Capítulo 8: No tan invisible


Aunque siempre se me consideró la lacra del dúo, Tom fue el primero en dejar a su familia para comenzar a sobrevivir por su cuenta. Tengo entendido que esto sucedió cuando él tuvo un sueño en el que se vio a sí mismo como si fuera otra persona; dentro de su fantasía onírica, Tom moría asfixiado por una silueta que no reconoció. Era la primera vez que soñaba consigo mismo de esa forma. Ya tenía experiencia previa haciéndolo con otras personas, incluso tuvo uno en donde vio a sus primos pescando y al día siguiente le llegó la noticia de que todos ellos se murieron intoxicados por comer jaibas.

Cuando me lo contó no hice más que despedirme de él. Le pregunté si también yo aparecía ahí, para saber si podría ir haciendo todo lo que se me diera la puta gana por ese día. Él me dijo que no, cosa que me cortó la sarta de planes que ya había hecho. Pero volviendo a la historia de Tom, su sentencia de muerte llegó cuando el prefecto le avisó que lo mejor que podría hacer era retirar sus papeles de la escuela, ya que su semestre estaba perdido.

Era curioso, porque Tom, aún con toda la exigencia de su padre, continuaba siendo un pésimo estudiante. Escribía con faltas ortográficas horribles, apenas y sabía multiplicar, confundía a Miguel Hidalgo con Miguel de la Madrid y no podía ubicar el estado en un mapa del país. Incluso, yo con todos mis asuntos, lograba sacarme un cinco que los maestros me subían a seis por lástima.

En lo único para lo que mi amigo no es un desastre, es la música.

Aprendió a tocar en secundaria la guitarra a puro oído y hasta sus silbidos son melodiosos. Por desgracia, la música no da tanto de comer como lo da saber multiplicar o distinguir entre el cura Hidalgo y el presidente en turno. Su padre, bien consciente de eso, le prohibió tener una guitarra y lo obligó a dejar de escuchar música.

Tom conocía bien a su progenitor, sabía que si llegaba con la noticia de su expulsión sería asfixiado como en su sueño por él.

—Me prefiere muerto a pendejo —expresó desesperado.

—¿En serio crees que te mate? —preguntó Aidée, se encontraba perturbada. Apenas conocía lo que eran nuestras caóticas vidas.

—Sonará a que estoy chingando, pero incluso hemos llegado a apostar para ver a quién de los dos matan antes, ¿verdad?

Luego de conversar el asunto entre los tres, llegamos a la conclusión de que lo único que podría hacer sería no presentarse en casa otra vez. Si su padre no lo volvía a ver, no habría posibilidad de que pudiera matarlo. Era una lógica sencillísima. Mi amigo se escondió en La fosa, Aidée le llevó comida y algo con que protegerse si llovía, mientras, yo tomé el papel más arriesgado y me colé en su casa para llevarme de su habitación lo que alcanzara.

No esperábamos que funcionara, pero en efecto sucedió. Tom burló a la muerte a cambio de abandonar a una familia que lo maltrataba.

Mi estómago no gruñe ni se siente vacío y eso que no he comido nada desde la mañana en la que me mataron. Le encuentro su lado positivo a estar muerto, ya que siempre desee quitarme esa necesidad que solo me hacía gastar dinero que no tenía. Observo como Doña Leti vende zacahuil en la calle, ella ofrece los platos a sus numerosos clientes mientras su asistente cobra.

Es la primera vez que paso por acá a esta hora sin sentir como la boca se me vuelve agua por el antojo. Además, es la primera que la doña no me corre por estar mirando su negocio y asustar a sus clientes. Ahora ya no le estorbo, ni vuelvo decadente el paisaje y ya no tengo que preocuparme por el hambre o por terminar recibiendo un cubetazo de agua encima que me hará marchar mentando madres.

Suspiro y sonrío con amargura. Solo una vez se me hizo comprarle un plato a Doña Leti y, de hecho, estaba planeando comenzar a ahorrar una lanita para desayunar otra vez ahí. Me despido con una seña del lugar y continúo con mi camino a donde Tom. Mi amigo y yo vivíamos en un cuartico de vecindad que compartíamos con un tercero. Como la necesidad de tener a alguien que cubriera otra parte de la renta era más que la de privacidad, no tuvimos problema en aceptarlo.

Además, Javier —como se llama—, es un sordomudo al que le vale madres todo. Cuando Tom y yo teníamos la cruda después de la tacha, Javier pasaba de nosotros, agarraba el cartón de leche y se encerraba en su habitación.

El edificio de la vecindad está tal y como la última vez que salí de ahí, con su fachada verde limón desgastada y el grafiti que en letras rojas dice: «muéranse». Aprovecho que una mujer deja la entrada semi abierta y me meto, atravieso el patio, subo las escaleras dando zancadas y me detengo en el cuarto piso, delante de la puerta número trece, pero esta se encuentra cerrada.

«¡Puta madre!», grito en mis adentros.

