02
—No, mamá... No hace falta que vengas de visita.
Respondió mientras doblaba la ropa limpia y la dejaba sobre la cama. Apenas a tres metros estaba el escritorio pegado a la pared, y la cara de su madre adueñándose de la pantalla del portátil.
—Hm... De acuerdo. —Cedió Lauren, colocándose unos pendientes mientras se miraba en la cámara. Se escuchaba el murmullo del mar detrás de ella—. ¿No necesitas que te envíe algo? ¿Estás comiendo bien?
—Sí.
—¿Necesitas algo de dinero?
—No.
Ava cruzó el cardigan sobre su pecho, e hizo un nudo con la cuerda de algodón. Se acercó al escritorio para sacar un pañuelo, estornudando.
—¿Sigues trabajando en la cafetería de la universidad?
El gato de Ava cruzó el escritorio, tirando el estuche.
—Sí. —Respondió con voz nasal, y la punta de la nariz roja—.
Tenía que respirar por la boca, secando sus labios, y miró hipnotizada cómo caían las gotas de lluvia al otro lado del ventanal. Se dibujaban sombras esquivas en el suelo del estudio.
Observó cómo la lluvia se ahogaba en el río, y escuchó su melodía. Percatándose en ese instante de las miles de gotas que rebotaban contra el techo.
—Ava. Ava, ¿me escuchas?
—Sí, lo siento. —Tenía la lengua pastosa—. Es que Eddie me ha contagiado su resfriado y estoy un poco...
Se rascó los ojos, recostándose en la silla.
—Ida. —Susurró—.
—Conejita, tengo que irme. —Dijo su madre, mirando a alguien que estaba fuera de cámara—.
—Mamá. —La llamó—.
Su voz tardó unos segundos en reproducirse en los altavoces de Lauren, por lo que hubo un intervalo que le sonrió a la persona que tenía al lado. El portátil transmitiendo el resplandor de la playa era la única luz del apartamento, iluminando el rostro congestionado de Ava en la penumbra.
—¿Si? ¿Has dicho algo, cariño?
Tragó saliva.
—No.
Lauren le sonrió antes de colgar, lanzándole un beso.
—Nada.
Se cubrió el pecho con el cárdigan, y se recostó en la silla, cerrando los ojos. Unos segundos más y habría caído rendida a los pies del cansancio, pero el ruido de alguien llamando a su puerta la asustó. Gruñó algo, aferrándose a ese manto de tranquilidad que la había cubierto efímeramente. Abrió la puerta tosiendo.
—¿Llego en mal momento? —Dijo Eddie—.
Volvió a pasar el pañuelo por su nariz magullada, como papel de lija.
—¿Qué haces aquí?
—Bueno... Es que mi clase de cálculo diferencial ha cambiado el horario y no me da tiempo a desayunar juntos.
Eddie apretó los labios, culpable.
—Así que... —Prosiguió, canturreando—. A cambio podríamos ir a cenar.
—No puedo. ¿Sabes esa simulación sobre la formación de un sistema cluster de estrellas? Aún tengo que acabarlo. —Eddie ahogó una risa al escuchar su voz—.
—Perdón. Estás muy graciosa.
—No. No lo estoy. Llevo tres días resfriada, tengo fiebre, y-.
—Te he visto llegar a clase con treinta y ocho de fiebre y sin haber dormido. Puedes acompañarme a cenar. —La cortó, levantando una mano para apartarla sin tocarla, y entró en su estudio—. Joder, qué frío hace aquí.
—Y... —Suspiró, sin poder respirar—. No me llega para pagar el gas.
—¿Por qué no utilizas los ahorros? —Se dejó caer sobre la cama—. Al final te olvidarás de ellos.
—Porque... —Musitó algo, pero fue demasiado rápido—.
—¿Qué?
Ava carraspeó, cogiendo aire.
—Porque ya...
