa para designar a las personas que demuestran un grado de estupidez alto. Viene a decir algo como "Mi nombre es tonto" o "Mi nombre es el del engañado". De hecho, puedes ver cómo la bolsa del doctor está atravesada por un puñal. Esto, aunado a que lo que extrae de la cabeza del enfermo no es una piedra, sino un tulipán, son símbolos de estafa.

Isabel elucubró que esa conversación sería la más larga e interesante que mantendría con la psiquiatra esa tarde.

- ¿Cómo sabías que la lengua de la inscripción era germánica? - Indagó la mujer con disimulada curiosidad, ante el silencio casi insolente de Isabel.

- Me gustan mucho los idiomas y las lenguas - La muchacha se sintió obligada a ofrecer algo más - Siendo el artista neerlandés, deduje que sería germánico. El afrikáans, que lo sucedió, es una rareza africana con raíces europeas. Creo que sigue siendo uno de los idiomas oficiales de Sudáfrica.

La doctora la contempló con menor disimulo esta vez.

- Me complace que te guste hablar de eso - Declaró la mujer.

Ahora más que su consultorio, el conjunto que presentaba la propia Dra. Pietri en sí, resultaba en una impresión tiznada de ambivalencia, por los siguientes motivos: no podía ser una mujer mayor; calculaba que aún se mantuviera en su cuarta década, lo cual contradecía la prerrogativa de la experiencia inherente a la edad; pero sin embargo, Isabel había descubierto con conmoción que efectivamente, era una mujer preparada y académica a pesar de su jovialidad, y para mayor asombro, que tenían algo en común.

Y ahora, con esa gran convergencia interaccional, la doctora había logrado su cometido: Isabel sentía que le debía alguna clase de retribución simbiótica.

- La verdad, vine aquí hoy porque hay quienes insistieron en que debía hacerlo.

La doctora asintió, una instigación muda para continuar.

- Mi pareja y mi familia llevan algún tiempo urgiéndome a buscar ayuda. Me temo que mi actitud se ha vuelto intolerable para ellos, y ya no saben cómo manejarla - no pudo evitar reírse con resignación.

- ¿Puedo hacerte una pregunta? - Al cabo de un minuto de silencio, la doctora debió sentir que no hacía ninguna interrupción.

"El hecho de que hará muchas durante esta interlocución es algo que también intuyo", pensó con perspicacia.

La chica subió y bajó la cabeza en señal de aceptación.

- ¿Tu pareja, o algún miembro de tu familia, ha consultado alguna vez a terapia?

Al razonar la cuestión, Isabel pensó que tanto sus hermanos, Alma y Alejandro, Danielle, e incluso Marcos habían tenido al menos una sesión de terapia alguna vez en su vida. Ahora que lo pensaba mejor, casi todas las personas de su entorno, formaban parte de esa distinción.

- Sí lo han hecho - respondió lacónicamente.

- ¿Alguna vez, durante el período que asistieron a esas terapias, sentiste que no podías manejar sus conductas o actitudes? - continuó la mujer.

- No - Isabel pensó que francamente, nunca se enteraba siquiera de las razones por las cuales las personas a su alrededor habían asistido a tales terapias antes de que lo hicieran, sino que lo descubría hasta después de que se habían sentido lo suficientemente abrumados como para tener la necesidad de asistir.

- Mecánicamente, las personas siempre tendrán el deseo y la necesidad de sentirse mejor. Ante la aparición de malestar o sufrimiento, sólo deseamos que estos se acaben rápido, para dar paso nuevamente a la tranquilidad, la felicidad o la contención. Y por tanto, nos valdremos de cualquier medio para conseguirlo, sin consultarlo ni validarlo previamente con nadie. Es sólo instintivo. No nos interesa si afecta o no a otros - La doctora hizo una pausa sugestiva de interrogación para confirmar si Isabel la seguía, y continuó - Sin embargo, a menudo nos encontramos lidiando con la vergüenza por recorrer un camino que muchos han transitado antes que nosotros, y nos cuesta verlo, aunque hayan dejado sus huellas en él.

