25

—Según Sócrates, a pesar de que siempre existirá una especie de decepción, el amor es lo que nos motiva, lo que nos mueve y por lo que vale la pena vivir. 

Algunos alumnos apuntaban en sus portátiles, unos pocos tomaban apuntes a bolígrafo, y la mayoría se limitaban a escuchar. 

El aula parecía ligera ese día, más amena, y eso fue porque Ava estuvo ordenando y repasando el tema de astronomía para su control de principio de mes.

—Diotimia, una sacerdotisa de la que solo tenemos constancia gracias a una mención de Platón, mostró a Sócrates la genealogía del amor. Le explicó que el amor es hijo de la circunstancia y de la necesidad. Según su interpretación, el amor no es delicado, sino áspero o mezquino, maestro del engaño.

—¿Una mujer explicando algo a un filósofo influyente del Ágora? —Planteó un chico entre los alumnos—. Es raro que la escuchasen.

—En su diálogo El banquete, Platón narra una velada en la antigua Atenas en la que un grupo de aristócratas importantes se reúnen para cenar. En un retazo de la conversación, los invitados deciden debatir sobre el amor y Sócrates toma la palabra para decir algo sorprendente para todos: que todo lo que sabe del amor se lo enseñó una mujer, Diotima de Mantinea, quien "sabía además muchas otras cosas".

Ava levantó mínimamente la vista de la mesa, donde tenía el libro de texto de astronomía escondido tras la bandolera. Le extrañó que esa pregunta no la hubiera hecho Blake, pero cuando miró hacia su sitio lo vio distraído. Jugaba con un papel arrugado entre sus manos, y tenía un corte en el labio.

— Entonces, ¿podríamos amar a otro si no nos amamos a nosotros mismos?—Intervino Noah—.

—No. —Respondió él, negando una vez con la cabeza. Se acomodó las gafas—. Incluso, el hecho de amarse a sí mismo es muchas veces considerado un acto egoísta. Ese movimiento lo inició Voltaire en la Revolución Francesa. Pero resulta una alusión falsa, puesto que el amor hacia las demás personas comienza por el de uno mismo, y: señorita Verona, ¿podrías hacer el favor de dejar lo que estás haciendo y atender nuestra clase?

Ava levantó la mirada de la mesa.

—Sí. —Se excusó, dejando la calculadora y el lápiz—.

—Bien. —Contestó él, apretando la mandíbula. Dejó de mirarla—. Volviendo al tema: Como decía Blaise Pascal, el amor propio es el amor al yo, al ego. No es lo mismo que el conocimiento de uno mismo. El amor al yo es la negación de la debilidad humana y disimular sus imperfecciones, adoptando distintas máscaras sociales para agradar, sin importar lo falso que sea.

Ava bajó la mirada mientras lo escuchaba. Llevaba una camisa, y debajo una camiseta interior negra que se veía por los primeros botones desabrochados. Ese día parecía que se había quedado dormido, porque la odisea que representaban sus rizos canosos se derramaba sobre su sien. Sonrió mirándolo.

—Pero no finges cuando te amas a tí mismo. 

—A mí eso del body positive me parece una estafa. —Respondió otro alumno. Tenía los ojos grises, de un azul translúcido—.

—¿Por qué? —Le preguntó al chico—.

—Porque Pascal tenía razón. —Respondió, con un tono sereno pero firme. Como si no le importara lo que decía, pero acariciando las palabras con su tono. Esa prepotencia... Hizo que Ava girase la cabeza para escucharlo—. Nos ponemos una máscara en las redes sociales, construimos un mundo de engaños y trucos para romantizar nuestra monotonía. Esperamos sentados tras una pantalla la validación ajena, es decir.

Puso los ojos en blanco, como si fuese tan obvio que lo agotaba tener que explicarlo.

—Esperando cumplidos de desconocidos, alimentándonos de su envidia y alevosía, para poder seguir construyendo esa máscara tras la que nos escondemos. Para caer en gracia a todos menos a nosotros mismos.

Después de escucharlo decir aquello, Ava frunció el ceño, y se giró para mirar directamente al chico, al igual que el resto de la clase. Estaba sentado casi en la última fila. ¿Era nuevo?