Volvió a repetirlo, demasiado rápido y sin levantar la voz.
—¿¡Qué!?
—¡Que ya me he gastado ese dinero!
Eddie aspiró una o, arqueando ambas cejas, y se incorporó hasta quedar sentado al borde de la cama.
—¿Qué? ¿Te has gastado el dinero de golpe? ¿Tú? ¿La "no quiero gastarlo porque es un ingreso pasivo"?
—Bueno, sí, cállate. Ya sé que no he hecho lo correcto.
—Oh, Ava. —Sonrió, y su septum volvió a desnivelarse—. Esto es nuevo. Me gusta, deberías probar más cosas nuevas.
—Vas a llegar tarde a clase de cálculo.
—¡Que le den por culo a los números integrales! —Hizo un ademán—. ¿En qué te lo has gastado?
Ava frunció el ceño, como si no fuese obvio que no quería hablar.
—Eso no debería importarte.
—Oh, Dios. ¿Qué es?
—Nada.
—Dímelo.
—No es nada interesante.
—¿Es un vibrador de tres velocidades?
—¡Eddie!
—¿Qué pasa? —Discutió, abriendo más de lo normal sus ojos azules—. Por el amor de Dios, ya no estamos en el siglo XX, puedes comprártelo si quieres.
—No lo necesito.
—¿Entonces en qué te has gastado las novecientas libras? No has comprado una televisión de plasma para los dos, ¿verdad?
—No.
—¿Entonces?
—Me he apuntado al curso de filosofía, ¿vale? —Casi escupió su confesión—.
Eddie cambió su expresión a una mueca de desagrado, arrugando la nariz.
—Meh.
—¿Meh?
—Te has gastado los ahorros en más horas de estudio, ¿qué quieres que te diga?
—No lo sé. —Se encogió de hombros, pasándose el pañuelo por su nariz roja—. No estoy orgullosa de lo que he hecho.
—¿Entonces por qué lo has hecho?
—Porque... —Alargó la palabra, intentando ganar tiempo, y apretó los labios avergonzada—. Porque me he pasado toda la vida siendo la mejor de clase.
Suspiró por la boca, ya que su nariz ya no estaba operativa.
—Siempre ha sido; "No esperaba menos de tí, Ava". "Lo has hecho perfecto, siguiendo todos los pasos como debe ser". —Frunció ligeramente el ceño—. ¿Pero y si me equivocaba? ¿Y si en verdad no soy inteligente y solo escupo lo que memorizo?
Sus ojos se cristalizaron mientras hablaba, y su respiración empezó a ser irregular, incluso más que antes. Y entonces, Eddie vio todo el estrés que tenía Ava sobre ella, el peso de la validación académica, la vio en la vorágine del caos, todo ese estrés que la quemaba, su agotamiento... Y ese caos que la demolía, resultaba ser ella misma.
—"Perfecto, Ava, sigue sacando buenas notas, solo voy a apoyarte si lo haces". —Siguió, pasándose las yemas por las bolsas violáceas de sus ojos—. No son logros, es mi obligación, y siento que no quiero tener más esta presión. Me gustaría dejar de existir por unos días.
Se quedó ausente, negando con la cabeza.
—Estoy muy cansada, Eddie. —Murmuró, y una lágrima mojó sus pestañas negras, como la lluvia que caía del cielo—. A veces no puedo respirar porque siento un peso en mi pecho que me aprieta y me asfixia. Solo pienso en estudiar y ahorrar, y pienso en clases mientras trabajo... Esto no es vida. Tengo un control mañana, dos proyectos el viernes, y me esperan en el observatorio. No puedo dormir, ni comer, y creo que se me está empezando a caer el pelo.
—Lo sé. —La consoló—. Lo sé, cariño. No pasa nada.
—Y cuando entré en esa clase... —Esbozó una sonrisa, con sus ojos impregnados de un brillo por las lágrimas—. Fue divertido... Me sentí estúpida, Eddie. Pude ser estúpida, y nadie me amenazó con quitarme la beca.