No es como si pudiera golpearla y avisar que llegué, toda acción que hago es irrelevante para aquellos que aún están vivos. Cruzo los brazos y me permito resbalar el culo hasta que llega al suelo. Recargo la oreja en la puerta, quiero escuchar, es lo único que puedo hacer de momento, junto con rezar para que alguien pronto abra la puerta y me dé chance de meterme.

Escucho pasos dentro, tras esto, un reclamo que viene de Aidée:

—¡¿Es todo lo que se te ocurre?!

Estampo todo el lateral de mi cara en la madera, necesito oír más.

—Emilio tiene que decirme qué hacer —objeta Tom, de nuevo la voz se le quiebra a la hora de imponerse a alguien.

—¡Vámonos juntos! —exclama ella. La imagino a mitad de un drama, similar al que hizo su padre al enterarse de la falla en el sistema—. Nada tenemos qué hacer aquí.

Abro los ojos tanto como puedo.

«Qué romántica saliste», pienso.

Aunque también se me hizo congruente: un vendedor de droga amenazó con asesinarlos y los dos desprecian a sus familias. Nada tienen que hacer en este puto pueblo, tal y como lo dijo Aidée.

—¿Cómo? —interroga Tom.

«¡No chingues! ¡Váyanse!».

Vine acá a averiguar el papel de Emilio en mi asesinato, sin embargo, prefiero pasar la eternidad sin saberlo si eso implica el bienestar de este par. Si pudiera, los mandaría lejos de este planeta, a donde yo quería escapar siempre que recordaba lo mal que se encontraba todo en esta tierra.

—¡Emilio! —replica ella—. El cabrón tiene mucho dinero, fue tu cómplice en lo de Damián. ¡Debe ayudarte!

«¡Ya sé por qué me gustabas tanto! ¡Hazle caso, pendejo!».

Retengo lo último dicho por ella, Emilio sabía que me matarían y colaboró, mi conclusión de ayer está confirmada, no obstante, todavía no sé por qué conspiró en mi contra. He cagado la vida de mucha gente, pero por más que les haga chaquetas a mis memorias, no logro dar con el motivo.

—Bueno, me tiene que ayudar —afirma él—, ¿a dónde nos vamos?

«A Estados Unidos si es posible».

—Vámonos a la capital —contesta Aidée—, mi tía Isabel vive allá y también le caga mi papá.

—¡Eres brillante! —exclamo con emoción, incluso hice un ademán con las manos.

Una silueta conocida se para delante de la entrada, haciendo que saliera del chisme. Me quedo en donde estoy, esperando a que Javier abra la puerta y me deje entrar, sin embargo, lo que él hace es agacharse en cuclillas para estar a mi altura.

—¿Qué andas chismeando aquí? —me pregunta.

—¿Qué? —Abro los ojos tanto como puedo y me quedo petrificado.

No sé qué es más extraño, ¿qué un sordomudo me hable o que sea capaz de comunicarse con un muerto?

—Te pregunté algo —exige Javier, limpia su frente empapada de sudor con la muñeca—. ¿Te cortaron la lengua cuando moriste?

—No —musito, nervioso.

Javier suspira, me hace una seña para que saque las llaves de debajo del tapete y, una vez lo hago, me las arrebata. Inserta una, gira la perilla y abre la puerta. Se queda un rato en el marco de esta, esperando a que yo entre. Aunque sigo desconcertado, me levanto y hago lo que me indica.

Las personas que yo creía conocer a la perfección me están mostrando cosas de ellas que jamás esperé saber.

Dentro, Aidée se encuentra sentada sobre las piernas de Tom, mientras este bebe de una lata de cerveza. El pequeño salón que tenemos se encuentra tal y como lo dejé: con nuestras ropas tiradas, vasos y platos desechables donde sea, y también colillas de cigarro sobre estos. Aspiro con fuerza, embriagándome con el aroma de lo que en su tiempo vi como mi oportunidad de tener una mejor vida.

«Pura mierda».

Javier saluda a ambos con una mueca y Tom hace lo mismo. No sabemos lenguaje de señas, pero nos las arreglábamos para entender a Javier escribiendo notas. Sigo siendo invisible a los ojos de mi mejor amigo y mi exnovia, ya que cuando me paro delante de ellos estos no hacen más que seguir en lo suyo. No se inmutan, ni siquiera sienten una perturbación en el oxígeno que respiran. Tomo una bocanada de aire y observo al sordomudo, quien sigue siendo el único que nota mi presencia. Él me da una palmada en la espalda y encoge los hombros, después, da media vuelta y se dirige a su cuarto.

Por inercia lo sigo, es la primera vez que entro a su habitación. Siempre habíamos querido hacerlo, tanto por morbo como para ver si de ahí obteníamos dinero, pero nos ganó el temor de encontrarnos con algo lo suficientemente extraño como para perturbarnos de por vida. Aprieto los ojos, estoy nervioso y a la vez emocionado, sé que atravesamos el marco de la entrada y por el sonido, deduzco que Javier se tira en el catre y deja su bolsa de la tienda en el piso.

