Capítulo 1: Mariposas del espanto
El sabor metálico de la sangre seca es lo que me despierta. Me da asco. Me hace recordar algo que no sé qué es, pero sé que no se trata de una memoria positiva, como son todas las que llevo encima.
Limpio mis labios con la manga de la playera y abro los ojos despacio, despacio. Una luz cegadora y blanca me pega en la cara, me impide despertar por completo. Fastidiado, intento aferrar mis manos a las sábanas, no obstante, al sentir la textura de la tierra húmeda y los guijarros, doy un respingo.
A pesar de la molesta luz, abro por completo mis orbes y las tallo para asegurarme de que lo que estoy presenciando es real y no una sosa alucinación producto de una ingesta combinada de tachas, LSD y un pinchazo de heroína. Sin embargo, no tardo en darme cuenta de que estoy sentado en la tierra húmeda de la orilla del río, que tengo el cuerpo de agua helada enfrente de mí y a un par de mariposas negras reposando en la tela sucia de mis pantalones.
Ahuyento a esos animales de mal agüero moviendo mis piernas. Si algo aprendí de mi abuela fue que, así como los gatos negros y los cuervos, las mariposas negras también traen malas vibras. Ella les decía mariposas del espanto, y cada que veía una volando por los alrededores de la casa, juraba que pronto alguien enfermaría o sería asesinado.
Mi cabeza duele en un lado, presiono con fuerza ese punto y aprieto los labios ante esa sensación poco placentera. Otra mariposa del espanto se acerca a donde estoy, revolotea y revolotea delante de mis ojos; me da la impresión de que me escruta, que incluso se está burlando de lo patético que me veo.
La mariposa me mira con el mismo desprecio con el que lo hacen las personas del pueblo cuando nos ven a Tom y a mí desayunar tacos de canasta en el quiosco. A él le causan gracia sus muecas de asco y gestos de indignación, a mí solo me hacen encabronar y suelo mirar sus ojos aterrados y espetarles:
—Más respeto, que podría tener unos hijos iguales.
Es mejor que mentar madres o hacer como que me saco un cúter del bolsillo. Les causa más terror la idea de tener materializados todos sus putos errores en un ser que medio piensa, medio come y medio vive.
Harto de esto, me incorporo con un salto que no hace más que marearme. Ya hay cuatro mariposas del espanto burlándose de mí con sus diminutos ojos negros, presumiéndome la libertad que tienen durante su efímera y despreocupada vida. Hago el intento de ahuyentarlas, pero parecen no responder, siguen ahí y, por el contrario, llegan más y más.
«Ojalá estén aquí para avisarme que los pendejos de Tom y Emilio murieron», pienso con rencor.
Es lo menos que ellos se merecen por dejarme aquí después de la borrachera de anoche. Aunque luego, no tardo en envidiar sus destinos, si es que ellos por fin cumplieron mi fantasía de morir antes de tener los dieciocho.
Ignorando a las mariposas que continúan revoloteando a mi alrededor, me acerco al río, agacho en cuclillas y, haciendo un cuenco con las manos, enjuago mi rostro. Restriego las palmas en mi playera, no me importa mojarla, es como una doble labor, ya que, de acuerdo con mi distorsionado criterio, es lo mismo que lavarla, solo estoy saltándome el paso del jabón.
Coloco una palma en mi frente para cubrirme del hijo de puta sol de verano, a pesar de que hay varios árboles cerca, sus copas no alcanzan a tapar por completo a esa odiosa luz. Reconozco el sitio en el que estoy, no me encuentro muy lejos de la salida que da al pueblo, solo debo meterme entre los árboles, asegurarme de no ser mordido por una coralillo en el camino y llegaré al malecón. Después, iré a buscar a Tom, le romperé el hocico por dejarme botado y de ahí, me tiraré en su suelo sucio para dormir hasta el día siguiente.
Además de las mariposas tras de mí, siento otra presencia siguiéndome, sé que no es solo paranoia o un delirio por abstinencia, ya que escucho como sus pasos nerviosos hacen crujir las hojas secas. Trago saliva, y a pesar de mi indisposición, volteo con la intención de asustar a quien me acecha.
Sin embargo, nada pasa. A pesar de que le grité y casi le salto encima, no parece inmutarse en lo más mínimo. Menuda mierda. Frunzo los labios al darme cuenta de que quien me seguía no era otra persona más que Aidée.