Isabel internalizó ese razonamiento. Consintió.

- Supongo que es cierto.

- ¿Es la primera vez que asistes a una consulta? - inquirió la mujer con gesto sagaz.

- No. La primera vez que asistí en mi vida fue a los 17 años.

Isabel recordaba con una casi dolorosa claridad que incluso había sido su madre quien la había llevado con el psicólogo en aquella primera ocasión, luego de haber tenido su primer ataque de pánico por el ingreso a la universidad, el cual, para su reproche, había sido tardío. Todas esas condiciones habían determinado que la prontitud del evento la encontrara en sus peores fachas: sola, sensible, siniestra.

Casi podía verse tirada en el suelo, llorando desvergonzadamente, presa del desespero, pidiéndole a su madre con vehemencia que no la obligara a asistir a esta nueva etapa de su vida para la cual no estaba preparada.

- Entiendo. Entonces no te resulta nuevo, ¿no?

- No. Estuve medicada por un tiempo con antidepresivos - reconoció mientras se mordía una uña.

Lo curioso fue que no inició con la medicación sino hasta mucho tiempo después, alrededor de sus 24 años. Otros tiempos, otros motivos.

Sorprendentemente, había ganado sola aquel primer combate singular, ese sacrilegio a su sanidad.

Ni siquiera recordaba cómo lo había conseguido, sólo rememoraba que luego de ese día tormentoso, su madre la había instado a acudir a la facultad al día siguiente, e Isabel obedientemente había asistido, y así lo hizo el día siguiente, y el siguiente...

...Y sin darse cuenta, 7 años habían pasado tras muchos "días siguientes".

Pero todas las napoleónicas armas con las que contaba, si bien le sirvieron para aquella batalla, no eran suficiente para la guerra que se avecinaría después.

Le habría encantado haber podido aplicar la misma metodología usada cuando era más joven para superar los eventos posteriores. Se veía a sí misma como un <einherjer>, un espíritu guerreo nórdico que había muerto en batalla.

Definitivamente su espíritu había depuesto las pocas armas con las que contaba luego de la refriega.

- Podemos hablar de eso cuando quieras. De igual forma, tengo que saberlo para tu historia clínica. Entonces, ¿sentiste mejoría cuando los tomabas?

- No estoy segura. Creo que sí - Isabel procuró hacer un esfuerzo por recordar - Se me hacía difícil discernir si la mejoría se debía al efecto de las pastillas, o por efecto del cambio de las circunstancias circundantes.

- ¿Dejaste de tomarlas? - preguntó la Dra. Henrietta.

- Sí, hace un tiempo. Me diagnosticaron Depresión Reactiva. Estuve alrededor de un año con Sertralina de 50 mg, y luego unos cuantos meses con Escitalopram de 10.

- ¿Por qué dejaste de tomarlas? - replicó la mujer, mientras apuntaba en sus notas.

- No lo sé - razonó que era mejor ser sincera - Pensé que ya no las necesitaría al sentirme mejor.

La doctora la miró con serenidad.

- Comprensible - le sonrió - Aunque sabes, sentirse deprimido es como tener la gripe. Creo que puedo hablarte en términos médicos, ¿no? - ante la avenencia de la muchacha, prosiguió - No es una cuestión de "decidir" un estado de ánimo arbitrariamente; es tan real como cualquier otra enfermedad. Al igual que cuando tu cuerpo inmunodeprimido no puede combatir una infección porque tus células de defensa están bajas; en el trastorno depresivo, la serotonina, dopamina y noradrenalina, están disminuidas también. Y me gusta pensar en la infección como los factores desencadenantes de estrés. Personalmente me gusta llamarlo "neurodeprimido". - declaró con una sonrisa simpática, como si fuera el mejor chiste psicológico del mundo.