Al permitirme ver no hago más que decepcionarme. Es simple; paredes blancas y golpeadas, un ventilador girando y haciendo ruido, un taburete junto al catre y un espejo de cuerpo completo. Solo eso.

—¿Qué esperabas? —inquiere él. Recarga su cabeza en ambas manos y me observa.

Yo cierro la puerta de una patada y me mantengo en mi pose.

—Algo más... —me quedo pensativo— trascendente.

—¿Cómo que fuera a los panteones a hablar con los espíritus de los difuntos?

—¿Lo haces? —interrogo, sorprendido.

—A veces.

—¡Saco! —expreso con una sonrisa contrariada—. ¿Qué chingados eres?

Javier encoge los hombros. Tampoco se entiende, solo acata lo que le tocó, lo que es y lo acepta. Creo que yo debería hacer lo mismo conmigo.

—Te queda poco tiempo, los espíritus como tú tienen un aura que se va debilitando cuando les llega su hora de descanso. —Él se agacha para sacar de la bolsa un paquete de galletas—. Vas a desaparecer pronto. No creo que amerites ser una de esas almas en pena que se la viven sollozando en las calles.

—Ni siquiera puedo pasar la eternidad de forma romántica. —Me siento en el suelo y abrazo mis rodillas—. Nunca creí en fantasmas y ahora soy uno. Pensaba que solo era cosa de esa película de Los Caza fantasmas.

—No seas pendejo, obvio no existen esos seres que aterrorizan crédulos y que deben ser atrapados con chingaderas que parecen aspiradoras.

—Me agradabas más cuando no hablabas —mascullo.

—Para mí siempre tuvo sentido que un alma lo suficientemente atormentada no pueda descansar y tenga que pasar el resto de su no existencia vagando por acá. Viendo a la vida correr y correr, mientras no es capaz de vivirla de nuevo.

—No sé si eso es casi tan malo como el infierno —resoplo—, pero dices que pronto desapareceré, ¿no?

Javier asiente, sus cabellos rizados se pegan en su frente gracias al sudor.

—¿A dónde iré después? —pregunto con temor.

No es el mismo pánico que me daba cada que mi padre llegaba a decirme que lo acompañara a ver a sus amigos, es más bien uno que se atasca en mi garganta, un nudo que me impide hablar con fuerza.

—Ni puta idea —le da una mordida a su galleta—. Nadie lo sabe. Los espíritus con los que he hablado, o llevan mucho tiempo aquí y no partirán al más allá, o recién murieron y están por irse, como tú.

Me levanto del suelo y camino a donde su ventana —su cuarto es el único que tiene una—, aferro mis dedos al mosquitero y observo a la calle. Me detengo en cada detalle de esta; en los puestos ambulantes de comida que nunca pude comprar, en el sonido que hacen los coches pasando, en la risa de los niños jugando en los columpios y también en cada individuo que transita por ahí.

No los volveré a ver jamás.

Elevo la mirada, hasta que logro divisar al fondo la línea que se le forma al mar. Es solo un poco más oscura que el cielo, pero ahí está. Me hubiese gustado visitarlo anoche, repetir lo de esa vez en la fiesta, jugando con una luz de bengala que ardía y ardía, como mi esperanza de poder alcanzar a tener una vida mejor. Y así como la luz se convirtió en simple pólvora, también pasó lo mismo con mi fantasía.

¿Qué esperaba? Las personas como yo están destinadas a los finales miserables.

Mientras hago mi recorrido visual, caigo en cuenta de un detalle que nunca estuvo ahí. Entrecierro los ojos para divisar mejor y noto que se trata de una patrulla. Una que se encuentra justo frente a nuestro edificio y cuya sirena no deja de fastidiar. Trago saliva y sigo observando, unos oficiales se bajan del coche mientras varios chismosos se acercan a ver qué sucede.

«¿Ahora qué?».

Las personas son contenidas por un tercero, mientras el resto entran con premura al edificio. La presencia de Javier tras de mí hace que salga de mi burbuja mental, él mueve la cabeza de un lado a otro, confirmándome que vienen por alguno de ellos.

¡Hola, conspiranoicos!

Espero hayan disfrutado el capítulo de hoy, estamos en la recta final y solo quedan 3 capítulos más y el epílogo.

¿Por qué la policía los buscará?

...

Miguel de la Madrid: Fue presidente de México en el periodo 1982 a 1988.

Zacahuil: Conocido como el tamal más grande de México o tamal de fiesta. Se trata de un preparado de masa de maíz martajada, chile ancho, guajillo y pasilla, cebollita asada, ajo, manteca, especias, polvo para hornear y carne de puerco o pollo. Pesa más de 20 kilos y puede alimentar 70 personas. Obviamente Damián no se iba a comprar uno para sí mismo, sino una porción de uno.



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