—Hm... —Murmuró el profesor, estirando los labios en una sonrisa al ver que todos empezaban a participar—. ¿Alguien más comparte su opinión?

—¿Quién va a creerse esa mierda? —Musitó Blake, sin levantar la mirada de la mesa—.

—¿Tienes algún problema con respetar mi opinión? ¿O es demasiado difícil para tí?

—Ja. —Sonrió—. Qué gracioso. ¿Lo has sacado de tu puta madre?

—Volviendo al tema. —Los redirigió el profesor,—. ¿Alguien tiene otro pensamiento?

Blake y el otro chico no dijeron nada más, aunque Ava los miró por si empezaban una discusión. A cambio, alguien entre el público resopló.

—Bueno, la mayoría que hablan del amor propio son feministas que promueven la obesidad camuflada como "diversidad de cuerpos". No sé qué industria les genera más dinero; la moda, el maquillaje, o instagram.

—¿En serio vamos a hablar de esta mierda? —Saltó Blake con el ceño fruncido—. ¿Te parece que amarse a uno mismo y colgar fotos es un movimiento capitalista?

—Sí, claro, la obesidad es un canon de belleza. —Respondió él irónicamente—. Igual que la moda de no depilarse como "símbolo de libertad y empoderamiento para las mujeres". El feminismo de antes sí tenía un propósito.

Ava le respondió.

—Es obvio que el feminismo tiene que cambiar porque los tiempos han cambiado. Hemos conseguido muchos derechos básicos, y aún así en muchos países ni eso. ¿Acaso no ves las noticias? ¿O no sabes leer? Cada día hay una mujer asesinada por su marido, o vivir perpetuamente bajo la autoridad de un padre o un "Dios". Incluso investigadores estaban hablando de utilizar los cuerpos de mujeres con muerte cerebral como incubadoras, joder. El feminismo, como cualquier ideología, cambia y evoluciona.

Soltó una risa.

—De verdad, si lo que más te preocupa de la causa es que no nos depilemos... Lee un poco más.

El chico resopló, encogiéndose de hombros.

—A ver, todos tenemos derecho a depilarnos o no. —Terminó él—. Pero también tenemos derecho a preferir una mujer que se depila, que se cuida, y tenga un estilo de vida saludable.

—Eso es una gilipollez enorme.

—Sal de la puta clase, nadie quiere escucharte. —Dijo Blake al mismo tiempo que Ava—.

—¿Qué hay de malo? —Se encogió de hombros—. Son gustos personales. Ellas también nos piden que nos afeitemos, por ejemplo.

—Pues tú no no estás depilado, chaval. ¿A que te da pereza? —Intervino Blake, de mal humor—. Pues a ellas también, no me jodas. No aceptas que fuera de las redes sociales somos personas. No una puta foto en la que puedes esconder lo que no te gusta de ti mismo.

—Ahí volvemos con el pensamiento de Pascal. —Habló el chico de ojos grises, moviendo el lápiz para señalar a Blake—. Nos ponemos una máscara innecesaria para agradar a los demás, creando una industria que se lucra de las inseguridades que ellos mismos fomentan.

—No reivindicamos nada cuando decidimos no depilarnos o cuando nos sentamos y se nota la celulitis de las piernas. —Continuó Noah—. Es algo normal.

—En pleno siglo XXI y empezamos a fomentar los malos hábitos, romantizar la obesidad y la mala higiene. —Dijo el chico de la segunda fila—. Un aplauso para las feministas.

—Y un aplauso para el que morirá virgen en casa de sus padres. —Solicitó Ava—.

Las dos chicas de clase aplaudieron. Aunque también se sumaron Blake y el chico de ojos grises.

—Joder. —Se quejó, empezando a recoger sus cosas—. A todos se nos llena la boca sobre la libertad de expresión hasta que llega alguien con una perspectiva diferente.

—Viéndolo así un nazi podría volver a insultar a la gente por la calle y proclamar la raza aria otra vez. —Respondió Ava—.

—No estamos aquí para discutir. —Interrumpió el profesor, llenando el aula con su voz gracias al semicírculos que formaban las mesas—. Estamos aquí para debatir, y si no tienes argumentos sólidos que refuten tu perspectiva no aportas nada.