—Empezaste a discutir con el profesor, ¿qué esperabas? —Le dedicó una sonrisa mientras ella se secaba las mejillas—. Admite que a veces pierdes.
—Sí. —Soltó una risa—. Aunque en teoría no perdí, solo tengo una perspectiva diferente.
—Mm... Eres la primera persona que conozco que prefiere pagar unas clases para relajarse, en vez de un buen masaje y una mascarilla para el pelo.
Ella se encogió de hombros
—Es un buen profesor.
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Las calles eran un sinfín de charcos, y el rostro de los desconocidos era censurado por paraguas de colores.
Las botas de Ava chocaban contra el pavimento, mojando el cuero, y llevaba su paraguas negro pegado a la cabeza. Exhalando un vaho blanquecino cuando respiraba. Hacía frío, pero el abrigo largo de lana la protegía como una vieja amiga.
Sus compañeros también tenían prisa, pues los de último año tenían los controles trimestrales, así que, empujada por un mar de estudiantes ansiosos, llegó a la primera planta. Dejando el rastro de sus pisadas en los primeros escalones.
Giró la cabeza para observar la lluvia que caía sobre el campus. Todo seguía oliendo a libros y a pino, pero ahora con esa esencia a tierra mojada. Everton llevaba tres días con llovizna, y no parecía querer parar.
Anduvo por el pasillo, y entró en clase, quitándose el abrigo de encima por la calefacción que inundaba el aula. Suspiró aliviada, y sus músculos dejaron de tensarse. Bajó las escaleras, y se sentó en tercera fila, pegada a la pared.
El murmullo de las conversaciones ajenas la envolvió. La puerta corrediza se abrió, y cuando la clase empezó el tiempo pareció carecer de sentido.
En un momento dado, silenciada por el ruido de los bolígrafos escribiendo sobre papel y los dedos tecleando en portátiles, Ava levantó mínimamente la mano.
—No estoy de acuerdo.
El profesor buscó con la mirada a quién había dicho eso, y cuando se encontró con la chica de la tercera fila, con una bandolera desgastada sobre la mesa y los ojos cansados, también le sonrió.
Con las manos manchadas de tiza, el profesor West se apoyó en el escritorio, y se cruzó de brazos.
—Señorita Verona. ¿Cree que el arte no se puede evaluar?
—El arte debe hacerte sentir algo. No debe ser tasado en base a su perfección.
—Cierto. —La señaló con el índice, dejando de apoyarse en el escritorio para acercarse dos pasos a sus alumnos—. ¿Pero qué sobreentendemos como perfección?
Ava se inclinó hacia la derecha, apoyando el hombro en la pared, mientras jugaba con un bolígrafo.
—¿Qué me decís de David? La escultura de Miquel Angelo. El nacimiento de Venus... O El Ángel Caído de Alexandre Cabanel. ¿Estas obras nos generan alguna emoción cuando las vemos? ¿O cuando las estudiamos?
Paseó por la clase, acercándose de nuevo a la pizarra para señalar el nombre PLATÓN que había rodeado con varios círculos.
—¿El arte es belleza? —Planteó a sus alumnos, mirándolos, buscando alguna respuesta—.
La mayoría asintió, no muy convencidos, con la cabeza.
—Crear arte es una habilidad. —Respondió Ava ante el silencio, y los ojos marrones del profesor volvieron a ella—. Así que el arte es un don.
—¿Por qué?
Dejó de señalar el nombre de Platón, y volvió a acercarse a sus alumnos gracias a la forma de semicírculo del aula.
—No todos son capaces de... —Intentó plantear Ava, encogiéndose de hombros mientras se erguía en su sitio—. Escribir la Divina Comedia o pintar al óleo.
—¿Estás segura?
