Capítulo 10: Teoría del caos

Emilio y Brisa son los hijos de un jefe de la marina, bueno, al menos algo así entendí entre los numerosos chismes sobre ellos en el pueblo. La razón de tanto rumor acerca de la familia viene de tres razones:

1. La gente sentía pena por su hija «la boba».

2. Las empleadas de su casa tienden a sacar lo que hace la familia, parece su tema de conversación preferido.

3. No nos encontramos acostumbrados a ver gente rica.

Aquí, en esta parte del estado, los que más tienen dinero son los marinos, los militares y los que le entran al negocio del petróleo, pero no se da mucho que ese tipo de personas traigan a toda su familia. Lo normal es que esos hombres con buenos sueldos y uniformes dejen a los suyos en otro lado. No los critico, yo también lo haría. Aquí no hay nada bueno con que entretenerse, a menos que seas de esos aventureros gringos que vienen a hacer expediciones en los manglares y a tomarle fotos a las personas comiendo tamales de cuchara en la calle, pensando que son atracción turística.

En fin, ya me desvié.

Como iba explicando, Emilio es menos conocido que su hermana, antes de lo de Brisa solo escuchabas decir de las empleadas: «El hermano es un mamón».

Tom y yo lo teníamos bien ubicado, porque lo veíamos andarse en patineta por el malecón con sus lentes oscuros y su playera de cuello «V». Tenía una cámara fotográfica con la que sacaba imágenes de la panorámica del río y los grandes buques que navegan por ahí. La primera vez que interactuamos fue antes de que mi amigo y yo decidiéramos salirnos de nuestras casas. Queríamos más tachas luego de esas primeras pruebas, pero no teníamos dinero, así que decidimos proponerle al muchacho de lentes oscuros que nos pagara una lanita a cambio de enseñarle un sitio en el que se pueden tomar fotos chidas.

Él aceptó y nos lo llevamos a donde los pescadores lanzan sus redes para atrapar camarones, ahí se tiene una mejor vista de las casas junto al río, aquellas que se inundan cada temporada de lluvias, pero que no cambian a falta de dinero para conseguirse otra.

El sol brillaba en todo su esplendor, el agua estaba de lo más transparente y los árboles y maleza se encontraban bien crecidos. Había una imagen perfecta que Emilio no dudó en capturar. Al menos la decadente vida de esas familias sirvió para que un riquillo sacara fotos bonitas.

Él nos pagó e incluso nos dio una propina por el servicio. Tom y yo nos hallábamos emocionados y estábamos a punto de marcharnos cuando él nos preguntó a dónde íbamos.

—No sea chismoso, güerito —repliqué.

—Vamos por ahí nomás —secundó Tom.

Emilio se balanceó sobre sus talones antes de preguntarnos:

—¿Puedo ir con ustedes?

Luché para no zurrarme de la risa delante de él.

—La neta, no —dije tratando de contener mi carcajada—, si algo le pasa nos echan la culpa a nosotros.

La casa de Emilio se encuentra unos metros antes del batallón militar. Es fácil saber cuál es, ya que es la única construcción que tiene una fachada pulcra, un jardín delantero cubierto de flores y una camioneta del año.

Decidimos estacionarnos en la otra calle porque no queremos levantar sospechas con los soldados. Mientras Javier detiene el vehículo, escuchamos un disparo a lo lejos. Se trata de uno de los tantos tiros al aire que echan los soldados cuando se aburren de estar encerrados. Este ruido hace que Tom, Aidée y yo nos estremezcamos.

Me asomo por la ventana del coche, la calle se encuentra desierta y el batallón está lejos, así que les somos indiferentes. Sin embargo, un terror comienza a corroer mis entrañas inexistentes. Siento como mis manos tiemblan y una serie de pensamientos aleatorios y perturbadores se pasean por mi cabeza. Me arrepiento de haber venido. Esto es un suicidio.

Bueno, para ellos. Yo ya me encuentro muerto. A mí qué, ¿verdad?

—Yo creo que mejor nos vamos —menciona un ansioso Tom.

—Su papá nunca está, lo sé porque se la pasa teniendo de mandadero al mío —contesta Aidée, suena desafiante, jamás usó ese tono conmigo.

Otro tiro al aire se escucha, lo que hace que mi amigo de un respingo. Volteo para ver a Javier, quien está absorto tamborileando en el volante.

—¿Y las empleadas? —interroga él.

—No trabajan hoy —resopla—. Por algo te he estado insistiendo con que viniéramos. Por lo de las elecciones las mandó a descansar. Además, la patrona nunca está, se la pasa haciendo compras en Papantla desde lo de Brisa.