Los demás también empezaron a recoger. Era la primera clase de la mañana, y las manecillas del reloj ya marcaban las siete en punto. 

Ava apenas había dormido esa noche, había alargado su vigilia con cafés para prepararse el temario a fondo. Sentía el ruido de su estómago molestándola, ya que no le dio tiempo a desayunar.

Mientras recogía vio a Blake bajando las escaleras para irse de clase. Levantó la mirada por si se dirigía a ella, pero ni siquiera la miró. El corte en su labio inferior era una mancha oscura que reclamaba atención.

—Imbécil de mierda. —Musitó contra el chico de la segunda fila, dedicándole una mirada antes de salir—.

Parecía un perro, aunque normalmente actuaba como un perro curioso tras Ava, ese día parecía un perro rabioso con todo el mundo. Ella bajó las escaleras aprisa, arrugando sin querer el dosier grapado que llevaba en las manos.

Jonathan levantó la vista del escritorio, cerrando su bandolera de cuero, y la vio mientras se dirigía a la puerta que tenía al lado. Parecía un caos, con una expresión cansada y el pelo lleno de enredos. Con prisa. Siempre con prisa.

—Buena suerte. —Le dijo. Sabía que estaba yendo a la prueba de admisión para ir a la entrega de premios en Mánchester—.

—No creo en la suerte. —Le respondió sin girarse, saliendo de clase—.

Pero antes de llegar al pasillo, pudo escuchar a sus espaldas la voz de Amanda, y la sonrisa de Noah:

—Disculpe, profesor, ¿podemos robarle el tiempo un momento? 

—No, no queremos molestarle. No hace falta. —Intentó irse Amanda, apretando una sonrisa incómoda—.

—Solo será un momento. —La retuvo Noah, sonriéndole—. Por favor.

Ava se giró, ya en el pasillo, apretando los dientes cuando las vio delante de él: al otro lado del escritorio. Quiso hacer algo, aunque no sabía el qué, quiso que la mirase, pero no pasó.

—Claro. —Él les sonrió amablemente, provocando unas arrugas de expresión en sus ojos marrones—.


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La niebla se esparcía alrededor de la universidad como un manto lechoso, y el cielo, de una nota pesimista, estaba plagado de nubes que resplandecían con truenos fugaces. Hacía frío, y rompería a llover en cualquier momento.

Con el ruido de la brisa, Ava empujó la puerta con la espalda, sosteniendo la bandeja con las dos manos para no desbordar las bebidas, y salió a la terraza. Llevaba su uniforme negro, y el delantal del mismo color atado a la cinura.

—Son tres con noventa. —Le dijo al chico de ojos grises—.

Él no apartó la mirada del libro, y sacó un billete de cinco libras.

—Quédate el cambio.

—Gracias. —Respondió, pasando la bayeta por la mesa—.

Volvió a sostener la bandeja, y anduvo esos cinco metros hacia la mesa donde estaba el profesor West, cabizbajo mientras apuntaba algo. Sus gafas se deslizaron por el puente de su nariz, y unos rizos suaves, grises como el cielo, se deslizaron por su frente.

Se acercó para dejarle la cuenta, y contó las monedas para el cambio.

—Gracias. 

—De nada. —Le respondió ella, sin mirarlo, y recogió el vaso de café vacío que tenía al lado—.

—Siéntate un rato. Por favor. 

Ava pareció no escucharlo, así que tomó su muñeca. Entonces lo miró.

—¿Crees que he pedido la crêpe solo para mí?

Lo susurró, pero igualmente el chico estaba yéndose de la terraza. Jonathan subió la mano por su antebrazo en una caricia, mirándola desde abajo, con el reflejo de su mirada en el cristal de las gafas.

Ava se zafó en un movimiento sutil. Le hizo caso y se sentó delante de él.

—Fíjate. ¿También te gusta el francés?

—Era una optativa en la carrera. —Respondió, metiéndose la mano en el bolsillo del abrigo—. Me gusta la poesía francesa.

Sostuvo el cigarro entre los labios, y raspó la punta del fósforo para encenderlo, ahuecando la mano para protegerlo de la brisa. Un humo blanquecino como la niebla merodeó sobre su rostro, y sostuvo el cigarro entre sus dedos para apartarlo, exhalando por la nariz. 