Isabel no pudo evitar que una pequeña y fugaz sonrisa se dibujara en sus labios, ante el orgullo que henchía a la psicóloga por la invención de su propia sátira.

- Así que, como funciona con cualquier otra enfermedad, las que las personas en este siglo aún consideran como "las reales" - La doctora no pudo evitar rodar los ojos mientras simulaba las comillas en el aire - ¿No te parece que, como médico, debes alentar siempre al paciente a cumplir su terapéutica a cabalidad?

- Sí, supongo - En realidad Isabel nunca se había imaginado haciendo lo contrario, profesionalmente. De hecho, una rabia muda y maléfica la invadía cada que una persona no obedecía las directrices que lo llevarían a su curación. Con el propio individuo cuando los motivos ulteriores escondían irresponsabilidad, negligencia y holgazanería; y cuando eran mucho más escabrosos e inevitables, con el universo mismo.

Supuso que ella entraba en la primera categoría, con un toque de sabionda irreverencia insolente del que la dotaba la auto-medicación de su profesión.

Podía ver el punto de la Dra. Henrietta.

- Siempre doy por finalizado estos tratamientos cuando me siento mejor. Sé que es un error.

La mujer asintió con una compresión que se veía alcanzada por la fuerza de la costumbre.

- No te preocupes. Sólo quiero que puedas empezar a considerar, sin apuros, que como cuando tienes una gripe, para poder levantarte de la cama y continuar tu día, necesitas tratar estas condiciones. Y esto no necesariamente incluye tratamientos farmacológicos. Ni siquiera sabemos si los usaremos. Pero sí se requiere constancia para mejorar, no es algo que se resuelva en una sola sesión. Además, peores errores que dejar de tomar un medicamento se han cometido en la historia; este es de los más benignos - volvió a sonreír con jovialidad.

Error.

Alexander Fleming había cometido el error de olvidar limpiar su laboratorio antes de salir de vacaciones. Había errado también en olvidar una placa de Petri con bacterias cerca de una ventana abierta, que tras la ausencia de un mes, había formado una capa de moho, la cual había impedido que una zona de las bacterias siguiera creciendo.

Benignidad: gracias a esto, Flemming había descubierto el hongo de Penicillium, la base del antibiótico más famoso del mundo, que había salvado millones de vidas desde entonces.

Error había sido el de Madame Curie al cargar tubos de ensayo con isótopos radioactivos en sus bolsillos y guardarlos someramente en su escritorio, los cuales luego la enfermarían irrevocablemente con la anemia que causaría su eventual deceso.

Benigno: el premio Nobel que recibió por su contribución a la física.

Permitir que hombres como Hitler, Stalin, Habré, Mussolini, Hussein, Castro, llegaran al poder.... Esos, esos habían sido errores de la historia. No había nada benigno que destacar.

- ¿Eso te ocurre seguido? - La doctora la observaba con indulgencia.

- Disculpe, no sé a qué se refiere - mintió Isabel.

- ¿Te abstraes mucho en pensamientos rápidos y simultáneos y se te hace difícil enfocar tu concentración? - especificó.

- Ah... Sí, creo que sí. Todo el tiempo en realidad.

La doctora asintió con una casualidad y simpatía arrolladoras, como si ella misma fuera víctima del déficit de atención voluntario.

- Hay ocasiones en las que en mi cabeza se dibujan escenarios que están muy lejos de ocurrir todavía, que quizá ni siquiera ocurrirán; sobreanalizo obsesivamente las posibles presentaciones del futuro, tanto así, que me llevan a desviarme a paralelismos con el pasado. Por eso me desconcentro seguido - Isabel asumió que debía puntualizar la plena conciencia que tenía ya de su problema.

- ¿Por qué crees que sobreanalizas tanto las cosas? - indagó la mujer.

