Capítulo III: Cáscaras de auyama.

Nota de la autora: Este capítulo está inspirado en un suceso real. Me ocurrió mientras yo, al igual que Isabel, iba de visita a mi hermana.
Los ladrones, la convulsión, las cáscaras... Todo verdad. Y el miedo, especialmente el miedo fue real.
Por suerte, la conté lo suficiente para escribirlo después.
Pero los autobuses, eso sí que es otro tema.

Dedicado a todos aquellos que a pesar del miedo, tuvieron el valor de volverse a subir.

                                           ...

Isabel había estado cerca de morir una vez.
O al menos, eso había creído.

Cuando tenía 19 años, había emprendido un viaje a visitar a su hermana mayor que residía en la capital, a unas 6 horas de distancia del pueblo donde ella vivía.

Alma siempre le insistía efusivamente en que la acompañara durante los tiempos de vacaciones entre semestre universitario. Claro que la susodicha también estudiaba y trabajaba, pero resultaba más sencillo que viajara la hermana menor a la gran ciudad, que la hermana mayor al pequeño pueblo del campo; o quizá, era algo que se daba por sentado gracias al orden jerárquico que se dictaminaba por el nivel de ocupaciones y estrés que envolvía la vida de cada una. Puesto de esta forma, no quedaba discusión respecto a quién desempeñaba un rol más relevante en la sociedad, y por ende, era Isabel quien siempre debía movilizarse.

Por añadidura, su hermana había desarrollado con el tiempo una profunda aversión, pregonada a tal punto que era ya -vox populi-, hacia su lugar de origen y crianza. Decía que nadie que inspirara a ser alguien en la vida, podía quedarse ahí. Que no solo eran las limitadas oportunidades laborales y de entretenimiento que el lugar ofrecía lo que la hacía querer huir, sino la idiosincrasia de sus residentes, quienes encontraban mucho más embriagador el vino burbujeante de hablar de lo que pasaba en la vida de los demás, especialmente aquel añejado con tonos de desgracia y escándalo, que la triste y monótona cosecha de sus propias vidas. Después de todo, resultaba aburrido hablar de uno mismo, ¿no? Especialmente, porque nadie quería platicar acerca de sus propios infortunios y oscuros secretos.
Sin embargo, a menudo, estos encontraban una forma de serpentear entre el camino de los rumores, con ocasionales paradas en estaciones de duda, tentadores atajos a través de senderos conjeturales, para al fin y al cabo, abrirse paso hacia la incognoscible portezuela de la luz.
Y de ahí en adelante, no se podía confiar en que la prudencia haría el trabajo y salvaría a los involucrados del escarnio público. Al fin y al cabo, ésta no era una práctica asidua en las pequeñas ciudades.

De ahí provino el profundo deseo de escapada de Alma de aquél sitio. No es que renegara de sus provincianos orígenes, sólo que no quería morir en el mismo lugar que la había visto nacer.
Y el rechazo a esta realidad que encuentra a tantas otras personas ya cuando sus vidas están mitad vividas o marchitas, y que fue cultivándose y regándose diligentemente con el pasar de los años, fue traspasado con fervor hacia Isabel.

Sin embargo y en vista de las circunstancias actuales, Isabel a menudo se preguntaba si la antipatía que sentía hacia su residencia actual, se gestó en un sentimientos propio, forjado por su criterio connatural, ante las carencias de las condiciones en las que vivía; o, como la ropa, habría sido también heredado.
En vista de que ella había cargado gran parte de su vida con rencores que no eran suyos, y perspectivas que no le pertenecían, más allá de haber sido inculcados por la fuerza de la cultura y el hábito, Isabel llegaba a decantarse por la segunda opción.

La perturbaba que no se le permitiera elegir ni siquiera en qué creer. Y su hermana había contribuido en la práctica, pues en el deseo de Isabel como hermana menor, de imitar a lo que ella consideraba como -la persona más genial del planeta- mientras crecía, creía que tenía que expresar, como este dechado de virtud, el desdén hacia el conformismo e insulsa vida pueblerina.
Eso mantendría a Alma siempre contenta pensando que era igual de vanguardista y revolucionaria que ella, y ese hecho de complacerla, mantenía segura a Isabel.
Pero el costo era más caro para ella que para su hermana, y aunque Isabel no podía entender por qué las cosas tenían que ser así, y por qué ella, que se suponía era una copia del original, tenía que ser la incompleta.
Después de todo, la original es incluso más propensa al inacabado que la copia, pues en su mente, Dios debía haber corregido todos los errores del bosquejo inicial antes de reproducir su siguiente obra. Pero en este caso, no era ensayo y error; ella era el error del ensayo.

Claro que su hermana había logrado su cometido. A la mínima oportunidad de cambiar los caminos de tierra por las grandes autopistas de concreto, Alma lo había hecho. Pero así no Isabel. A pesar de que el deseo de marcharse era algo de lo que su hermana podía sentirse orgullosa, pues eso sí se trascribió casi con exactitud en Isabel, ésta no había tenido la misma oportunidad de dejar todo atrás. O quizá si la había tenido, y en más de una oportunidad, para su consternación, pero si ahí estuvieron alguna vez, Isabel nunca las vio.
Eso marcaba la más profunda diferencia entre el proceso de semi-clonación que se había logrado entre las hermanas.
Ese era el fallo del experimento: eran tan similares y distintas simultáneamente. ¿Pensaría Dios lo mismo respecto a la humanidad que había creado? ¿Sentiría la misma confusión ante el hecho de que entre aquellos, hechos a Su imagen y semejanza, algunos, las impresiones a color, deambularan con nobleza y rectitud; mientras otros, a blanco y negro, con propensión al mal? 

Así pues, Isabel pensaba que ella se había quedado con todo lo malo que les había tocado originalmente a ambas. La vida a sus 27 años la había encontrado en exactamente el mismo lugar que la había visto nacer. Y lo que ella más recriminaba, era que ese hecho era culpa de sí misma. Como Alma se había encargado de puntualizar en mas de una ocasión.

En una de esas precisas increpaciones, Isabel había accedido a ir de visita a la capital. Una acción que no la desagradaba en absoluto en realidad.

Por aquellos tiempos se sentía mucho más aventurera de lo que se sentiría unos años después. Más... capaz. Sin mencionar que, antaño, era una muchacha mucho más cerca de la madurez emocional del infante que había sido, intrépida y osada, que de la mujer en la que se convertiría, insegura y precaria. O así se sentía, independientemente del hecho de que en 3 años estaría en la tercera década de su vida.

Le encantaba visitar a Alma. Era la mejor forma en la cual invertía su tiempo libre. Adoraba cuando ella se encontraba en casa, solo porque estaba, y podían ser ellas juntas, pero también amaba cuando no estaba, porque podía ser ella sola. No importaba que Alma se ausentara por largas jornadas laborales, a Isabel no le molestaba. No se sentía para nada víctima de negligencia; al contrario, se sentía beneficiada, como si la recompensaran por superar un año de arduos estudios con una temporada de bien solicitada soledad.
Así que, para hacerle justicia a este maravilloso pasatiempo, Isabel viajó.

Por aquel momento aún no dominaba la destreza que implicaba conducir, y, aunque lo hiciera, dudaba mucho que tuviera el valor para emprender dicha travesía por sí sola. Isabel podía ser más intrépida entonces, pero no estúpida. Además, la inseguridad a equivocarse nunca estuvo ausente. Era el ser omnipresente. Era y sería algo vigente, en perpetuidad.
Tampoco contaba con el dinero suficiente para el boleto de avión, y no tenía amistades dispuestas a dejar a sus familias por emprender un viaje sin ningún provecho personal, por lo que Isabel se vio forzada a tomar una cuestionable decisión: confiar en el muy desconfiable sistema de transporte público.
Y así lo hizo.