Se percató que Ava lo miró sin decir nada mientras lo hacía, con los brazos apoyados en la silla, y una mirada tan firme y fría como el clima.

—Te noto tensa. —Entrecerró los ojos—.

Ella apretó los dientes, marcando la línea de la mandíbula.

—No lo estoy. 

Tenía la piel del cuello erizada, víctima del viento errante. Sobre el césped del campus descansaban las hojas muertas de los árboles ahora desnudos, batiéndose en un duelo con la brisa.

—No te estás viendo. —Jonathan dio otra calada, exhalándola—. ¿Cómo te ha ido la prueba?

Ella resopló, encogiéndose de hombros.

—El único que ha querido competir conmigo era el hijo de la rectora. Tampoco es mucha resistencia intelectual cuando estás acostumbrado a que mami consiga lo que quieres.

—Entonces te ha salido bien. —No fue una pregunta, y arqueó una ceja tras las gafas, con el humo que exhalaba el cigarrillo bailando sobre sus nudillos pálidos—.

—Seguramente estaré en Mánchester este jueves para la entrega de premios.

Se acercó al plato con la crêpe embadurnada en nata y chocolate. Utilizó el cuchillo para untar la nata que se había derretido.

—Me alegro por tí. —Le dibujó una media sonrisa, mirándola—. Te has esforzado por conseguirlo, te lo mereces.

Sus ojos se suavizaron.

—Gracias. 

—No me las des. —Dijo Jonathan, escupiendo el humo por la nariz mientras retomaba el bolígrafo rojo—. Tienes chocolate en la punta de la nariz, por cierto.

—¿Y tú? —Le preguntó, con un disimulo demasiado descarado—. ¿Qué has hecho después de clase?

Se llevó el tenedor a la boca, pero Jonathan apoyó el codo en la mesa, y alargó la mano para tomar la muñeca de Ava, mirándola a los ojos.

—He ido a la sala de profesores para una reunión del claustro. —Le contestó, evitando sonreír, y tomó su pequeña mano bajo la suya para robarle ese trozo bañado en chocolate caliente—. Y he hecho otras clases.

Masticó ese bocado, y tragó, mirándola a los ojos cuando se percató de cómo apretó los dientes. Evitó reírse, y con una sonrisa suave cogió la taza de café.

—¿Y ya está? —Le preguntó Ava, arqueando una ceja mientras se inclinaba hacia atrás, apoyando la espalda en la silla—.

—Bueno. —Se encogió de hombros, tomando de nuevo el bolígrafo rojo—. He llamado a mi hija y Blake ha venido a mi despacho.

—¿Solo eso? —Preguntó inocente, arqueando una ceja castaña. Él estaba cabizbajo mientras terminaba con su trabajo—.

—¿Necesitas algo más?

—Bueno, antes de irme he oído que Noah y la otra chica querían quedarse hablando contigo.

A él se le escapó una sonrisa mientras escribía en su cuaderno.

—¿Por qué? ¿Te molesta?

—No. —Respondió Ava, sin alterar su tono—. ¿Por qué debería molestarme? Es solo curiosidad.

—¿Curiosidad de qué? 

—No lo sé. ¿De qué habéis hablado?

—De Lou y Nietszche te aseguro que no. —Le respondió con una sonrisa—.

—¿De qué te han hablado ellas? —Bajó la mirada, fijándose en sus manos. Con la derecha escribía, y la izquierda sostenía el cigarro, que desprendía un hilo de humo—.

—De Voltaire. Me ha pedido que le recomiende un libro sobre la Revolución Francesa.

—¿Solo eso? —Levantó ambas cejas, con perspicacia—. Vaya... Seguro que a Amanda le ha hecho mucha ilusión quedarse contigo después de clase.

Ava sentía algo muy profundo, e irracional, hacia ese acercamiento que había visto. Un hormigueo intenso en el estómago, un aviso, o quizá un remordimiento, de que Jonathan no era suyo.

Quería serlo.

Pero, ciertamente, no lo era.

—¿Por qué lo dices? —Sonrió—.

Se formaron unas arrugas de expresión en sus ojos, tras las gafas, y unas sutiles líneas en su frente. Se pasó una mano por el pelo gracias a una brisa fría que arrastró sus rizos.