—¿Segura? —pregunto, estoy tan nervioso que incluso me duele la cabeza.

—En el peor de los casos Emilio no está y ya —concluye ella.

El tercer disparo es lo que obtiene Aidée como respuesta.

—¿Y si no está? —Tom agacha la cabeza y deja salir el aire que contenía en sus pulmones.

—Pues ni modo —responde, decepcionada—. Tendremos que buscar otra forma de sacar dinero para irnos.

—Sabía que pronto se te acabarían las ideas —digo con aire irónico—, no te preocupes, a mí también se me dejaron de ocurrir soluciones.

—¿Y qué te hace pensar que nos van a abrir? —cuestiona de nuevo Tom—. Va a traer a la policía o a esos soldados.

—Ahora Tomás es el inteligente del grupo —comento.

Ella se queda pensativa y acerca el pulgar a su boca.

—¡¿Vas a seguir buscándole peros a todo?! —exclama enervada.

—Obvio Tom no quiere ir a la cárcel —irrumpo, pero por desgracia ella no me va a escuchar.

—Damián me dijo como eran esos centros para menores, ahora imagina cómo será una puta prisión. Te recuerdo que soy mayor de edad —le espeta.

Señalo a Tom y hago una expresión que claramente dice: ¡Hazle caso!

—Está bien —bufa, aprieta el tabique de su nariz—. Yo iré sola.

Otro disparo más nos interrumpe.

Ni Tom ni yo queremos que Aidée vaya sola, pero es lo único que podemos hacer. Me gustaría estar vivo, solo porque quisiera acompañarla y protegerla en caso de que algo suceda. Ofrecer, si es posible, mi integridad física con tal que se mantenga segura.

Tom y Aidée se dedican miradas tensas, cogen la mano del otro y después ella se acerca a su oído, le susurra algo que no alcanzo a escuchar y, por último, besa sus labios resecos. Como puede, Aidée le indica a Javier que es tiempo de que se marche; ella sigue siendo coherente, no podemos seguir involucrándolo en todo esto.

La única persona capaz de comunicarse conmigo lo comprende. Se despide de ambos con un apretón de manos y aguarda con parsimonia a que nos bajemos del coche.

—Adiós —le digo a Javier.

—Espero no tengamos que volvernos a ver —sonríe.

Volteo a los lados, comprobando que Aidée y Tom se encuentran demasiado ocupados acordando algo como para escucharlo. Mi amigo lleva sobre sus cabellos castaños una gorra viejísima que apenas y le queda, pero eso le servirá para esconderse de momento.

—Eres un hijo de puta —susurro, coloco mi mano en la manija de la entrada—, pero no más de lo que yo fui.

—No cuestionaré eso.

No digo nada más, abro la puerta y me bajo del coche. Oigo como Javier arranca el vehículo, quisiera ver cómo se va, pero no lo hago, porque temo acobardarme y pedirle que me lleve consigo para estar tranquilo el poco tiempo que me queda en este mundo terrenal.

Cerca de la casa de Emilio hay una construcción pausada que se supone será una unidad habitacional para las familias de los militares. Eso solo es señal de que llegarán más ricos al pueblo, haciendo que este de a poco pierda su naturaleza de salvaje.

Aidée y Tom acordaron que él se escondería ahí en lo que ella va a hablar con Emilio. Ambos se despidieron con una serie de besos apasionados que preferí no ver. No por celos, sino porque es incómodo ver como una pareja se chupa las caras. Siempre fui de la idea de que es mejor a escondidas.

Una vez ambos terminan su rutina amorosa, Aidée y yo nos ponemos en marcha a casa de Emilio. Todo puede pasar ahí dentro. Otra vez quiero vomitar mis entrañas inexistentes y no sé si es por los nervios o porque estoy por desaparecerme. Aun así, no me detengo debo seguir hacia adelante, así como no lo hice en vida.

Cuando nos encontramos frente al portón del inmueble, doy un respingo, Aidée muerde su labio inferior y acerca su mano dudosa al timbre. En lugar de escuchar a la campanilla, oímos otro disparo.

«Al parecer esos soldados están al borde de la locura por aburrimiento», pienso.

Ella suspira. Nadie abre. Vuelve a probar. Mismo resultado. Pienso que está a punto de rendirse, no obstante, la veo mirar a los lados para asegurarse de que no haya alguien cerca y, una vez termina con esa inspección, comienza a escalar por el enrejado.

«Aprendiste de mí».