Cuando llegó a la terminal, con un sencillo bolso a la espalda lleno de algunas prendas de ropa, y un pequeño maletín casi vacío, enseguida se sintió abrumada por el bullicio de las personas a su alrededor.
Carros, autobuses, y otros vehículos que se encontraban como en el medio de estos dos, se hallaban desperdigados por todo el lugar. Pero no era eso lo que atormentaba a Isabel. Lo que hacía el trabajo era el incesante palabrerío de todos los conductores que allí se encontraban.
La aturdían las voces insistentes que pretendían incitar a los viajeros a elegirlos como medio para su destino, sea cual fuera, y estos últimos, desesperados por encontrar el vehículo más cómodo y más amigable con sus bolsillos, usualmente terminaban yéndose con el vendedor más gritón.

Isabel se dirigió hacia la fila del aparcamiento con un letrero superior que escribía "Capital". Primero se acercó a un hombre de unos 40 años, que luego de presentarle un costo nada módico que a Isabel no le parecía consistente a las condiciones del auto que ofrecía, representó una opción descartada para ella.
Al segundo hombre ni siquiera llegó a preguntarle el precio del servicio, ya que la mirada lasciva que le dirigió le hizo sentir la necesidad de salir corriendo a ponerse más ropa encima, y eso que llevaba puesta una sudadera.

Así que, por fuerza del azar, Isabel terminó resignándose a viajar en autobús.
No le desagradaba especialmente esa vía, solo que era conocedora de los múltiples incidentes a los que estaba sujeta. Por leyes físicas, siempre era más probable sufrir un accidente viario en un vehículo alto y pesado, que en uno más bajo y liviano. "Mientras más apegado a la tierra, mejor", pensaba.
Claro que miles de buses transitaban las vías nacionales diariamente; el suyo no tenía por qué ser el desgraciado entre tantos otros.

Cuando llegó al colector, le entregó el pago correspondiente y se le concedió el derecho de ser una pasajera más.
Por seguridad general e inseguridad de ella misma, Isabel había guardado su teléfono celular en el maletín que se almacenaba en la parte posterior del vehículo, con el resto del equipaje más grande de los pasajeros, que no era apto para el tamaño de los pasillos y espacios interiores.

Subió las pequeñas escaleras metálicas del autobús y se dirigió a uno de los asientos vacíos de la parte derecha, junto a la ventana, con la esperanza de tener la invaluable suerte de que el vehículo no se llenara lo suficiente para que el lugar contiguo al de ella quedara vacío durante todo el trayecto, pudiendo disfrutar del camino en solitario. 
No había pensado en seleccionar uno de los asientos de la parte trasera, ya que estaban dispuestos en dos hileras de cuatro asientos cada una, por lo que estaban un poco más juntos, lo que sin duda, la apremiaría con una sensación claustrofóbica si se quedaba allí, con desconocidos tan cerca de ella.

De igual forma, esas graderías ya habían sido ocupadas por una familia voluminosa, conformada por los padres, que trataban de calmar y reprender a cuatro niños insolentes, todos de diferentes edades. Notó que la más pequeña tendría unos cinco años como máximo. Isabel le dirigió una sonrisita trémula, la cual la niña devolvió tímidamente. Los asientos restantes estaban ocupados por la cantidad de equipaje de mano y bolsos con motivos infantiles pertenecientes a la incontrolable manada.

Cuando el autobús estaba casi repleto y el colector ya había anunciado la partida en dos minutos, Isabel se sintió lo suficiente temeraria para cantar victoria. Todo ese tiempo había pasado, todos los asientos habían sido ya ocupados, menos el de su lado.
Pensó que Dios sí podía ser indulgente y le dirigió una plegaria de agradecimiento en silencio. Ya que habían cerrado las puertas, era seguro celebrar.
Los niños de la familia en la parte trasera se habían aquietado, un cometido logrado mediante el incentivo de la promesa de un helado en la siguiente parada, sospechaba Isabel. Creyó que de seguro se trataba más del chantaje de los niños, que del ingenio de los padres para lograr esta concesión.
El motor del bus cobró vida y el conductor ya preguntaba si todos los pasajeros se encontraban listos y verificando si se encontraban ubicados.

Cuando habían empezado a retroceder para ponerse en movimiento, un chico llegó corriendo hasta las puertas, golpeándolas en un impulso desesperado. El conductor no tuvo más remedio que abrirlas, y enseguida el muchacho se montó al autobús para encarar al colector. Después de un intercambio de palabras que a Isabel le parecieron una eternidad, maldijo en voz baja cuando vio que el chico le entregaba unos billetes al hombre, quien a su vez rápidamente le indicó con un ademán de la mano que se situara en algún sitio que todavía pudiera encontrar disponible a esas alturas, si tenía suficiente suerte.
Suerte.

Isabel deseó con todas sus fuerzas que el muchacho se ahorrara las miradas curiosas de la gente ante su rostro arrebujado y sudoroso por el esfuerzo de correr, y decidiera sentarse en el asiento más inmediato que pudiera encontrar, quizá en el quicio que se formaba justo detrás de la butaca de manejo del conductor, o en el piso llano, en el pasillo, en el techo de afuera; donde fuera, excepto...

- Disculpa. ¿Me puedo sentar aquí?
- Eh... sí – respondió automáticamente Isabel, retirando el bolso que había colocado estratégicamente en el desvencijado asiento a su lado. Suponía que por más que deseara no ser molestada por ningún tipo de compañía durante el viaje, era muy descortés, e incluso cruel de su parte, privar a alguien de un perfectamente habilitado y disponible asiento durante las 6 horas siguientes.
- Muchas gracias – respondió el muchacho dirigiéndole una sonrisa aliviada.

Isabel se sintió un poco mejor. Aunque fuera en contra de sus verdaderos deseos, sabía que había hecho lo correcto. Le parecía una diatriba interna demasiado intensa para algo tan cotidiano como compartir un asiento adyacente en el transporte urbano, pero así era ella, incluso en ese entonces, conflictuada por acciones como socializar y siempre prefiriendo la ya familiar compañía de uno mismo.
Sin embargo, no siempre era así. Era algo extraño cómo funcionaba el tiempo. Cuando se encontraba sola por largos períodos, deseaba estar acompañada, y cuando se hallaba en un sitio rodeada de personas, después de un corto tiempo, quería irse. Pero en definitiva este factor se hacía mucho más lento y tortuoso cuando estaba en la segunda posición, mientras que podía pasar días sola y ni siquiera se daba cuenta hasta que alguien más la hacía reflexionar sobre su ermitaña reclusión.
El tiempo también había empezado a pasar desde que Isabel se puso a pensar en el concepto del mismo, y antes de darse cuenta, se había dormido con la cabeza reposando en la ventana.

                                           ...

La despertó un estrépito. Sobresaltada, Isabel miró a su alrededor algo desorientada sin recordar dónde se encontraba y, forzando a su sistema límbico, ató cabos.
El autobús. Camino a ver a su hermana. Suspiró en medio de la duermevela, siempre resentida consigo misma por sus nerviosos exabruptos.

Había soñado nada, o al menos no recordaba haberlo hecho. Notó que se habían detenido.

- Nos detuvimos en una parada, para ir al baño, ya sabes – Dijo alguien a su lado.