Ava tomó aire por la nariz, llenando sus pulmones, y mientras lo miraba a los ojos exhaló una respiración pesada. El cielo gris denotaba pesimismo, y la niebla lechosa que recorría la universidad calaba hasta los huesos. Hacía frío, y a pesar de todo, encontraba calidez en sus ojos marrones. Se le olvidó lo que estuvo a punto de decirle.

A cambio tragó saliva, y retiró la mirada, tomando esa excusa para acomodarse en la silla. Se cruzó de piernas, y deslizó dos dedos en el reposabrazos, mirando a Jonathan de nuevo.

—Recita algo en francés. 

Jonathan arqueó una ceja, extrañado, pero obedeció mientras escribía con el bolígrafo. Su voz cambió cuando habló en otro idioma, y aunque arrastraba el acento americano entre las palabras, surgió como algo natural.

Je fais souvent le rêve simple et pénétrant d'une femme inconnue que j'adore et qui m'adore. Qui, étant la même, est toujours différente à chaque heure et qui suit les traces de mon existence errante.

Ella no le retiró la mirada, y ladeó la cabeza.

—No he entendido nada. —Sonrió de lado, sin pretender hacerlo—. Pero suena bien.

—Es un verso de "Mi sueño". De Paul Verlaine.

—No me suena. Aunque tampoco me gusta la poesía. Me parece muy absurda.

—Sigues teniendo una mancha de chocolate en la nariz. —Le comentó, arrancando la hoja de su cuaderno para dársela—.

Ava agachó la cabeza, y tomó el papel. Frunció el ceño al darse cuenta de que las líneas rojas dibujaban un rostro, de expresión seria y unos ojos cansados. Era ella. Un retrato sencillo, aunque acurado, y las líneas flexibles dejaban intuir a una mujer.

—¿Me...? —Empezó la pregunta—. ¿...has dibujado?

—Hacía bastante que no lo hacía. —Se excusó—. Sé que solo es un boceto a medio hacer.

Jonathan le tendió una servilleta, y ella dejó de mirar el dibujo para mirarlo a él, con los labios ligeramente entreabiertos. Encontró sus ojos, quedándose fuera de contexto.

 Encerrada en su candil silencio. A cambio Jonathan acercó la servilleta a su nariz, y le limpió la mancha de chocolate. Exhaló el humo, formando una neblina que se disipó a los segundos, y apagó la colilla en el cenicero.

Solo cinco minutos después Jonathan estaba cerrando la puerta de su despacho, mientras Ava tiraba de su camisa para empujarlo dentro.

Levantó la cabeza para buscar su boca, y volvió a besarlo mientras apretaba unos jadeos desesperados contra sus labios. Chocó de espaldas con el escritorio, y bajó las manos hasta el botón de sus pantalones. Sus labios embadurnados con el sabor del chocolate y la nata bajaron hasta el cuello del profesor, molestándose por la barba. 

Entonces él se agachó un momento, tomando ambos lados de su cadera para subirla al escritorio. Se quitó las gafas, y apartó con un movimiento los libros desperdigados.

Había empezado a llover, aunque dentro del despacho solo se oía el eco lejano de la tormenta, y mientras se hundían en la melodía de sus besos Ava tomó su camisa para acercarlo, abriendo las piernas para que se colocara entre ellas. 

Jonathan se desabrochó el cinturón, mientras ella se quitaba las medias. 

No necesitaron hablar. Las manos de Jonathan volvieron a ella al instante, tirando de su falda para subirla hasta su cadera. Pasó las manos por sus piernas, mientras ella las abría un poco más, y en un suspiro encontró su boca de nuevo, acalorándose por la necesidad de sus besos torpes. 

Notaba cada hebra de su barba canosa alrededor de los labios, empujando contra su piel, y subió las manos para tocarle el pelo, enredando los dedos en sus rizos grises. No hubo tiempo para deshacerse de más ropa, y lo único que despertó a Ava de su anestesia fue ese empujón que le dedicó, haciéndola saltar en su sitio mientras ahogaba un gemido en lo más profundo de su pecho.

Lo miró a los ojos, rozando la nariz con la suya, y se aferró a sus brazos, sin dejar de mirarlo cuando empezó a follarla sobre su mesa. 