«Hermosa Aidée, inocente Aidée, estúpida Aidée».
Ella me pasa de largo, continúa andando hacia enfrente sin decirme algo o siquiera mirarme. Camino con demasiada celeridad para estar a su lado.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto, fastidiado.
No obtengo más que su silencio.
—¡Contéstame cuando te hablo! —le exijo, me adelanto y salto para quedar frente a frente con ella—. ¿Todavía sigues encabronada por lo de la otra vez?
Como si nadie le hubiera hablado, Aidée continúa con su camino. Sus caderas estrechas se mueven haciendo evidente su nerviosismo, sacude su cabello azabache cuando una de las mariposas se posa en este y esconde las manos dentro de los bolsillos de sus shorts.
—¡Hija de puta! —espeto al mismo tiempo que corro detrás de ella.
Intento acercarme para tocar su hombro y obligarle a voltearse, pero me es imposible, porque, aunque está cerca, pareciera como si las puntas de mis dedos estuvieran a metros de distancia de aferrarse a la tela de su blusa. Entiendo que ella solo quiere irritarme. Me parece una pendejada, porque yo no hice nada más que lo que cualquiera hubiese hecho en esa situación.
Necesitaba conseguir «lana» con urgencia, si no lo hacía, el dealer me mataría, y no hablo de una muerte poco violenta en la cual me drogarían y me tirarían al mar. Hablo de una en la que me torturarían, asegurándose de mantenerme con vida el mayor tiempo posible; los imaginé desollándome, metiéndome en ácido y de ahí, rebanando mis dedos como si de zanahorias se tratase. Y si no fuera suficiente, ellos se encargarían de dejar lo que quedó de mí en la puerta de mi madre, junto con una condescendiente nota.
No estaba dispuesto a tolerar esa muerte tan poco digna. Digo, soy una cucaracha sin valor, pero ni siquiera alguien como yo merecía eso.
Estaba nervioso esa tarde, no tenía porros y tampoco tachas, solo me quedaban cigarrillos y la compañía de Aidée. Así que había ido a verla después de recibir esa amenaza de muerte.
Sabía que su padre no estaba y que no volvería hasta pasadas las ocho de la noche. No es que me importara lo que él pensara de mí, puedo asegurar que yo pienso peores cosas y que, ni siquiera nuestra peor opinión sobre mí, se comparaba a la que posee mi progenitor. Sin embargo, ya tenía la experiencia de haber ido a buscar a mi novia con él cerca. No quería otro puñetazo en la cara que me encabronara e hiciera que me le lanzara encima para dejarle el ojo morado.
Además, cuando aquel incidente se dio, yo todavía asistía al bachiller y vivía con mi madre. Si se enteraba de que ahora es un desprolijo vagabundo quien corteja a su hija, seguro llamaría a la policía, y no se me daba la gana volver a hablar con trabajadores sociales, jueces y psicólogos para que determinaran que mi custodia se la quedaría un consejo tutelar otra vez o peor aún, que me hicieran mudarme a una de esas horribles casas de acogida.
El punto es que por eso prefiero no encontrarme cara a cara con la ciruela pasa que Aidée tiene por padre.
Dejé que ella me consolara, apoyando mi cabeza en sus piernas y cerrando los ojos. Era acogedor, si hubiera podido escoger un momento para morir, me hubiese gustado que fuera ahí.
—¿Necesitas mucho varo? —me preguntó ella, tiene una de esas voces finas a extremos ridículos.
—Un chingo, más de lo que valdría la tele de tu sala —resoplé.
—Maldita sea —masculló—, Damián, te dije un chingo de veces que te salieras de ahí, pero jamás me escuchaste.
El momento dejó de ser pacífico, odiaba cuando se ponía en ese plan, me recordaba a la madre que estaba mejor sin mí. Yo no estoy para sermones y reclamos; si quisiera escuchar alguno llamaría de un teléfono público al DIF para pedirles que me den chance de arrimarme en una de sus casas de acogida.
—No empieces —le ordené, cerré los ojos y me incorporé con violencia.
Aidée cruzó los brazos y juntó el entrecejo, su rostro en ese gesto era un chiste, parecía una mocosa berrinchuda más que una mujer encabronada.
Quería decirle algo más, pero el resonar de unos pasos interrumpieron mi lengua. Ella se paró de un salto de su cama, se asomó por la puerta y me hizo una seña para que me escondiera e hiciera como que no estoy ahí.