Isabel volteó y posó la mirada en un chico no mayor de diecisiete años. Era moreno, de cabello oscuro, y contextura rechoncha. No era específicamente obeso, pero Isabel dudaba que fuera de los que iba al gimnasio incluso los viernes, sino más bien, de los que se quedaba en casa con un exuberante pedazo de pastel mientras disfrutaba de una telenovela mexicana.
- Eh... ¿necesitas salir? Puedo moverme – interrumpió sus pensamientos el chico, que ahora Isabel, no podía dejar de imaginar con bigote recortado mientras profería una teatral y rocambolesca declaración de amor a su... hermanastra, ¿quizá?
- Ah... no – Dijo planamente Isabel, deshaciéndose de la visión – Gracias.
- No hay problema, tan solo avísame – El muchacho le respondió con una incipiente sonrisa.
- ¿Cuánto llevamos de camino? – Isabel no era fanática acérrima de entablar conversaciones con desconocidos, y ocasionalmente incluso con los ya conocidos, pero en vista de que se había dejado su teléfono con el resto del equipaje en la parte posterior, necesitaba esa pieza de información.
- Van casi 4 horas de camino – respondió el muchacho.
- Ah, bien. Gracias – Isabel trató de contener su asombro al escuchar al muchacho. ¿Cómo pudo dormir todo ese rato? No se había dado cuenta de que se había quedado dormida siquiera, y también era inconsciente de su capacidad de concebir el sueño, y mantenerlo, dicho sea de paso, en un ambiente tan poco cómodo durante tanto tiempo.
Quizá se debía al insomnio de la noche anterior, a lo que ya estaba acostumbrada, el cual le había privado de las necesarias horas de descanso, ya que, cuando al fin había logrado pegar el ojo, el reloj marcaba las 5 de la mañana. Y se presentó en la terminal alrededor de las 7.
O quizá la culpable era la aprehensión ya familiar que la embargaba priori a realizar una acción poco segura... o nueva. Para lo cual, su embargada mente, antes de lidiar con tal campaña, prefería optar por lo más holgazán: apagarse.

- De hecho, eh... Necesito salir un momento, por favor – exclamó Isabel al cabo de un minuto.

Si ya habían recorrido tanto camino, necesitaba su celular para poder mantener informada a Alma de su arribo, y que fuera a buscarla.
Quería hacer la menor cantidad de movimientos posibles durante el trayecto y mantener el perfil más bajo del que fuera capaz, pero era necesario.

El muchacho se levantó y dio espacio a Isabel para salir por la abertura; ella se abrió camino por el pasillo, bajó los pequeños escalones, y salió al sol de la tarde. Habían departido a eso de las 9  de la mañana, y ya el sol se encontraba en un  punto inclemente de ardid.
Isabel tomó un momento para contemplar el viejo autobús. Y es que sí que era antiguo. Aún podía acelerar y cumplir las funciones básicas de cualquier objeto que contara con un motor de fuerza, pero las condiciones tanto internas como externas eran poco favorecedoras. Por fuera, la pintura estaba desconchada y el óxido se veía en algunas partes. Tenía un hundimiento en la parte lateral delantera, que nadie se había molestado en arreglar. Por dentro, si bien era relativamente amplio, los asientos laterales y posteriores que otrora debieron estar forrados con un material azul acojinado, ahora, debido a que el material había cedido con el paso de los años, era mucho más fácil sentir el esqueleto desnudo de la silla al contacto con el cuerpo, lo que ocasionaba que al cabo de cierta cantidad de tiempo permaneciendo sentado, te acongojara un fuerte dolor en el coxis.
Estaban algo sucios, el color desteñido y lleno de minúsculas pelusitas, como resultado de la fricción con ropa almidonada de tantas personas que se habían sentado en ellos.
Isabel no eran tan tonta, conformista, o poco precavida, para deliberadamente escoger un medio de transporte que se encontrara en ese estado, si hubiera otro mejor con el cual compararlo. Sabía que, en la austeridad de su pueblo, no podía conseguirse algo mucho mejor. Y al final, servía a sus propósitos.

Luego de dirigirse hacia la parte del equipaje y ubicar su pequeño maletín, buscó el celular que yacía dentro de una media, que estaba oculta en un pequeño estuche, que a su vez reposaba debajo del lomo de un libro grueso, en el fondo de la valija.
Isabel era muy asustadiza y prudente cuando se trataba de hacer cosas sola, cargando pertenencias con ella. Gracias a su madre por eso.
Muy sutilmente guardó su celular lejos de ojos curiosos, cerró el maletín y lo devolvió a la zona de equipaje.

Al cabo de un momento, ya estaba de vuelta en su asiento junto a la ventana.
El muchacho junto a ella no se encontraba ahí. Imaginó que finalmente habría ponderado la alternativa a tener un globo vesical y había decidido usar los baños.
Sin embargo, un chico que no había visto antes, sentado en un lugar que daba a la hilera paralela, le preguntó:
- Mami, ¿puede' decirme la hora que es?

A Isabel no le gustaba el término que había usado para referirse a ella. Siempre le molestaba esa familiaridad basta. El chico debía tener unos quince o dieciséis años. Iba vestido con unos jeans muy descoloridos, una camisa blanca con rayas moradas arremangada hasta los codos, y mucho gel en el cabello para mantener un peinado muy confuso de rulos y picos, que parecían batallar para ver cual de los dos ganaba más territorio capilar. Unos lentes de cristales fosforescentes y unas botas grandes y raídas completaban el atuendo.
Al lado del chico, se sentaba una señora mayor que tendría más de cincuenta años, con el cabello recogido en un fuerte moño en la parte posterior de la cabeza. Llevaba abrazada junto a su pecho una bolsa plástica con lo que parecían verduras en su interior.
Había algo que a Isabel le causó un repentino escozor en la garganta.

No tenía nada que ver con su aspecto físico, sino con la mirada inquisitiva que le dirigió cuando le pidió la hora, como buscando algo entre sus recovecos personales. Resistió el impulso casi automático de tocarse el bolsillo para extraer el teléfono, todo bajo la fría y diáfana mirada del chico, y, calculando un aproximado desde la última vez que había visto la hora cuando lo había encendido, le respondió:
- La 1 y 5 de la tarde - le contestó escuetamente.
- Gracia' mami. Eresmuy amable – le dijo el muchacho viéndola fijamente.
- De nada – respondió Isabel, con un casi imperceptible esbozo de sonrisa.

Ella odiaba cuando no podía controlar esas demostraciones externas inconsistentes con sus sentimientos internos. No sabía por qué lo hacía. Era casi maquinal, una reacción robótica ante el más mínimo gesto de gentileza de otra persona, o de redención luego de una cuestionable primera impresión. No sabía si lo hacía en su deseo por agradar a todo el mundo, o sencillamente por amabilidad pura, o en un caso más aciago, a raíz de un carácter débil y manipulable, capaz de ceder con facilidad ante la duda de si las personas en realidad no eran tan malas como parecían.
Había leído en una ocasión a Silvayn Reynard, quien citaba: «Me gusta pensar que a veces... sólo a veces, el silencio puede ser más fuerte que el mal. Y me gusta pensar que, si no digo nada, la gente oirá el odio que sale de su boca con sus propios oídos, sin nada que los distraiga. Tal vez la bondad sea suficiente para mostrar el mal como lo que es, sin necesidad de reprimirlo con más mal».
Estas palabras se habían quedado grabadas en el cerebro de Isabel a tal punto de recitarlas a la perfección. Se lo repetía a sí misma cada que alguien era tosco, descortés o grosero con ella. Un paciente irreverente y deseoso de inculpar al primer zopenco que tuviera en frente por sus infortunios, una chica embarazada en el supermercado que no agradecía el paso que ella le cedía en la fila, e incluidos aquellos indigentes que, inconformes con lo que ella podía darles, lo desestimaban y se marchaban incluso más molestos y demandantes de cómo habían llegado. En una ocasión, un anciano que pedía agua a los transeúntes, despertó en ella el sentido de moralidad de hacer algo ante la perspectiva horrorosa de una persona sufriendo de sed y, siendo la única dispuesta a acercarse, le cedió de su botella y vertió el líquido en el vaso de plástico sucio que llevaba. Al cabo de unos segundos, vio cómo el anciano la botaba al suelo con ira alegando que no estaba lo suficientemente fría. 
Isabel tenía emociones muy intensas y negativas en momentos como esos, como si la necesidad de gritar y golpear algo fuera tan imperante como la de respirar. Y si bien hubiera preferido tumbarle el vaso al anciano de la mano e insultarle, había decidido que la filosofía de Reynard, fielmente aplicada, le ahorraría muchos sinsabores en el transcurso de la vida. Después de todo, la aguardaban muchos más motivos para decepcionarse de las personas en el futuro.