Empujó su polla por esos pliegues mojados, disfrutando del calor resbaladizo que lo recibía. Vio a Ava frunciendo el ceño en una mueca de placer, y asintiendo varias veces con la cabeza mientras se mordía el labio para que no parase.

Soltaba débiles y deliciosos gemidos sobre su boca, el aliento se le escapaba de los pulmones con cada empujón puntiagudo. No estaba acostumbrada a su grosor, y cada vez que entraba sentía cómo debía estirarse para poder aceptarlo, aunque él no le daba tiempo para pensar en eso. 

Empezó un vaivén brusco mientras se miraban, sin sacar del todo su polla de ese coño calentito y mojado, simplemente meciéndose hacia atrás para que notase su ausencia, y volvía a llenarla hasta su límite. 

Ava se aferró a sus hombros para no desfallecer, mordiéndole el cuello. Él rodeó su cintura con los brazos, intentando estar cerca de ella en todos los sentidos de la palabra. Su pelo castaño y desordenado rezumaba un olor dulzón a vainilla y canela, mientras cada quejido tembloroso que salía de su boca lo incitaba a morderle el labio. Pero la mantuvo ahí, sutilmente desesperada.

Escuchó con deleite cada chasquido de sus caderas, la forma en que su cara se contorsionaba y arqueaba la espalda. Acompañando sus gemidos agudos y femeninos con roncos y suaves gruñidos.

Jonathan metió una mano entre sus piernas, encontrando fácilmente su clítoris hinchado y resbaladizo, frotándolo como un botón para darle más de lo que necesitaba. Podía verse a sí mismo, meciendo la cadera hacia atrás para volver a enterrar su polla entre los muslos apretados de Ava, notando desde la punta cómo entraba en ese coño que goteaba del gusto, sin querer soltarlo una vez que entraba.

—Oh Dios... —Susurró Ava, con la voz tensa. Cerró los ojos con fuerza antes de poder terminar la frase—. Oh Dios... Mío.

Se aferró al cuello de Jonathan, dejando la mandíbula floja para controlarse y no gritar. Él tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarla, y con ese intervalo de silencio se escuchó el efecto ventosa que producía su polla al entrar y salir con una facilidad irresistible.

Presionó su clítoris con dos dedos, y luego empezó a frotarlo con el pulgar, resbalando la yema por la humedad que brotaba de su coño necesitado, sin dejar de follarla con la mano mientras su polla ocupaba su lugar dentro de ella.

—¿Cómo...? —Aspiró la palabra, sin poder abrir los ojos de lo bien que se sentía—. ¿Cómo haces eso?

—¿El qué? —Le respondió con una voz deliciosa, ladeando la cabeza—. ¿Esto?

Sonaba tan firme mientras ella pensaba que iba a desmayarse... Le metió la polla hasta el fondo, manteniéndose bajo esa dulce presión que ejercía su coño, y empezó a masturbarla, frotando su clítoris para mojarla aún más.

—Sí. Sí, sí, sí, justo eso.

Sintió sus paredes contrayéndose alrededor de su polla inmóbil, deseosa por más, solo un poquito más. Gimió como una brisa cálida, apretando unos lloriqueos irresistibles contra los labios de su profesor.

—Joder... —Escupió la palabra con una voz inusualmente aguda—. Joder, no pares, no pares.

Negó varias veces con la cabeza, rozando sus narices, y él solo la miró a los ojos, obedeciendo todo lo que ella pidiera. Se separó unos centímetros, hasta que solo la cabeza de su polla quedó dentro, y volvió a empujar hasta el fondo. Sus dedos volvieron a encontrar su clítoris, mientras la follaba sobre el escritorio del despacho.

—Oh Dios. —Gimió Ava con los ojos cerrados, con la boca pegada a la suya, y notando el roce de su barba—.

—Pensaba que no eras creyente. —Se burló—.

—¿Si? —Ahuecó las manos para tomar su rostro—. Oh... Esta polla me hace creyente.

Él no ocultó su sonrisa, y se escuchó su voz ronca.

—Eres una blasfema.