- Puedo vertir muchos pensamientos diferentes en mi mente con respecto a una idea específica en menos de un minuto. Pero últimamente sólo me esfuerzo en hacerlas malas.

La mirada nada contrita de la mujer, paradójicamente, la invitó a continuar.

- Siento vergüenza por los errores y fracasos que he cometido, y estos siempre me llevan a pensar lo peor ante cualquier decisión que se me presente.

Al cabo de un momento, en que la doctora se había quedado observando el movimiento nervioso y repetitivo que hacía la pierna derecha de la muchacha, afirmó:

- Cuando quieras puedes contarme de los errores que has cometido.

A Isabel no le pasó desapercibido el hecho de que la psicóloga diligentemente había sido cuidadosa al elegir bien sus palabras y no decir "los errores que crees que has cometido", como hacía todo el mundo. Esto siempre la hacía sentir que se desmeritaba e invalidaba la convicción que tenía hacia sí misma y los aspectos que caracterizaban su personalidad, por muy complicada que ésta fuera.

- El que más me acongoja actualmente es el hecho de haber renunciado a mi trabajo anterior, y no tener muy claro lo que quiero para mi vida. Se podría decir que es el motivo de mi "condición actual": una severa desesperación por la desorientación.

- Comprendo - la doctora no apartó su mirada.

Isabel sintió que debía explicarse mejor.

- Siento que fracasé. Y la desaprobación y la vergüenza por ese fracaso me atormentan todos los días. Cuando veo a otras personas tan centradas y resueltas en sus vidas, y yo, con este miedo e inseguridad de hacer cualquier cosa, siento un profundo desprecio hacia mí misma. Me gustaría tanto no ser la persona que soy.

"No llores, Isabel" , se dijo a sí misma cuando sentía que los ojos se le anegaban de las bien conocidas lágrimas.

- Sé que es idiota. Pero siempre me encuentro preguntándome eso. Me pregunto, y le estoy diciendo que literalmente me lo cuestiono: "¿por qué yo, debo ser yo?" "¿Por qué debo ser justamente quien soy?". De entre todas las personas en el mundo que pueden desempeñar los trabajos que escogieron para sí mismos y no tienen miedo, ¿Por qué yo tengo que pertenecer a la minoría que se ve perdida en medio de una crisis de no saber qué es lo que quiere para su vida, de no saber si lo disfruta ni lo desea?

Sintió que fue tan honesta como nunca lo había sido, y tan franca y explícita con sus palabras que era difícil que la pragmática doctora no pudiera entender qué era lo que sentía. Creía que le había puesto el camino fácil y todo.

No sabía de dónde había llegado esa iluminación elocuente, pero debido a su verborrea, sintió que en la sala había caído un silencio sepulcral. Sin embargo, era sólo la sorpresa y vergüenza de su despliegue lo que la hacía ver tal cosa, pues la doctora solo asentía con atención.

- ¿Crees que las personas con miedo a fracasar en su trabajo representan no la mayoría, pero la minoría?

- Al menos en mi entorno, sí. Casi todos mis conocidos están practicando, o trabajando, o desempeñándose en algún cargo. La mayoría continúa ejerciendo su profesión, y continúan avanzando.

Ese era el punto de inflexión para ella. La aterrorizaba la idea de que mientras los otros avanzaban, ella permanecía en el mismo lugar. Y agonizaba ante el escenario futuro de que cuando ya todos estuvieran consolidados, con una familia por la cual consolidarse, ella apenas estaría empezando.

- Este miedo, esta... aversión, ¿siempre la has tenido? ¿O es algo totalmente nuevo para ti? - inquirió la mujer.

- Pues... Antes, me emocionaba al ver que mis compañeros hablaran con desdén hacia el trabajo. Y me complacía verlos inseguros, no por competitividad, sino por no identificarme como la única. La única persona que había cometido el error de elegir algo para su vida que ameritaba tanto tiempo y esfuerzo, y ni siquiera le gustaba. Si existía alguna competencia, para mí, era en quién estaba más seguro de su convicción de elección.