Finalmente, el chico robusto regresó, y el otro muchacho que le había pedido la hora previamente, quedó olvidado tras la silueta redondeada.

- Estaba estirando las piernas. Estos asientos son muy incómodos, ¿no? Ya habíamos hecho otras paradas antes, pero los baños estaban tan en malas condiciones, que nadie quiso usarlos. Algunos se bajaron a estirarse también, o a comprar algunas golosinas a los niños. Los de atrás estaban tan inquietos, que creo que si los padres hubieran podido hacerlo, golpeaban al conductor y pasaban a manejar ellos mismos el autobús. En la segunda, algunos se bajaron y otros subieron. Creo que vamos igual de ocupados. Este ha sido el único lugar más o menos decente, y en vista de que después de cinco minutos las personas no han vuelto casi vomitando y haciendo muecas de asco, asumí que los baños estarían más limpios que los otros.

- Ya veo – dijo Isabel, con una mueca divertida. Esperaba que la niña tímida hubiera sido recompensada con la promesa hecha luego de haber mantenido su comportamiento hasta la primera parada.
- Esta parada fue un poco más abrupta, porque el conductor no desaceleró a tiempo al casi perderse la salida que lleva a la estación, y por poco embiste contra una camioneta que iba en retroceso. Seguro eso fue lo que te despertó.

A Isabel ahora no le costaba imaginar el origen de la abolladura que tenía el vehículo. Se sintió inquieta, por alguna razón.

- Sí, tiene lógica – dijo finalmente.
- ¿Segura que no necesitas ir? – preguntó el muchacho cuando los pasajeros ya regresaban y ocupaban sus respectivos lugares.
- Sí – le aseguró ella – ¿Y tú?
- No, nunca como ni bebo nada antes de estos viajes en carretera. Sólo por seguridad – argumentó el chico.
- Entiendo – respondió Isabel.
- Me llamo Pablo – el muchacho le tendió una mano regordeta después de un instante.
- Isabel, un gusto – dijo, estrechándosela.
- Tengo una hermana que se llama como tú. Ana Isabel, en realidad. Pero casi siempre le decimos Isa.
Isabel le dedicó una compungida sonrisa. Ya sabía que no podría mantenerse impersonal durante el resto de la conversación después de eso, y que le costaría cortarla con la excusa de volverse a dormir. Debían de ser más en el mundo los Pablos deseosos de distraerse con una charla improvisada y casual, que las Isabel, ansiosas por evitarlas.
- Es más bonito ese nombre completo – admitió ella.
Pablo la miró sonriente.
- Sí, le queda muy bien. Es mi hermana menor, tiene diez años, pero es muy inteligente. Siempre prefiere que la llamen por su primer y segundo nombre, pero nos resulta tan cómica su frustración, que nadie le puede hacer caso. Ya finalmente se resignó al "Isa".

Isabel asintió en compresión a la pequeña Ana Isabel. Si ella tuviera un nombre como ese, también quisiera que la gente lo tratase con el reconocimiento que se merece.

- Voy camino a verla justo ahora. Vive con mi mamá y el resto de mis hermanos en la capital.
- Vives lejos de casa entonces – declaró Isabel.
- Así es, son mis primeras vacaciones de la universidad. Estoy estudiando ingeniería civil, y el semestre acaba de terminar. Gracias a Dios logré aprobar todas las asignaturas. Mi mamá me mataría y me obligaría a regresar de las orejas en menos de lo que canta un gallo si estuviera desperdiciando el sacrificio de estar lejos de ellos. Somos muy unidos, ¿sabes?. Es duro estar separados. Siempre piensas que serás feliz cuando finalmente salgas del nido y seas "independiente". Pero no es así. De lo único de lo que te independizas es de 3 comidas al día. Incluso tu uso del baño depende del horario de otras 4 personas. Así que es difícil. Vivir solo es igual a miedo, estómago vacío, sueños cortos y silencios largos – terminó Pablo.

Ella no supo qué responder. Sabía que la charla no sería impersonal, pero no se esperaba esa verborrea de cosas tan... íntimas. Estaba sobrecogida ahora al comprender que quizá esa decisión del muchacho de no consumir nada previo al viaje, era más una obligación que una elección.

- Imagino que es todo menos fácil – fue lo único que consiguió decir Isabel.
Le pareció una respuesta muy tonta. Ya el muchacho -per se- era consciente del reto que representaba vivir solo, de hecho, toda su plática se centraba precisamente en constatar esa situación. E Isabel se sintió culpable por dar una respuesta tan incolora y lacia en medio de un estallido de expresivas emociones como el del muchacho.

- No, para nada – Confirmó Pablo, con una expresión concentrada – A veces me pregunto si valdrá la pena todo esto. Bueno, tengo muchísima confianza en que el estudio y el trabajo duro te llevan lejos, pero... ¿Y si no? Quiero ser lo que mi familia necesita, lo que se merece. A veces me encantaría poder ver a través de una mirilla el futuro para ver hasta dónde llegué.

Isabel imaginó que el complejo protector y paternal de Pablo solo podía deberse a la ausencia de la verdadera cabeza de la familia. No quiso preguntarlo. A ese despliegue del chico ella sí tenía una reacción mucho más conspicua.

- A mí también me encantaría – Eso era tremendamente cierto – Pero creo que el consuelo que nos queda es que está en nuestras manos si termina mereciendo o no la pena. Es algo que podemos controlar.

Quizá fuera hipócrita ofreciendo un consejo que a ella no le ofrecía nada, pero fue suficiente para que Pablo se quedara pensando en su declaración unos segundos, como si se esforzara en descifrar el significado, pero finalmente, de sus labios se fue formando una cálida y sincera sonrisa, que dejaba ver sus dientes blancos, y dijo:
- Creo que no hay nada más lógico que eso – pronunció.

Después de unos minutos -décadas-, los últimos pasajeros se embarcaron. Isabel vio de reojo a la niña tímida, que se dirigía a su asiento con una actitud mucho mas compuesta que la previa, por lo que supuso que había tenido éxito en su empresa.

Volvió a sonreírle, y esta vez, la pequeña le devolvió una sonrisa abierta y resplandeciente.