Trepo a su lado, sigo siendo más veloz y pronto estoy arriba, si pudiera le daría una mano, pero ya saben, soy un alma en pena. Con esfuerzos Aidée llega, se lastima las palmas, está poco acostumbrada a este tipo de vida, siempre se mantuvo absorta en sus plantas que nunca se marchitan, en el activista frustrado de su progenitor y en su madre en voto de silencio.

Yo salto para llegar abajo, mis rodillas están jodidas de tanto impacto, menos mal que no me haré viejo. Ella brinca y emite un quejido ante su estrepitosa caída. Nadie nos ha cachado, vamos bien. Escuchamos otro tiro al aire. Puta madre, cómo me pone de nervios. Con razón Brisa se escapaba de casa y prefería dormir en cualquier lado. Yo también lo hubiese hecho si tuviera que soportar tan fastidiosos sonidos cada que un soldado se aburra.

Aidée y yo caminamos por el jardín delantero, las plantas se encuentran marchitas, cosa que desanima a mi exnovia. Como la bruja hierbatera que es, entiendo que le duela ver a todos esos especímenes abandonados. Ni siquiera los ricos pueden preservar tan bien a la naturaleza como alguien con el don para eso.

Ella vuelve a lo suyo, sacude la cabeza y se apresura a llegar a la entrada principal. En lugar de ir a abrir, recarga el oído en la madera para escuchar si hay vida dentro. Oímos unos pasos acelerados que hacen crujir la escalera de madera.

Aidée toma una bocanada de aire. Debemos averiguar cómo abrir la puerta, si ella pudiera escucharme, le diría que la tacleáramos entre los dos. Se queda pensativa un par de segundos sobándose las sienes y después decide probar con la solución obvia: girar la perilla.

Para nuestra sorpresa, esto hace que la puerta se abra. Emilio nos esperaba. Empiezo a pensar que era un poco obvio, lo digo porque su camioneta está estacionada en el patio de enfrente. Ese mismo vehículo en el que Tom, él y yo, bebíamos y fumábamos porros. Me vuelvo a ella, está impecable, sin rastro de polvo, lodo o mi sangre. Es tan fácil para alguien como él limpiar sus actos, solo debe conseguir algún necesitado del que aprovecharse.

Mi exnovia y yo entramos, encontrándonos con un hogar solitario, incluso lo siento más austero que el mío; la amplitud de los pasillos y la altura que hay desde el piso hasta el techo es prácticamente el doble que la de mi casa. Ella cierra la puerta con su espalda, noto su intención de querer husmear en el sitio y robarse algo de valor, pero sabemos a lo que vamos, así que nos dirigimos a las escaleras. Tenemos que forzar a Emilio a que nos explique por qué levantó la denuncia contra Tomás y de paso que les dé suficiente efectivo para la huida.

Subimos las escaleras a pisadas desconfiadas. Ni siquiera sé por qué me siento así, si en caso de haber cualquier trampa, la dañada será Aidée, no yo. Cuando nos encontramos en el descanso de estas, ella opta por correr para llegar más rápido. Hay un extenso pasillo cuyas paredes se encuentran repletas de fotografías de la familia. Fotos de los hermanos cuando eran pequeños, de la esposa y el marinero, y una, la más reciente, de los quince años de Brisa. Se rumora que estuvieron tan buenos que incluso alguien murió debido a una intoxicación por tequila, aguardiente y otras sustancias.

Terminando este pasillo, damos con las habitaciones, las primeras dos se encuentran cerradas y la tercera está totalmente abierta. Noto la duda que tiene Aidée de asomarse; empieza por hacerlo con lentitud, coloca sus dedos en el marco y va acercando su rostro, sin embargo, el sonido de otro tiro al aire le provoca soltar un grito de terror. De manera inmediata escuchamos una sonora carcajada.

La reconozco al instante, se trata del traidor de Emilio.

Aidée cierra los puños. Está encabronada. De un salto entra a la habitación y se topa con Emilio sentado sobre una cama de sábanas rosadas y cojines blancos. Nos queda a ambos claro que no se trata de la habitación de él, sino de la de Brisa. Lo confirmamos al leer las letras de cerámica colgadas en la pared que dicen: Bri.

—¿Y Tomás? —Es lo primero que nos pregunta él. Ni siquiera se digna a mirarnos, cruza los brazos y mueve el pie con ansiedad—. ¿Fue tan cobarde que prefirió mandarte a ti?

—No pendejo, tú lo denunciaste —le espeto. Tengo tantas putas ganas de partirle el hocico.

—¿Por qué carajo denunciaste a Tomás? —lo interroga Aidée—. Si tú también cooperaste, es más, fue tu puta idea.