Ava se sentía débil, deliciosamente a su merced. Se sentía glorioso dentro de ella; la cabeza de su polla acariciaba su punto G, incluso a través de la capa de látex, provocando que ella diera pequeños saltos cada vez que se la metía hasta el fondo.

—Pobre de mí. —Mientras hablaba ladeó la cabeza, hablando sobre su boca en susurros morbosos—. Que te he obligado a...

Aspiró la letra, clavando los dedos en sus hombros para sostenerse, y no mostró empatía para reducir el ritmo. 

—A... —Se burló ella con una sonrisa—. Meter tu santa polla dentro de mí, ¿verdad? Después de... Divorciarte. Y sin tener intenciones de casarte conmigo. ¿Qué dice tu Dios de eso?

Se rio con los ojos cerrados, sintiéndose llena, embriagada de su polla.

—¿Qué soy para tí, hm? —Gimió Ava sobre sus labios, alejando una mano de su hombro para apoyarla en el escritorio—. ¿Te gusta follarme?

Subió la otra mano hacia su nuca, notando la suavidad de su pelo para tirar de él. 

—Dímelo. —Lo incitó, abriendo la mano entre sus gruesos rizos—. Dime cuánto te gusta follarme sin que nadie lo sepa.

Esa vez fue él quien gimió. Ese sonido viajó directamente a su coño, apretándose alrededor de él, cediendo una sensación exquisita.

—Me encanta. —La cogió de la mandíbula. Susurró incoherente sobre sus labios—. Joder, me encantas. Eres tan jóven...

—¿Si? ¿Eso te gusta? —Dijo ella al instante, con un hormigueo intenso en su bajo vientre—.

Eso era lo que quería, que admitiera todo lo que sentía. No solo lo poético, sinó todo lo que guardaba detrás de sus principios y su ética. Quería ver su morbo, su placer. La parte no racional y oscura que cualquier hombre poseía, pero que él escondía por modales conservadores.

—Si eres mi único pecado... Eres mi pecado favorito.

—Admítelo. Admite que te gusta follarte a una mujer veinte años más joven que tú.

—No solo me gustas por eso... —Se retuvo, negando—.

Sentía como si estuviera compitiendo con su propia resistencia hacia la liberación de esa tensión, negando el paso al delicioso orgasmo solo para mostrarse firme, machacándose. Pero gimió entrecortadamente, jodidamente desesperada por continuar. 

Ava sentía que no podría soportar nada más, cedió poco a poco a ese placer que se apoderaba de ella. Y él se lo permitió, la empujó a conseguirlo. 

Clavó las uñas en sus brazos, sintiéndose vulnerable, necesitada, pero en la cumbre del mundo. Tuvo que morderse el labio con fuerza para no gritar, mientras él no paraba de follarla incluso cuando goteaba del gusto. Cogió su camisa en dos puños, gruñendo y jadeando contra su cuello.

Sus palabras parecieron fuego sobre la piel de Jonathan, erizándole el cuerpo. La cogió de la cadera, manteniéndola abierta para seguir empujando dentro de ese coño lloroso, pegajoso por su gloriosa corrida. Podría ser un juguete en sus manos mientras la empujaba contra su polla; ceñida entre sus pliegues, gimiendo obscenamente en el oído de Ava sin dejar de arremeter dentro de ella.

—...idealizado. —Giraron una llave en la cerradura, con fuerza—. ¡No sé si lo sabías pero no se pueden cerrar los despachos en horario académico! ¡Abre la puta puerta!

La voz de Pedro los devolvió a la realidad, haciéndolos salir de su ensoñación aporreando la puerta. Se separaron en un jadeo, buscando la compostura, y Ava exhaló un gemido silencioso cuando salió de ella, dejándola dolorosamente vacía.

—Ahora voy. —Respondió Jonathan, abrochándose el pantalón—.

—¿Cuántos pasos te separan de la puerta? ¡Ábreme, joder!

—¡Voy!

Tiró el preservativo vacío a la papelera.

—Por el amor de Dios, ¿cuántos años tenemos? —Susurró, pasando la hebilla del cinturón—.

—¿Vamos a hablar de eso ahora? —Murmuró ella aprisa, subiéndose las medias con el corazón en la boca—.

Alisándose la falda, buscó dónde esconderse, y si no hubiera sido porque estaban en el tercer piso habría saltado por la ventana por desespero. 