El autobús se encendió.
Estaban arrancando, cuando Isabel notó que el chico de los lentes se levantaba súbitamente y corría a través del pasillo central hacia la zona del conductor.
Lo siguiente que supo Isabel era que todos los pasajeros tenían las frentes apoyadas en el respaldo del asiento delantero, en modo de sumisión.
Levantó la mirada un instante hacia adelante y vio cómo el colector del autobús yacía en el suelo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza, mientras el chico que hacía minutos le había pedido la hora, lo apuntaba con un arma en la cabeza.
No estaba sólo. Lo acompañaban otros 2 muchachos, incluso menores que él. Isabel recordaría siempre que uno de los rostros estaba surcado de un acné muy característico de la adolescencia.
El chico de la hora empezó a emitir sonidos que Isabel asumió eran órdenes, tanto para sus colegas como para los pasajeros.

- Muy bien, señoras y señores, este autobu' esta secuestra'o. Vamo' a quedarno' bien tranquilos. El viaje va a continuar, ¿estamos claro' chofer? Si veo que alguien hace señale' por la ventana o pide ayuda, le disparo. Se van a quedar tranquilo' mientras pasamo'  por todos los asientos. Quiero que nos entreguen todo lo de valor que lleven encima: teléfonos, dinero, bolsos, billeteras... Lo que tengan. Y bien tranquilitos se quedan en sus asientos pue'.

Isabel pensó que esa forma tan característica de hablar solo podía ser producto de una vida sin ninguna clase de educación. Sin embargo, paradójicamente, el muchacho tenía razón, lo más sabio que podían hacer era mantener la calma. Algo mucho más fácil de pensar y decir, que de hecho, hacer.

Antes de darse cuenta, otro de los malhechores, el del cutis puberto, pasaba como una exhalación por todas las hileras, recogiendo todo lo que veía a su paso, celulares y pertenencias visibles que para la gente había sido demasiado tarde de ocultar. Sostenía en su mano derecha un revólver pequeño; Isabel no pudo identificar si se trataba del mismo que tenía el perpetrador número 1, pero como el colector seguía tirado en el piso temblando, asumió que tenían más de un arma. Cuando llegó a la zona donde estaban ella y Pablo, el chico sólo gritaba y exigía que le entregaran lo que tuvieran, pero Isabel notó el temblor irreverente de su mano mientras lo exigía, y la mano con la que agarraba el arma, temblaba aún más.

- No, no... no tenemos nada – Dijo Pablo con la voz temblorosa casi a punto del llanto – Se lo juramos.
Isabel negaba fervientemente cuando el niño la vio. Había escondido su teléfono en el agujero que se formaba entre el borde del asiento y la pared del autobús durante el tiempo en el que éste cateaba a los pasajeros delanteros.
En calidad de su condición apresurada, número 2 pasó rápidamente de ellos para llegar a la parte posterior, en busca de saqueos mas prometedores y rápidos. El malhechor número 3 empezaba ahora una nueva revisión desde la parte delantera.

Se escuchó que el malhechor número 1 gritaba:
- Ay, ay, ay... Má' les vale que entreguen lo que tengan. No me estén escondiendo nada. Ahorita voy a pasar yo puesto por puesto, y voy a registrarlos bien, de pie' a cabeza, y el que yo vea que me escondió algo, voy a quebrarle la cabeza de un balazo. –

Por un momento, Isabel pudo jurar que la miró a ella mientras lo dijo.

- Dios mío santo por favor protégenos, ayúdanos Dios mío...
Isabel escuchó cómo Pablo comenzaba a rezar entre sollozos, repitiendo una y otra vez la misma plegaria: ¨Dios, ayúdanos¨.
- Patea rápido tu bolso hasta debajo del asiento delantero – Le susurró Isabel, rezando ahora ella para que Pablo la hubiera escuchado. Isabel había colocado el bolso de ella en esa posición, y número 2 ni siquiera se había molestado en ver hacia abajo.
Pablo pareció escucharla y en un ademán inmediato, hizo lo que le pidió.

Si bien Isabel era católica y creía en Dios, no pensaba que pudiera hacer algo por ellos, más que el autobús colisionara y todos, incluidos los ladrones, quedaran inconscientes o muertos. No existía poder superior que bajara a la tierra y físicamente detuviera lo que se suscitaba.
Estaban solos allá abajo, en ese vehículo en movimiento, como un barco que se hundía, pero que seguía su trayecto inexorablemente entre avenidas, mientras recorría la ciudad.
Isabel pensó que cuando llegaran a salir de ella y se restablecieran nuevamente en la autopista, ya estarían perdidos. Se verían condenados a pasar Dios sabía cuánto tiempo con los ladrones dentro, requisándolo todo en el mejor de los casos, y en el peor...

La muchacha evaluó las posibles vías de escape. Puerta delantera y trasera: descartadas. Aunque pudiera bordear a los malhechores, las puertas debían ser abiertas desde el mando del conductor, que estaba de momento inhabilitado, siguiendo las ordenes de número 1 a mantenerse solo manejando con la vista al frente, reforzado por el incentivo que representaba la pistola apuntada alternativamente entre su cabeza y la del colector.
Ventanas: descartadas. Por orden de número 1, las personas se habían visto forzadas a bajar los pequeños cortinajes de modo que no se viera nada desde el exterior. De todas formas, la ventaba de Isabel tenia sólo un pequeño y roto pedazo de tela que no cubría ni un tercio de la misma. Isabel no se atrevía a hacer ningún movimiento de auxilio hacia el exterior, ya que sentía los ojos de número 1 clavados en ella.
Ahora fue el turno de número 3 de llegar hasta ellos, mientras número 1 volvía a exclamar:
- La última vuelta paso yo, y si veo que me escondieron cosas...-
El ladronzuelo no terminó la frase, aunque era bastante obvio suponer que no terminaría diciendo "les voy a entregar un algodón de azúcar".

Ahora Isabel se arrepentía de la recomendación -o más bien orden- que le había dado a su compañero de asiento. Era mucho mejor que los ladrones se sintieran complacidos con las pocas cosas materiales que pudieran ofrecerles, a atreverse a desafiar sus amenazas, por más infundadas que pudieran ser. Bastaba un segundo para revelarlo, y una eternidad donde no te quedabas para descubrirlo.
En conclusión, decidió agacharse y estirarse para recoger su bolso y entregárselo a número 3.

- Te juro que no tenemos más nada de valor – Le dijo Isabel al niño levantando las manos muy asustada.
El chico se fue, al parecer conforme, y siguió hacia los pasajeros de atrás.

Pablo, que veía hacia el suelo, le dirigió una mirada llorosa contrariada.
- Bueno, bueno, vamo' a ver quién me hizo caso... Hay uno' cuanto' que sé que están haciéndose lo' inteligente'.

Isabel vio, aterrada, cómo número 1 empezaba una inspección más rigurosa con los primeros pasajeros, obligándolos incluso a levantarse de sus asientos, y revisándoles bolsillos, manos y cualquier otro posible escondrijo que les sirviera de salvaguarda.
Un joven incluso empezó a quitarse los zapatos, seguido de las medias, en un intento del ladrón de comprobar que no fuera un clásico caso de -dinero escondido en las calcetas-.
Al verificar que, en efecto, sí se trataba de uno, el ladronzuelo le propinó un golpe al muchacho, con el puño cerrado, que impactó directo con su mejilla derecha. El muchacho apaleado perdió el equilibrio, y volvió a caer sentado en su asiento, mientras se tocaba el lugar agredido.

Isabel entendió que lo que podían hacerle a Pablo o a ella podría ser peor, en vista de que ellos aún no habían entregado nada de valor. O, mejor dicho, lo de mayor valor, lo habían ocultado. 