Más asentimientos.

- Luego, al llevar el ritmo de vida del trabajo, se podría decir que mi disgusto se atenazó. Y después de graduarme, cuando me correspondía cumplir mis turnos interminables, sentía como si fuera llevada al paredón. Se podría decir que el mayor epítome de mi cambio de opinión fue mi dimisión radical de hace más de un año, que conmocionó a todo el mundo. Verá, en mi familia no hacemos esas cosas. No es común que esas cosas ocurran.

Rayos, Isabel no podía parar.

- Y sabe, no puedo jactarme de haber sido expuesta a problemas más serios que me hayan traumatizado lo suficiente para ser así. Ni abusos, vejaciones o maltratos que hayan desarrollado esta indecisión e inseguridad que rige cada aspecto de mi vida. Lo que me lleva al autodesprecio, e inconformidad conmigo misma.

Sí, ya sabía lo que se arremolinaba en su parafernalia verbal.

- Simplemente no funciono correctamente - farfulló.

La Dra. Henrietta entrelazaba los dedos, apoyándolos bajo el mentón. Finalmente propuso:

- Imagina que dos personas quedaron atrapadas en un laberinto sin salida. Para uno de los individuos este hecho en sí mismo podría representar un problema; mientras que para el otro, presa de la misma situación, pero que ha sufrido el piquete de una abeja, lo atormenta más el dolor de la picadura, y no de su inminente desorientación. ¿Cuál de los estados te parece el más apremiante a ti? - La doctora inspeccionaba el rostro de Isabel, con la delicadeza propia que tiene un cazador sobre sus movimientos antes de atrapar dar con su botín.

- El primer individuo se encuentra en una situación más preocupante - especuló la chica con fría lógica.

- Siendo alérgica a las abejas, a mí me parece que es el segundo - declaró la doctora con avidez, mostrando una mueca divertida.

Isabel ya había comprendido que la mujer intentaría transmitirle aquella información, pero debía aplaudirla por su parábola.

- Sí, entiendo.

- ¿No te parece que, lo que tú no ves como maltrato, alguien más sí podría? O que funcione inversamente también. Lo que yo, hipotéticamente, podría considerar nimio -que jamás lo haría-, a ti te podría resultar preocupante o catastrófico. Aquí hay una reticencia tan afianzada hacia la desaprobación que me hace pensar que te han traumatizado otra clase de parámetros, estándares, se podría decir incluso.

Punto para la Psicología.

- Supongo que en tu familia hay muchas personas virtuosas y exitosas. Pero, estadísticamente Isabel, te sorprendería descubrir que es muy improbable que una persona promedio no se sienta a menudo afectado por sus elecciones. Y te sorprendería más incluso, confirmar que muchas pasan sus vidas realizando tareas que no disfrutan en absoluto.

Isabel no necesitaba oír las palabras "debes hacer lo que te haga feliz".

- No me malentiendas. Recientemente, una doctora realizó un estudio puntualizando la importancia que esta generación le ha confinado a sólo trabajar mientras te sientas complacido. Explica que para la preservación social, esa búsqueda de placer está sobrevalorada. Que el trabajo debe basarse más en la lógica de la necesidad y el materialismo, que en la seducción del placer.

Bueno, eso era refrescante.

- Sin embargo, esas transiciones usualmente son procesos marcados por confusión, extravío y, claro está, vergüenza. Y llevan su tiempo. Es como salir del "clóset social". Prefieres estar dentro, mientras no generes revuelo, que estar afuera, atrayendo atención indeseada y desconcertante.

Isabel pensó que eso fue exactamente lo que sintió cuando había renunciado. Muy acertado.

Era como si hubiera vivido engañada toda su vida, trabajando en una fachada para despistar también a los demás. Pero quien había resultado la menos disuadida había sido ella misma.