Ava tomó aire por la nariz, hinchando su pecho, y masticó su orgullo para tragárselo. Admite que a veces pierdes—la voz de Eddie sonó en su cabeza. Y sus únicas opciones eran; seguir con su endeble hipótesis, o desistir antes de que el profesor la desarmase con dos frases.
—La filosofía es replantearte todo lo que das por sentado... —Suspiró, dejando ir el aire, y el profesor sonrió al escucharla repitiendo sus palabras—. Así que no, no estoy segura.
Él retuvo unos segundos más la sonrisa entre su barba canosa, y se metió las manos en los bolsillos. Tenía las mangas del jersey subidas a sus antebrazos, y Ava vio que ese día también llevaba el reloj roto en la muñeca.
—¿Alguien tiene otro punto de vista? —Revisó la hora—. Nos quedan tres minutos así que con esto terminaríamos.
Nadie respondió. Lo que llevó al profesor a fruncir el ceño y ladear la cabeza, buscando alguna participación.
—Yo creo que el arte sí se puede medir. —Blake levantó la mano, mordiendo la tapa del bolígrafo—.
—Yo también. —Se unió otra chica—.
—Yo creo que no. —Debatió otro—. Si el arte fuese apreciado por medir su perfección, entonces, Van Gogh jamás habría sido reconocido.
El profesor asintió con la cabeza, un poco más entusiasmado con su clase.
—Todos tenéis razón. —Deliberó, abriendo los brazos—. El arte, exactamente por ser arte y no números, es imposible tasarlo por sus características o estilo.
Anduvo por la clase, y esa vez nadie empezó a recoger aunque el reloj tocó las ocho en punto.
—Pero, sí existen unos parámetros evaluables. —Los avisó, levantando el dedo índice—. La Divina Comedia no sería un clásico universal si no siguiera una narrativa determinada, y la pintura al óleo tampoco sería aceptada si el autor no siguiera una técnica exacta para dibujar con el pincel exacto.
—Pero...
—El estilo es otro tema. —Interrumpió sutilmente a Blake, con algo de prisa ya que la clase había terminado—. El estilo de pintura, de narrativa o de escultura, puede ser apreciado por cualquiera que sepa admirarlo. Eso también pasa con la belleza humana. Todos somos arte ante los ojos de un artista. A vosotros, que os gusta encontrarle lógica al caos de nuestro universo: Platón encontraba la mayor belleza en el universo, y no en el concepto que entendemos como arte.
Dio una palmada, frotándose las manos.
—Así que todos vosotros creáis arte en cada fórmula y explicación física que intentéis darle a las estrellas y los eclipses. Al igual que un filósofo o un poeta explicaría el mismo suceso con una chispa de ensoñación.
Algunos ya empezaron a recoger, haciendo ruido.
—Pero los de ciencias hacemos un trabajo más complicado que los de letras. —Sonrió Blake, levantándose—. Nos esforzamos más.
El profesor West ahogó una risa, y les dio la espalda para poner el paquete de tizas en su bandolera.
—Sí. —Murmuró—. Escuché eso toda la carrera.
La clase empezó a dispersarse. En menos de dos minutos casi todos los alumnos abandonaron el aula, y Ava apenas estaba guardando su cuaderno y el estuche. Se puso en pie, y recogió su abrigo castaño del respaldo. Levantó la cabeza para asegurarse de que el profesor seguía recogiendo sus cosas en el escritorio, y bajó las escaleras.
Quiso llamarlo, ¿pero qué tenía que decirle?
Frunció los labios, y se dirigió a la puerta.
—Hola.
Al escucharlo, apretó los dientes, y se dio la vuelta. Él se frotó las manos, limpiándolas de tiza. Se acercó al escritorio para cerrar su libreta con notas y algunos comentarios a pie de página.
—No quería molestarlo. Solo me iba por esa puerta.
—No me molestas.
Ava instintivamente también agachó la mirada para mirar lo que apuntaba.