De repente, se escuchó un grito proveniente de la parte de atrás. Isabel notó, con pasmo, que provenía de la niña de la sonrisa. Uno de los ladrones apuntaba al padre de los niños con la pistola, lo que había causado que los niños empezaran a gritar y gimotear. Su madre los tomaba a todos en los brazos, mientras sollozaba también, y le rogaba a número 3 -o era número 2-, ya no sabía diferenciarlos, que por favor no disparara al hombre.

Isabel llegó a una resolución. No tuvo mucho tiempo de pensar dos veces lo que había decidido hacer.
- P-Pablo... - susurró al muchacho de al lado, que ahora casi se arrodillaba en el suelo mientras oraba fervientemente.
- Pablo, escúchame – dijo, ahora en un murmullo.
El muchacho abrió los ojos y desvió la vista hacia ella un centímetro, con los ojos inundados en lágrimas.
- En unos cinco minutos voy a fingir que convulsiono. Tú dirás que sufro de algo llamado "epilepsia", y que te estaba contando que venía de viaje a la capital para conseguir mi medicación. Que esto ocurre cuando no la tomo, y estoy bajo situaciones de estrés, ¿entiendes?

Pablo la miró con cara de todo menos de entendimiento. Los ruidos dentro del vehículo aumentaban. Los gritos y el pánico se hacían corpóreos.

- Yo sé que me entendiste. Eres inteligente. Sólo recuerda gritar lo que acabo de decirte - afirmó ella.

El ladrón número 1 ya casi llegaba a su fila. Resultaba que muchos ya habían decidido entregar las pequeñas cosas que llevaban encima, en orden de evitar un castigo peor. Esto había facilitado el trabajo de los malhechores.
Isabel volvió a escuchar que la niña gritaba un estridente "¡No papá, no!".

Esa fue su entrada. Y ahora... comenzó ella su número. Número 4. Lo que sería la actuación de su vida.

Isabel empezó llevando la cabeza hacia atrás, contorsionando su columna cervical en un ángulo que le permitía contactar su occipucio con la piel que cubría la base de la misma. Luego, las respiraciones agitadas, mientras inhalaba y exhalaba con mucha más rapidez de lo normal a través de la boca, como si se estuviera asfixiando. Llevó los ojos hacia atrás, lo más atrás que le permitía el movimiento de los globos dentro de las órbitas, hasta que imaginó que sólo se veía la conjuntiva blanca.
Dejó los movimientos corporales para el final, que empezaron repetitivos sólo en una mano, y luego de cinco segundos se generalizaron al resto de sus extremidades, en espasmos que eran clónicos.
Se dio cuenta de que todos empezaron a gritar y la atención se centraba en ella.
- ¡Paren el autobús! Una joven está convulsionando aquí atrás – escuchó que decía alguien.
- ¿Qué le está pasando? – preguntó otro.

Isabel pellizcó imperceptiblemente a Pablo, cuando tuvo la oportunidad de bajar lentamente la mano aun contraída en repetición. Era su turno.
- Es, es... epiléptica, creo. Me lo venía diciendo. Le ocurre cuando está estresada y no se ha tomado las pastillas desde hace un tiempo. Hizo este viaje para conseguirlas – gritó el chico.

Perfecto. Isabel estaba orgullosa de que hubiera recordado todo con habérselo dicho sólo una vez. Seguiría en su papel. Sabía que el episodio debía durar de uno a tres minutos, pero rogaba al cielo que ninguno de los ladrones hubiera conocido nunca a alguien con la misma enfermedad, porque, al ver la reacción de número 1, 2 y 3, planeaba mantener su charada el tiempo que fuera necesario.

Sintió cómo alguien intentaba meterle el dedo en la boca, pero ella, aprovechándose de su estado muscular de contracción, la mantuvo apretujada, enseñando los dientes.
- Hay que evitar que se muerda la lengua – Le pareció ver que se trataba de la anciana que había estado sentada al lado de número 1. Luego, le agarró la cara para permitir que le diera más aire, y sin previo aviso, intentó darle a beber agua, introduciéndola por la boca a la fuerza, pero Isabel, que en su papel, ya se había "calmado" y adoptado una condición mas laxa y relajada, terminó derramándola mientras dejaba que corriera hacia abajo por una de las comisuras, como si estuviera ida, con el cerebro apagado.
Pablo la había sentado en su asiento, en una petición de las demás personas de que le llegara mas oxígeno a ella estando más próxima al pasillo.
De forma increíble, estando ya en ese estado post-ictal, el malhechor número 1 se había arrodillado junto a ella.
- Oye mami, ¿'tas bien? – le dijo, con el ceño fruncido.
Isabel lo miró como si estuviera desorientada y tratara de ubicar la vista en un punto. Negó con la cabeza.
- ¿Qué te pasa? – le dijo el ladrón - ¿'tas enferma?
Ella asintió.
- ¿Pero ya 'tas calmada? - quiso saber el muchacho, con un deje de nerviosismo.

No respondió. Se mostró como si estuviera perdida, demasiado confundida para responder a esa pregunta. Y, de hecho, sí estaba confundida. La actitud del ladrón era demasiado incoherente. Como un síndrome de Estocolmo invertido. Se imaginó que era uno de los múltiples aspectos que revelaban el nivel de experticia de los autores, que debía ser bajo. Supuso que este debía ser su primer gran golpe. Y una de las consecuencias de una vida criminal siendo tan joven debía ser... la duda.

Ahora el muchacho le sobaba casi tiernamente la cabeza, pasando un dedo a través del marco de su cara, con tanta delicadeza que Isabel pensó que era inverosímil cómo con una mano podía tocarla como si temiera a que se rompiera y con la otra, sostener una pistola, sin temor a romper a nadie. Se sintió asqueada de que el contacto fuera casi devoto.

- Tranquilita mami... tranquila. Na' más necesito que te calmes. Nadie te va a hacer na', pero me tiene' que prometer que no te va a volver a dar eso. ¡Hey! – exclamó de repente a sus cómplices – A ella nadie la toca, ¿estamos? Conmigo no te va a pasa' na' mami, yo te lo juro, pero no te puede volve' a dar eso – Dijo finalmente hacia Isabel, solo para que ella lo escuchara.
- No... lo p-puedo... controlar – musitó ella, haciendo ademán de contraerse nuevamente.
- Shhh, tranquilita, tranquila. No voy a deja' que na' te pase mami – Volvía a sobarla como si fuera un amante, mientras la miraba con preocupación.

Isabel notó que ahora el ambiente era muy diferente. Los victimarios iban casi tan asustados como las víctimas. Sólo se escuchaban gritos y súplicas de los pasajeros con motivo de que los dejaran estacionarse en un hospital para poder ayudar a la muchacha antes de que se repitiera la nefasta imagen que acababan de presenciar.
Vio que número 1 era abruptamente empujado por uno de los otros ladrones, y, como estaba arrodillado, de no ser porque el chico amortiguó la caída con la palma de las manos, su cara hubiera impactado de lleno contra el suelo.
- ¡Deja la estupide'! ¡Le pegamo' un tiro y se acaba esto! – gritó el que lo había empujado con una expresión afiebrada, que ahora apuntaba a Isabel con el arma directo en la cara.

Toda le gente se volvió presa del pánico. Escuchó que Pablo gritaba pidiendo que tuvieran misericordia.
Isabel, de todas las maneras posibles que había pensado alguna vez, jamás se le había ocurrido que moriría de esa forma: tratando de ser la heroína.

- ¡No! – gritó número 1. A pesar de que superaba en altura a su compañero, como éste último era quien sostenía y apuntaba con el arma en ese momento, de alguna forma, se veía mayor y mucho más intimidante que quien seguramente era el líder de la banda – Ya la chica se calmó. Ya tenemo' bastante. Con un muerto es mucho peor, nos van a busca' ma'. ¡Vámono'! - ordenó el muchacho.