- Dime Isabel, ¿tienes problemas para dormir? - se había tardado en hacer esa pregunta. A Isabel no le desagradó que no se fuera por lo obvio en un punto tan precoz de la sesión.

- Sí. Casi siempre. Lo logro conciliar muy tarde, usualmente en la madrugada. La frecuencia con la que puedo recordar los sueños también ha aumentado. Son muy... teatrales y absurdos.

- Como se suponen que deben ser - dijo la mujer con una medio sonrisa - ¿Sientes que con lo que puedes dormir, descansas?

- No - repuso sinceramente. Isabel se sentía constantemente cansada, independientemente de la cantidad de horas que pudiera dormir.

- Entiendo - la doctora volvía a escribir.

- Eh... - inició ella, pero dudó.

La doctora levantó las cejas en expresión interrogante. Era obvio que quería aprovechar cualquier hilo que aperturara la propia Isabel.

- Pues, nada importante en realidad. Es sólo que... como la mayor parte del tiempo me siento cansada, se me hace difícil lidiar con otras personas.

Isabel no sabía si expresaba esas palabras a la doctora para que ella aprobara su comportamiento, como la justificación que uno busca siempre en un confidente cuando le comparte algo de validez cuestionable. Creía que esperaba escuchar un efusivo "Pues claro muchacha, ¿qué pretendes, ser la persona más exhausta pero sociable del mundo?". Sospechaba que requería a una persona que legitimara aquello que le causaba frustración y en ocasiones, culpa. Y ¿quién mejor para la encomienda que un profesional?

- Contrario a lo que muchos piensan sobre una persona enferma, hay condiciones cuyos síntomas menos considerados implican una repelencia hacia otras personas. La gente asume que aquel que sufre sería fácil de reconocer y diagnosticar por su aura triste y depresiva, y lo minimizan a un simple deseo de llamar la atención. Lo que es de menor dominio público es el hecho de que ciertos trastornos cursan con ostracismo e irritabilidad hacia las prácticas más básicas como socializar.

Bien, eso era suficiente para su defensa.

- Sin embargo, como ya hemos establecido previo en esta conversación, las perspectivas de cada individuo ante las acciones son subjetivas. Para ti, la tendencia de no tratar con tu entorno reduce tu nivel de estrés; mientras que para otro, exactamente en la misma condición que tú, el alivio que ofrece la distracción de lidiar con otras personas es bien recibido como una solución, aunque ésta sea temporal.

Isabel se mantuvo pensativa por un dilatado momento.

- Sí, creo que tiene razón.

La doctora convino en su acuerdo, agradada.

- Pues Isabel. Salta a la vista que eres una joven sumamente inteligente, plenamente consciente y con una sensibilidad muy franca. No te voy a dar tareas estúpidas y poco ortodoxas para el hogar que ambas sabemos que no te molestarás en realizar...

A propósito de franqueza, huh.

- ...Si hoy te llevas de aquí esa analogía del clóset de la que hablamos, consideraré esta primera sesión completa con creces. Pero de igual forma, me gustaría que volviéramos a vernos, cuando tú dispongas. Y esta vez, sin coacciones externas - la doctora no se había levantado de su silla, a pesar de que Isabel ya se preparaba para irse.

- Está bien.

Para su sorpresa, Isabel había descubierto que no representaría un esfuerzo tan grande asistir de nuevo, como lo había sido ese día.

- Sé que no lo parece ahora, pero hay un hecho inexorable en el orden de las cosas:
Todo pasa.
Aún si el desenlace es bueno o malo... Pero aquí intentamos que sea bueno - la doctora Henrietta le hizo un gesto que intentaba mostrarse esperanzador.

Isabel asintió. Dirigiendo una última mirada hacia el cuadro del pintor neerlandés, y luego a la mesita donde reposaba la flor, se marchó...

...esperando no sentirse nunca una Lubbert.

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