Es decir, lo que he hecho desde que nací.
Doña María no tiene tantos pedos conmigo, pero sí los tiene con que visite a su hija después de las cinco de la tarde. Me dan ganas de decirle que se puede coger antes del atardecer, también antes del mediodía y en las mañanas. Que no es como si se me cayera la verga y la recuperara a las cinco.
Me oculté en el armario, no es como si fuese enorme, pero si me encogía y acomodaba en cuclillas no tenía que preocuparme. Ya me había ocultado antes ahí, por eso me percaté de que el espacio se encontraba más reducido y que era por culpa de un par de bolsas de papel. Como no tenía nada más que hacer ahí dentro, decidí curiosear, ya que, si me quedaba solo con mi mente y estando sobrio, colapsaría y volverían mis ganas de clavarme un gancho de metal en el ojo.
Una bolsa tenía dentro pequeñas cajas con joyería. Acerqué las prendas a la luz para comprobar que fueran de oro y abrí los ojos con impresión mientras una sonrisa maliciosa —producto de mi asquerosa naturaleza—, se posaba en mi rostro demacrado. Recordé entonces que la hermana menor de Aidée cumpliría quince años el mes siguiente y que esas joyas eran su regalo.
Y digo eran, porque las usé para saldar parte de mi deuda.
—¡Aidée! —le llamo con desespero—. ¡Prometo que en cuanto pueda repondré esas alhajas!
Ella sigue con su camino, no se voltea o detiene. Entiendo que quiera ignorarme, pero al menos debería preocuparse por la cantidad de mariposas negras que nos rodean. He contado cerca de cincuenta; unas pocas reposan en la tierra, otras en las flores de vainilla y algunas sobre mi espalda. Puedo desviarme e irme, no obstante, quiero saber qué es lo que hace aquí y por qué va a donde creo que va, siempre se negó a acompañarnos a Tom y a mí a La fosa.
El pasto nos va dejando atrás para convertirse en tierra seca, estamos tomando ese atajo que nos hace alejarnos del río, para después caminar en «u» y llegar a La fosa. Me rindo en mi intento de lograr que Aidée me hable, quizá, cuando lleguemos al sitio, me dé una razón de todo y se deje de pendejadas.
Me distraigo contemplando de nuevo el espacio que conozco mucho mejor que a mi propia casa, con sus árboles y palmeras, olor a tierra mojada y hierba, el perenne vibrar que hacen los pelicanos y en las marcas invisibles que dejaron mis pasos de niño en el suelo.
Justo cuando llegamos a ese sitio cerca del río, en donde la tierra parece hundirse en un escondite previamente cavado, ella se detiene. Yo hago lo mismo, pero solo por inercia. Las mariposas se han vuelto incontables y creo que ya me he acostumbrado a la sensación de tener unas tantas en mis hombros y otras en la cabeza. Estos animales del espanto parecen ser atraídos magnéticamente por algo dentro de La fosa, ya que vuelan y vuelan con una rapidez inefable hasta allá.
—¿Qué paso ahora? —le pregunto a Aidée. Ya que, aunque solo veo su espalda, noto como se balancea sobre sus talones—. ¡Dime! —ordeno.
Ella se mueve, pero no es para darme respuestas, sino para agacharse en cuclillas. Se estira y agarra del suelo una varita de madera. Empieza a picotear lo que tiene enfrente, pero no sé exactamente qué es, porque su espalda me impide verlo.
—¿Es un pelicano muerto? —inquiero—. Hay que buscar a Tom para quemar el cuerpo.
El morbo me mueve, hace que con premura pase de largo a Aidée y me posicione justo frente de ella y lo que sea que esté picoteando. Bajo la mirada para ver mejor el cadáver, y doy un sobresalto al enterarme de que aquello que ella pica con una vara no es otra cosa más que mi cuerpo gélido.
Antes de que pueda procesar la información, Aidée profiere algo por primera vez:
—¡Yo le hubiera roto los pinches huevos!
¡Hola, Conspiranoicos! Espero hayan disfrutado este primer capítulo. Estaré resubiendo la historia completa de a poco. Solo para aclarar, DIF es la institución de mi pais que se encarga de resolver casos relacionados con la familia y su desarrollo integral.
¿Qué creen que hará nuestro protagonista? ¿Su exnovia será cómplice de su asesinato?
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