El otro chico del arma se debatió un momento, como si sopesara sus opciones. Nunca dejó de temblar, incluso hasta cuando bajó la pistola y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Lo demás fue un torbellino que se sucedió en dos minutos.
Finalmente, los ladrones habían hecho que el conductor se estacionara en lo que parecía ser una hondonada, que daba hacia una zona rural, llena de tierra y construcciones derruidas y en malas condiciones.
Se llevaron todos los bolsos que pudieron, metiendo las cosas de valor dentro.
Habían advertido que nadie se atreviera a llamar a la policía y no los siguieran, y para reforzar su ultimátum, se habían llevado una rehén, declarando que la dejarían muerta si iban directo a la comisaria.
Isabel vio con escándalo que la desafortunada en cuestión era la anciana que le había intentado verter agua en la boca durante su estatus post-convulsivo.
Antes de que alguien pudiera chistar para tratar de salvar el destino de la mujer, se bajaron del autobús y se fueron corriendo, perdiéndose en el terreno.
Isabel no recordaba que nadie se asomara a las ventanas para intentar ubicar su futuro paradero, ni mucho menos que alguien hubiera intentado seguirlos en un ataque de valor repentino después de la tormenta.

Todo había terminado. Isabel seguía viva. No había muerto nadie durante el secuestro.
Ya no siguió interpretando su personaje. Solo se había quedado quieta, inmóvil, tocándose los pequeños vellos de los antebrazos para asegurarse de que seguía ahí, que no era un espectro, un poltergeist que todavía rondaba y vagaba cerca de donde su cuerpo había sido dejado luego de morir, en un intento desesperado por volver a meterse en él.

- Isabel, ¿es-estás bien? – Le dijo la voz temblorosa de Pablo a su lado.
- S-sí – respondió.
Todas las personas a su alrededor le hacían la misma pregunta. La madre de los niños que se sentaba atrás lloraba encarecidamente abrazando a su esposo, mientras los pequeños se juntaban en el medio de ambos. Otros seguían inmóviles, sollozaban, o se arrodillaban en un agradecimiento conjunto de seguir vivos.

Luego, se habían enfocado en despertar de su ominoso shock y de hacer un chequeo entre las múltiples cosas que los ladrones habían dejado diseminadas por el suelo.
Isabel se levantó a imitar la acción. Habían tirado todo el contenido de su bolso, dejando únicamente un libro y unas cuantas prendas de ropa interior. Con vergüenza, Isabel las recogió rápidamente y se consoló en que al menos su libro seguiría con ella, y no perdido entre unas manos que no lo apreciarían, y sería usado para fines mucho menos nobles que para los que se había escrito.
El resto de las pertenencias, incluido el bolso rosado fucsia que había sido un regalo de su tía, no habían conseguido sobrevivir.
No se sintió tan abatida pensando que el resto de las posesiones consistían principalmente en artículos de aseo personal, un perfume y un monedero, que gracias al cielo, era todo lo que este contenía: monedas.
Pero haciendo el inventario mental de pérdidas, con miseria descubrió que el mayor dolor residía en el extravío de un accesorio, una cadena que su padre le había regalado cuando era pequeña.
Recordar que esa misma mañana lo había guardado por la seguridad de que no fuera visible, ignorando el apego especial que sentía por el artículo y que hacía que siempre lo llevara puesto, hizo que le despertaran unas inmensas ganas de llorar ante la realidad de sus intentos. Se sintió desconsolada al entender que de haberlo mantenido donde siempre, seguiría con ella.

No era justo que esas cosas sucedieran. Claro que sentía la obligación divina de agradecer por la prevalencia de su vida, pero también sentía una profunda convicción de que el incidente no debió haber pasado en primer lugar.

El conductor preguntó el estado de todos los presentes, se lamentó por el desafortunado incidente, y exclamó que en unos momentos retomarían su viaje.

- Isabel... gracias – Pablo la miraba, cabizbajo, aún seguía llorando – Lamento mucho que te haya pasado eso. ¿Te sientes mejor?
- Sí, es momentáneo – respondió Isabel, tomando una bolsa de plástico que el muchacho le tendía. La abrió y colocó ahí lo poco que se había salvado. Se sintió terrible y asqueada de sí misma. De su capacidad de mentir. Lo había hecho obedeciendo un visceral instinto de supervivencia, pero eso no impedía que se sintiera culpable por utilizar una enfermedad que sí le causaba sufrimiento real a tantas otras personas. Isabel musitó en silencio una plegaria, disculpándose con todos ellos.
Sin embargo, había decidido hacerlo porque imaginó que a casi todas las personas en el mundo, incluidas aquellas que estaban acostumbradas a la violencia, les causaban una reacción de incertidumbre e incluso miedo, dos hechos: morir, o no tener control de su propio cuerpo. Era el análisis que se planteaba.
Por supuesto que el agujero en su teoría serían los miles en quienes ninguna de las dos causaría efecto; aquellas para quienes la muerte fuera rutinaria, una distracción incluso.

Para suerte de Isabel, este no había sido el caso. Los ladrones habían probado ser tan emocionalmente mortales e inmunes al pánico como el resto de los demás. Creyó que su edad y categoría -amateur- en la escala de criminalidad tendría mucho que ver. Todavía no se podía creer que estuviera hablando de niños, mucho más jóvenes que ella.

Nuevamente, agradeció y se disculpó mentalmente con Emilia, la vieja nana que había cuidado de ella y sus hermanos hacía muchos años ya, quien sí era epiléptica, y que había sido la primera persona que Isabel había visto convulsionar en su vida.
Eso, y la procesión de niños que le siguió a continuación, que llegaban a las emergencias presentando la misma condición, fue lo que permitió a Isabel representar su papel, imitando todo lo que recordaba de la imagen que proyectaban, algo que distaba mucho de estudiarlo en la inexactitud de la imaginación, a verlo verídicamente en un enfermo, como estigmas de una cruz que debían llevar por toda su vida. Pero en definitiva fue una fortuna que nadie buscara veracidad en su actuación, ya que sospechaba que su estelar pudo haber estado un tanto discordante y sobreactuado.
Sin duda, el hecho de que actualmente las personas requirieran esfuerzos titánicos para obtener medicamentos debido a su escasez, era lo que completaba la credibilidad de su pantomima, e incluso, despertaba simpatía.

Nuevamente, se sintió culpable. Lo sentía muchísimo por haberse valido de eso, sentía que la convertía en una persona horrible.

- Dios mío... qué experiencia tan horrible. Pensé que nos iban a matar a todos. Al fin estamos saliendo de la ciudad – Puntualizó Pablo, sustrayendo a Isabel de vuelta.

Isabel comprobó sorprendida que tenía razón. Ni siquiera habían salido de una ciudad que se recorría de polo a polo en 10 minutos. Chequeó la hora, y comprobó que estuvieron casi 40 minutos secuestrados dentro de un autobús móvil. Los mantuvieron dando vueltas y vueltas por todo el perímetro, seguramente para mantenerse dentro de los límites de su escapada.

- Por un momento pensé que iban a matarte. ¿Viste cómo te trató el de los lentes? Creo que estaban tan muertos de miedo por verte así, que apresuraron su salida. Ay Dios Isabel, espero que consigas tus medicinas en verdad... - Pablo seguía balbuceando un palabrerío que Isabel dejó de escuchar.