—Habría sido una pequeña decepción no encontrarte en mi clase.
Ella frunció el ceño.
—¿Por qué? Apenas puedo mantener una conversación.
Él sonrió.
—Lo único que sé, es que tengo cinco clases con más de treinta alumnos cada una, y la única alumna que me interrumpe eres tú.
Ava juntó mucho sus cejas, sin saber si eso era alentador o contraproducente. El profesor recogió su bandolera de cuero e hizo un ademán con la cabeza, indicando que lo siguiera. Ella obedeció, y lo siguió fuera de clase.
—¿Tú crees que estudiar una rama científica tiene más mérito que estudiar arte y letras? —Le planteó esa cuestión al salir del aula, quedándose al lado del pasillo para evitar a la multitud—.
Ava levantó la mirada para contestarle, y de nuevo esa sensación la invadió al mirarlo. Llevaba la barba recortada, y unas arrugas de expresión decoraban sus ojos, notaba cómo la miraba detrás de esas gafas de montura fina y su expresión era suave, amable. En otras palabras, a su lado, a solas, no se sentía adulta para nada.
Decidió ser sincera para responder su pregunta.
—Sí. —Se encogió de hombros, apretando la mandíbula por si había respondido mal—. Sí, eso creo.
Él entrecerró los ojos.
—Yo no creo que creas eso. —Le discutió sin levantar la voz—. Pienso que crees que sobresalir en ciencias tiene más mérito que estudiar el arte, porque el arte "es un don".
Ladeó la cabeza al escucharlo repitiendo sus palabras, sin terminar de comprenderlo.
—Tienes ese don, Ava. —Narró las palabras, asintiendo una vez con la cabeza. Ella apretó los dientes al escucharlo diciendo su nombre, impregnado de ese acento americano—.
—No creo que con dos clases me conozca suficiente para pensar eso.
Él asintió con la cabeza, levantando ambas cejas.
—Tienes razón. —Sus rizos grises se mecieron, escurriéndose un mechón por su sien—. ¿Qué querías pedirme antes?
Ava entreabrió los labios para responder, pero rápidamente retrocedió.
—¿Cómo sabe que iba a pedirle algo?
—Porque llevo toda tu edad siendo profesor y tengo una hija pequeña. —Sonrió, metiendo las manos en los bolsillos—. Sé cuándo alguien quiere pedirme algo.
—Mm... —Canturreó Ava, tensando la mandíbula sin darse cuenta—. No era nada importante.
—Sí que era importante.
—Bueno, solo quería preguntarle si podía recomendarme algún libro para empezar a leer sobre... Filosofía. —Suspiró lo último, acomodándose el cuello del suéter rápidamente, y tras esa distracción volvió a mirarlo—.
—¿Para interrumpirme mejor y discutir durante más tiempo?
—Sí. —Dijo Ava, observando sus manos mientras sacaba un libro pequeño y de solapas negras de su mochila—.
Se lo tendió con seguridad, casi pareciendo que él sabía que Ava se lo pediría. Ella asintió con la cabeza y lo aceptó, apretando un par de gracias en sus labios. Mientras leía el título, con su trenza castaña escurriéndose a un lado de su cara, el profesor la miró con una sonrisa amable.
—Me caes bien, Ava.
Me recuerdas a alguien—pensó.
Ella levantó la cabeza al escucharlo. Sabiendo que lo decía por educación, pero no pudo negar que sus palabras le aliviaron una preocupación que no sabía que tenía.
—Nunca dejes de defender tus ideas.
—Gracias. —Casi lo susurro, mirándolo a los ojos—.
Ese momento pareció el indicado para despedirse, así que Ava asintió con la cabeza y quiso pasar por su lado.
—Me llamo Jonathan. —Se giró hacia ella—. Creo que no sabías mi nombre
Ava se encogió de hombros.
—Para mí siempre será profesor.
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