—Era necesario —menciona, manteniéndose impasible—, ¿no te contó Tomás de qué murió el pendejo de Damián?

Abro los ojos, sorprendido, y muerdo mi labio inferior. Me encuentro harto de todo esto, quizá más que Aidée y el propio Tom.

—Tomás no tuvo el suficiente coraje para partirle la cara hasta matarlo —continúa él—, menos mal que antes lo había envenenado.

—¡¿Qué?! —expreso. Coloco las manos en mi cabeza y desacomodo mis cabellos, estoy en el borde de una de las peores frustraciones de mi vida.

Retrocedo a esa tarde en la que morí, me voy a atrás, justo antes de que Emilio se nos uniera. Estábamos Tomás y yo fumando en el malecón, cuando llegó él con unas caguamas que después combinaríamos con porros. Adelanto un poco más el recuerdo; tengo una visión de ese sentimiento de bochorno justo antes de que Tom me golpeara, igual la dificultad para respirar y el mareo.

Emilio fue el verdadero asesino, no Tom.

—Si yo delataba a Tomás, entonces no habría razón para sospechar de mí, todo caería encima de él, aunque dijera la verdad —concluye, se levanta de la cama de Brisa, provocando un chirrido.

—¿A ti qué te hizo Damián? —cuestiona Aidée, da dos pasos hacia atrás, se encuentra aterrada—. Yo lo detestaba, ya que por su culpa toda mi familia me odia, Tomás porque lo entregó a un vendedor de drogas que lo asesinará, ¿y tú?

—¡Él mató a Brisa! —admite, pierde su aire de cordura. Muestra un gesto extraño que me hace notar sus prominentes ojeras y arrugas alrededor de la boca.

—No chingues —refuto. He hecho de todo, he hecho muchas cosas malas y soy una rata que merecía su final, pero jamás un asesino.

—¡Brisa se suicidó! —le recuerda a Aidée, se abraza a sí misma, está comenzando a aterrarse.

—¡Porque el cabrón de Damián abusó de ella! —grita, está fuera de sí, sacando al fin ese ápice de locura que compartía con su hermana.

—¡Damián no era un violador!

Me sorprende que me haya defendido, pero no tanto como la acusación. Jamás le haría a alguien lo mismo que me hacían a mí.

—Brisa se escapó a una fiesta, y ustedes estaban ahí. Fue a esa choza de mala muerte junto a la playa —explica él, ya no alza la voz, pero continúa con una expresión perdida—. Cuando la fuimos a sacar de esa fiesta, estaba como desesperada, con la ropa rasgada y no dejaba que la tocáramos. No quisimos levantar sospechas para que no se hablara mal de nosotros, pero... —Toma una bocanada de aire, sus ojos están comenzando a cristalizarse—. Ella se escapó días después, con la única meta de ahogarse para acabar con su vida.

—Yo no le hice nada —lo señalo, estoy por caer en la histeria, quiero volver a existir y gritarle a la cara que yo no soy un abusador.

—Damián estuvo toda la noche conmigo —menciona Aidée, su voz también ha perdido fuerza—. ¿Cómo sabes que fue él?

—Alguien me dijo que encontró a Damián saliendo del mismo cuarto al que ella entró —espeta.

Otra bala de realidad golpea mi cabeza. En efecto, hice eso, pero yo ni siquiera me le acerqué. Estuve solo un par de minutos ahí antes de salirme. Después, casi me peleo con un tipo que se dirigía hacia allá y lo vi entrar a la habitación de Brisa.

Mierda. Él me culpó.

Quiero carcajearme, porque también he perdido mi cordura. Si fuera yo otra persona escuchando mi propia historia, me dolería el estómago de tanto reír. Es una ironía, porque fui asesinado por una de las pocas cosas malas que nunca hice. Es más, de yo haberle respondido a ese tipo el insulto esa noche, habríamos peleado, él no hubiera entrado al cuarto de Brisa, ella no se hubiera suicidado y tampoco Emilio le habría metido a Tomás la idea de asesinarme.

¿Han escuchado hablar de la teoría del caos?

Lo leí detrás de una cajetilla de cigarros, luego les ponen frases interesantes para que tengas algo bueno que leer mientras te llenas los pulmones de tabaco.

Una sola acción, por muy pequeña que parezca, puede provocar una serie de desastres; el aleteo de una mariposa negra, una decisión sin importancia y el elegir atacar o no a alguien que te insultó.

¡Hola, conspiranoicos!

¿Qué creen que pase ahora con Emilio? ¿Se entregará o seguirá insistiendo en su plan?

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