No quiso confesarle al chico que su enfermedad no era real, ya que pensó que si Pablo no se había percatado por sí mismo de que los enfermos no podían predecir una convulsión involuntaria lo suficiente como para incluso darle instrucciones de lo que debía decir para explicarlo, era mejor dejarlo así. Quizá aún estuviera tan confundido o en estado de shock, que no había hecho ese razonamiento. O quizá simplemente no era tan astuto como originalmente pensaba.

Entre tanto, algunas personas se habían concentrado en la parte trasera a remarcar los acontecimientos más memorables, de lo cual mucho giraba en torno al episodio convulsivo de Isabel, que había sido el clímax de la historia.

- No me explico cómo han logrado infiltrar las armas. A todos los hombres el colector nos revisó y chequeó nuestros bolsillos antes de subir – Dijo un muchacho joven de piel morena.
- Bah, qué va hijo, ni de esos mismos sujetos uno se puede fiar. Hasta pueden ser cómplices – Dijo el padre de los niños dirigiéndole una mirada perspicaz al colector, que ya estaba sentado junto al chofer. El hombre tenía un brazo alrededor de su esposa, y el otro sosteniendo a uno de sus hijos.
- Y la señora que se llevaron, por Dios... Pobre mujer. ¿Dónde la dejarán? – Dijo una señora temblorosa que apretaba un bolso de flores de colores contra el pecho como si fuera un secreto de Estado.
- Miren, ni siquiera le dejaron llevarse sus cosas – Dijo el muchacho moreno.

Cuando el chico abrió la bolsa, Isabel comprobó que lo que antes había visto como verduras, eran en realidad cáscaras, de auyama al parecer. Eran 3 exactamente, cortadas por la mitad, lo que hacía que hubiera 6 pedazos en la bolsa. Extrañamente, habían removido casi toda la pulpa del interior, conservando solo el exterior, pero manteniendo la forma redondeada de la verdura.
La verdad estaba pendiendo en el aire y los atropelló con una fuerza insoldable, dejando un golpe de realización como el que lucía el autobús en su fachada exterior.
Ninguno quiso verbalizar lo que seguramente a todos se les ocurrió en ese momento. Pues probablemente, ya habían resuelto el misterio de la introducción de las pistolas en el vehículo.

A Isabel se le ocurrió que si bien no se podía entender bien la psique de un criminal, y que muchas veces el por qué de sus acciones no se termina de explicar, no hacía mucho sentido que se hubieran llevado a la mujer, que de igual forma, parecía no estar acompañada por nadie en el vehículo, sin familiares ni parientes que viajaran con ella, quienes realmente sintieran una amenaza ante su secuestro. No representaba nada para nadie de los afectados, más allá del humano sentimiento de colaborar con la preservación de la vida de otro. Y, ¿Cómo sabrían ellos en qué momento llevar a cabo sus represalias, en caso de que los pasajeros tomaran acción con las instituciones pertinentes?
De igual forma, cualquiera que tuviera suficiente sentido común, sabría que nadie se molestaría en hacer tal cosa. Así no funcionaban las cosas en su país. La legalidad era un concepto muy abstracto y fácil de adulterar.
Nadie se tomaría el trabajo de denunciar a unos sujetos quienes sabían que no serían investigados, ni mucho menos buscados. No existían ni los recursos ni la disposición de realizar tales hazañas, propias de un país mucho más avanzado y estable.
Esto se había probado con el hecho de que habían continuado su viaje como si nada hubiera pasado, sin necesidad de hacer una parada en alguna estación de policía o centro penitenciario, sabiendo que definitivamente no haría ninguna diferencia.
No, las personas solo ansiaban llegar a su destino, para poder dejar este terrible encuentro en el pasado y continuar con sus vidas, esperando haber pagado su peaje temporal en la nómina de infortunios, el diezmo correspondiente a la cuota de desdichas que se cobra por seguir consumiendo la vida.
Isabel no creía que el barquero regresara en un buen tiempo.

Podía imaginarse a la anciana del moño, que se había esmerado tanto en tomarle la cara para que dejara de moverse, y le había derramado agua en la boca en un intento desesperado para que se calmara, caminando por ahí con su cadena alrededor del cuello.

El resto del trayecto se pasó con una soporífera velocidad. Creyó que no debía ser la única que no sentía que estuviera ahí, porque todos actuaron igual de sorprendidos cuando el conductor se detuvo y anunció la llegada al destino.

Cuando al final consiguió bajar del autobús, fue por su maletín. Ya había avisado a Alma de su llegada, y ella replicó que en 5 minutos estaría ahí. Increíblemente, había logrado conservar su celular. Se lo había guardado en el bolsillo posterior de su pantalón, esperando que ninguno de los ladrones fuera lo suficientemente temerario, o taimado, como para requisar al objeto causante de tanta conmoción en aquel momento.

Pablo se despidió de ella y le había dejado su número de teléfono por si necesitaba cualquier cosa. Le agradeció nuevamente por lo que fuera que el pensara que Isabel había hecho; ella le deseó suerte, y el joven se marchó caminando para tomar el siguiente transporte que lo dejaría en casa.
Isabel agradeció infinitamente el no tener que imitar la acción de Pablo y no volver a tomar un autobús siendo tan reciente el incidente, y la invadió una renovada admiración hacia el chico que había conocido ahí, que sí tenía que hacerlo.

Mientras Isabel esperaba por su hermana y se regañaba por darse cuenta muy tarde que en medio de su nebuloso cavilar, había fallado en no ofrecerle un muy oportuno aventón a Pablo, se le acercó una persona. Era la madre de los niños que estaba ahora delante de ella, con su hija, la pequeña de la sonrisa.

- Hija disculpa, no quisiera molestarte. ¿Segura que estás bien? ¿Tienes a alguien que venga por ti? – preguntó la mujer en tono interesado.
- Sí, muchas gracias. No se preocupe – Respondió Isabel con una sonrisa tranquilizadora y volvió a sentirse mareada de culpa.
- ¿Puedo decirte algo? Pensarás que soy insensible, y no quiero que suene como si me aprovechara de tu enfermedad, pero gracias a eso, pudimos salvar unas cuantas de nuestras pertenencias. Y sobre todo, dejaron de apuntar a mi esposo. Él se había molestado tanto porque el ladrón había empujado a nuestro hijo mayor, que le había plantado resistencia. Estaba segura de que lo matarían. Y justo cuando pensé que el criminal apretaba el gatillo, tú empezaste a convulsionar. De verdad discúlpame si estoy fuera de lugar, pero creo que, si a este bus le tocaba pasar por esta tragedia, creo que Dios eligió a las personas que irían dentro – declaró la mujer, con los ojos vidriosos.
Isabel notó el rosario que caía alrededor de su cuello. Sonrió con indulgencia.

No sabía qué responder. Solo siguió dirigiendo su sonrisa ante la inocencia y franqueza de las palabras de la mujer. Esta se alejó, y la niña le dirigió un último saludo.
El sentimiento de culpa mermó con ese leve movimiento de la mano, todavía vital, de la niña.

La mujer, -ni ningún otro del autobús- nunca sabría lo que Isabel había hecho, y que no tenía motivos para sentirse insensible, puesto que la mentira de ella ya carecía lo suficiente de sensibilidad. Pero, tampoco sabría lo mucho que la habían ayudado sus palabras.

                                           ...

De vuelta al presente, Isabel pensó en la mujer, en Pablo, en su cadena perdida, sus pantaletas en el suelo y en los ladrones. Se preguntó dónde estarían ahora, y si estarían en algún lugar siquiera.

Recordaría con ansiedad ese día como el que pensó que moriría, mientras seguía sentada sorbiendo la crema de auyama que estaba a punto de comerse.

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