Jonathan le señaló el hueco debajo del escritorio, y tuvo que abrir la puerta, quitando el pestillo. Pedro la empujó con una mano, entrando.

—¿Por qué coño la has cerrado? 

—No lo sé, no me gusta que me molesten. —Se sentó en la silla del escritorio—. Necesito estar solo cuando pienso.

—Oh, perdóneme filósofo. —Hizo un ademán, enrabiado—. ¿Sabes que llevo dos años esperando para presentarme al puesto de rector? Todo el mundo lo sabe, ¡y ahora el cabronazo de Irons ha ido robándome ideas para presentarse sin decirme nada!

Golpeó la mesa, provocando que Ava se encogiese bajo el escritorio.

—Ojalá hubiese podido partirle la cara en la reunión. 

—Es un cabronazo, sí. —Asintió Jonathan, sin poder hilar palabras—. 

—¿Tienes un cigarro? —Le preguntó impaciente—.

—En el bolsillo del abrigo. 

Se giró hacia el perchero, y Jonathan buscó sus cerillas en el pantalón, pero Ava le cogió la mano, recordándole ansiosa dónde estaba por su culpa.

—Ahora tengo que cambiar todo el programa y salvar mi candidatura. —Pedro se encendió el cigarro, exhalando una bruma de humo—. Hijo de puta.

Se sentó delante de él, fumando ansioso. Le dejó las cerillas sobre la mesa. 

—Me dejé aquí la carpeta con todos los certificados de mi asignatura y me los han pedido como putos buitres.

—No la he visto. Creo que la bajaron a recepción.

—Oye, ¿y tú por qué tienes cara de haber follado? —Frunció el ceño, dando otra calada—.

A él se le aceleró el corazón, pero reprimió mostrarlo.

—¿Qué?

—Hablas cansado y lo tienes todo tirado por el suelo.

Ava le apretó la pierna bajo el escritorio.

—Vamos, cariño, hay confianza. —Le sonrió, acercándose el cigarro—. ¿Estás saliendo con alguien? ¿Y por qué tienes que traerla aquí? No me jodas que es otra profesora.

—No, no me he acostado con nadie desde el divorcio, si es lo que quieres saber.

—¿Entonces estabas tocándote? Por favor, Jonathan, esas manos van al pan...

—No tengo tu carpeta. —Lo interrumpió—. Baja a recepción a preguntar.

—¿Qué? ¿Por qué te pones así? Masturbarse es bueno. 

—Deja de molestar y vete de mi despacho. —Le señaló la puerta—.

—Así que me echas. 

Apretó los labios, asintiendo. Apagó la colilla en su cenicero.

—Muy agradable por tu parte.

—Muy dramático por la tuya.

Se levantó de la silla, abrochándose el botón de la americana. Se dirigió a la salida, tomando el picaporte, pero se giró hacia él antes de irse.

—Ah, y que sepas que a Nadie se le asoman los pies bajo tu escritorio. —Le sonrió, cerrando la puerta—.

Él se levantó al instante para pasar el pestillo. Ava salió de ahí con un jadeo, soltando todo ese aire que estuvo conteniendo.

—Pensé que me iba a morir. —Se frotó el pecho—. No, no, peor. Pensé que me iba a ver y seguiría viva.

—Está bien. —Jadeó él, rodeando el escritorio—. No ha pasado nada.

Volvió a repetirlo en voz baja, hipnotizado por el escote que se le había bajado, y la cogió para besarle el cuello. Bajando hacia sus pechos. Sin querer la empujó contra la estantería.

—Mierda. Mierda... Ya son las cuatro. —Intentó apartarse—. Tenía que estar en punto en el auditorio.

—Será rápido. No voy a robarte mucho tiempo... —Subió una mano por su muslo, apretándole el culo bajo la falda. Gimió una súplica infame—. Por favor.

—No. Tengo que irme. —Se zafó—.

—Has sido tú la que ha empezado.

—Tú no me has dicho que no.

—No me dejes así. —Frunció el ceño, rogando con los ojos—. Tengo que trabajar todo el día.

—¿Sabes? —Le palmeó el hombro—. Un gran químico dijo una vez que masturbarse es bueno. 

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